31/7/08

El "París" de Solana

Estamos de suerte en el Círculo: segundo año de andadura y segundo libro inédito de nuestro admirado Solana. En esta ocasión son notas sobre París que Solana tomó entre febrero de 1938 y junio del 39 (durante la guerra civil se fue con su familia de Madrid a Valencia y de Valencia a París, donde vivieron en el Colegio de España, situado en la Ciudad Universitaria). Ya algunos de estos cuadernos fueron publicados en un facsímil hace varios años, pero éste es un buen tocho de casi 400 páginas. No creo que la famosa maleta nos depare más sorpresas, aunque esperemos que sí...
Si la mayor parte de la obra de Solana está hecha "a medias" (como él mismo decía), ésta debe de estarlo a "un cuarto", porque se nota que se quedó en las primeras fases de su elaboración. Desde aquí habrá que darle las gracias a Ricardo López Serrano por su ardua tarea de reconstrucción y ordenación de los manuscritos solanescos y a Andrés Trapiello -otra vez- por su constante labor de recuperación, publicación y evangelización de nuestro santo patrón (ay, qué lástima ese "inflingido" al final de su prólogo).
Llevo leídos unos cuantos capítulos y, aunque seguramente no es de lo mejor de Solana, este hombre siempre nos regala detalles geniales. Resulta curioso constatar cómo lleva su españa negra allá adonde va y nos enseña un París muy distinto al habitual, distinto pero muy real (seguramente más real), lleno de mendigos, putas y perros. Y encuentra parecidos con Madrid por todos lados.

Preciosa cubierta, por cierto (¿será que la bandera francesa es más fotogénica que la española?)

Me ha encantado, por ejemplo, cómo Solana describe los perros de París:

"Hay viejas que bajan a la calle con cuatro o cinco perros a los que cuidan como a hijos. Hemos visto a un perro sentado en una silla al lado del despacho de una estanquera; el perro, con el hocico constipado y cara de viejo, mira entrar y salir a los parroquianos; el inteligente animal parece estar satisfecho y celoso de su cargo desempeñándolo muy bien. La estanquera le da la mano y el perro estira la pata agradecido. O esas mujeres que llevan en el metro, metida en el capacho, una perra chata y peluda que parece una persona aburrida y vieja que no le da ya a nada importancia, nada más que a que no se metan con ella y a las comodidades, pues es ya muy vieja y está ya para pasarse la vida en un rincón bien atendida. Hemos visto un perro de lanas viejo, al que le pesa el culo y le molesta que le lleven de la cadena y le hagan andar deprisa, pues ya no está para muchos trotes".

También es genial cómo describe a la gente en el metro (pp. 37-39), la ciudad bajo la nieve (pp. 42-47), algunas calles y barrios, jardines, fiestas, etcétera.
Que lo disfrutéis.

