25/8/08

Solaneando

La herida de Gutiérrez Solana

José-Carlos Mainer, el sábado en Babelia.

Detrás de este libro está una maleta que, más de medio siglo después de la muerte de sus propietario, sus herederos hicieron llegar al Museo Reina Sofía, de Madrid. Hay también una conservadora de esta entidad, María José Salazar, que hizo honor al nombre de su oficio y que alertó de que aquel equipaje contenía manuscritos inéditos del pintor José Gutiérrez Solana. Vinieron después dos estudiosos de sensibilidad acreditada, Ricardo López Serrano y Andrés Trapiello, y de la mano del último de los citados, llegó una editorial que trabaja con pulcra claridad y buen gusto, la granadina Comares.

Estamos, pues, de enhorabuena aunque un lector superficial pueda decir que los textos que aquí se acopian no añaden nada nuevo a los seis libros de Solana que ya conocíamos y cuya última edición, la de la Fundación Santander en su colección Obra Fundamental, satisfacía -por fin- las exigencias de rigor y exhaustividad. Pero, en cuestiones de literatura, no sólo importa la novedad sino también la insistencia, la perseverancia de los textos recién hallados en el camino que trazaron los ya conocidos. En definitiva, tras la lectura de este libro, estamos en condiciones de dar toda la razón a Trapiello cuando escribe en su prólogo que "Solana es uno de los grandes escritores españoles del novecientos. No es superior a Baroja o a Azorín, a Unamuno o a Galdós, pero no es inferior a ninguno de ellos".


Es curioso recordar que los dos últimos dibujaban con primor y gustaban de la pintura. Baroja, hermano de pintor, tenía acusada sensibilidad como oyente de música y como catador de cuadros; Azorín fue uno de los inventores del paisaje español y por algo dedicó Castilla a Aureliano de Beruete, con ánimo de establecer respetuoso cotejo de sus paisajismos. Tampoco han faltado en nuestro siglo XX otros testimonios de esta querencia visual de la estética literaria española, o viceversa, de la hermandad de plumas y pinceles: Salvador Dalí y Ramón Gaya son, como Solana, excepcionales escritores. Y en cada uno se establece un modo de complementariedad de la escritura y la pintura. Dalí teoriza y magnifica sus invenciones por medio de la escritura. Gaya, cuyos cuadros son como acotaciones leves (aunque densas) de un proceso espiritual, concibe la literatura como otra búsqueda paralela de la fidelidad a la verdad de las cosas (de ahí su Velázquez, pájaro solitario). En Gutiérrez Solana, el nexo común de pintura y literatura es el mismo curso de su vida, receptáculo abierto a las impresiones de un mundo grotesco, agobiante, hiriente. Cuando leemos Arredondo, esbozo -como conjeturan con acierto los editores- de unas memorias de infancia, un capítulo como 'La visita del obispo' nos da la clave: aquella imagen fue un recuerdo de la niñez en la casa familiar santanderina pero es también el título del prodigioso cuadro de 1926. Y es que la percepción de la España negra, por parte de Solana, es una experiencia autobiográfica, una suerte de herida personal continuamente renovada. En tal sentido, nos recuerda mucho la estética y la sensibilidad de Pío Baroja. Ambos tuvieron la misma curiosidad, mezclada de horror, por las ejecuciones públicas (como se percibe en muchos episodios de la serie 'Crímenes pasionales', en este libro); uno y otro experimentaron el mismo turbio atractivo y la misma repugnancia de fondo por las víctimas del sexo mercenario (ese mundo de criadas complacientes y de prostitutas resignadas está en 'La lucha por la vida' y en 'La sensualidad pervertida, pero también en muchos lienzos de Solana y aquí en las notas de 'Madrid'). Los dos ejercieron la mezcla de misantropía y piedad a la vista de la desnudez repugnante de los desheredados: de "esas canillas blancas, como de difunto" y de "esas espaldas y pecho blanco y descolorido, de no darles la luz", que describe Solana en 'Las casas de dormir o los albergues'. Y ambos tuvieron la misma compasión por el sufrimiento animal. El lector de El árbol de la ciencia no olvidará nunca la escena en la que un médico cruel le quita su gato a una agonizante del hospital; el lector de este libro tendrá las mismas sensaciones al leer 'La recogida de perros, los laceros y el depósito del Canal' o 'El desolladero de la plaza de Tetuán', ambos en los apuntes para Madrid.


