31/12/08

El insomnio

Las horas se estiran, el universo da más de sí. El tiempo se dilata y se sostiene en el aire como una burbuja. Estás obligado a observarlo, analizarlo, a ver cómo fluye, cómo baila, cómo dibuja círculos en tu memoria resignada, vacía. El infinito a tus pies. Tu rostro demacrado en el espejo del baño, cada madrugada. Contemplas esos ojos que no miran. Detrás del iris, el abismo. Los párpados resecos, apergaminados, la piel agrietada en los labios y el paladar arenoso, como de desierto. Dando vueltas en el colchón, cumpliendo la peor condena. El cansancio incontable, la derrota. Gotea el grifo, cruje el suelo, el armarito del lavabo chirría. No quedan pastillas en el bote.
Te asomas a la ventana. Un cuadro abstracto oscuro con puntos brillantes. Formas geométricas escindidas de su significado. Edificios, azoteas, terrazas, calles, coches, farolas. Serpientes nocturnas reptando por los escalextric y desapareciendo en los túneles. Se apagan las oficinas. La ciudad desplegada, una sinfonía de luces y colores sin sentido. Fuegos de artificio por doquier. Todos fotografiándose, inmortalizando sus muecas de angustia, de odio, de pena. Todos van hacia algún lado. Nadie sabe adónde ir. Los árboles han muerto.
La pantalla parpadeando, el colacao con galletas, la barrita de cereales. Pasan las tramas, los paisajes enlatados, los mapas meteorológicos, las prostitutas más decadentes, los anuncios de la teletienda. Un libro que se cierra con la misma presteza con que se abre. No hay calma ni nervios. No hay resquicio para la concentración. Demasiado tiempo para el pensamiento: un pensamiento empachado de sí mismo, abotargado, enmohecido en la nada. La cabeza flotando en el aire, llena de vacío, inflada como un globo. No cabe más. Duermen los objetos, protestan las cañerías, la nevera sostiene su ronquido. Los perros se han suicidado.
El insomnio es el Aleph.

16/12/08

Yonquis

Caminan de noche por la ciudad iluminada. Tienen las calaveras adheridas al rostro, sustituyéndolo. Son muertos andantes, en busca de su dosis. Consumen en los portales, en los sótanos, en las escaleras.
Él va sin camisa, pantalones vaqueros cortos, botas militares desatadas, pelo rapado, gafas redondas y un tatuaje en la espalda. Ella tiene las facciones hinchadas, como si se hubiese operado los labios y los pómulos, nariz y párpados de boxeadora, minifalda roja, en su camiseta de tirantes se lee en letras rosas I Love New York. Van por una calle de Queens. Pasan los coches con sus luces, se cruzan con vecinos, escaparates, algunas tiendas abiertas.
Entran en un portal. Atraviesan un pasillo y acceden a las escaleras. Bob se pone en cuclillas, abre la papelina, la disuelve en el tapón de una botella de agua mineral, absorbe el líquido con la jeringuilla, mira el cristal al trasluz, lo golpea con la uña y empuja el émbolo hasta que sale una gota. Lo mira apenas a unos centímetros, quizás no ve bien del ansia que tiene, o porque se le superponen efectos anteriores, o por culpa de la escasa luz que sale de una bombilla agonizante. La pintura de las paredes se cae a trozos. Finalmente busca la vena con la jeringuilla. Y la encuentra.
No piensan en el futuro ni en el pasado. En esta supervivencia sólo existe una palabra: heroína. Todo vale con tal de conseguir la siguiente dosis: hurgan en la basura, roban, se prostituyen. La única felicidad está en ese lento suicidio, en la aguja, en el mechero que se enciende y el humo que se inhala por la boca, hondas y largas caladas, interminables caladas, las manos acercándose a la cara, como si soplasen una caracola de mar o el cuerno de guerra. Son gárgolas huesudas y sufrientes.
La sustancia llega rápidamente al cerebro. Sólo entonces descansan, dejan de deambular, de luchar, de morir.

27/11/08

A propósito de las ausencias

Desde luego que se han perdido muchas bibliotecas y muchas obras de arte. No hace falta incluir las que nunca se llevaron a cabo para que la cifra sea descomunal. Y eso si no prescindimos también de las que, aun habiéndose conservado, llevan siglos sin ser leídas o escuchadas o vistas por nadie, aunque en realidad habría que contar también las que, pese a seguir vivas, no han podido ser nunca comprendidas.
Se estima que no llega al 10 % la porción de obras de la antigüedad griega y latina que nos ha llegado. Aparte de lo mencionado por el Inventario, habría que añadir la mayor parte de la obra de aquellos autores que sí han quedado. Nos faltan pedazos enormes de obras maestras. Un montón de libros de Tito Livio, Salustio, Tácito, Polibio, Petronio y de infinidad de poetas antiguos. Sin embargo, en toda esta ruina quedan dos piedras curiosas.
A pesar de los cientos de manos cristianas que tocaron su contenido, se nos ha conservado entera la obra de Lucrecio, un monumento al ateísmo, y buena parte de la de Catulo, un monumento a la modernidad. De los muchos cómicos que hubo en la Atenas clásica, sólo ha quedado uno, Aristófanes, pero todas las fuentes coinciden en considerar que era el mejor. Del más influyente de los filósofos que ha habido nunca, Platón, nos ha quedado todo lo que escribió. De Virgilio sólo dudamos de unos cuantos poemas de juventud que tampoco nos aportan demasiado, pero sus tres grandiosas obras de arte nos han llegado intactas. De Petronio, a pesar de que por el túnel de la Edad Media se perdieron sus escenas más fuertes (se supone), nos quedó un manual de cómo se escribe una novela, amén de un modelo perfecto de realismo que todavía se imita.
Podemos seguir. Pero los datos indican que son pocas las obras, digamos, definitivas que hemos perdido. Es como la ley de Darwin aplicada a los libros y a las culturas. No hay en la Antigüedad ni una sola opción de vida o rama del saber que no haya dejado alguna huella. Lo poco que queda de Epicuro sigue protagonizando el centro del discurso ético. Los pecios que se recogieron de los cínicos siguen latiendo como la forma más descarnada de enfrentarse a la realidad. Parece ser que la evolución no se ha tragado obras que podrían haber cambiado el mundo, y además nos ha brindado indicios para que imaginemos lo que pudo haber, y de paso lo creemos.
Y sin embargo, y esa es la otra extraña piedra del asunto, de ese diez por ciento que nos ha quedado sólo hay otro diez por ciento que seguimos leyendo y nos sigue influyendo, o que, en todo caso, sigue disfrutando de un lugar en la memoria colectiva. Lo demás ha quedado para pasto de la erudición. Cada vez que voy a la Biblioteca Nacional tengo la sensación (muy placentera, por otra parte) de que me he metido en otra esfera de la realidad, en un hangar de tumbas que a veces ya no vuelven a ser abiertas jamás, y otras gozan de una minúscula existencia en el cuerpo de una nota a pie de página de un libro que va a correr la misma suerte pero mucho más deprisa.
Nos quedan suficientes frases de Heráclito para justificar que la misma mano que conservó algunas de aquellas joyas fue la que destruyó el resto. No destruimos: olvidamos, transformamos, digerimos, enterramos. No ha quedado el segundo libro de la Poética de Aristóteles, pero en su lugar nos entretuvimos con El nombre de la rosa. Su carácter de ruina forma parte de su condición humana.
Estas conjeturas borgianas suelen pecar de funesismo: casi sería peor que se hubiese conservado todo, y que el tener que conocerlo todo nos hubiese paralizado la capacidad de suponer.

18/11/08

Inventario de ausencias

Los Jardines Colgantes de Babilonia ** El templo de Salomón ** La obra escultórica de Apeles ** La antigua biblioteca de Alejandría, que pudo poseer 20.000 rollos de papiro, según algunos, y, según otros, 700.000 ** La Décima Sinfonía de Ludwig van Beethoven y la de Gustav Mahler ** La Biblioteca de Pérgamo, que pudo contener 250.000 rollos de papiro ** El Templo de Diana de Éfeso, donde estuvo el único ejemplar del famoso tratado de Heráclito ** La caja donde guardaba Alejandro Magno la Ilíada que le había editado Aristóteles ** El indoeuropeo y más de 600 idiomas y dialectos ** El Coloso de Rodas ** La pintura de Zeuxis sobre un racimo de uvas que hizo que los pájaros creyeran que eran reales ** El Mausoleo de Halicarnaso ** Los Budas de Bamiyán, en Afganistán, devastados por los talibanes ** 2700 monasterios en el Tibet ** El nombre que se esconde tras las siglas “W.H.” en los sonetos de William Shakespeare ** La música de Ariadna de Monteverdi ** El verdadero significado del texto que oculta el manuscrito Voynich ** Las últimas palabras de Albert Einstein, que no supo entender una enfermera ** Los rostros que borraron los iconoclastas en Bizancio ** La maleta de Walter Benjamin, que contenía uno de sus manuscritos fundamentales y que quedó en la frontera entre Francia y España cuando el autor se suicidó en 1940 por miedo a caer en manos de la GESTAPO ** La lección más importante y secreta de Platón sobre el bien ** La valija que Hemingway le encargó traer a su esposa con todos sus escritos y que un ladrón robó en la estación de trenes de Lyon ** El tratado Sobre el no ser o Sobre la naturaleza de Gorgias de Leontini, un sofista que logró convencer a todos sus lectores de que nada existe ** El lugar donde enterraron a Francisco de Miranda ** El final del poema anglosajón titulado La batalla de Maldon, el de la novela Almas Muertas de Nicolás Gogol, el de Bouvard y Pecuchet de Gustave Flaubert, el de Memorias de Dirk Raspe de Drieu La Rochelle, y el de 2066 de Roberto Bolaño ** La pintura Animales devorándose entre sí, de André Masson ** La novela de Gonzalo Torrente Ballester que dejó olvidada en una gaveta ** Lo que dijo Simón Bolívar a San Martin en su enigmático encuentro ** Los 47 libros de las Memorias Históricas de Estrabón de Amasia ** Las Semanas del Jardín de Miguel de Cervantes ** El segundo libro de la Poética de Aristóteles, y en particular sus diálogos, sobre todo su Protréptico que fue una pieza retórica modelo en el mundo antiguo ** Unas 113 obras del prestigioso Sófocles, del que hoy sólo se hallan 7 piezas en estado íntegro y cientos de fragmentos ** 188 bibliotecas, 1.200 mezquitas, 150 Iglesias Católicas, 10 Iglesias Ortodoxas, 4 sinagogas, 1000 monumentos culturales arrasados por los serbios ** Sobre las bibliotecas de Marco Terencio Varrón ** La Guerra en Germania de Plinio El Viejo ** Los textos completos de Basílides, jefe de una escuela gnóstica de Alejandría ** La Historia de Escitia de Dexipo de Atenas, que vio en una pesadilla el erudito bizantino Juan Tzetzés, hombre que detestaba su pobreza porque no le permitía comprar libros ** La biblioteca de Alamut, sede de la secta de los famosos asesinos del mundo árabe medieval ** Los códices mayas que quemaron los frailes cristianos ** La primera versión de Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence ** El paradero de los cuerpos de los argentinos y chilenos que fueron secuestrados por regímenes dictatoriales ** El manuscrito de In the Ballast of the White Sea de Malcolm Lowry que ardió en un incendio * El dirigible alemán Hindenburg, que ardió en 1937 ** La novela Ricardo y Samuel, que comenzaron Franz Kafka y Max Brod y que nunca pasó del primer capítulo * La novela The poodle springs story de Raymond Chandler, incompleta tras su muerte ** El fresco Hombre en la encrucijada (1933) de Diego Rivera, encargado para el nuevo edificio de la RCA en el Rockefeller Center de Nueva York y destruido poco después de su realización porque contenía un retrato de Lenin ** Las Torres Gemelas de Nueva York, aniquiladas en los ataques del 11 de septiembre de 2001, y las obras de arte que contenía el complejo de edificios: obras de Joan Miró, Masuyuki Nagare, Louise Nevelson y Alexander Calder, además de 1113 obras, entre esculturas y pinturas de los artistas más destacados de todos los tiempos: Alex Katz, Bryan Hunt, Wolf Kahn, Jacob Lawrence ** Un millón de libros quemados durante la invasión de Estados Unidos a Irak junto con miles de piezas de arte antiguo y moderno.
Entre otras miles de cosas más, esto se ha perdido para siempre.
(Fernándo Baez, La hoguera de los intelectuales)