24/7/08

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas. Eran cinco y se conocían desde niñas: el recuerdo más antiguo que unas tenían de las otras coincidía con el más antiguo recuerdo de sí mismas.
Las abuelas crecieron en una época irresponsable que pasó a la historia como "bella". En el mundo, hombres jóvenes morían en las trincheras, los profetas del pueblo cambiaban comida por sumisión, un barco que desafió a Dios se hundía en los hielos, niños obreros vagaban por las calles de ciudades que exudaban lujo; en los cabarets, los ricos encendían el tabaco con dinero cuando inyectar morfina en el muslo de una mujer era considerado una sofisticación exquisita. En el pueblo, Don Enrique se compró el primer automóvil, un carro dejó inválido a Marcial el porquero y sus ocho hijas tuvieron que echarse a la vida en la capital, se aprobó una derrama para adecentar el Casino, dos diputados celebraron dos banquetes en el Círculo de Agricultores y las cinco chicas -las cinco futuras abuelas- hicieron el mismo día la primera Comunión con sendas coronas de flores firmemente encasquetadas en la cabeza.
Luego vinieron los bailes, los novios, las bodas. Don Enrique se compró el segundo coche, su chófer se fugó con la hermana de Don Dámaso; Sisebuto, el hijo de la comadrona, se hizo político radical.
Cuando llegó la guerra civil, las cinco tenían hijos pequeños. Los amigos de Sisebuto requisaron el coche de Don Enrique y lo asesinaron; eso fue al principio. A Sisebuto y a sus amigos los mataron al final. Entretanto, un hijo nació muerto y otro murió de hambre; tres de ellas quedaron viudas y las otras dos apenas reconocieron a sus maridos cuando regresaron -piojosos y enflaquecidos- de un infierno del que nunca quisieron contarles.
Las cinco mujeres, que habían vivido tres años compartiendo miseria y congojas, enterraron a sus muertos y comenzaron, minuto a minuto, con firmeza implacable, a construir desde las ruinas.
Los campos estaban quemados; los hijos, hambrientos; los hombres, muertos o enloquecidos. Brotaban las venganzas como flores podridas, agravio por agravio, rencor donde hubo miedo. Y ellas, como obsesas, sordas al dolor, a la fatiga, con fuerza, con rabia, construían.
Limpiaron las tierras y las ruinas de sus casas, sembraron patatas, nabos y boniatos; a los hijos les raparon al cero para llevarlos a estudiar con las monjas, que les daban leche. Las viudas veían pasar las primaveras intentando olvidar que aún eran jóvenes; las casadas añoraban al hombre que se fue mientras consolaban al que regresó de su sueño agitado, sus llantos sin sentido, el terror que ocultaban sus revanchas brutales.
A veces, cosiendo en la ventana, veían pasar por la calle una multitud que arrastraba a un pelele alucinado. "¡Denunció a tu marido!", les gritaban desde abajo, "¡mató a tu padre!", "¡violó a tu hermana!" Y a ellas, que lo sabían, les parecía ahora imposible tanta maldad en ese cuerpo desarticulado.
Habían ganado, les decían por todas partes. Y ellas no lo creían.
Lejos de allí, un avión con nombre alegre destruyó para siempre la inocencia de los salvadores del mundo; seis millones de personas fueron a la desintegración en trenes decorados de fiesta mientras en otro universo paralelo las mujeres y los hombres bailaban sus historias de amor con trajes de satén y sombreros de copa; los jóvenes artistas, hijos de burgueses, purgaban su mala conciencia en antros de lujo ensayando ingenuas perversiones; la Iglesia clamaba en vano contra la descomposición de los valores.
En el pueblo se aquietaba la locura; los vencidos callaban y comían las primeras cosechas; comenzaban a reconstruirse las casas, las haciendas y la esperanza. Doña Luisa recuperó el coche de su padre y le dio las gracias a la Virgen comprándole un precioso manto. Los hijos crecían con la leche de las monjas; los hombres ocupaban, poco a poco, el puesto que ellas les habían guardado en el tiempo del horror. Pero ellas, que habían soportado la tempestad como juncos, habían aprendido de dónde brotaba la fuerza de su casa. Y eso marcó sus vidas.
En aquel tiempo, pues, se reunían las abuelas. Los hijos casados, los hombres guardados en casa con prematura vejez; o en una tumba antigua con la foto de boda adornada de flores de trapo y una inscripción mentirosa: "Tu esposa no te olvida". Se reunían las abuelas y hablaban de sus cosas, poderosas las cinco, de su casa, su hacienda, sus hombres y sus nietos; hablaban con voz fuerte y parecían muy jóvenes moviendo sus pulseras colmadas de colgantes, riéndose al recordar sus historias de niñas, el hambre de la guerra desde su recuperada abundancia de muelas empastadas en oro, carnes regresadas, canas teñidas en la peluquería del pueblo en interminables sábados. Las abuelas mandaban en su casa y en las de sus hijos; hablaban de sus nietos como de hijos propios. Se habían instalado en la vida de forma tan dolorosa y certera que alargaban el plazo de gozar de su victoria.
En el mundo, los jóvenes cuestionaban la autoridad de los mayores, reinventaban la tribu, descubrían las flores; el hambre era sólo un recuerdo, el horror y las muertes se habían trasladado a países lejanos: no importaban ya. Florecían los inventos, las razas se mezclaban, las canciones se volvían incomprensibles; las consignas, enigmáticas. En el pueblo, donde casi todo aquello estaba prohibido, se sabía sin embargo que inexorablemente llegarían los aires nuevos. Ellas también lo sabían pero querían mantener, mientras vivieran, intacto su poder, su respeto, la vida que habían construido.
No pedían más.
No pedían menos.
Hoy, sus hijos, abuelos ellos mismos, cuentan que la muerte de sus madres fue el principio de sus propias vidas; imitan sin saberlo los gestos de una autoridad que no tienen; relatan sus anécdotas, su valentía, su dureza de los tiempos heroicos, su eterno dominio sobre ellos, con un cariño suave mezclado aún de rencor a veces.
Después de tantos años las aman y las temen.
Sus nietos las recuerdan.