¿Complacencia en el horror? Ninguna. Ese estilo seco y directo, siempre contado en presente, no quiere recrearse en la perpetuación de la sensación, en la suspensión del tiempo (como Ortega observaba sagazmente en Azorín), sino proporcionarnos mejor la inminencia directa del horror, por el que somos a la vez subyugados y espantados. La objetividad es su forma de probidad, como en la descripción -tan moderna- de Navalcarnero (que se limita a una lectura de sus desternillantes anuncios callejeros), aunque otras veces, la sensación descrita se deje llevar por lo hiperbólico y entremos en el territorio de la fantasía casi quevedesca: la citada excursión a Navalcarnero termina con una divertida exageración sobre la furia de las moscas indígenas; en 'Las polillas', único texto sobreviviente de Ogarrio, cuatro páginas describen con minucia la invasión por estos insectos de una casa abandonada.


Decididamente no hay complacencia alguna. Camilo José Cela, gran valedor de Solana, describía una crueldad que, en el fondo, compartía (lo que artísticamente es legítimo, por supuesto). Valle-Inclán y, en otra medida, Eugenio Noel visitaron los mismos barrios oscuros y el resultado moral es una cierta ambigüedad entre la denuncia y la estética. Solana no es el cazurro de su leyenda, que pinta y escribe sin reflexión alguna... Sabe que ese mundo que le atrae y al que aborrece tiene responsables directos de su miseria. Y sabe que, al final de la gesticulación, está la muerte. Los editores han decidido que el 'Prólogo de un muerto', escrito para el libro Madrid, abra esta nueva serie de textos. Es una decisión plausible porque esta pesadilla de difuntos (que hubiera encantado a Baroja, que remató con otra el edificio de Memorias de un hombre de acción) tiene mucha fuerza, al pintar al escritor como lo que fue, en su relación con el mundo: un muerto vivo, un hombre que llegaba del otro lado. Y, al paso, traza un incomparable friso de sus colegas del panteón donde había yacido, lleno de "esculturas malas de Benlliure": el político La Cierva, escoltado de inscripciones gratulatorias; Azorín, enterrado con librea pero que conserva el paraguas rojo de su juventud anarquista; Galdós, con su gabán y unas cómodas zapatillas de orillo; Pardo Bazán, que se ha calado la muceta académica pero lleva zapatos de baile; Baroja, "con la cabeza gorda pues la boina le viene chica", con una maleta a su lado donde guarda recuerdos de la guerra carlista. Sí..., la visión de Solana es la del resucitado que ya lo ha visto todo y para quien ya todo tendrá un sabor amargo.

(Y París contado por Solana -el pintor/escritor, no el Chucho)

La misma maleta milagrosa y los mismos editores -La Veleta, López Serrano y Trapiello- están detrás del rescate de París, un libro escrito (o, al menos, vivido) entre 1937 y 1939, en plena Guerra Civil. La primera frase ("El viejo París recuerda a Madrid con sus chamarileros y sus puestos de libros viejos") es casi una profesión de fe que a más de uno le hará cerrar el volumen, aunque recomiendo al lector que llegue por lo menos a la página donde Solana intenta definir la luminosidad de la ciudad como una "luz gris, azulada y neutra, de patio de cristal esmerilado" que paradójicamente intensifica los colores.

Pero, ¿quién no encuentra en sus viajes lo que ha llevado hasta allí con él? Por eso, a Solana le hacen soñar las gárgolas de Notre Dame, visita el museo de cera, da cuenta de los siniestros espectáculos de Montmartre, de las casquerías de Les Halles o de los monstruos de las barracas de feria. No sabemos muy bien qué objeto pudo tener este libro de aire muy sistemático, aunque incompleto, que proporciona los precios y trayectos de los transportes públicos o que reproduce generosamente textos informativos tomados del Espasa, que Solana debía copiar en la biblioteca del Colegio de España. A su entonces vecino Pío Baroja, Solana le pareció un ser vulgar, grosero y crédulo, y sin embargo, lo que más se asemeja a estas páginas, desiguales pero a veces fascinantes, es una novela como El Hotel del Cisne, que también es heterogénea, desequilibrada y cautivadora: el escritor es un animal territorial y recela, más que de nadie, del que le resulta más cercano.

