18/11/09

Las boinas de Cesare Zavattini

He encontrado estas fotos de Cesare Zavattini con boina y no me he podido resistir.
Ya que no llegan nuevos textos, al menos algunas imágenes como éstas, de otro espíritu solanesco.





Por cierto, hace tiempo quise escribir algo sobre Rossellini para subirlo aquí, pero después se me olvidó. A ver si un día de éstos me animo a escribirlo.

20/10/09

Mi lectura de la cigüeña

Al final, después de releerla estos días, me he atrevido a comentar algo de la novela de nuestra Luisa. Dejo aquí el enlace a mi lectura de El chico de las cigüeñas.

18/9/09

Feligreses

A J. M. Martín Peña
Desde el púlpito un cura de gafas oscuras y grandes cejas declina las bienaventuranzas. A su espalda hay una mesa amplia, un reclinatorio, las manchas de humedad en la pared, el retablo, la débil luz que atraviesa las vidrieras. Al hablar, al cura se le marcan las venas de las sienes y se le abren los agujeros de la nariz. Parece un dragón, pienso que piensa el niño de la primera fila.
—Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra...
A mi lado, Teresa lamenta su mansedumbre, su ineficacia, su estéril desposesión de la tierra. Teresa lleva quince años conmigo. No tenemos perro, ni gato, ni hijos. Teresa ha desperdiciado su vida conmigo, y yo la mía con ella. Lo sabemos. No hay duda. El viaje desde casa ha sido largo, sombrío, monótono. El coche cumplió su función sin sobresaltos (tiene demasiados años: la suspensión está rota y la culata hace un ruidito extraño), aunque no podíamos pasar de ciento diez. Casi no hemos hablado durante el camino. Fue ella la que se empeñó en venir al pueblo de sus padres. «Una visita corta, para limpiar la casa y respirar aire puro», me dijo. No se me ocurrió ninguna excusa rápida para evitar este error, esta demorada catástrofe. Sus padres murieron hace dos años; casi seguidos, ella después de él, como cumpliendo un orden preestablecido, una cadena inevitable. Desde entonces no habíamos vuelto. La puerta de la iglesia permanece abierta, al fondo; por allí entra la corriente, heladora; el mundo espera detrás de ella, pero no sé si tendremos la valentía de atravesarla solos. Estoy sentado aquí y, misteriosamente, puedo verlo y oírlo todo. Lo demás lo intuyo, sin más.
Hace frío. El niño de la primera fila se remueve en el banco, balancea las piernas: medias altas, pantalones cortos y botas de cordón. Podría ser yo de pequeño. Le flanquean sus padres. Se diría que la madre del niño, con la mirada torcida y la nariz respingona como un tobogán, necesita mucho sexo. Lo demuestra su forma de abanicarse los muslos con el forro interior del abrigo. El marido contempla el suelo, humillado. Su aspecto es irreprochable: anillo en el dedo, corbata anudada, bufanda al cuello, pañuelo en la solapa. El paño del abrigo, sin embargo, está desgastado. Tose una tos con grumos. Mi mujer me odia, el jefe me maltrata, ya no se me levanta, se mortifica para sus adentros el padre-marido.
Teresa y yo nos conocimos en el instituto. Se sentaba detrás de mí en clase. Seguramente fue ésa la clave: el azar del orden alfabético, el destino casual (y férreo) de los apellidos. Era muy guapa, como casi todas las chicas de su edad. Solía llevar melena ondulada hasta los hombros, camisas ceñidas al pecho y faldas que le marcaban las caderas; era tímida y hablaba poco, pero siempre sonreía; cuando le hablabas te miraba fijamente, le brillaban los ojos y daba gusto verla; además, su voz era muy suave. Mientras estoy pensando esto, estornudo violentamente, sin poder evitar el escándalo: se oye el estruendo en toda la iglesia y retumba en las naves laterales. Todo estornudo suena ridículo, pienso. Teresa me mira con gesto de reproche y se saca un clínex del bolso: «Toma, anda», me dice. Me sueno. Siempre parece molesta o enfadada conmigo. No sé cómo hemos llegado a esto.
A nuestra espalda, la señora loca de abrigo de visón y ojos negrísimos sostiene el misal entre las manos. Pasa las diminutas hojas, una tras otra. No encuentra el Salmo en cuestión: el Salmo que su padre rezaba, el mismo que pronunció antes de morir. En el cristal de sus gruesas gafas se reflejan las luces de las velas de Santa Catalina, distorsionadas. Se le pega a la frente el flequillo grasiento. Se le marcan las comisuras de los labios. Algo le duele, y no es el estómago. Parece que lleva mucha gente dentro, y todos sus huéspedes gritan.
Al llegar a la casa de los padres de Teresa, por la mañana, tuvimos que hacer limpieza general, antes incluso de abrir las maletas. Todo estaba lleno de polvo, el suelo, los muebles, las paredes, y en las esquinas habían puesto sus huevos los más variados bichos. Resonaban nuestros zapatos en el pasillo, multiplicados por el vacío, como una presencia inquietante. Me dio la sensación de que alguien que ya no estaba nos había estado esperando durante siglos. Quién sabe, pensé, quizás el espacio también tiene memoria. Al abrir los grifos oxidados del lavabo, rugieron las cañerías. Tardó en salir el agua, que primero tenía color terroso y después ya empezó a aclararse. En el armario del dormitorio seguían colgados los trajes de mis difuntos suegros. Me dio pena, o grima, o extrañeza, verlos allí tan perfectamente dispuestos y planchados… para nadie. En esto se queda todo, pensé. Ahí está el verdadero esqueleto que dejamos.
El organista disfruta sentado ante su instrumento. Es su gran momento del día, y de la semana. Las notas flotan bajo los arcos, entre las columnas, subiendo hacia la cúpula de la capilla. Teresa me da la paz con la mano, ni siquiera me mira a los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que me dio un beso? Las notas del órgano caen sobre el anciano del fondo, que cobija su cabeza en una boina. Tiene las manos enlazadas en un puño, y el puño apoyado en el borde del banco. Su voz se superpone a la del cura; mejor dicho, el anciano mueve los labios sin voz y parece que le sale una voz ronca, que es la del cura. En perfecta sincronía. Tiene cicatrices en las manos y un mendrugo de pan duro en el bolsillo, para las palomas. Lleva luto por la mujer ausente.
Aseada la casa, abiertas las maletas, colocadas las cosas en su sitio, salimos al jardín. Sería mediodía. Cogí los guantes y la podadora. Y un rastrillo para las malas hierbas. Teresa se sentó a fumarse un cigarro en una de las sillas metálicas, después de limpiarla concienzudamente con un paño. Mientras cortaba las hojas secas de un arbusto, vi que en el poyete del muro había un gato. De ojos apagados y pelaje marrón clarito, tenía la cabeza ancha, las orejas pequeñas y la cola gruesa. Me acerqué despacio y no se inmutó. Se dejó acariciar el lomo. «No lo toques tanto, que lo mismo tiene la tiña», me advirtió Teresa, que echaba el humo del cigarro por la boca. «Pero si tengo los guantes puestos», protesté. Le cogí una de las patas delanteras, como si le estrechase la mano para presentarme. Estaba blandita. Es gracioso, pensé, ¿de quién será?
La loca del visón ha encontrado, por fin, el Salmo que buscaba. Lo lee en voz baja, aprovechando el interludio del organista: «Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron. El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras. Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios. Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres». Su voz se va acercando poco a poco a mis oídos, casi como un susurro que me humedece la oreja. Giro la cabeza y veo que está mirándome fijamente. Se muerde el labio y me guiña un ojo. Me doy media vuelta, asustado.
La iglesia está medio en penumbra. Se puede decir que cada uno cumple su cometido: el organista toca a Bach, el niño juega con sus botones, el padre se suena los mocos, la loca se ríe por dentro, el viejo respira con dificultad, la madre se remueve en el asiento, el cura abre el sagrario y destapa el cáliz. Teresa parece cansada, aburrida, ya no sonríe casi nunca. Yo la miro y me odio. Me odio. Alrededor la secuencia sigue su planificación: el cura comulga, después toma el vino y se limpia la boca. Por el pasillo avanza, de su mano, el plato con las sagradas hostias. En fila, las van recibiendo uno a uno de mano del cura. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén.
Teresa y yo nos levantamos. Salimos de la iglesia, dejando atrás el rumor del cura con sus fieles. Me pongo el gorro de lana. Teresa se frota los guantes. Al fondo del camino se ve una casa triste, de tejado triangular. Como en los dibujos a lápiz de los niños, las ventanas son ojos y la puerta es una boca. El resto del paisaje no varía: árboles pelados sobre un manto blanco. En la nieve se ve la marca de las ruedas de los coches, rumbo a muchas partes, a ningún lugar. Sopla el viento y hace frío. Nos agarramos del brazo con firmeza, para no resbalarnos, para darnos calor. Pienso que quizás el gato siga merodeando por el jardín. Caminamos hacia casa, lentamente.