17/7/08

Interior en Petworth

Cada tarde, a la hora de la siesta, me siento en el salón de Lord Egremont con el firme propósito de divagar, de pasar el rato delirando, de dejarme llevar por las alucinaciones y los sueños. En esos ratos de ocio nadie me molesta. Detrás de la ventana el mundo sigue su ritmo: los jardineros continúan su labor, los sirvientes van y vienen con bandejas y manteles y notas de los señores y los campesinos se dirigen a labrar la tierra por última vez en la jornada.
El salón me hipnotiza. Sólo allí me siento a gusto y sin temor. Por el arco del fondo invade la estancia una nube de fuego, una luz cegadora, que agacha la cabeza y extiende sus alas para penetrar más profundamente en lo que parece un pozo o una cueva. Se borran las sillas, los baúles, las cómodas, el misterioso secreter. Todos los objetos se difuminan en esa media penumbra de cortinas echadas.

Si aprieto los párpados, veo a la inmortalidad cabalgando en volutas, subida a un carro como de ocre etéreo, y criaturas marinas rodeándola, seres extraños, desconocidos, fantásticos, y las Tres Gracias agachadas o bailando o jugando al escondite, no sé. Por el suelo se derrama el corolario de las fiestas de otro siglo: papeles, vasos, hijos, licores, hogueras.
Si me quedo traspuesto, se me abalanza una jauría de perros con los ojos encendidos y los colmillos babeantes, pero abro rápidamente los míos y se quedan reposando bajo mis pies, dóciles y esponjosos como gatitos. Los acaricio y duermen, duermen.
A la derecha, desde un piano o un ataúd abierto, me saludan los cadáveres de la última peste. Tienen —o eso me parece a mí— el cabello erizado y las uñas manchadas de sangre. No me dan miedo, sólo un poco de lástima, como las estatuas de museo que se mandan callar unas a otras.
Lo sé. Digo cosas extrañas, que no tienen sentido. Por todo el condado de Essex corre la especie de que estoy loco. Me han visto —imagino— caminando solo por los prados y colinas y más allá del bosque, caminando día y noche, sin parar. Suelo cubrir mi cabeza con un sombrero negro, que sólo me quito para saludar a los cisnes del lago o para contemplar las nubes o para lanzarlo a las copas de los árboles.
George ha muerto y Elisabeth me ha dejado. Esto es un hecho; mejor, dos hechos incontrovertibles. Ya no podré disfrutar más de las conversaciones de aquél, ni tiene sentido seguir pensando en la boca de ésta. Se me suelen aparecer los dos en el espejo del fondo del salón. Nunca juntos. Un día uno y otro día el otro. Son reflejos borrosos espiándome. Mira, ahí está ella. Otra vez.
El reloj parisino da la hora. Entonces llega por los pasillos el olor a té y me incorporo del sillón y espanto los fantasmas que pueblan mi cabeza, cada tarde, de tres a cinco.