26/10/08

Galdós, Juan Martín "El Empecinado"

Dice el señor Conde que a lo mejor quedaban bien aquí en este ropero las crónicas de lectura que estoy escribiendo de Galdós. Son eso, crónicas de lectura, un poco precipitadas, por lo menos en el caso que el señor Conde me pide que cuelgue aquí.




Ha sido un alivio dejar los salones de sesiones, las damas pazguatas y los héroes reaccionarios de Cádiz para echarse al monte con la partida del Empecinado. Nada más empezar me he vuelto a acordar de Baroja y El escuadrón del Brigante. Hay un cura en este Episodio, mosén Antón Trijueque, que es un salvaje de la misma laya que el cura Merino que pinta Baroja. Me pasa en todos: cuando no es Baroja es Valle-Inclán, y cuando no atisbos de Unamuno, aunque esto me ocurre más bien con las últimas novelas. La historiografía literaria tiene una deuda con Galdós, la de suturar la brecha que unos planes de estudio sin sentido infligieron durante muchos años en esa relación de maestría efectiva, esto es, bien aprovechada, que se estableció entre Galdós y los del 98, que no eran los nietos del Cid sino los hijos de don Benito. Todos querían matar al padre pero todos se quedaron con algún rasgo suyo. Y a todos les favorece.Pero este Antón Trijueque (quien, por cierto, es de Botorrita) no es una figura episódica como el cura Merino, un ente histórico y por lo tanto plano, sino un personaje que se desarrolla patéticamente cuando el retrato de El Empecinado ha llegado a su fin. A mitad de novela, huyendo de la emboscada que, después de pasarse a las tropas francesas, le han tendido los hombres del traidor Trijueque, El Empecinado salta por una sima nevada, en plan doctor Moriarty, y ahí dejamos de saber de él. Es entonces cuando Galdós trae a las damas folletinescas hasta Cifuentes (menudo trajín el de las condesas noveleras) para que estén cerca del lugar donde Gabriel Araceli cae preso. Aparece por allí Santorcaz, su afrancesdo futuro suegro, que aprovecha para contar su vida; el propio Antón da un exhaustivo repaso a sus penas de guerrillero, e incluso un simpático personaje, el carcelero francés, Plobertin, participa con una escena que parece de Walt Disney.
El arranque había sido formidable. El cuadro de las partidas de guerrilleros da una tensión a la novela que no tuvo en toda la entrega anterior. Es interesante conocer la vida cotidiana de los guerrilleros, y apasionante su condición de héroes salvajes, de generales bruscos y descamisados. La historia de la traición de Albuín y después de Trijueque le sirve a Galdós para poner de manifiesto su desconfianza última del método de la guerrilla: aquello es un caos sin disciplina previa y plenamente asumida. Todos quieren mandar, o rapiñar, y muchos son capaces de venderse por un vaso de vino. Son, en definitiva, patriotas bandoleros, y ello hace que la figura del Empecinado cobre dimensión dramática: debe ser justo en un mundo de bandidos, ser general en un caos de desharrapados, imponer la disciplina por la fuerza y confiar en que el patriotismo pueda más que la avaricia. Debe transigir con los desmanes de sus soldados pero también atender a las reclamaciones de los perjudicados, como aquel señor que lo conoció de pequeño y le reclama que le devuelvan el dinero que le han robado los hombres del Empecinado. Ahí se desata el conflicto, las traiciones, el patetismo de un personaje que lucha por no perder un gramo de su dignidad.Pero hay un niño, una mascota, un recién nacido que se cría entre la tropa, y entre él y Santurrias van tramando un contrapunto amable a la cruda vida del guerrillero. Ese niño viene con un pan debajo del brazo, pero ni él ni mosén Antón, que son los encargados de sostener la trama cuando desaparece El Empecinado, pueden desarrollarse por el momento (sobre todo el cura), porque de pronto Galdós retoma la trama general, la de Inés y Amaranta, y ahora Santorcaz. La sensación es que decide un final a lo Cartuja de Parma, con un ilustrado conde Mosca (no tan noble Santorcaz, desde luego) y la sensual Amaranta tomando las riendas de su destino, más una joven amada, Inés, que es como aquella muchacha que veía Fabrizio desde las mazmorras.La pericia de Galdós y su sentido de las proporciones hace que pronto la cosa se resuelva en un entretenido suspense sobre cómo va a huir Araceli de la cárcel, donde espera su ejecución acompañado del niño de marras. Los personajes episódicos que contaron su vida un poco de matute se convierten en candidatos a la liberación, y la sombra potente del Empecinado aún no termina de esfumarse. Todavía esperamos su presencia imponente en el desenlace de la novela.Todo indica que después de la traición de Antón Trijueque Galdós cedió paso a otra novela, la de la primera serie, cuyo final había que ir preparando. Desde Cádiz, con la reaparición de Amaranta e Inés, se va preparando un final que deje atados los cabos folletinescos (el reconocimiento de la madre, el amor recobrado, la liberación de la clausura, etc.) y pueda recrearse en La batalla de los Arapiles. Si Galdós es siempre muy previsor en los finales, hasta el punto de concederles el protagonismo de toda la segunda mitad de la novela, las proporciones aconsejan que en una novela de diez tomos y más de dos mil páginas el final debe irse preparando como mínimo setecientas páginas antes de acabar.

Acabar. Hay algo que Galdós ya tiene muy claro. Araceli está exhausto como personaje. La primera persona narrativa no está hecha para el borbotón de personajes y de situaciones que le salen constantemente. Araceli se pasa el tiempo detrás de las cortinas o en una esquina de la mesa, escuchando a los verdaderos personajes, que deben renunciar a su autonomía porque sólo son lo que sabe de ellos Gabriel. La primera persona, en definitiva, se le queda estrecha, y de ahí que a veces se presenten personajes sin comerlo ni beberlo que reclamaban unos cuantos episodios para sí. El resultado es que queda una novela partida en dos. Magnífica la primera parte, tanto que el amaneramiento de la segunda nos viene un poco mal. Hay un momento que tenía que producirnos admiración por el hábil argumentista y sin embargo nos deja fríos: me refiero a cuando aparece la lima con la que Araceli puede serrar los barrotes del calabozo. Es un caso claro de lo que yo llamo barrer a los centrales. Forma parte del suspense parecer previsible, hacer creer al lector que el desenlace será uno concreto, verlo venir, y entonces hacer progresar la trama saliendo por peteneras. Los finales con suspense provocan el placer de fallar en nuestras predicciones. Queremos equivocarnos. Si cuando está en la cárcel llega a aparecer el Empecinado para liberar a Gabriel Araceli, cierro el libro y lo dejo. Pero no. Estaba lo único que no había dejado de estar: el niño. Está bien la salida, pero no nos conmueve. Es un brillante final rutinario. Muy bien que no haya sido El Empecinado.

Pero, a todo esto, ¿dónde está el Empecinado? Los héroes se engrandecen con su ausencia. Así como al principio Galdós nos prepara con unos cuantos capítulos antes de presentárnoslo, aquí llega no para liberar a Araceli sino para cerrar el círculo narrativo. Entretanto, un detalle queda suelto: ¿quién puso la lima entre las ropas del niño? Se lo merecía Plobertin, el carcelero bueno, pero a Galdós da la sensación de que se le olvida. En todo caso, la escapada de Araceli está muy bien contada; sus calamidades bizantinas tienen la fuerza que echábamos de menos desde que se deshizo la partida de guerrilleros y mosén Antón se echó doblemente al monte. Sólo queda un reencuentro con Amaranta, con discursos demasiado largos para mi gusto. Después de las páginas de aventura, tan rápidas, este encuentro debería haberse resuelto con esticomitias en vez de con discursos.El que sí está bien contado es el encuentro, al final, entre El Empecinado y mosén Antón, mucho más intenso. Mosén Antón es a fin de cuentas un ejemplo de dignidad y otro de testarudez. El Empecinado es generoso, como corresponde al héroe bueno, al Cristo magnánimo que tiene que ser para que su tropa de fanáticos y facinerosos le siga sin rechistar. Mosén Antón es Judas, y como Judas termina, mientras Araceli sigue buscando a Inés, que ha huido con el hipócrita de Santorcaz.
Es mucho mejor novela que la anterior, desde luego, y mucho más entretenida. Galdós ha cambiado los lamentos de salón por las aventuras montuosas. La mezcla, a veces, chirría un poco, pero no porque esté mal engastada sino porque la inercia de la aventura nos lleva siempre a más aventura, y es la prueba de que ha sido bien contada.