7/9/09

A sangre fresca

«Me llamo Armin Meiwes, nací en 1961, soy ingeniero informático, de Rottenburgo, Alemania. Maté a un hombre, lo descuarticé y me lo comí. Desde entonces, lo llevo siempre conmigo». Aún no he logrado olvidar esas horribles palabras, tan claras y seguras, pronunciadas con una pavorosa naturalidad, sin aire solemne, como si revelasen los datos más comunes y cotidianos de una persona normal. Me las dijo el propio Armin Meiwes en la celda 345 del Módulo B de la Prisión de Alta Seguridad de Kassel, en el transcurso de una entrevista que duró varias horas y cuyo contenido fue tan espantoso que, si un feliz golpe de amnesia no lo remedia, me ha destrozado la vida para siempre.
Es posible que todo empezara en 1969, año simbólico en lo social y en lo meramente numérico-sexual, cuando Armin Meiwes tenía ocho años. En realidad las cosas no «empiezan» ni «acaban» nunca, las cosas simplemente suceden, empiezan cuando suceden y acaban cuando suceden, simplemente, las cosas suceden en el momento en que suceden, ni antes ni después. Sólo cuando algo ocurre podemos decir que ha pasado, y todo lo que hagamos después, todo lo que digamos, todo lo que hurguemos en el pasado y busquemos en el futuro para encontrar las causas o las consecuencias será una mentira, una falsificación, una mitificación de los hechos que repercute en la simple facticidad de otros hechos, falsificándolos, una mentira a costa de otra —quizás no menos— mentira. Probablemente sea absurdo buscar los antecedentes, las motivaciones, los complejos, los traumas de la infancia, etcétera, pero aquí estamos, en la Era Freud, y resulta inevitable chapotear en el fango. Por otro lado, aquí estamos para contar, para relatar lo que se nos ha contado, para jugar con la realidad sin juzgarla (pero inevitablemente la juzgamos), para mentir con la máscara de la realidad y del, así llamado por algunos, Nuevo Periodismo. Nos han contratado para entrevistar al personaje en su celda y escribir una crónica verídica con tintes literarios de unos hechos que, se mire como se mire, son espantosos. Armin Meiwes me cuenta su historia y yo, inevitablemente, me convierto en una especie de psicoanalista-neurólogo-investigador que trata de hurgar en el cubículo de su mente supuestamente deformada, en sus recuerdos, en sus ideas, en sus palabras, buscando las raíces de la violencia, del mal, del horror, de ese canibalismo atroz lleno de significación sexual y que, sin embargo, no está tipificado como delito en Alemania. Meiwes es delgado, elegante, cortés, algunos dirían que hasta resulta atractivo, se muestra serio, decidido, habla con seguridad, con una cadencia monótona pero normal, sin estridencias, no se da aires de nada, tiene los ojos claros y los labios finos, apenas varía el gesto. Lo más aterrador de todo es que, viéndolo comportarse, oyéndolo hablar, no parece un loco. Esa no-locura nos asusta y nos desasosiega porque no es posible que este hombre no esté loco. Habla del sabor de la carne humana como quien habla del sabor de un filete de ternera, pareciera que está dando una conferencia, literaria o científica, quizás más científica que literaria, porque la literatura lo embadurna todo, lo pringa, lo desvirtúa, y este hombre habla con la exactitud de un analista de laboratorio, Meiwes tiene aspecto de profesor de universidad alemana, serio, reposado y distinguido, con su cartera de piel y la corbata siempre recta. Es imposible que nos hagamos una idea de a qué sabe la carne humana, no podemos, y aunque lo hiciéramos tampoco podríamos explicarlo. Armin Meiwes trata de explicarme a qué sabe la carne humana y lo único que alcanza a decir es que sabe a cerdo, que es como comer cerdo, la carne humana sabe a cerdo pero un poco más fuerte, y es algo más sustanciosa. Y uno piensa: claro, la carne es carne, es carne de cerdo, de ternera, de hombre, pero esa idea de que la carne es carne nos asusta, nos desasosiega, porque hay un valor distinto, inapelable, ponemos un valor delante de esa carne de modo que, dependiendo de dónde provenga, será una cosa o será otra, será un rico manjar o una atrocidad absoluta, será un banquete o un crimen horrendo, es cuestión de valor, de metafísica humana, si se quiere, de mentira o automitificación, no de hechos, no de cosas, no de carnes. Cuando, de pequeño, Meiwes y los demás niños del pueblo presenciaban la matanza de docenas y docenas de animales, cuando veían cómo los despellejaban y los desangraban y después los limpiaban, cuando a la noche se los comían, todos juntos, como gran banquete final de las fiestas, cuando asistían a estas orgías de sangre, de tradición y folklore, de exquisita e ineludible gastronomía, todo era bueno. Y después resultó, para el adulto y desconfiado Meiwes, que eso mismo pero en otro cuerpo ya no era tan bueno.
Es posible, decía (hace un rato, ya casi ni me acuerdo), que todo empezara en 1969: el pequeño Meiwes, de ocho años, jugaba con los vecinos cuando vio que su padre se marchaba en coche. Nunca más volvió. Este abandono, unido a la huida de casa de sus hermanastros, sería decisivo en el diagnóstico del doctor Freud, y mientras me lo cuenta, Meiwes hace de Freud de sí mismo, quizás ha leído o estudiado algo de psicoanálisis, pero no le servirá como treta para encontrar atenuantes de su crimen: Meiwes está juzgado y bien juzgado, ya nunca saldrá de la cárcel. «Tras el abandono de mi padre, me sentí muy solo. Mi madre se encerró en sí misma y no hablaba con nadie; se pasaba las horas, los días, los meses metida en casa». Waltrud Meiwes, que así se llamaba la madre, rompió completamente su relación con el mundo exterior y, poco a poco, fue sustituyendo la realidad por un mundo absurdo de fantasía: se veía a sí misma como la señora de la mansión y a su hijo como el paje; se vestía con ropajes medievales y