29/12/07

EL PERRO EN EL TEJADO



Un perro en un tejado está en la situación de quien ha accedido con esfuerzo al lugar que otros ocupan por naturaleza. Es una situación extraña, o más bien que provoca extrañeza a los que ven asomar del tejado la cabeza canina.
El perro con vocación tegulística tiene que ejercitar sus músculos, afinar su equilibrio y compensar con aplomo la ausencia de garras. Dicho de otra manera, un gato en un tejado puede ser el más vulgar de los mininos, pero un perro en un tejado es, cuando menos, un perro muy especial.
En el tejado, el perro goza de una perspectiva doblemente privilegiada: ve desde allí lo que podrían ver los gatos, sin perder el punto de vista de los perros. Y digo lo que podrían ver los gatos, porque estos suelen limitarse a pasear por el tejado sin observar lo que desde allí se contempla.
El perro, por el contrario, ha subido al tejado para mirar desde allí y contárselo a los otros perros, a los gatos y a quien quiera escucharle. Esta intención informativa -y acaso redentora- del perro suele ser mal comprendida por los habitantes del tejado, que no son solamente gatos, sino también antiguos perros que en su día subieron allí y, a base de no mirar hacia abajo, parecen más gatos que los gatos propiamente dichos. Por lo que si el perro en el tejado desea ser inmune a tal mutación, deberá desarrollar pronto un escepticismo a tono con su condición de perro, de vigía, de solitario y de hereje.
He asistido en los últimos tiempos a la presentación de un libro que tenía todos los ingredientes de una fiesta de cumpleaños: discursos de los allegados, adhesiones inquebrantables, actuaciones artísticas y sorpresa del homenajeado, que no se lo esperaba; y, como en las fiestas de cumpleaños, invitados íntimos, menos íntimos y algunos que miraban, aplaudían e intentaban comprender las bromas privadas entre unos y otros. Eran los lectores. Pobres perros invitados a una fiesta de gatos.
He leído libros muy bien escritos, premiados y promocionados, elogiados por la crítica con generalizaciones altamente intercambiables. Y sin embargo los temas de los libros, su tratamiento, su estilo sumen a los lectores en un estupor intelectual considerable, en una espiral hipnótica hacia el aburrimiento, en un árido desamparo del espíritu. Primera posible consecuencia: los libros serán comprados por los incondicionales de las revistas culturales y los suplementos literarios, que propenden cada vez más al pensamiento único. Segunda posible consecuencia: gran parte de los compradores no terminarán su lectura, con lo que los laureados títulos pasarán a engrosar la Ingente Biblioteca Colectiva de Excelentes Libros sin Leer. Así se habrá dado un paso más en el camino de disociar calidad e interés.
Con los escritores de oficio escribiendo los unos para los otros y los críticos y editores pensando que imponen el gusto cuando lo que imponen es el disgusto, el lector, deseoso de ser seducido, se arroja en brazos de cualquiera capaz de hilvanar doscientas páginas con un mínimo interés.
He visto últimamente estas y otras cosas, que ni son las únicas ni las peores, y he meditado sobre ellas, que es lo único que puede hacerse ante el lógico devenir de la vida. Como no hay bien ni mal que cien años dure, llegará también el momento en el que los lectores, hartos de tener que elegir entre calidad correosa y bazofia de evasión, se declaren en huelga de ojos cerrados. Habrá entonces que regalarles los oídos con romances y trovas. Y el Precursor de los Editores de la Nueva Era dirá: “Pues que lo pide el vulgo es justo / fablar en prosa para darle gusto”. Esas palabras marcarán la feliz reinvención de la literatura.
Son cosas que aún están lejos, muy lejos, pero que ya asoman por el horizonte. Ya pueden ser intuidas, olidas, divisadas por el perro en el tejado.

23/12/07

Endogamia poética

En el número de Septiembre-Octubre de la revista Clarín hay algo muy interesante y que viene al caso. El caso es este debate, no tanto verso/prosa, como lo que es la poesía hoy en día, y si tiene sentido leer y escribir poesía actualmente. Por supuesto, aquí nadie es tan tonto como dudar de la pertinencia de leer a un Pessoa (en verso y en prosa), un Cernuda, Rosalía, cierto Juan Ramón, y ya no digamos un Dante, un Virgilio, los sonetos de Shakespeare.
El autor del texto sin desperdicio, hasta en las malevolencias, es Martín López-Vega y tuvo su polémica. Se titula "Si escribiera una poética diría más o menos algo así".

"Cada vez me gusta menos la poesía. En general, cada vez me gustan menos los gremios, y la poesía lo es, no solo de una forma social (congresos, lecturas, copas...): también los libros de poesía apiñados en las estanterías de mi casa son un gremio, y, si uno se descuida, acaban relacionándose más entre ellos que con el resto del mundo. Eso se nota en los libros de casi todos (incluidos los propios): más que lo que el libro nos dice sobre el mundo pesa lo que nos dice de la poesía. Y a mí la poesía solo me interesa por aquello que es capaz de decirme del mundo, por lo que puede explicarme de mi lugar en él, no por lo que diga del resto de la poesía. (...)
Escribo poesía porque quiero ser feliz, porque cuando una experiencia se pone por escrito se convierte en un escalón que ya hemos ascendido. Todo lo demás es literatura: o sea, palabrería, basura.
El problema de la poesía no es tanto lo que es capaz de decir como lo que no es capaz de decir. (...) Por eso no me interesa la poesía que se recrea en sí misma, que da vueltas una y otra vez sobre los mismos tópicos."