18/10/08

Y...en aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo

En aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo. Lo venía diciendo Carmina la modista desde hacía una temporada, que soñaba que los ángeles bajaban al pueblo. Pero nadie la creía; decían, simplemente, que era una cursi y una chiflada.
Lo dijo Lope el borracho más de mil veces, que los ángeles se paseaban arriba y abajo por la era de Don David, que tenían el pelo largo y que iban en cueros como Dios los echó al mundo; lo dijo Juan el pastor, que pasaba las noches al raso y juró que había visto otra luna que se desprendía de la primera y se acercaba al pueblo casi hasta chocar con la loma roja; y que de esa luna salían aparatos redondos, como los coches de choque de la feria, y se dispersaban por el horizonte hasta perderse de vista; pero como Juan el pastor pasaba tanto tiempo solo, todos sospecharon que se le estaba yendo la cabeza como le pasó a su padre y antes a su abuelo, que aseguraban hablar con gnomos y conocer el escondite del tesoro del cadí.
Y así hasta que Don José Miguel, el aviador, aseguró un día que, paseando de noche por la orilla del río, había visto a los ángeles bajar del cielo. Entonces todos le creyeron.
Don José Miguel había sido aviador en tres guerras y conservaba en la repisa de la chimenea tres fotos suyas con sus tres aviones. Conocía los cielos como Juan el pastor los montes y se había cruzado con toda clase de seres voladores. Era por lo tanto una autoridad en la materia. A partir de ese momento, comenzó en el pueblo la caza del ángel.
De nada sirvió que Don Eulogio dijese que los ángeles eran espíritus puros y por tanto invisibles a los ojos de los humanos; ni que Fidel asegurase que lo que hacía falta no eran ángeles sino gobernantes justos; ni que el maestro los llamase "marcianos". El pueblo, de noche, se vaciaba de gente, y las riberas del río, la era de Don David, los aledaños de la loma roja, se plagaban de pequeñas luciérnagas y cuchicheos entrecortados: hubo más de dos y más de tres nacimientos inesperados nueve meses después del verano en el que los ángeles visitaron el pueblo.
Pero pasaba el tiempo y los ángeles no aparecían. Ya, ni Lope los veía retozar por las eras, ni Juan observaba sus pequeños vehículos volantes, ni Carmina soñaba con ellos. Don José Miguel andaba perplejo y taciturno por la ribera del río, y el maestro observaba decepcionado las últimas estrellas de Junio.
Se apoderó del pueblo un malestar difuso, una decepción, un desánimo. Las noches pasadas bajo la luna menguante, en las que habían intercambiado comida, bebida y esperanzas, les parecían ahora una broma de mal gusto. Polo se peleó cuatro veces en dos semanas, y hasta las gallinas de las tres cocineras andaban melancólicas y poco ponedoras.
El día de Santiago, al salir de misa, Polo dijo: "Yo esta noche voy"; y la voz se fue corriendo, de modo que aquella noche la luna llena alumbró un pueblo de casas vacías. Hasta Don Eulogio, apoyado en Fidel, se llegó hasta las eras con su hisopo lleno de agua bendita.
A las dos de la mañana, la luna se desdobló y se acercó al pueblo, y de ella brotaron pequeños vehículos voladores que se posaron sin ruido en la era de Don David. Los mil trescientos siete habitantes del pueblo salieron de sus escondites y avanzaron hacia la era sin temor, sin angustia, sólo con un dulce anhelo que les hermanaba, de manera que muchos se cogieron de las manos. Y entonces salieron los ángeles.
Les dijeron que ya habían terminado lo que habían ido a hacer, pero que antes de marcharse habían querido que todos pudieran verlos: porque ellos, con su deseo y su tristeza, les habían llamado. Les dijeron que aunque lo contaran nadie les creería. Les dijeron que, aunque lo pareciera, no estaban soñando.
Les dijeron todo eso sin hablar, y todos supieron que se lo habían dicho porque, al mirarse, tuvieron la certeza de que a todos les habían sonado dentro las mismas palabras.
A Don Eulogio se le cayó el hisopo de las manos y dos lagrimones de los ojos, los mismos que a Polo, a la Mucho y Bueno, a Fidel... Todos se quedaron en la era hasta que la luna volvió a ser una, con lágrimas en las mejillas y el corazón esponjado. Los padres acariciaban a sus hijos, las parejas se abrazaban, los amigos se miraban a los ojos. Nunca como entonces se sintieron parte de algo fundamental, más importante que sus propias vidas y que sus rencillas e intereses; nunca después volvieron a sentir con tanta fuerza que eran parte de la era y de la loma roja y de la ribera del río: que eran parte unos de otros por encima de todo. Para siempre.
Y al día siguiente, y muchos días después, la vida de cada día tuvo otro significado.
Porque no iban a creerles o a pesar de eso, nadie habló nunca de los ángeles; ni siquiera unos con otros, porque todos sabían que los demás también habían estado allí y eso bastaba.
Hubo amistades nacidas en la noche de la doble luna que perduraron a través de los años; hubo antiguas querellas que, aunque rebrotaron más tarde con la tenacidad del absurdo, encontraron una pequeña tregua aquel cándido verano. Hubo intenciones buenas, hubo arrepentimientos, renuncias, propósitos que se estrellaron contra la realidad, y otros que lograron salvar el desaliento de lo cotidiano.
Y lo cotidiano al final se impuso; murieron unos, otros marcharon, llegaron nuevas gentes y, con el tiempo, los que fueron quedando comenzaron a dudar de lo que habían visto y lo inscribieron en un sueño común, en la alucinación colectiva de una noche de calor que dejó en los corazones la nostalgia de una inocencia imposible.
Pero a las niñas que nacieron nueve meses después de los días de la búsqueda, sus padres las llamaron María de los Ángeles. Y ellas, a su vez, han llamado así a sus hijas. Mientras viva alguna de ellas, mientras alguien en el pueblo las llame por su nombre, no se extinguirá del todo el eco de la voz silenciosa de los mensajeros.

7/10/08

En aquel tiempo salía "El As"

En aquel tiempo salía el "As". El "As" era un periódico deportivo, de papel basto y titulares agresivos plagados de signos de admiración. En primera plana, la instantánea de un futbolista de robustas rodillas chorreando sudor.
El "As" salía los lunes y era el anuncio de que comenzaba una nueva semana. Aún no era de día cuando en la esquina de la churrería, Lucio el topo se apostaba, se afianzaba en sus dos piernas, sacaba pecho y voceaba inmisericorde:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
En respuesta al vocerío, Lope el borracho salía de la pensión de la Mucho y Bueno, que volcaba sus abundancias asomada a la ventana, sacudiendo las alfombras; Matiucas, el de la Mari la pescadera, arrimaba la furgoneta a la pescadería de su madre y empezaba a descargar las barras de hielo y los helechos. Eusebio el rápido abría el taller después de orinar en el patio de atrás, y comenzaba a la vez sus muecas y el arreglo de las primeras medias suelas del día.
Y comenzaba a formarse, en la puerta de la churrería, la cola de las mujeres con el monedero en la mano.
En aquel tiempo se desayunaban churros y porras mojados en el café con leche; y las neveras eran de hielo, que repartía Matiucas por las casas, barras de hielo que refulgían como diamantes y se deshacían en esquirlas cuando Matiucas las partía con un martillo y un punzón. Los niños cogían las esquirlas del suelo para chuparlas; las madres, si los veían, se las quitaban y les daban una torta en la boca y un azote en el culo.
A las ocho salían los últimos tractores camino de las eras, y los hombres que esperaban el coche de línea en el bar de Polo pedían un Chinchón para matar el gusanillo y se cruzaban a la esquina de la churrería para comprarle el "As" a Lucio el topo. Lucio les miraba por encima de sus gruesas lentes y rebuscaba el cambio con sus manos eternamente sucias dentro del bolsillo de cuero que llevaba atado a la cintura. Después se acomodaba el pitillo en la comisura de los labios, y volvía a gritar desatentado:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
A las nueve se abría la escuela y Don Florián, el maestro, salía de su domicilio y cruzaba el patio de recreo para abrir las aulas. Por entonces entraba en la churrería la Heli, a buscar los churros de los señores, y Lucio el topo se la comía con los ojos detrás de sus lentes legañosos.
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!! -bramaba como ciervo en celo casi al oído de la chica.
Y la Heli, muy tiesa, agarrando altivamente el junquillo con los churros, sacudía los hombros despectivamente y murmuraba: "Qué tío más asqueroso".
En aquel tiempo, en el que sólo se descansaba el domingo, el lunes era la puerta del desierto, el inicio del tubo, el comienzo de una nueva eternidad. Fidel, el cura nuevo, cruzaba la calle con pasos presurosos, encendiendo un cigarrillo con sus manos nerviosas, y le compraba el "As" a Lucio el topo después de decirle: "Menuda chavala", señalando con la barbilla a la Heli que se alejaba. Doña Luisa salía de la iglesia guardando en el bolso su velo de blonda y saludando a diestro y siniestro. La Celsa terminaba de limpiar los higaditos de pollo, y los niños cantaban los ríos de España balanceando las piernas por debajo del pupitre.
Luego llegaba el correo, comenzaba a oler a comida; en la radio, una voz declamaba que el Ángel del Señor anunció a María, interrumpiendo una canción en inglés, y las madres cortaban chistando los reniegos de las hijas. A la una, Lucio el topo doblaba el último “As” que le quedaba y se marchaba a leerlo al bar de Polo donde ya la Celsa, al verlo cruzar la calle, comenzaba a servirle el menú en su mesa de siempre.
Lope el borracho se despedía con un gesto vago y subía trotandillo a la pensión de la Mucho y Bueno; los niños se desparramaban por las calles del pueblo, y Doña Luisa, suspirando, servía la sopa en el comedor de la luz siempre encendida, diciendo: “Un día más...”.
En aquel tiempo, en el que el hielo se vendía en pedazos, las mujeres hacían cola para comprar los churros del desayuno y los periódicos se voceaban en las esquinas, el "As" de Lucio el topo era la primera señal de que, después del sopor del domingo, la vida continuaba.


30/9/08

El luthier

Espinho está a 18 kilómetros de Oporto. Y después esa calle anotada y ese número que son lugares misteriosos para nosotros, y no sabemos qué vamos a encontrarnos allí.