hacía lo mismo con el pequeño Armin. Éste se dejaba controlar totalmente por su madre, digamos que vivía una existencia vicaria, la que representaba la voluntad de su madre; no era autónomo, independiente; hacía todo lo que ella decía, la obedecía en todo. Armin Meiwes siempre quiso tener un hermano más pequeño, y su único consuelo era la compañía de un amigo imaginario, que acabaría convirtiéndose pronto en su primera fantasía homosexual. Freud ha hecho mucho daño en este sentido. En poco tiempo Armin tuvo conciencia clara de la gran tarea de su vida, la que le acompañaría siempre: quería que los demás se convirtieran en una parte de él, y para conseguirlo tendría que comérselos. Era el deseo de comerse a alguien para que siempre estuviera con él lo que le consumía. «El mejor antídoto contra la soledad», me dice el Freud que se esconde en el propio Meiwes, que a continuación teoriza: «El fetiche es la carne masculina. Matar a un chico y comérmelo, ésa era mi fantasía. Pero sin obligar, tenía que ser voluntariamente». Y ahí fue donde, años después, aparecería el segundo protagonista de esta historia, del horror: Bert Brandes.
«Abreviemos la parte aburrida», me dice Meiwes, que por primera vez se muestra algo inquieto: «Me alisté en el ejército. Regresé a casa. Murió mi madre. A través de internet conseguí establecer contacto con unas 400 personas (caníbales o posibles víctimas). Frecuenté los chats sobre canibalismo: eran muchas las personas que querían ser comidas, pero sólo Bert Brandes quiso llevarlo a cabo». Brandes era un ingeniero berlinés homosexual que había alcanzado gran éxito en el mundo de los negocios; también era un constante aventurero sexual, masoquista hasta el extremo. No sólo le gustaba sentir dolor, sino que además atesoraba un gran sueño: que le cortasen el pene. Contactó por Meiwes por Internet y le dijo: «Te ofrezco la oportunidad de comerme vivo». Aquello era casi impensable, un inaudito caso de simbiosis: dos ideales de felicidad monstruosos que convergían y encajaban en un mismo punto: comer y ser comido.
El 9 de marzo de 2001 a las 11.14 horas Bert Brandes llegó en tren a la tranquila ciudad de Rottenburgo. En el andén le esperaba Armin Meiwes. Tal y como habían acordado por Internet, fueron en coche a la casa de éste. Apenas hablaron en el camino. Llegaron a la casa y se dirigieron al salón. Inmediatamente, Brandes se desnudó: «Ya puedes contemplar tu cena», le dijo. Meiwes colocó una cámara de vídeo para grabar toda la escena, e incluso la conectó al televisor para que el propio Brandes pudiera verla, para cumplir así su sueño inmortal e inabarcable de felicidad, de presenciarse a sí mismo en la más intensa y excitante experiencia sexual imaginable, el mayor placer nunca alcanzado, el éxtasis que rasgaría la membrana del universo. Ser devorado vivo era para él la mayor felicidad. En realidad, la Consumación Absoluta del Placer, el ser comido por otro, él no podría verlo, naturalmente, pero la antesala se presentaba lo suficientemente atractiva para él: quería ver con sus propios ojos cómo se le quedaba el pene cuando se lo amputaran. Se ofrecía en sacrificio, se inmolaba en la realización de una eucaristía oscura y tremenda, que coincidía exactamente con su principal fantasía sexual, recurrente hasta la obsesión. Brandes puso su pene sobre la mesa y Meiwes se lo cortó de un tajo con un cuchillo. Brandes pegó un grito, pareció dolerse, pero enseguida —como se apreciaba en la copia de vídeo que me prestaron en el Juzgado— empezó a disfrutar viendo cómo la sangre manaba de su cuerpo, como un surtidor. Gozaba viendo su miembro deshecho y sangrante. El motivo de tantas desdichas, por fin, cercenado. Al rato ya no le dolía, pero Brandes quería experimentar más dolor. Le pidió a Meiwes que lo ayudara a incorporarse y lo acompañara a la bañera. Allí estuvo varias horas desangrándose. Mientras tanto, Meiwes intentó comerse el pene, pero no resultaba comestible (tendría que cocinarlo más adelante). «Sólo veo oscuridad», decía Brandes. Así lo relató el propio Meiwes: «Se iba desangrando en la bañera. Se sentía feliz por estar inmerso en su propia sangre. Se murió. Recé (¿al diablo o a Dios?, me pregunté)». Fue una agonía lenta, muy lenta, e inimaginablemente dolorosa, placentera.
Después empezaría la labor de despiece del cuerpo. No es tan sencillo. ¿Cómo se descuartiza un cuerpo humano? «Le separé la cabeza del cuerpo. Lo colgué del techo. Le quité los órganos y le corté por la mitad, vertí agua caliente sobre las dos partes y las lavé», etcétera. Cocinó algunos trozos: por fin, tras cuarenta años de espera, de vida triste y sin sentido, Meiwes probó su primer trozo de carne humana. Durante varios meses (hasta que alguien dio la señal de alarma y la policía acudió a su casa) Meiwes siguió cenando a diario la carne de Brandes, que permanecía escondida en un congelador en el sótano. Esta ceremonia solitaria, repetida cada noche y convertida, por tanto, en rutina, resulta para mí lo más aterrador de todo. Con ritmo pausado y aire solemne, Armin Meiwes disponía la mesa en el comedor, se servía un buen vino y traía la carne de Bert Brandes cocinada en una bandeja, con una guarnición de patatas. Era todo un ritual, como un gran espectáculo para sí mismo y para los dioses que nos vigilan, esos ojos que asoman en la naturaleza. Un hombre solo, en una granja de Alemania, comiéndose el cuerpo de otro.
Y ahora, aquí, yo solo, en mi casa de Wisconsin, sentado en el sofá como un vegetal frente a la televisión (he dejado el periodismo, el Viejo y el Nuevo: me niego a seguir conociendo el horror), aquí sentado, digo, ya de noche, pienso en la frialdad de Armin Meiwes, en la cadencia monótona de sus palabras, en su gesto inmóvil, en su mirada azul, en su mandíbula masticando carne… y no consigo conciliar el sueño.

