31/12/08

El insomnio

Las horas se estiran, el universo da más de sí. El tiempo se dilata y se sostiene en el aire como una burbuja. Estás obligado a observarlo, analizarlo, a ver cómo fluye, cómo baila, cómo dibuja círculos en tu memoria resignada, vacía. El infinito a tus pies. Tu rostro demacrado en el espejo del baño, cada madrugada. Contemplas esos ojos que no miran. Detrás del iris, el abismo. Los párpados resecos, apergaminados, la piel agrietada en los labios y el paladar arenoso, como de desierto. Dando vueltas en el colchón, cumpliendo la peor condena. El cansancio incontable, la derrota. Gotea el grifo, cruje el suelo, el armarito del lavabo chirría. No quedan pastillas en el bote.
Te asomas a la ventana. Un cuadro abstracto oscuro con puntos brillantes. Formas geométricas escindidas de su significado. Edificios, azoteas, terrazas, calles, coches, farolas. Serpientes nocturnas reptando por los escalextric y desapareciendo en los túneles. Se apagan las oficinas. La ciudad desplegada, una sinfonía de luces y colores sin sentido. Fuegos de artificio por doquier. Todos fotografiándose, inmortalizando sus muecas de angustia, de odio, de pena. Todos van hacia algún lado. Nadie sabe adónde ir. Los árboles han muerto.
La pantalla parpadeando, el colacao con galletas, la barrita de cereales. Pasan las tramas, los paisajes enlatados, los mapas meteorológicos, las prostitutas más decadentes, los anuncios de la teletienda. Un libro que se cierra con la misma presteza con que se abre. No hay calma ni nervios. No hay resquicio para la concentración. Demasiado tiempo para el pensamiento: un pensamiento empachado de sí mismo, abotargado, enmohecido en la nada. La cabeza flotando en el aire, llena de vacío, inflada como un globo. No cabe más. Duermen los objetos, protestan las cañerías, la nevera sostiene su ronquido. Los perros se han suicidado.
El insomnio es el Aleph.

16/12/08

Yonquis

Caminan de noche por la ciudad iluminada. Tienen las calaveras adheridas al rostro, sustituyéndolo. Son muertos andantes, en busca de su dosis. Consumen en los portales, en los sótanos, en las escaleras.
Él va sin camisa, pantalones vaqueros cortos, botas militares desatadas, pelo rapado, gafas redondas y un tatuaje en la espalda. Ella tiene las facciones hinchadas, como si se hubiese operado los labios y los pómulos, nariz y párpados de boxeadora, minifalda roja, en su camiseta de tirantes se lee en letras rosas I Love New York. Van por una calle de Queens. Pasan los coches con sus luces, se cruzan con vecinos, escaparates, algunas tiendas abiertas.
Entran en un portal. Atraviesan un pasillo y acceden a las escaleras. Bob se pone en cuclillas, abre la papelina, la disuelve en el tapón de una botella de agua mineral, absorbe el líquido con la jeringuilla, mira el cristal al trasluz, lo golpea con la uña y empuja el émbolo hasta que sale una gota. Lo mira apenas a unos centímetros, quizás no ve bien del ansia que tiene, o porque se le superponen efectos anteriores, o por culpa de la escasa luz que sale de una bombilla agonizante. La pintura de las paredes se cae a trozos. Finalmente busca la vena con la jeringuilla. Y la encuentra.
No piensan en el futuro ni en el pasado. En esta supervivencia sólo existe una palabra: heroína. Todo vale con tal de conseguir la siguiente dosis: hurgan en la basura, roban, se prostituyen. La única felicidad está en ese lento suicidio, en la aguja, en el mechero que se enciende y el humo que se inhala por la boca, hondas y largas caladas, interminables caladas, las manos acercándose a la cara, como si soplasen una caracola de mar o el cuerno de guerra. Son gárgolas huesudas y sufrientes.
La sustancia llega rápidamente al cerebro. Sólo entonces descansan, dejan de deambular, de luchar, de morir.