24/8/08

Los vagabundos del Sena

No cuesta mucho imaginarlo: París, hace setenta años; a la orilla del Sena, un grupo de mendigos tirados en el suelo; por la acera, pasan señoras y señores de abrigo, gabán y sombrero; cuando intuyen la presencia de los mendigos, miran hacia otro lado, forzando las pupilas para que nada empañe su feliz paseo de domingo; se suben las solapas o vuelven a anudarse la bufanda y comentan algo del tiempo, piensan en el café con croissant que van a desayunar en breve o en la estufa que les espera en casa junto al periódico y las alpargatas.
Pues bien (y aquí llega el misterio del arte, de la literatura). Da la casualidad de que justo en ese momento pasa por allí un hombre bruto y genial que no tiene ojos sino para ellos. Lo demás no le interesa, pero su insignificante tragedia sí. Observa a los mendigos y después los inmortaliza sobre el papel:
"Vemos bajo el sol enfermizo de invierno a los vagabundos durmiendo desparratados con un sueño de piedra, con la cabeza colgando y aplastada la cara contra la tierra. Aquí se ven la miseria, los harapos y las caras moradas por el frío e hinchadas de los alcohólicos, con los ojos rojos como en carne viva, rascándose la miseria y echados en fila como guiñapos humanos. [...]
Entre los grupos que juegan a las cartas se ve alguna mujer con el pelo enmarañado, caído por los hombros, rascándose los piojos de la cabeza, a uno remendando un pantalón, a un cojo asomado al muro del Sena y a otro hambriento, con cara de perro, que hace fuerza con las manos en un hueso que roe con gran ansia, mirando con recelo como si se lo fueran a quitar".
(José Gutiérrez Solana, París)
Ahora, tantos años después, esos seres marginados, desgraciados, ignorados por la gente de su tiempo, vuelven a vivir para nosotros. Existen, y son muy reales, mientras que aquellos paseantes que les negaban el mínimo consuelo de la mirada (para eludir así su presencia) están muy muertos. Nadie los recuerda desde hace décadas, han desaparecido para siempre; ya es como si jamás hubiesen estado en ningún sitio.

10/8/08

En aquel tiempo apareció el inglés

En aquel tiempo apareció el inglés. Era un hombre alto, orgulloso y duro. Tenía cuarenta años o quizá cincuenta, la mirada casi blanca y un cuerpo de soldado.
Se dijo que el inglés estaba en tratos para comprar la casa grande, pero al final no hubo nada. Se dijo también que pensaba construir una gran casa en la era de Don David; que venía a montar una fábrica de envasados; que había huido de su país, que traía muchísimo dinero, que con sus ojos pálidos veía de noche como los gatos; que había presenciado un horrible crimen y por eso el pelo se le había quedado blanco; que en su tierra nunca salía el sol. Que no era católico.
El inglés le compró a los curas el monasterio de la loma roja y contrató a cuatro albañiles para que lo arreglaran. No tenía ni idea de español, pero era seco y autoritario y los hombres se plegaron pronto a sus órdenes. Por la tarde, en el bar de Polo, relataban las maravillas del día: la habitación pequeña de madera que él había traído desmontada, los grandes cuartos de baño, el enorme salón con chimenea, los diminutos dormitorios.
El inglés no cambió demasiadas cosas del viejo monasterio: llenó el claustro de flores, desembozó las fuentes y convirtió en piscina el estanque de las ranas. Llegaron dos camiones con muebles claros y sillones metálicos. En la capilla instaló un piano.
Contaban los albañiles que en la mudanza cayó por las escaleras una caja de metal y de ella escaparon dando tumbos dos cruces y una pistola; las cruces eran como las condecoraciones que se veían en las películas; la pistola, blanca y fría como el inglés: nadie se atrevió a tocarla.
Las obras duraron poco tiempo, mucho menos que las de la casa grande, pero el inglés siempre metía prisa con sus frases cortantes y duras. Los albañiles aprendieron a decir "okey": se lo decían unos a otros chateando en el bar de Polo, con chunga y orgullo; Polo, secando vasos, meneaba la cabeza; Celsa decía que un monasterio no es sitio para vivir.
Una mañana, el inglés cogió su coche y se marchó. Volvió al día siguiente, a la salida de la misa del domingo. Paró su coche en la plaza, bajó y ayudó a bajar a su mujer. Ella paseó la mirada por la plaza, por la iglesia, por la gente. Sonreía, era muy hermosa y estaba embarazada. Detrás de ella asomó un niño con la piel muy oscura, el pelo rizado y los ojos azules, que se cogió de su mano. Ella, la esposa del inglés, fue la primera mujer negra que se vio en el pueblo.
Todos se la quedaron mirando sin poderlo evitar. El inglés le rodeó los hombros con su brazo y los miró a ellos con su mirada blanca, con su aire de soledad y desafío.
Entonces Don Florián, que había viajado, se acercó a la pareja, besó la mano de la mujer y le dijo:
-Enchanté, madame.
Los demás se sintieron tan orgullosos de él que le aplaudieron.
Hoy, los hijos de los ingleses viven también en el pueblo. Uno tiene un criadero de orquídeas; el otro, un gimnasio. Gracias a ellos todos pudieron enterarse de que sus padres no eran ingleses en realidad. Pero llevaban tantos años llamándoles así, que el nombre de sus países verdaderos cayó pronto en el olvido.