2/7/09

El fin del viaje

El tren partía de la estación y los primos ponían monedas en los raíles para que las ruedas las aplastaran. Yo nunca llegué a ver las monedas aplastadas, se quedó como uno más de esos misterios insolubles de la infancia, en la infancia hay muchos misterios insolubles y casos sin resolver y mitos vacíos e ilusiones rotas y sesiones de magia en plena calle y cosas que no entiendes porque están demasiado claras, la infancia es un continuo salirse por la tangente del mundo y sacar el cuello por la curva y ver las cosas desde el otro lado, estirando la cabeza como un chicle, saludando a los fantasmas, y así es imposible entender nada, ni falta que hace, y todo es nebulosa. La razón por la que nunca llegué a ver, como mis primos, las monedas aplastadas era porque siempre iba montado en el tren: era el viaje de vuelta, el regreso desde el norte, cada verano, el regreso, sí, el viaje de regreso a casa. Pero a veces me habría gustado bajarme del tren y quedarme en el andén y despedir a los viajeros y, cuando el tren hubiese desaparecido, cuando las manos y los pañuelos y los vagones se hubiesen esfumado, bajarme a las vías y recoger las monedas aplastadas y admirarlas como un tesoro recién acuñado; eso era algo que mis primos veían y yo no, el misterio de las monedas aplastadas (las de cinco pesetas, las de veinticinco, hasta las doradas de veinte duros), pero supongo que ellos tenían más envidia del que viajaba siempre, seguramente ellos nunca habían montado en tren y soñaban con despedirse de la gente que se quedaba, aburrida y tristona, en el andén, en el mismo sitio donde habían estado siempre, sin cambiar para nada, sin movimiento ni pasión, dejándose morir.