Lo que era ciudad de provincias, pueblo somnoliento y rectilíneo, se vuelve aldea de interior solo unas calles a la derecha. Es una calle larga sin aceras; preguntamos a una señora que camina con unos cartuchos (esas flores como de plástico) entre las tetas, como si le saliesen de ahí, dónde está el número 713. Nos dice, muy amable, que al final, hacia arriba, una curva y un poco más allá aparece la plaza de la iglesia, que ella también va para allí, al cementerio, y le queda detrás de la iglesia. Le decimos que se suba y unas curvas más adelante nos topamos con la plaza. Unos árboles darían sombra si hiciese sol, pero este ya se tapa tras unas nubes y los árboles están amarillos y un poco desnudos. Son troncos desperezándose, pues son horas de desperezarse, y algunos viejos debajo de estos plataneros nos miran al pasar. No se sabe si hacen la digestión en la plaza del pueblo o si esperan también ellos su cáncer o sólo que la comida este hecha y ellos hambrientos.

Buscamos la casa del luthier. Una placa sobre el cemento de una casa baja y el número sobre el portal nos quitan de dudas. Hay al otro lado, saliendo de la plaza hacia el norte unos chalets adosados muy modernos que nada tienen que ver con esta casa que tenemos delante. Ni siquiera es una casa vieja y venerable de piedra. De aspecto vulgar y pobre, abandonado, con el cemento a la vista, sin pintar. La puerta es de madera y muy descolorida e hinchada. El portal es de la misma madera agrietada. No hay aceras. Del asfalto pasamos directamente a la vivienda, pero aun no hemos llamado. No nos precipitemos. Estamos indecisos. ¿Será aquí? Me acerco a la ventana; un viejo en lo que parece un taller está sentado con algo en las manos. Parece un zapatero. Llamamos al timbre. Escuchamos unos ruidos dentro. Abre el viejo.

- Boa tarde

Tiene aspecto de dentista de pobres. Nos invita a pasar. Hay un patio descubierto, con unas parras que lo cubren sólo unos pasos tras el portal. A la izquierda la puerta del taller, de madera y cristal, que cruje al abrirse. El luthier lleva una bata blanca que abrocha por detrás. Calza unas pantuflas de cuadros manchadas con serrines y lleva unas gafas enormes que le bajan por la nariz y le hace mirarnos por encima de la montura, dándole un aspecto de viejo sabio de dibujos animados.

Lo observo todo; el taller parece que no ha cambiado un ápice desde que en 1929 su padre lo montó en ese mismo lugar. Solo unos carteles de algún festival o de concursos de luthier, en japonés, en inglés, en francés, muestran que por allí también pasaron los años sesenta, setenta, y en algunas fotos vemos a alguno de las tres generaciones de luthiers posando. En una, el padre, el primero de la saga, parece enseñar a su hijo Antonio que atiende concentrado a la explicación y a las manos del maestro. Veo la foto y veo al Antonio real, ahora venerable viejo en el que apenas queda nada del joven aprendiz con orejas muy destacadas, como alerones, y la frente demasiado estrecha. Obediente y ambicioso.

No hay un centímetro de madera, y todo es madera en ese taller, que no haya sido taladrado por las polillas. Toda mesa, estantería, mueble, suelo, es rugoso y formado por millones de pequeños agujeritos que son como celdas de algún insecto monacal, de una superpoblación de insectos. Pero son los años de todo un siglo casi que han pasado por allí en forma de polilla, y todo eso aguanta dando un aire casi sagrado al lugar. Cuelgan de unos ganchos en el techo y cerca de las paredes (como patas de ternera colgadas) violines, chelos, violas, sin acabar la mayoría y en estado de espera, o como abandonados otros, como si algo les impidiera convertirse en buenos o malos instrumentos. Por el suelo, apoyados en las paredes por todas partes, un buen número de fundas de todo tipo, sucias de polvo, y que parecen contener armas de otra época, trabucos y rifles y pistolas de bandoleros antiguos y asaltacaminos. Si alguien decidiese que el taller necesitara un adecentamiento higiénico, despojando del polvo a cualquier objeto o superficie, y recogiendo las virutas y restos de las esquinas y todo lo que ya es fósil y desechable, tendría que tirar todo y montar un nuevo taller, empezar de nuevo. Son tantos los objetos y minucias que colman cualquier mesa, estantería o esquina que la impresión sería la de tirar la propia vida y todo el pasado a la basura. Eso será lo que le impide a don Antonio deshacerse de todo lo inútil que quedó muerto en este taller.

Se mueve con lentitud, habla sin prisas. Entre las fotos y lo que nos va contando uno va pillando la historia del lugar y de la familia. Primero fue Domingos, el primer luthier, y después siguieron sus pasos Antonio, que ya tiene 75 años, y ahora Joaquim, con 39. Llegaría más tarde este último y como un ocioso que se dedica con mucho gusto a su afición cogería una tabla y se pondría a lijarla. Sin bata de dentista. El hijo de Joaquim, de unos once o doce años, y que se supone va a seguir la tradición familiar, aparecería también después. Tres generaciones reunidas en el taller. Hay algunos dibujos infantiles de violines expuestos en lo que queda libre de una pared.

Para don Antonio, un figura en lo suyo, son años de reconocimientos, según vemos después en un folleto con el historial de cada uno de los luthiers de la familia. Medallas de oro, vicepresidencias del colegio de luthiers europeo y de alguna cosa más, jurado de grandes premios que ya en su momento ganó. Ha vendido instrumentos en todo el mundo y ha recibido encargos de grandes intérpretes, Rostropovich entre ellos.

Mientras ella prueba varios arcos y los canarios de una jaula que hay cerca de la puerta cantan como viejas sopranos pechugonas, uno charla con el viejo y le entretiene los trabajos que hace, o que hacía, pues deja todo y se dedica a hablar. Como presume bastante del mucho mundo que vio y como a uno le interesa oír y no hablar, el luthier continua su discurso sobre sus etapas en distintos países. Notamos que no parece tener mucha simpatía hacia lo español. En eso no es muy original, pues le pasa a muchos portugueses. También prefiere el gallego de antes, más auténtico, y según él, menos castellanizado en la pronunciación. Hace amagos a veces de seguir lijando algo, lo que quizá sea un violino (como dice él) en el futuro, pero no empieza porque otra vez vuelve sobre un tema y uno se vuelve todo oídos.

Una vieja peta en el cristal de la ventana y parece que se va a desmontar toda la vieja madera que sostiene los cristales y hasta el taller. No es nada, dice, pues quizá me vio la cara de susto. Atienden a la llamada de la vieja como a una señal que les avisa de algo. A veces se calla y sigue a lo suyo. Visto así lo mismo parece que pudiera estar fabricando un juguete de madera, una silla o uno de esas artesanías de decoración que venden los jipis en las ferias. El hijo, callado, sigue raspando algo más pequeño.

Ya nos vamos; nos despedimos y le agradezco la atención. Los negocios han quedado en nada, por ahora. Me trae un folleto con los perfiles de los tres luthiers de la casa; el padre, muerto hace más de treinta años, él y el hijo. Tres violines por la parte de atrás del folleto, cada uno de ellos hecho por uno, como la joya de cada generación. El del hijo tiene una historia triste; ese violín pertenecía a una violinista que tuvo un accidente. El violín está dentro de un estuche hecho añicos (me señala una esquina con varios estuches). Ella murió, me dice. No sabe uno si para él tan terrible es lo del violín como lo de su muerte. Parece incluso que le brillan más esos ojos hundidos bajo las cejas melenudas. Dejamos a don Antonio en su taller, con la idea de volver otro día a reparar el mástil, un poco gastado de los dedos que lo recorren al tocar.

Tomamos un café en un bar de la plaza. Dos viejas vestidas de negro de pies a cabeza, con una pañoleta que les acaba en pico por detrás, charlan tranquilas, con las manos encima de la mesa de formica. Nos saludan cuando nos marchamos.

- Boa tarde.

19/9/08

En aquel tiempo se enamoró Don David

En aquel tiempo se enamoró Don David. Nela no había nacido cuando Don David ya polleaba lo poco que polleó Don David antes de ser definitivamente Don David a la muerte de su padre, que se diría que reencarnó en él para continuar viendo pasar la vida desde su sillón de mimbre y sus bigotes engominados.
Y, sin embargo, cuando Don David se enamoró de ella, hacía ya mucho que Nela era una solterona.
El día de Año Nuevo, Nela recibió un ramo de rosas de la floristería del pueblo de al lado. En el pueblo no había floristería, ni rosas en enero. En abril apuntaban las de las tres cocineras pero a pesar de su belleza, morían en julio, expirando con suavidad de piadosas vírgenes. El pueblo de al lado, que era cabeza de partido, tenía en aquel tiempo dispensario, juzgados e instituto. Y una floristería con rosas de invernadero.
Las que Don David envió a Nela eran dos veces rosas, de nombre y de color, y llevaban adherida una tarjeta en la que le felicitaba su onomástica y firmaba: "Un admirador".
Don David comenzó a pasear a caballo por delante de la casa de Nela. El caballo de Don David era el único que quedaba en el pueblo y estaba añoso, pero aún conservaba su porte distinguido de caballo de recreo. Hacía siete años que Don David no lo montaba, y, juntos bajo el sol invernal, parecían evadidos de las ruinas de un mundo ya desvanecido.
La tercera tarde que Don David pasó por delante de la casa de Nela, la señora Flérida, su madre, se asomó al balcón y le invitó a tomar unas rosquillas.
Las relaciones de Don David y Nela fueron secretas en la intención pero conocidas por todos desde la segunda merienda en familia. De Nela se dijo que no se podía decir ni esto de Nela; de Don David, que estaba muy solo desde que murió su madre; de los padres de Nela, que descansarían viendo colocada a su hija; del caballo, que no estaba para muchos trotes.
El caballo duró menos que el noviazgo, que es como decir nada, porque al sexto día de paseo se quebró una pata y tuvo que ser sacrificado. Nela tardó dos semanas más en imponerse a sus padres y rechazar al pretendiente.
La señora Flérida se metió en la cama tres días, pasados los cuales recibió a Don David en el gabinete, con las persianas echadas luctuosamente, se disculpó del extravío de su hija y lamentó no tener más para ofrecerlas a quien tanto honor les había hecho.
Don David se puso tan pálido que sus bigotes engominados parecieron en la penumbra finos alambres vibrátiles, pero se repuso al instante y besó la mano de la señora Flérida con mundana entereza. Luego se marchó a su casa y no salió en un año.
De Nela se dijo que era orgullosa, o tonta, o loca, o mala; de sus padres, que no se merecían ese trato después de haberla educado como a una señorita a base de privaciones; de Don David, que se había trastornado tanto que hacía versos; de la Adriana, la vieja criada de Don David, que una cosa era ser discreta y otra no soltar prenda, y que quién se había creído que era.
Al cabo de un año, Don David se despidió de Don Lázaro, que era su primo, y se fue de viaje. Volvió casado con una vieja señorita muy parecida a Nela; tuvieron dos hijos en el término de once meses y jubilaron a la Adriana, que continuó muda hasta su muerte.
Hoy Nela vive con una amiga en los pisos que construyó sobre el solar de su casa a la muerte de sus padres. Escribe cuentos para niñas y viaja dos veces al año a los confines del mundo en viajes organizados. La viuda de Don David coincide con ella en la catequesis de los lunes; a la salida, suelen quedarse a merendar con las demás en la cafetería de la plaza, muy cerca de la esquina donde el caballo de Don David tropezó una tarde para no volver a levantarse.