Y sigue. Tampoco voy a copiar todo. Pues esto era lo que uno entendía de la rivalidad verso/prosa comentada en el anterior post.

18/12/07

Prosa Vs verso

"Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es -lo creo de verdad- una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo."
(Fernando Pessoa, Libro del desasosiego)

8/12/07

UNOS ZAPATOS DE ANTE AMARILLO



Otra vez estaba allí sin saber qué hacía. Otra vez no había sabido decir dos veces no. Se miró a sí mismo y se encontró miserable y perdido. Ajeno a todo. La visión física que tenemos de nosotros mismos cuando no media un espejo es parcial y en escorzo superior. Él veía la cazadora que cubría su cuerpo y una perspectiva de piernas flacas que se perdía en los enormes zapatos amarillos. Le gustaban sus zapatos. Era lo único que le gustaba de él esa noche. Procuraba olvidarse de la conciencia de su cabecita desmedrada y despeluchada como la de un pollo recién nacido, y de su rostro débil e incierto y de la gran nuez que se paseaba arriba y abajo de su garganta. Se concentraba en sus zapatos de ante amarillo porque le parecía que esos eran los pies de aquel que siempre había querido ser. Un codazo y un rostro excitado y sudoroso ya. Se preguntó por qué todos sudaban menos él: ¿Quieres tomar algo? No, pensó. Una cerveza, dijo. Ramón le trajo la cerveza y se puso a su lado a beber otra. Detrás de ellos, las máquinas tragaperras, la de tabaco, la de juegos. Detrás aún la pared. Y detrás de la pared el pueblo desierto y frío con las estrellas congeladas contra el cielo de mayo. Las había visto al bajarse del coche, antes de entrar en el local que vibraba en la fila de casas de adobe. “La Panera de Benito” lo habían llamado, porque era así como se la conocía en el pueblo. El dueño era sobrino del tal Benito, le había dicho Ramón mientras iban de camino. Había hecho un buen trabajo. No había semana que no tocase algún grupo. Qué bien, había respondido él aunque no le parecía ni bien ni mal, ni tampoco sentía esa oscura emoción de Ramón por escuchar música en las paneras de los tíos ajenos. Pero las cosas eran así, Ramón era su amigo desde primero de EGB (tenían treinta y dos años ahora) y siempre se había ocupado de llevarle aquí y allá y él iba a donde le llevara Ramón porque era su amigo desde primero de EGB y aquí se cerraba el círculo y así eran las cosas.
El grupo de esa noche hacía música a un volumen diez veces superior al que él podía soportar, eso era lo único que sabía y la única opinión que podía abrirse paso a través de su cerebro devastado. Pero siempre era igual. Todos los grupos hacían música a ese volumen y él pasaba las noches de los sábados apoyado en la máquina de tabaco con sucesivas cervezas en la mano izquierda, llevando el ritmo con la cabeza y meneando la rodilla derecha, un alzamiento de cejas ante la llegada de los conocidos, poco más. Se preguntaba a veces, en las interminables veladas, si al resto de la gente le pasaría lo mismo que a él. Si soportarían el rito semanal de cerveza y estruendo pensando en las estrellas congeladas que habían entrevisto antes de entrar; imaginando que se prolongaba el silencio que les había acariciado a lo largo de la calle, desde que salieron del coche hasta que entraron en el vibrante local. Y les veía entregados y seguros. Tan convincentes. Al terminar, la excitación de Ramón, Son una caña estos tíos, ¿has visto como tocan? El batería es la hostia, tío. Y él, La hostia, ya lo creo. Sin pensar que mentía ni que dejaba de mentir.
La vio entre la gente, apoyada en una esquina, con una botella de cerveza en la mano izquierda y moviendo la cabeza al ritmo de las vibraciones. Los ojos, perdidos. El batería iniciaba en ese momento una brutal escalada hacia la demencia, que los aullidos del cantante intentaban ahogar. El teclado alternaba dos notas chirriantes como en un trance hipnótico y el bajo parecía no estar allí. Y ella, entre el humo, llevaba el ritmo con una placidez autista. El cuerpo allí, moviéndose de forma automática. La mente, muy lejos. ¿Otra cerveza? Pero no contestó a Ramón. En vez de eso, la señaló con la barbilla. ¿Esa?, dijo Ramón, Es una tía muy rara, amiga de no sé quién. Gritaba, y apenas podía oírle. Bueno, había dicho lo suficiente. La miró de nuevo. Su nariz la hacía parecer un extraño pájaro marítimo. Un pájaro sordo o tal vez atraído por chillidos que le resultaban familiares. Un pájaro que no sabía decir dos veces que no. Se preguntó cómo haría para que se fijara en sus zapatos amarillos. En esa panera reconvertida en manicomio, cualquier aproximación era incompatible con un buen comienzo. Las parejas se gritaban al oído frases cortas como lemas sin dejar por eso de llevar el ritmo con la cabeza. Todo era inmediato y todo se desvanecía al instante en el intento inconsciente de sobrevivir al ruido. Pero ella era rara, lo había dicho Ramón. Y eso era casi prometedor. Tal vez no habría que hacer nada, después de todo. Tal vez sólo mirarla de vez en cuando, su extraño perfil de alcaraván y sus ojos amarillos tan ausentes. Amarillos como los zapatos de ante. Permanecer allí toda la noche o todas las noches o toda esa enorme noche que eran las noches de sábado con Ramón, permanecer allí llevando el ritmo, imaginando silencio, alimentando la certeza de que en algún momento ella se fijaría en sus zapatos de ante amarillo.