J. M. W. TURNER, otoño de 1843.

8/7/08

En aquel tiempo regresó el mercenario

En aquel tiempo regresó el mercenario. Todos le llamaban así desde que se marchó a África con la Legión Francesa. Antes era el Toño, y en los buenos tiempos, el boxeador. Pero eso fue hace mucho: no habían nacido aún los quintos del año en el que el mercenario regresó.
Hubo señales aquel año, antes de que el mercenario regresara: las cigüeñas abandonaron el nido del campanario y, después de sobrevolar todo el pueblo, comenzaron a construir su nuevo hogar en el tejado del molino viejo, al lado del remanso del río seco; cayeron dos estrellas el día de Viernes Santo y desapareció misteriosamente el pañuelo de encaje que la Virgen llevaba en la mano el día de la procesión del Dolor. Lo del pañuelo fue una travesura del chico del sacristán y se supo a los dos días. Lo de las cigüeñas y las estrellas, sólo algunos lo entendieron; y eso fue mucho después, cuando el mercenario se hubo marchado para siempre.
Al mercenario le habían criado sus abuelos. El padre murió en una explosión de la mina. La madre se fue a servir a una capital lejana al lado del mar. No volvió.
El Toño, para ir a la escuela, tenía que atravesar un trozo de bosque que le daba miedo. Llegaba al aula jadeante y aterido y los chicos se reían de él. Una vez, los cinco mayores le esperaron a la salida y le arrinconaron contra la pared. El Toño se orinó en los pantalones: por eso se hizo boxeador.
La primera vez que la abuela vio el saco de tierra colgado de una viga del pajar salió corriendo y chillando, pensando que era un ahorcado. El Toño ensayaba contra ese saco los golpes que imaginaba dar a los que se reían de él y de su miedo. En el silencio de la noche se oían sus jadeos, sus pequeños gruñidos de cachorro.
El día que cumplió doce años, el Toño desafió a los cinco chicos que le habían arrinconado y a los cinco los venció. Cuando pegaba, los ojos se le vaciaban de vida y se le cubrían de una niebla que escondía un pajar oscuro, un saco oscilante, sudor, rabia. Vergüenza. Veinte años más tarde, cuando peleó en el ring por última vez, esa mirada se había hecho famosa más allá del pueblo, de la capital de la que su madre no habría de volver, del país entero. Entonces fue a despedirse de sus abuelos, les dio el dinero que había ganado y se marchó a África. De mercenario.
El mercenario se instaló en el molino viejo, al lado del remanso del río seco. No quiso volver a su casa, donde sus abuelos habían muerto años atrás sin noticias suyas. Arregló las goteras, pintó la fachada, plantó, en el viejo remanso, árboles frutales. Se pasaba los días trenzando juncos y con ellos hacía cestos, sombreros... luego los regalaba a los que le iban a ver.
Todos iban para que él les contase cosas de sus viajes; pero al final, eran ellos los que le contaban sus vidas. Y el mercenario les escuchaba en silencio mientras trenzaba juncos y asentía con la cabeza como si nada pudiera sorprenderle. Por eso volvían.
La mujer de Pedro el de la tienda se enamoró del mercenario. Todos se dieron cuenta porque iba a verle con cualquier pretexto, pintada y arreglada aunque fuera para llevarle el mandado de la semana. Tanto se habló en el pueblo de la mujer de Pedro, que hasta Pedro se tuvo que dar por enterado. Pero el mercenario, si lo supo, hizo como si no lo supiera.
Por fin Pedro no pudo más, y una tarde cargó la escopeta y se fue al molino viejo. Cuando llegó, encontró al mercenario sentado, haciendo un cesto, y a su mujer con su mejor vestido, muy arreglada y compuesta, hablándole. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. El mercenario asentía, como siempre, y la miraba de vez en cuando con una sonrisa llena de cariño.
Pedro el de la tienda, que iba preparado para escenas peores, no pudo resistir sin embargo esa intimidad tan diferente y se puso a disparar a través de la ventana.
La mujer cayó enseguida, con el pecho florecido de rojo. El mercenario se tiró al suelo, se arrastró hacia ella y comprobó que estaba muerta. Entonces la levantó en brazos y avanzó hacia Pedro que seguía disparando.
Pedro juró después ante el juez que las balas atravesaban su cuerpo sin dañarlo. Juró también que cuando el mercenario llegó a él, se le cayó la escopeta de las manos; que sintió un miedo espantoso pero que entonces el mercenario le abrazó y los dos lloraron teniendo entre ambos el cadáver de la mujer.
El mercenario se marchó aquella noche, dejando sus árboles cargados con los primeros frutos. Sólo las tres cocineras salieron a despedirle, las únicas que nunca le habían visitado.
Muchos dijeron que era un santo porque las cigüeñas se fueron con él y nunca regresaron. Otros se acordaron de las estrellas que cayeron el año en el que regresó y hablaron de magias y misterios de África; de maldiciones. Pedro el de la tienda murió en la cárcel dos años más tarde. Hasta el último momento lo estuvo llamando.
Hoy casi nadie recuerda al mercenario: hace mucho que fueron quintos los niños que nacieron en el año de las estrellas fugaces. Cinco antes de que las cigüeñas se fueran del pueblo para siempre.