Porque el viaje es vida y cambio y movimiento y, por eso mismo, alegría, porque viajar es transformarse y dejar de ser el mismo de antes y despedirse de uno mismo en la estación: sacas el brazo y te dices adiós; allí se queda el otro yo, el mustio y rutinario, en el andén, con cara de tonto, y mientras uno se despide de su otro yo, el lúgubre y grisáceo, a veces tiene ganas de soltar el pañuelo y hacerle un corte de mangas, ahí te quedas, gilipollas, saluda al jefe de mi parte y muérete de asco porque te lo mereces, porque ya estás muerto, te lo digo, y como sigas así a la vuelta te mato.
El caso es que yo envidiaba a mis primos porque se quedaban a ver las monedas aplastadas y ellos me envidiaban a mí porque yo viajaba y me iba del andén para siempre. Pues sí, ya ves, siempre es lo mismo: nos pasamos la infancia y el resto de la vida deseando hacer lo que hacen los demás, queriendo tener sus cosas, vivir sus vidas, ser amados por quien lo son. Siempre envidias a los otros, y ese otro que es uno es envidiado por los otros, y nunca se da el caso de que tú, el envidioso, seas simultáneamente el envidiado por ese mismo, o sea, tú. Que tú te envidies a ti: me temo que eso nunca se da; quizás es imposible. Todos queremos ser otros pero no nos dejan. Lo ideal sería alcanzar cierta disciplina ascética, ojo, no el éxtasis místico, que después nos volvemos locos y nadie nos entiende porque usamos otro lenguaje; sí, lo ideal sería llegar a ese estado neutro, puro, limpio, esforzado, ascético, no místico, que alcanzó Fray Luis de León en la cárcel de Valladolid: ni envidiado ni envidioso. Quién sabe, quizás en eso consiste la felicidad.
Pues bien, el tren partía y nos asomábamos a la ventanilla del compartimento y nos despedíamos de la familia. Poco a poco se iban alejando los brazos y las caras se emborronaban y los primos se agachaban para presenciar el aplastamiento sucesivo de las monedas, una rueda tras otra, soportando los miles de toneladas del tren sobre su diminuto cuerpo, como en una acuñación mágica de un nuevo valor de cambio. Y yo pensaba: «¿Cómo se quedarán las monedas aplastadas? ¿Se seguirá viendo el perfil del rey, del dictador, del escudo?». Pero no era momento de preguntas, era momento de nostalgias, porque todo se acababa, dejábamos atrás el verano, el mar, la playa, las croquetas de la abuela, los juegos en la orilla, las siestas en la toalla, digamos la felicidad, dos meses y pico de no pensar en el tiempo, de dejar que éste pasase sin ni siquiera mirarlo, ni envidiados ni envidiosos. El viaje está muy bien, sí, pero el fin del viaje es lo más cruel de la vida. Todo es culpa del tiempo; quien inventó el tiempo debería morir y no obtener más dosis de su invento. Sí, ya sé, siempre es lo mismo: las cosas empiezan y acaban, todo pasa, selaví. Cuando uno sale de viaje ya casi empieza a acordarse del que será cuando vuelva, y siente compasión por ese ser desgraciado que lleva su mismo nombre, su misma cara pero más cansada, y que el único error que ha cometido es viajar, vivir, desviarse de la rutina, dejar pasar el tiempo sin casi ni mirarlo, sin ser consciente de la agonía. Sssccchhhsss, no se lo digas a nadie, que pronto todo se sabe, no mires hacia los lados, no varíes el gesto, que nadie nos escuche, que este minuto transcurra sin que se dé cuenta el tiempo. [...] Pero nada: ahí está el tiempo. Y el instante transcurre y se acaba y el viaje se termina y las vacaciones bajan la persiana metálica como las tiendas, y es la hora de la siesta y el sopor te invade, y lo que en realidad te invade es el tiempo, que se aletarga, y los párpados de tus ojos se van cayendo, como las persianas, y hace calor y sudas, sudas mucho, sudas minutos, segundos, gotas que caen desde la frente y se secan en el paño de la toalla. Y la playa es el reloj de arena. Y al fondo, en la otra parte del sueño, suena la marea y los gritos de los niños, que quieren que vayas a seguir jugando.

Todo termina, y es hora de ir cerrando la persiana; el minutero está tocando a su fin, se acaba el viaje. Peor aún: se acaba el viaje de vuelta. Porque el viaje de vuelta es, sobre todo, el velatorio que te reservas a ti mismo. En los viajes de vuelta todos velamos nuestro propio cadáver, lloramos las ilusiones perdidas y rezamos ante nuestros pasados fallidos, de cuerpo presente. Y qué quieres que te diga, ahora que esto se acaba, ahora que se aproxima el fin y nos diremos adiós y escribiré un FIN en mayúsculas, ahora, me están entrando ganas de saltar a las vías del tren y morir aplastado como las monedas de mis primos o como el cuerpo lánguido de Ana Karenina, Ana cayéndose a las vías en el último párrafo del libro o en el último fotograma de la película, como tantos y tantos miles de personas que no han resistido la tentación de lanzarse a las vías del tren o del metro para morir atropellados y que ya nada más les doliera, las vías dicen ven, ven, ven, como en susurros, y tú, que no quieres ver la caída, estás ahí ante la inminente llegada de los vagones y piensas me lanzo ya, me tengo que lanzar, y entonces, sin pensarlo más, te dejas caer a las vías y eres aplastado por las ruedas del tren y tus huesos crujen y se aplanan como las monedas de tus primos (esas monedas que nunca viste) y empiezas a flotar en una nube ascética, no mística, que quiere decir que ya estás muerto, que ya has terminado de una vez por todas con este maldito viaje. Ni envidiado ni envidioso.