6/9/08

En aquel tiempo murió Lope el borracho

En aquel tiempo murió Lope el borracho. Tenía setenta años, o eso decía desde siempre. Al principio, cuando su cabello era negro y su voz firme, todos se reían de él cuando lo aseguraba con énfasis etílico; después, su físico se fue adecuando a la edad que juraba tener, y en los últimos años su aseveración se tomaba como una bravata.
Lope el borracho tenía el cabello blanco como una aureola, los ojos de vidrio opaco y el cuerpo yerto y endeble, como sin alma dentro. Caminaba trotando menudamente, con los brazos colgando y un meneíllo dócil de cabeza, la sonrisa babosa perdida en su cara amoratada. Los niños se le quedaban mirando y las madres tiraban de ellos y se marchaban muy deprisa, sin volver la cabeza. Lope, que se pasaba la vida acobardado, infundía sin embargo un gran temor a todas las hembras del pueblo. A todas menos a la Mucho y Bueno que era además su patrona.
La Mucho y Bueno había enviudado dos veces: una legítimamente y la otra de un viajante de aceitunas que estaba de fijo en su pensión y que una noche murió, decían que en la cama de la patrona, decían que en la suya propia aunque bien acompañado.
Poco después a Lope se le murió la mujer, y las cuñadas le echaron de su casa y le pusieron sus cuatro cosas en la pensión de la Mucho y Bueno. Que pagaba el alojamiento puntualmente, era indudable. Sobre el cómo lo hacía había en el pueblo distintas opiniones, coincidentes todas en que no era con dinero.
Lope el borracho comenzaba su jornada a las ocho de la mañana. La Mucho y Bueno le expulsaba de su casa con autoridad conyugal y con el café bebido y el pan con aceite en la mano. Apostado en la esquina de los coches de línea veía pasar por delante de él a todos los que se iban a trabajar a la fábrica o al matadero. En la noche invernal, los vahos que salían de la boca de los hombres se mezclaban con el vaho que emitía Lope cuando respondía con su voz vinosa a los saludos de los habituales.
Para entonces ya estaban iluminadas la panadería y la pescadería; Pedro el de la tienda levantaba la persiana, y Celsa comenzaba a freír las primeras patatas. Entonces Lope entraba en el bar de Polo, pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres.
Todos los hombres del pueblo se habían emborrachado por primera vez con Lope. Cuando los quintos volvían del sorteo, Lope les esperaba en la puerta del bar de Polo con los ojillos pícaros y la boca golosa. Esa noche los chicos le invitaban por turnos y no dejaban de hacerlo hasta que él se derrumbaba encima de la mesa; dependiendo de a cuantos mozos se hubiera llevado por delante, así era la fama de los quintos de aquel año.
En mitad de la juerga, alguno preguntaba: “¿Cuántos años tienes, Lope?” Y Lope respondía: “Setenta”. Celsa, que pasaba una y otra vez al lado de la mesa, les reñía. Polo le decía: “Déjalos, mujer”.
En aquel tiempo no había tonto en el pueblo, y Lope hacía sus veces. Las Fiestas las pasaba receloso, sobando dentro del bolsillo el duro que la Mucho y Bueno le obsequiaba para celebrar el día de la Virgen; vigilando a los grupos de mozos. Al final siempre acababa en la fuente de los peces, que a veces tenía agua y a veces no. De la última no se repuso.
El mercenario le encontró a las dos de la mañana vagando sin rumbo, completamente empapado. Despertó a Don Lázaro, y le estuvieron dando unas friegas. Coñac no pudieron darle para que entrara en calor, porque su cuerpo no admitía una gota más.
Salió de esa, Lope, pero ya no fue el mismo. Ese invierno fue muy crudo y Lope no aparecía en el bar de Polo hasta pasado el Ángelus, con temblor en todo el cuerpo y los vidrios de sus ojos cada vez más trágicos y opacados.
La Mucho y Bueno se portó, a pesar de su fiereza. Le mantuvo en su pensión y en su aprecio y hasta, de cuando en cuando, le pasaba la navaja por la barba rala y blanca. Cuando al fin murió, la Mucho y Bueno fue a visitar a don Florián el maestro. Le dijo que quería unas palabras de categoría para Lope, unas buenas palabras para ponerlas encima del nicho que él compró en su día, la única de sus posesiones que no se había bebido.
Don Florián estuvo pensando un buen rato y después escribió en un papel unas letras primorosas; le explicó el significado a la Mucho y Bueno y ella, después de dudar unos momentos, dijo: "Pues tiene usted razón". Se metió el papel en el escote y se fue taconeando.
Hoy, el nicho de Lope, que en aquel tiempo estaba en el extrarradio del cementerio, ha ganado en status con las sucesivas ampliaciones y se ha quedado en la zona central, a muy poca distancia relativa del panteón de Doña Luisa. Todavía puede leerse la inscripción que la Mucho y Bueno hizo poner:


A LOPE IN MEMORIAM
IN VINO VERITAS






25/8/08

Solaneando

La herida de Gutiérrez Solana

José-Carlos Mainer, el sábado en Babelia.

Detrás de este libro está una maleta que, más de medio siglo después de la muerte de sus propietario, sus herederos hicieron llegar al Museo Reina Sofía, de Madrid. Hay también una conservadora de esta entidad, María José Salazar, que hizo honor al nombre de su oficio y que alertó de que aquel equipaje contenía manuscritos inéditos del pintor José Gutiérrez Solana. Vinieron después dos estudiosos de sensibilidad acreditada, Ricardo López Serrano y Andrés Trapiello, y de la mano del último de los citados, llegó una editorial que trabaja con pulcra claridad y buen gusto, la granadina Comares.

Estamos, pues, de enhorabuena aunque un lector superficial pueda decir que los textos que aquí se acopian no añaden nada nuevo a los seis libros de Solana que ya conocíamos y cuya última edición, la de la Fundación Santander en su colección Obra Fundamental, satisfacía -por fin- las exigencias de rigor y exhaustividad. Pero, en cuestiones de literatura, no sólo importa la novedad sino también la insistencia, la perseverancia de los textos recién hallados en el camino que trazaron los ya conocidos. En definitiva, tras la lectura de este libro, estamos en condiciones de dar toda la razón a Trapiello cuando escribe en su prólogo que "Solana es uno de los grandes escritores españoles del novecientos. No es superior a Baroja o a Azorín, a Unamuno o a Galdós, pero no es inferior a ninguno de ellos".


Es curioso recordar que los dos últimos dibujaban con primor y gustaban de la pintura. Baroja, hermano de pintor, tenía acusada sensibilidad como oyente de música y como catador de cuadros; Azorín fue uno de los inventores del paisaje español y por algo dedicó Castilla a Aureliano de Beruete, con ánimo de establecer respetuoso cotejo de sus paisajismos. Tampoco han faltado en nuestro siglo XX otros testimonios de esta querencia visual de la estética literaria española, o viceversa, de la hermandad de plumas y pinceles: Salvador Dalí y Ramón Gaya son, como Solana, excepcionales escritores. Y en cada uno se establece un modo de complementariedad de la escritura y la pintura. Dalí teoriza y magnifica sus invenciones por medio de la escritura. Gaya, cuyos cuadros son como acotaciones leves (aunque densas) de un proceso espiritual, concibe la literatura como otra búsqueda paralela de la fidelidad a la verdad de las cosas (de ahí su Velázquez, pájaro solitario). En Gutiérrez Solana, el nexo común de pintura y literatura es el mismo curso de su vida, receptáculo abierto a las impresiones de un mundo grotesco, agobiante, hiriente. Cuando leemos Arredondo, esbozo -como conjeturan con acierto los editores- de unas memorias de infancia, un capítulo como 'La visita del obispo' nos da la clave: aquella imagen fue un recuerdo de la niñez en la casa familiar santanderina pero es también el título del prodigioso cuadro de 1926. Y es que la percepción de la España negra, por parte de Solana, es una experiencia autobiográfica, una suerte de herida personal continuamente renovada. En tal sentido, nos recuerda mucho la estética y la sensibilidad de Pío Baroja. Ambos tuvieron la misma curiosidad, mezclada de horror, por las ejecuciones públicas (como se percibe en muchos episodios de la serie 'Crímenes pasionales', en este libro); uno y otro experimentaron el mismo turbio atractivo y la misma repugnancia de fondo por las víctimas del sexo mercenario (ese mundo de criadas complacientes y de prostitutas resignadas está en 'La lucha por la vida' y en 'La sensualidad pervertida, pero también en muchos lienzos de Solana y aquí en las notas de 'Madrid'). Los dos ejercieron la mezcla de misantropía y piedad a la vista de la desnudez repugnante de los desheredados: de "esas canillas blancas, como de difunto" y de "esas espaldas y pecho blanco y descolorido, de no darles la luz", que describe Solana en 'Las casas de dormir o los albergues'. Y ambos tuvieron la misma compasión por el sufrimiento animal. El lector de El árbol de la ciencia no olvidará nunca la escena en la que un médico cruel le quita su gato a una agonizante del hospital; el lector de este libro tendrá las mismas sensaciones al leer 'La recogida de perros, los laceros y el depósito del Canal' o 'El desolladero de la plaza de Tetuán', ambos en los apuntes para Madrid.