-FIN-

11/6/09

En el despacho


Cuando fichamos me está esperando. Luego, un rato antes de la hora del bocadillo, levanto la vista de mi banco de trabajo y adivino su figura detrás, apoyado en la barandilla de la rampa de talleres, con la vista fija en mi nuca. Imagino que se muerde el labio inferior y sonríe. Después se marcha en compañía de otros como él.

A media mañana alguien me da en el hombro. Es él. Me quito la mascarilla. Me dice que en cuanto termine esa pieza quiere verme en su despacho.

Atravieso la nave. Algunos compañeros ven a dónde me dirijo y me hacen gestos de apoyo. Lo agradezco con la mirada. Llamo con los nudillos a la puerta. Me hace señas para que pase. Cierro la puerta y se amortigua el ruido del exterior.

—Siéntate—me dice.

Pero durante un rato no habla. Asiente con la cabeza y me observa como si yo estuviera actuando de una forma que él hubiera previsto. Da un trago de un vaso de agua que hay sobre la mesa. A su lado, el estadillo mensual.

Por fin dice:

—No estás rindiendo. Tienes un porcentaje altísimo de piezas invalidadas por Control de Calidad.

—Son piezas de precisión. No dispongo de herramientas apropiadas—me excuso.

—¿Cómo que no dispones de herramientas apropiadas?

—Las piezas que se me encargan se fabrican en la nave dos, con herramienta apropiada.

—¿Quién ha ordenado que fabriques esas piezas en esta nave?—pregunta.

—Usted.

—Pues yo soy tu jefe. Si te lo he ordenado debes hacerlas.—Sonríe. Se acaricia la corbata con la yema de los dedos.

—Yo hago lo que usted ordena.

—De acuerdo. Pero haz las piezas bien. No quiero ni una devuelta por Control de Calidad.

—Eso es imposible—protesto.

—No es imposible. Esfuérzate.

—Lo haré.

—¿Qué harás?

—Esforzarme.

—Tengo todas tus estadísticas a mano. Voy a por ti. Que lo sepas. Voy a machacarte.

Entonces veo que los dos estamos solos. La puerta del despacho está cerrada. Podría decirle cuatro cosas. Preguntarle el motivo de todo esto. Quedaría entre nosotros. También, si quisiera, podría agarrarle del cuello y retorcérselo. Pero caigo en la cuenta de que esto podría ser una trampa, podría tener un micrófono escondido, por ejemplo, así que hago un esfuerzo, debo hacerlo, doy un volantazo y salgo de la autopista por la salida del Bronx. Este camino es muy peligroso. Abandono el coche en el cruce entre la Cuarta y la Séptima. Corro. Suena música trepidante a mi espalda. Procuro esquivar a los transeúntes. Derribo el carrito de un bebé, no puedo evitarlo. Subo por una escalera de incendios. El gángster abre la puerta de su coche y dispara contra mí con una metralleta. Me ha alcanzado. Cesa la música. Sangro. Ríe como una hiena. Pero los malos nunca ganan, así que me rehago, es solo un rasguño, y saco la pistola de la sobaquera. Apunto y le meto un tiro entre las cejas. Ya no sonríe el hijo de puta.

—¿Me has entendido?—dice.

Ahora los negocios de prostitución, los garitos de apuestas, la droga, todo, pasará a manos del orfanato al que estaba extorsionando. Quería especular con los terrenos, quería abusar de los pobres huérfanos, pero ya no podrá ser. Está muerto. Yo soy el bueno y él era el malo.

—Digo que si me has entendido.

Le miro. Da un poco de pena. Tan joven, con esa corbata tan bonita y ya está muerto.

Contesto que sí, que le he entendido.

Atravieso la nave. Los compañeros me miran. Preguntan con la mirada. Sonrío, porque otra vez he ganado la partida.

8/6/09

Naranjas y limones


Hacía mucho calor y tenía dolor de garganta. El mundo estaba a punto de acabarse, como siempre, aunque esta vez iba en serio. Ella ya se había marchado. Una nota atrapada por un imán en la nevera decía; comprar naranjas y limones.

Parecía que toda la ciudad dormía la siesta.

Oí un cric cric que salía de la hierba seca, y de los arbustos y hasta del asfalto caliente. Cogí las llaves de casa, la cartera (comprobé que había billetes), y metí un libro pequeño en el bolsillo trasero del pantalón. Era Verde agua de Marisa Madieri. Me sentaría a leer en una cafetería, y después compraría naranjas y limones. Al bajar pensé que quizá tenía fiebre, porque el calor de afuera me parecía lejano. Di dos pasos y sudé un poco.

Un sudor sin humedad; un sudor seco. Caminé en dirección contraria al centro, y como es una ciudad tan pequeña y yo vivía casi a las afueras pronto me vi caminando por un barrio de la periferia.

Ni un alma por la calle. Los edificios, casi todos iguales, parecían vacíos, y quizá lo estaban pues no hacía mucho que los habían terminado de construir. Pero los jardines secos y terrosos y los hierbajos saliendo de las grietas de las aceras le daban un aspecto fantasmal a todo aquello. Se veían cortinas en algunas ventanas. Bajé una pendiente de tierra por un carrero estrecho que parecía un atajo y llegué a una explanada enorme con un edificio grande y cuadrado en el medio. Todo era asfalto a su alrededor y ni siquiera había coches aparcados. El edificio era un cubo de espejos oscuros. Se veía el reflejo del cielo y de los edificios tristes y oxidados que había en la calle de enfrente. Seguí por la acera desierta. Vi que había una cafetería unos portales más allá, y estaba abierta.