¿Complacencia en el horror? Ninguna. Ese estilo seco y directo, siempre contado en presente, no quiere recrearse en la perpetuación de la sensación, en la suspensión del tiempo (como Ortega observaba sagazmente en Azorín), sino proporcionarnos mejor la inminencia directa del horror, por el que somos a la vez subyugados y espantados. La objetividad es su forma de probidad, como en la descripción -tan moderna- de Navalcarnero (que se limita a una lectura de sus desternillantes anuncios callejeros), aunque otras veces, la sensación descrita se deje llevar por lo hiperbólico y entremos en el territorio de la fantasía casi quevedesca: la citada excursión a Navalcarnero termina con una divertida exageración sobre la furia de las moscas indígenas; en 'Las polillas', único texto sobreviviente de Ogarrio, cuatro páginas describen con minucia la invasión por estos insectos de una casa abandonada.


Decididamente no hay complacencia alguna. Camilo José Cela, gran valedor de Solana, describía una crueldad que, en el fondo, compartía (lo que artísticamente es legítimo, por supuesto). Valle-Inclán y, en otra medida, Eugenio Noel visitaron los mismos barrios oscuros y el resultado moral es una cierta ambigüedad entre la denuncia y la estética. Solana no es el cazurro de su leyenda, que pinta y escribe sin reflexión alguna... Sabe que ese mundo que le atrae y al que aborrece tiene responsables directos de su miseria. Y sabe que, al final de la gesticulación, está la muerte. Los editores han decidido que el 'Prólogo de un muerto', escrito para el libro Madrid, abra esta nueva serie de textos. Es una decisión plausible porque esta pesadilla de difuntos (que hubiera encantado a Baroja, que remató con otra el edificio de Memorias de un hombre de acción) tiene mucha fuerza, al pintar al escritor como lo que fue, en su relación con el mundo: un muerto vivo, un hombre que llegaba del otro lado. Y, al paso, traza un incomparable friso de sus colegas del panteón donde había yacido, lleno de "esculturas malas de Benlliure": el político La Cierva, escoltado de inscripciones gratulatorias; Azorín, enterrado con librea pero que conserva el paraguas rojo de su juventud anarquista; Galdós, con su gabán y unas cómodas zapatillas de orillo; Pardo Bazán, que se ha calado la muceta académica pero lleva zapatos de baile; Baroja, "con la cabeza gorda pues la boina le viene chica", con una maleta a su lado donde guarda recuerdos de la guerra carlista. Sí..., la visión de Solana es la del resucitado que ya lo ha visto todo y para quien ya todo tendrá un sabor amargo.

(Y París contado por Solana -el pintor/escritor, no el Chucho)

La misma maleta milagrosa y los mismos editores -La Veleta, López Serrano y Trapiello- están detrás del rescate de París, un libro escrito (o, al menos, vivido) entre 1937 y 1939, en plena Guerra Civil. La primera frase ("El viejo París recuerda a Madrid con sus chamarileros y sus puestos de libros viejos") es casi una profesión de fe que a más de uno le hará cerrar el volumen, aunque recomiendo al lector que llegue por lo menos a la página donde Solana intenta definir la luminosidad de la ciudad como una "luz gris, azulada y neutra, de patio de cristal esmerilado" que paradójicamente intensifica los colores.

Pero, ¿quién no encuentra en sus viajes lo que ha llevado hasta allí con él? Por eso, a Solana le hacen soñar las gárgolas de Notre Dame, visita el museo de cera, da cuenta de los siniestros espectáculos de Montmartre, de las casquerías de Les Halles o de los monstruos de las barracas de feria. No sabemos muy bien qué objeto pudo tener este libro de aire muy sistemático, aunque incompleto, que proporciona los precios y trayectos de los transportes públicos o que reproduce generosamente textos informativos tomados del Espasa, que Solana debía copiar en la biblioteca del Colegio de España. A su entonces vecino Pío Baroja, Solana le pareció un ser vulgar, grosero y crédulo, y sin embargo, lo que más se asemeja a estas páginas, desiguales pero a veces fascinantes, es una novela como El Hotel del Cisne, que también es heterogénea, desequilibrada y cautivadora: el escritor es un animal territorial y recela, más que de nadie, del que le resulta más cercano.

24/8/08

Los vagabundos del Sena

No cuesta mucho imaginarlo: París, hace setenta años; a la orilla del Sena, un grupo de mendigos tirados en el suelo; por la acera, pasan señoras y señores de abrigo, gabán y sombrero; cuando intuyen la presencia de los mendigos, miran hacia otro lado, forzando las pupilas para que nada empañe su feliz paseo de domingo; se suben las solapas o vuelven a anudarse la bufanda y comentan algo del tiempo, piensan en el café con croissant que van a desayunar en breve o en la estufa que les espera en casa junto al periódico y las alpargatas.
Pues bien (y aquí llega el misterio del arte, de la literatura). Da la casualidad de que justo en ese momento pasa por allí un hombre bruto y genial que no tiene ojos sino para ellos. Lo demás no le interesa, pero su insignificante tragedia sí. Observa a los mendigos y después los inmortaliza sobre el papel:
"Vemos bajo el sol enfermizo de invierno a los vagabundos durmiendo desparratados con un sueño de piedra, con la cabeza colgando y aplastada la cara contra la tierra. Aquí se ven la miseria, los harapos y las caras moradas por el frío e hinchadas de los alcohólicos, con los ojos rojos como en carne viva, rascándose la miseria y echados en fila como guiñapos humanos. [...]
Entre los grupos que juegan a las cartas se ve alguna mujer con el pelo enmarañado, caído por los hombros, rascándose los piojos de la cabeza, a uno remendando un pantalón, a un cojo asomado al muro del Sena y a otro hambriento, con cara de perro, que hace fuerza con las manos en un hueso que roe con gran ansia, mirando con recelo como si se lo fueran a quitar".
(José Gutiérrez Solana, París)
Ahora, tantos años después, esos seres marginados, desgraciados, ignorados por la gente de su tiempo, vuelven a vivir para nosotros. Existen, y son muy reales, mientras que aquellos paseantes que les negaban el mínimo consuelo de la mirada (para eludir así su presencia) están muy muertos. Nadie los recuerda desde hace décadas, han desaparecido para siempre; ya es como si jamás hubiesen estado en ningún sitio.

10/8/08

En aquel tiempo apareció el inglés

En aquel tiempo apareció el inglés. Era un hombre alto, orgulloso y duro. Tenía cuarenta años o quizá cincuenta, la mirada casi blanca y un cuerpo de soldado.
Se dijo que el inglés estaba en tratos para comprar la casa grande, pero al final no hubo nada. Se dijo también que pensaba construir una gran casa en la era de Don David; que venía a montar una fábrica de envasados; que había huido de su país, que traía muchísimo dinero, que con sus ojos pálidos veía de noche como los gatos; que había presenciado un horrible crimen y por eso el pelo se le había quedado blanco; que en su tierra nunca salía el sol. Que no era católico.
El inglés le compró a los curas el monasterio de la loma roja y contrató a cuatro albañiles para que lo arreglaran. No tenía ni idea de español, pero era seco y autoritario y los hombres se plegaron pronto a sus órdenes. Por la tarde, en el bar de Polo, relataban las maravillas del día: la habitación pequeña de madera que él había traído desmontada, los grandes cuartos de baño, el enorme salón con chimenea, los diminutos dormitorios.
El inglés no cambió demasiadas cosas del viejo monasterio: llenó el claustro de flores, desembozó las fuentes y convirtió en piscina el estanque de las ranas. Llegaron dos camiones con muebles claros y sillones metálicos. En la capilla instaló un piano.
Contaban los albañiles que en la mudanza cayó por las escaleras una caja de metal y de ella escaparon dando tumbos dos cruces y una pistola; las cruces eran como las condecoraciones que se veían en las películas; la pistola, blanca y fría como el inglés: nadie se atrevió a tocarla.
Las obras duraron poco tiempo, mucho menos que las de la casa grande, pero el inglés siempre metía prisa con sus frases cortantes y duras. Los albañiles aprendieron a decir "okey": se lo decían unos a otros chateando en el bar de Polo, con chunga y orgullo; Polo, secando vasos, meneaba la cabeza; Celsa decía que un monasterio no es sitio para vivir.
Una mañana, el inglés cogió su coche y se marchó. Volvió al día siguiente, a la salida de la misa del domingo. Paró su coche en la plaza, bajó y ayudó a bajar a su mujer. Ella paseó la mirada por la plaza, por la iglesia, por la gente. Sonreía, era muy hermosa y estaba embarazada. Detrás de ella asomó un niño con la piel muy oscura, el pelo rizado y los ojos azules, que se cogió de su mano. Ella, la esposa del inglés, fue la primera mujer negra que se vio en el pueblo.
Todos se la quedaron mirando sin poderlo evitar. El inglés le rodeó los hombros con su brazo y los miró a ellos con su mirada blanca, con su aire de soledad y desafío.
Entonces Don Florián, que había viajado, se acercó a la pareja, besó la mano de la mujer y le dijo:
-Enchanté, madame.
Los demás se sintieron tan orgullosos de él que le aplaudieron.
Hoy, los hijos de los ingleses viven también en el pueblo. Uno tiene un criadero de orquídeas; el otro, un gimnasio. Gracias a ellos todos pudieron enterarse de que sus padres no eran ingleses en realidad. Pero llevaban tantos años llamándoles así, que el nombre de sus países verdaderos cayó pronto en el olvido.

31/7/08

El "París" de Solana

Estamos de suerte en el Círculo: segundo año de andadura y segundo libro inédito de nuestro admirado Solana. En esta ocasión son notas sobre París que Solana tomó entre febrero de 1938 y junio del 39 (durante la guerra civil se fue con su familia de Madrid a Valencia y de Valencia a París, donde vivieron en el Colegio de España, situado en la Ciudad Universitaria). Ya algunos de estos cuadernos fueron publicados en un facsímil hace varios años, pero éste es un buen tocho de casi 400 páginas. No creo que la famosa maleta nos depare más sorpresas, aunque esperemos que sí...
Si la mayor parte de la obra de Solana está hecha "a medias" (como él mismo decía), ésta debe de estarlo a "un cuarto", porque se nota que se quedó en las primeras fases de su elaboración. Desde aquí habrá que darle las gracias a Ricardo López Serrano por su ardua tarea de reconstrucción y ordenación de los manuscritos solanescos y a Andrés Trapiello -otra vez- por su constante labor de recuperación, publicación y evangelización de nuestro santo patrón (ay, qué lástima ese "inflingido" al final de su prólogo).
Llevo leídos unos cuantos capítulos y, aunque seguramente no es de lo mejor de Solana, este hombre siempre nos regala detalles geniales. Resulta curioso constatar cómo lleva su españa negra allá adonde va y nos enseña un París muy distinto al habitual, distinto pero muy real (seguramente más real), lleno de mendigos, putas y perros. Y encuentra parecidos con Madrid por todos lados.

Preciosa cubierta, por cierto (¿será que la bandera francesa es más fotogénica que la española?)

Me ha encantado, por ejemplo, cómo Solana describe los perros de París:

"Hay viejas que bajan a la calle con cuatro o cinco perros a los que cuidan como a hijos. Hemos visto a un perro sentado en una silla al lado del despacho de una estanquera; el perro, con el hocico constipado y cara de viejo, mira entrar y salir a los parroquianos; el inteligente animal parece estar satisfecho y celoso de su cargo desempeñándolo muy bien. La estanquera le da la mano y el perro estira la pata agradecido. O esas mujeres que llevan en el metro, metida en el capacho, una perra chata y peluda que parece una persona aburrida y vieja que no le da ya a nada importancia, nada más que a que no se metan con ella y a las comodidades, pues es ya muy vieja y está ya para pasarse la vida en un rincón bien atendida. Hemos visto un perro de lanas viejo, al que le pesa el culo y le molesta que le lleven de la cadena y le hagan andar deprisa, pues ya no está para muchos trotes".

También es genial cómo describe a la gente en el metro (pp. 37-39), la ciudad bajo la nieve (pp. 42-47), algunas calles y barrios, jardines, fiestas, etcétera.
Que lo disfrutéis.

24/7/08

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas. Eran cinco y se conocían desde niñas: el recuerdo más antiguo que unas tenían de las otras coincidía con el más antiguo recuerdo de sí mismas.
Las abuelas crecieron en una época irresponsable que pasó a la historia como "bella". En el mundo, hombres jóvenes morían en las trincheras, los profetas del pueblo cambiaban comida por sumisión, un barco que desafió a Dios se hundía en los hielos, niños obreros vagaban por las calles de ciudades que exudaban lujo; en los cabarets, los ricos encendían el tabaco con dinero cuando inyectar morfina en el muslo de una mujer era considerado una sofisticación exquisita. En el pueblo, Don Enrique se compró el primer automóvil, un carro dejó inválido a Marcial el porquero y sus ocho hijas tuvieron que echarse a la vida en la capital, se aprobó una derrama para adecentar el Casino, dos diputados celebraron dos banquetes en el Círculo de Agricultores y las cinco chicas -las cinco futuras abuelas- hicieron el mismo día la primera Comunión con sendas coronas de flores firmemente encasquetadas en la cabeza.
Luego vinieron los bailes, los novios, las bodas. Don Enrique se compró el segundo coche, su chófer se fugó con la hermana de Don Dámaso; Sisebuto, el hijo de la comadrona, se hizo político radical.
Cuando llegó la guerra civil, las cinco tenían hijos pequeños. Los amigos de Sisebuto requisaron el coche de Don Enrique y lo asesinaron; eso fue al principio. A Sisebuto y a sus amigos los mataron al final. Entretanto, un hijo nació muerto y otro murió de hambre; tres de ellas quedaron viudas y las otras dos apenas reconocieron a sus maridos cuando regresaron -piojosos y enflaquecidos- de un infierno del que nunca quisieron contarles.
Las cinco mujeres, que habían vivido tres años compartiendo miseria y congojas, enterraron a sus muertos y comenzaron, minuto a minuto, con firmeza implacable, a construir desde las ruinas.
Los campos estaban quemados; los hijos, hambrientos; los hombres, muertos o enloquecidos. Brotaban las venganzas como flores podridas, agravio por agravio, rencor donde hubo miedo. Y ellas, como obsesas, sordas al dolor, a la fatiga, con fuerza, con rabia, construían.
Limpiaron las tierras y las ruinas de sus casas, sembraron patatas, nabos y boniatos; a los hijos les raparon al cero para llevarlos a estudiar con las monjas, que les daban leche. Las viudas veían pasar las primaveras intentando olvidar que aún eran jóvenes; las casadas añoraban al hombre que se fue mientras consolaban al que regresó de su sueño agitado, sus llantos sin sentido, el terror que ocultaban sus revanchas brutales.
A veces, cosiendo en la ventana, veían pasar por la calle una multitud que arrastraba a un pelele alucinado. "¡Denunció a tu marido!", les gritaban desde abajo, "¡mató a tu padre!", "¡violó a tu hermana!" Y a ellas, que lo sabían, les parecía ahora imposible tanta maldad en ese cuerpo desarticulado.
Habían ganado, les decían por todas partes. Y ellas no lo creían.
Lejos de allí, un avión con nombre alegre destruyó para siempre la inocencia de los salvadores del mundo; seis millones de personas fueron a la desintegración en trenes decorados de fiesta mientras en otro universo paralelo las mujeres y los hombres bailaban sus historias de amor con trajes de satén y sombreros de copa; los jóvenes artistas, hijos de burgueses, purgaban su mala conciencia en antros de lujo ensayando ingenuas perversiones; la Iglesia clamaba en vano contra la descomposición de los valores.
En el pueblo se aquietaba la locura; los vencidos callaban y comían las primeras cosechas; comenzaban a reconstruirse las casas, las haciendas y la esperanza. Doña Luisa recuperó el coche de su padre y le dio las gracias a la Virgen comprándole un precioso manto. Los hijos crecían con la leche de las monjas; los hombres ocupaban, poco a poco, el puesto que ellas les habían guardado en el tiempo del horror. Pero ellas, que habían soportado la tempestad como juncos, habían aprendido de dónde brotaba la fuerza de su casa. Y eso marcó sus vidas.
En aquel tiempo, pues, se reunían las abuelas. Los hijos casados, los hombres guardados en casa con prematura vejez; o en una tumba antigua con la foto de boda adornada de flores de trapo y una inscripción mentirosa: "Tu esposa no te olvida". Se reunían las abuelas y hablaban de sus cosas, poderosas las cinco, de su casa, su hacienda, sus hombres y sus nietos; hablaban con voz fuerte y parecían muy jóvenes moviendo sus pulseras colmadas de colgantes, riéndose al recordar sus historias de niñas, el hambre de la guerra desde su recuperada abundancia de muelas empastadas en oro, carnes regresadas, canas teñidas en la peluquería del pueblo en interminables sábados. Las abuelas mandaban en su casa y en las de sus hijos; hablaban de sus nietos como de hijos propios. Se habían instalado en la vida de forma tan dolorosa y certera que alargaban el plazo de gozar de su victoria.
En el mundo, los jóvenes cuestionaban la autoridad de los mayores, reinventaban la tribu, descubrían las flores; el hambre era sólo un recuerdo, el horror y las muertes se habían trasladado a países lejanos: no importaban ya. Florecían los inventos, las razas se mezclaban, las canciones se volvían incomprensibles; las consignas, enigmáticas. En el pueblo, donde casi todo aquello estaba prohibido, se sabía sin embargo que inexorablemente llegarían los aires nuevos. Ellas también lo sabían pero querían mantener, mientras vivieran, intacto su poder, su respeto, la vida que habían construido.
No pedían más.
No pedían menos.
Hoy, sus hijos, abuelos ellos mismos, cuentan que la muerte de sus madres fue el principio de sus propias vidas; imitan sin saberlo los gestos de una autoridad que no tienen; relatan sus anécdotas, su valentía, su dureza de los tiempos heroicos, su eterno dominio sobre ellos, con un cariño suave mezclado aún de rencor a veces.
Después de tantos años las aman y las temen.
Sus nietos las recuerdan.




17/7/08

Interior en Petworth

Cada tarde, a la hora de la siesta, me siento en el salón de Lord Egremont con el firme propósito de divagar, de pasar el rato delirando, de dejarme llevar por las alucinaciones y los sueños. En esos ratos de ocio nadie me molesta. Detrás de la ventana el mundo sigue su ritmo: los jardineros continúan su labor, los sirvientes van y vienen con bandejas y manteles y notas de los señores y los campesinos se dirigen a labrar la tierra por última vez en la jornada.
El salón me hipnotiza. Sólo allí me siento a gusto y sin temor. Por el arco del fondo invade la estancia una nube de fuego, una luz cegadora, que agacha la cabeza y extiende sus alas para penetrar más profundamente en lo que parece un pozo o una cueva. Se borran las sillas, los baúles, las cómodas, el misterioso secreter. Todos los objetos se difuminan en esa media penumbra de cortinas echadas.

Si aprieto los párpados, veo a la inmortalidad cabalgando en volutas, subida a un carro como de ocre etéreo, y criaturas marinas rodeándola, seres extraños, desconocidos, fantásticos, y las Tres Gracias agachadas o bailando o jugando al escondite, no sé. Por el suelo se derrama el corolario de las fiestas de otro siglo: papeles, vasos, hijos, licores, hogueras.
Si me quedo traspuesto, se me abalanza una jauría de perros con los ojos encendidos y los colmillos babeantes, pero abro rápidamente los míos y se quedan reposando bajo mis pies, dóciles y esponjosos como gatitos. Los acaricio y duermen, duermen.
A la derecha, desde un piano o un ataúd abierto, me saludan los cadáveres de la última peste. Tienen —o eso me parece a mí— el cabello erizado y las uñas manchadas de sangre. No me dan miedo, sólo un poco de lástima, como las estatuas de museo que se mandan callar unas a otras.
Lo sé. Digo cosas extrañas, que no tienen sentido. Por todo el condado de Essex corre la especie de que estoy loco. Me han visto —imagino— caminando solo por los prados y colinas y más allá del bosque, caminando día y noche, sin parar. Suelo cubrir mi cabeza con un sombrero negro, que sólo me quito para saludar a los cisnes del lago o para contemplar las nubes o para lanzarlo a las copas de los árboles.
George ha muerto y Elisabeth me ha dejado. Esto es un hecho; mejor, dos hechos incontrovertibles. Ya no podré disfrutar más de las conversaciones de aquél, ni tiene sentido seguir pensando en la boca de ésta. Se me suelen aparecer los dos en el espejo del fondo del salón. Nunca juntos. Un día uno y otro día el otro. Son reflejos borrosos espiándome. Mira, ahí está ella. Otra vez.
El reloj parisino da la hora. Entonces llega por los pasillos el olor a té y me incorporo del sillón y espanto los fantasmas que pueblan mi cabeza, cada tarde, de tres a cinco.