Dos tipos dentro. Entré sin pensármelo y fui a la barra. Cogí un periódico y le pedí un cortado a uno con la camisa por fuera y los brazos muy anchos que estaba tras la barra. Parecía sudado y tenía el pelo húmedo. La camisa también estaba abierta hasta el pecho, sin pelos, un pecho de goma. Me miró como si no pasara nada. Algunas mesas, todas vacías, estaban ocupadas por tazas y platillos y ceniceros colmados de  envoltorios y colillas. Escogí una mesa al lado de la ventana. En la televisión (una pantalla enorme en lo alto) no se veía nada, a no ser un menú fijo que no podía leer, pero algo horrible como un zumbido de un despertador o una alarma anti-incendios sonaba muy alto. El tipo apoyado en la barra llevaba el pelo muy corto y hablaba de unos chupitos, que le habían invitado a unos chupitos, que les habían invitado a unos chupitos, que tomaron unos chupitos, y repitió tantas veces la palabra chupitos que empecé a marearme literalmente, y creí oír chepitos, chopitos y algunas variantes extrañas.

Tenía una sombra de barba muy marcada y las cejas gruesas, dejándole poco párpado a la vista. El rostro brillante, como encerado, de sudor secándose. Hablaba a gritos con el barman, que iba y venía de las mesas a la barra recogiendo taza a taza con las manos (quizá llevaban días allí, pues algunas parecían despegarse de la superficie), y charlaba con su cliente con mucha confianza; ¿os invitaron a unos chupitos?

Hablaban tan alto que me pareció que de seguir así tendrían, a la fuerza, que caerse muertos de un momento a otro, reventándoles las cabezas de tanto aguantar aquel barullo. Aparté el periódico (era del lunes pasado), que también gritaba a su manera (con unos titulares que parecían escritos por alguien que se rascaba la cara con las uñas de desesperación), y saqué el libro. Era tan fino lo que me proponía; tan civilizado, tan irrazonable, tan mariquita. ¿Qué hacía con eso allí? ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, lo sabía, pero no me conformaba, pues en ningún sitio podía hacer nada. De fondo, el mármol negro, y mis manos sujetando el libro. Sólo en aquel estado de insensibilidad intentaba aislarme con el libro de los demás. El libro de Madieri es un diario y al mismo tiempo un relato del pasado. Leía: “La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente.

Pronto vi que allí estaba perdiendo el tiempo, o simplemente que allí no había tiempo. Que no podría leer y que me acabarían tirando un chupito por la cabeza y me plantarían fuego con un mechero, sólo para verme correr convertido en una antorcha humana. Durante unos minutos los miré por encima del libro y parecía que se movían y hablaban (los ojos entornados) como si les doliese la cabeza y ya no pudiesen librarse del mal a no ser huyendo hacia adelante, insistiendo en el ruido, en el alcohol y en los gritos.

Entraron tres personas; una señora, con una gran sonrisa que parecía fija en su cara y un tipo que debía ser el marido y un chico de unos treinta. Se adaptaron perfectamente al tono del local, a grandes voces. Hablaban de un coche. Parecían bastante animados. Se quedaron en la barra.

Retorné al libro y en unos segundos sucedió lo más extraño. Escuché como todos los sonidos se unieron para formar distorsionado un corral de gallinas que se volvían locas, y quizá con otros animales salvajes no identificados unidos al jaleo. Un corral de gallinas gigantescas enchufado a un amplificador. Oí perfectamente los cacareos altísimos, y en cambio la imagen de los que me rodeaban era de agitación pero nada en sus bocas aparentaba que emitieran cacareos exactamente. ¿Cómo oía lo que oía? En total el sonido era el de un lugar en el que hubieran metido a distintos animales muy agitados y ruidosos, hambrientos, salvajes, pero por encima de ese fondo resaltaban los cacareos de unas sopranos con plumas e histéricas. Como el color negro es la suma de todos los colores, aquel sonido era el clímax de todas las voces y ruidos que se habían reunido allí en aquel momento, y de algo más.

Ya sin esperar ni un minuto más me levanté y me acerqué a la barra. Pagué el euro y pico que costaba el café y salí de allí con la certeza de haber fracasado una vez más. Quizá la última. Guardé el libro otra vez en el bolsillo y busqué la frutería para comprar naranjas y limones. Caminé bajo el sol. Notaba el sudor en las ingles y dentro del cráneo.

La fruta estaba en un sótano al que se accedía por una rampa. Las dependientas cuchicheaban. Al verlas me desperté. Metí limones retorcidos en una bolsa pequeña y trasparente y naranjas en otra más grande. Eran unas naranjas enormes, mucho más que pelotas de tenis. La chica que me cobró, de ojos saltones y de piel muy blanca, me miró. Por un momento estuve a punto de decirle algo. Tenía unos pechos que respiraban bajo la blusa y el mandilón. 

Volví a casa. No había nadie. Me hice un zumo.

6/6/09

Un nuevo miembro para el Círculo

Gran noticia, amigos: incorporamos un nuevo miembro a nuestro Círculo, que ríete tú de los fichajes galácticos de Florentino Pérez. En cuanto estén resueltos los trámites técnico-informáticos, lo veremos aquí a la derecha.
Se trata de José Manuel Martín Peña, nuestro Luz Tenue. En realidad siempre ha sido de "los nuestros", pero hasta ahora no nos habíamos atrevido a preguntarle si quería unirse formalmente al club. Todos conocemos y admiramos mucho su escritura. Hasta el momento ha publicado dos magníficos libros de relatos (Zeppelín y Parejas) y en su blog comparte con todos su manera de ver el mundo.
Como no tenemos reglas ni estatutos oficiales, no sé cuál es la fórmula de bienvenida. Digamos simplemente: Bienvenido, José Manuel. Siempre fuiste de los nuestros. Ahora aún más.