J. M. W. TURNER, otoño de 1843.

8/7/08

En aquel tiempo regresó el mercenario

En aquel tiempo regresó el mercenario. Todos le llamaban así desde que se marchó a África con la Legión Francesa. Antes era el Toño, y en los buenos tiempos, el boxeador. Pero eso fue hace mucho: no habían nacido aún los quintos del año en el que el mercenario regresó.
Hubo señales aquel año, antes de que el mercenario regresara: las cigüeñas abandonaron el nido del campanario y, después de sobrevolar todo el pueblo, comenzaron a construir su nuevo hogar en el tejado del molino viejo, al lado del remanso del río seco; cayeron dos estrellas el día de Viernes Santo y desapareció misteriosamente el pañuelo de encaje que la Virgen llevaba en la mano el día de la procesión del Dolor. Lo del pañuelo fue una travesura del chico del sacristán y se supo a los dos días. Lo de las cigüeñas y las estrellas, sólo algunos lo entendieron; y eso fue mucho después, cuando el mercenario se hubo marchado para siempre.
Al mercenario le habían criado sus abuelos. El padre murió en una explosión de la mina. La madre se fue a servir a una capital lejana al lado del mar. No volvió.
El Toño, para ir a la escuela, tenía que atravesar un trozo de bosque que le daba miedo. Llegaba al aula jadeante y aterido y los chicos se reían de él. Una vez, los cinco mayores le esperaron a la salida y le arrinconaron contra la pared. El Toño se orinó en los pantalones: por eso se hizo boxeador.
La primera vez que la abuela vio el saco de tierra colgado de una viga del pajar salió corriendo y chillando, pensando que era un ahorcado. El Toño ensayaba contra ese saco los golpes que imaginaba dar a los que se reían de él y de su miedo. En el silencio de la noche se oían sus jadeos, sus pequeños gruñidos de cachorro.
El día que cumplió doce años, el Toño desafió a los cinco chicos que le habían arrinconado y a los cinco los venció. Cuando pegaba, los ojos se le vaciaban de vida y se le cubrían de una niebla que escondía un pajar oscuro, un saco oscilante, sudor, rabia. Vergüenza. Veinte años más tarde, cuando peleó en el ring por última vez, esa mirada se había hecho famosa más allá del pueblo, de la capital de la que su madre no habría de volver, del país entero. Entonces fue a despedirse de sus abuelos, les dio el dinero que había ganado y se marchó a África. De mercenario.
El mercenario se instaló en el molino viejo, al lado del remanso del río seco. No quiso volver a su casa, donde sus abuelos habían muerto años atrás sin noticias suyas. Arregló las goteras, pintó la fachada, plantó, en el viejo remanso, árboles frutales. Se pasaba los días trenzando juncos y con ellos hacía cestos, sombreros... luego los regalaba a los que le iban a ver.
Todos iban para que él les contase cosas de sus viajes; pero al final, eran ellos los que le contaban sus vidas. Y el mercenario les escuchaba en silencio mientras trenzaba juncos y asentía con la cabeza como si nada pudiera sorprenderle. Por eso volvían.
La mujer de Pedro el de la tienda se enamoró del mercenario. Todos se dieron cuenta porque iba a verle con cualquier pretexto, pintada y arreglada aunque fuera para llevarle el mandado de la semana. Tanto se habló en el pueblo de la mujer de Pedro, que hasta Pedro se tuvo que dar por enterado. Pero el mercenario, si lo supo, hizo como si no lo supiera.
Por fin Pedro no pudo más, y una tarde cargó la escopeta y se fue al molino viejo. Cuando llegó, encontró al mercenario sentado, haciendo un cesto, y a su mujer con su mejor vestido, muy arreglada y compuesta, hablándole. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. El mercenario asentía, como siempre, y la miraba de vez en cuando con una sonrisa llena de cariño.
Pedro el de la tienda, que iba preparado para escenas peores, no pudo resistir sin embargo esa intimidad tan diferente y se puso a disparar a través de la ventana.
La mujer cayó enseguida, con el pecho florecido de rojo. El mercenario se tiró al suelo, se arrastró hacia ella y comprobó que estaba muerta. Entonces la levantó en brazos y avanzó hacia Pedro que seguía disparando.
Pedro juró después ante el juez que las balas atravesaban su cuerpo sin dañarlo. Juró también que cuando el mercenario llegó a él, se le cayó la escopeta de las manos; que sintió un miedo espantoso pero que entonces el mercenario le abrazó y los dos lloraron teniendo entre ambos el cadáver de la mujer.
El mercenario se marchó aquella noche, dejando sus árboles cargados con los primeros frutos. Sólo las tres cocineras salieron a despedirle, las únicas que nunca le habían visitado.
Muchos dijeron que era un santo porque las cigüeñas se fueron con él y nunca regresaron. Otros se acordaron de las estrellas que cayeron el año en el que regresó y hablaron de magias y misterios de África; de maldiciones. Pedro el de la tienda murió en la cárcel dos años más tarde. Hasta el último momento lo estuvo llamando.
Hoy casi nadie recuerda al mercenario: hace mucho que fueron quintos los niños que nacieron en el año de las estrellas fugaces. Cinco antes de que las cigüeñas se fueran del pueblo para siempre.

27/6/08

En aquel tiempo abrieron la casa grande

En aquel tiempo abrieron la casa grande. No fue de un día para otro. Seis meses antes, una mañana, se juntaron en la esquina de enfrente dos forasteros. Los forasteros, uno al lado del otro, señalaban la casa y movían la cabeza asintiendo. Con las manos trazaban formas en el aire o destruían, tajantes, esas formas para crear otras nuevas. Siempre mirando la casa. Sin perder nunca su aire de señores. Unos días más tarde llegó la cuadrilla.
Eran diez obreros, capitaneados por uno de los forasteros que llevaba un traje, un casco en la cabeza, un rollo de papeles bajo el brazo. Fue él quien abrió el candado de la vieja verja. Los otros esperaban detrás. "Cuidado", dijo el forastero, "está perdida de óxido". Y dos de los obreros empujaron las puertas, que gemían, hasta dejarlas totalmente abiertas. Luego se internaron en el jardín.
Pocos recordaban a los dueños de la casa grande, y esos pocos eran tan viejos que nadie les escuchaba. La casa servía de escenario a la imaginación de los niños; a los ensueños de los románticos. Los padres la usaban para infundir en sus hijos los primeros miedos; algunas parejas, para entrevistas clandestinas sobre los helechos del roto invernadero; los locos, para fingir otras vidas; los tristes, para refugiarse en su abandono.
Y todos, para acunar en lo profundo de la mente un misterio, un sueño, un temor, una duda. Un deseo.
Pero la verja fue abierta un día y los obreros desbrozaron el jardín y en él expusieron sin recato las tripas que fueron sacándole a la casa grande.
Aparecieron bañeras desportilladas, viejos fogones, un espejo roñoso, un candil roto, cañerías corroídas, estremecidas e indefensas frente al ruido de los piquetes, el sol y las canciones.
Alrededor de la verja se agolpaban todos para presenciar la autopsia. Y vieron arreglar los arrayanes, y reponer el cristal del invernadero; y vieron restaurar las maderas, con su olor picante, y componer las escayolas de los techos a través de los huecos de las violentadas ventanas. Y, apelotonados en dos filas, abriendo calle, presenciaron la llegada de un gran camión con muebles nuevos que parecían antiguos, una cama con volutas, un gramófono, una palmera enana en su tiesto de bambú.
La casa amaneció un día aderezada y lista, el jardín florecido, la verja recién pintada. Y todos los que habían asistido a su metamorfosis se quedaron allí mirando. Y esperando.
Por la tarde, un gran automóvil se paró delante de la verja. Un chófer uniformado salió, dio la vuelta al coche por delante, abrió la puerta de atrás y ofreció su brazo. Y apoyada en él, adelantando un bastón tembloroso, apareció la señora. Miró a todos sin verlos y miró, sin verla, a la casa grande. Estuvo un rato así, mirando en medio del silencio, con el temblor en su cuerpo y los ojos de agua. Tenía las manos abultadas de venas, el rostro rígido, la voz amarga y dura.
La señora dijo: "Imposible volver."
Se metió en el auto, el chófer cerró la puerta, dio la vuelta al coche por detrás, ocupó su sitio, puso el motor en marcha y se fueron. La casa grande se quedó allí con todos, viéndolos marchar.
Hoy es un museo. En ella se exponen fotografías de cuando fue habitada. Todos recorren sus estancias esperando encontrar al volver una esquina, al abrir una puerta, el imposible pasado.

21/6/08

Perder un pie

Cuando dormía en su casa andaba descalzo. Había moqueta. Sus padres estaban de viaje. El ambiente oscuro, con las persianas bajadas, y un montón de cortinas y estores, que había que apartar una tras otra para ver la calle. La terraza, la calle; un piso alto. Los coches como aplastados allá abajo; al fondo la ría, y grúas, en el puerto. El edificio de enfrente, macetas en las ventanas. En invierno dormía con una camiseta y sólo una sábana en la cama. La calefacción mantenía la casa a veinte o más grados. Todo era silencio menos mi voz, que me salía muy ronca. Al hablar ronroneaba. Se me ponía voz de macarra y en cambio a ella la confundían por teléfono con una niña. Y es verdad, parecía una niña. Los ojos, inquietos, vagaban a veces buscando algo cuando la miraba fijamente, como si se pusiera nerviosa. Sonreía como una persona muy inocente, pero no era inocente. Yo tampoco. Comía con apetito y hacía pis con la mirada perdida, como si recordara algo triste.

Con el tiempo nos odiamos. Sobre todo cuando no la tenía delante. Sabía que no era nada. Quería no volver a verla, y disfrutaba pensando eso. O me daba igual. Miento: era un placer no querer volver a verla.

Un día cualquiera decidimos dejarlo. ¿Lo dejamos? En un bar; mirábamos la pantalla (quizá un partido de fútbol, que no nos interesaba nada). Vale, de acuerdo. Así está bien. No había rencor, ni nada que se pareciese al dolor. En realidad no había nada. Quizá un vértigo que daba un poco ganas de reír. Nos reímos, como nerviosos. Si acaso un poco de extrañeza ante lo improvisado de la situación. Lo fácil que era decidir de mutuo acuerdo no volver a vernos. Aunque no se dijo, pero era eso; no volver a saber nada uno del otro. De distintas ciudades, o de distintos mundos. Decidimos no volver a saber nada uno del otro. Bebimos Martini, y brindamos, por perdernos de vista. Y así fue.

Al día siguiente me sentí un poco raro. Como si hubiese perdido un zapato, o un pie, o los dos.