23/5/09

Gyula Illyés, postulante a solanista

Me ha llegado una carta de un escritor húngaro, a la sazón ya muerto, que dice que quiere entrar a formar parte de nuestra nómina de ilustres solanistas. Yo creo que encaja en el perfil: Gyula Illyés se ajusta la boina, pasea por su pueblo y habla de la vida de sus gentes.
Nació en 1902 en Felsőrácegrespuszta y murió en Budapest en 1983. Entre otras muchas cosas, participó en la guerra de Szolnok contra los rumanos, trabajó en París como encuadernador de libros, se casó con una profesora de gimnasia terapéutica y escribió un poema muy bonito contra la tiranía. Aquí lo tenéis, con la boina, postulando su figura a cofrade del Círculo Solana:

Estoy leyendo su libro Gente de las pusztas, en el que nos acerca a la historia y a la vida cotidiana del campesinado húngaro, centrándose en algunos de sus personajes corrientes y molientes. El retrato que hace en las primeras páginas del "espíritu de su pueblo" es realmente demoledor:
"La gente de las pusztas, lo sé por experiencia, es servil, sumisa. No lo es de forma calculada y consciente; por la expresión y también por el hecho de que levanta la cabeza incluso cuando grita un pájaro, se le nota que lo es desde siempre, por la sangre, por una experiencia milenaria. [...] Estoy convencido de que todo lo bueno y bello que se puede decir de un sirviente también es aplicable a la gente de las pusztas, cuyo lenguaje, costumbres y rasgos guardan casi sin mácula, en todo el país, cierta constitución ancestral. No se mezclaron con otras gentes, ni siquiera con las del pueblo vecino, sobre todo porque nadie estaba dispuesto a mezclarse con ellos. No tienen exigencias; son obedientes hasta el punto de que ni siquiera es preciso ordenarles nada, perciben los pensamientos de sus señores por telepatía y los ejecutan en el acto, como corresponde a unos sirvientes cuyos padres, bisabuelos y tatarabuelos ya habían servido en el mismo lugar y a un mismo señor. Esta gente conoce por instinto todas las costumbres domésticas, está disponible para todo, y al concluir su trabajo sale de la habitación, como de la vida o de la historia, sin que sea preciso ordenárselo, ni siquiera con la mirada".

(Gyula Illyés, Gente de la pusztas, editorial Minúscula, Barcelona, 2002)
Es un libro lleno de realismo, de poesía y de recuerdos familiares, entre el tratado histórico-sociológico y el libro de memorias; por momentos, me recuerda a la película El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi.

Ya en su día cuadramos el círculo descubriendo a un Solana homosexual y austríaco (aunque, por lo que he leído después, lo de la homosexualidad podría ser mera licencia literaria), así que no sé por qué no íbamos a admitir a un político húngaro, pese a que sean dos palabras esdrújulas. Bienvenido al club, don Gyula.

5/5/09

El chico de las cigüeñas


Aquel día, paseando con Ventura por el camino de la estación, vimos una cigüeña rezagada. Vuela alta, en dirección sur, con prisa en las alas y el cuerpo afilado, para incorporarse a los suyos. Ventura me pasa el brazo por los hombros mientras la vemos alejarse. “Son las historias las que mueven en mundo - me dice-. Falsas historias de personas que existieron o historias de gentes que no existieron pero que, de haber existido, habrían actuado así. Personas que se nos parecen, que son como nosotros quisiéramos llegar a ser, o como fuimos en un momento de nuestra vida dejado atrás. Personas que nos recuerdan a los que amamos o a los que amaríamos si les llegáramos a conocer. Sabemos de esas personas, hablamos de ellas y las imitamos porque ha habido alguien que nos ha contado su vida real o imaginaria. E imitando sus gestos crecemos, nos relacionamos con los demás enganchados a sus ilusiones, a veces incluso morimos imitando su heroísmo o su valor. Y ese comportamiento nuestro está basado en alguien que tal vez actuó así por imitación de otro alguien de quien le contaron, y así hasta ese principio nebuloso y caótico del que emergen las cumbres de los mitos. El narrador está ahí. Y no importa si el primer héroe fue real o inventado. En un mundo sin memoria, en un mundo sin pasado, el primer héroe será, sin duda, quien cuente a los demás que hubo una vez un héroe”.
El chico de las cigüeñas (Ediciones del Viento, 2009)
Presentación en Madrid, martes día 12 de mayo a las 2030 en la librería-café La buena vida

30/4/09

El dedo colgando

Una manzana mordida a medias en la mesa del ofis. La casa en silencio y medio en penumbra. Después mi madre arreglándose rápidamente en el cuarto de baño y mi hermana asustada y llorosa, apoyada en la puerta, junto a ella. Pero sobre todo esa manzana mordida a medias en la penumbra del ofis. Eso es lo que recuerdo más nítidamente de aquel domingo por la tarde. El símbolo evidente de la tragedia.
Yo siempre llegaba tarde al escenario de los hechos, era mi sino, sólo llegaba a tiempo de ver las secuelas. Cuando todo había pasado, cuando el telón se había bajado, ahí aparecía yo. Pasaban las cosas y yo sólo me enteraba a medias, pero tampoco quería preguntar, no me gustaba interrumpir ni andar enredando en ese otro mundo, el de los mayores, eso que pasa en otra dimensión, un metro más arriba, aproximadamente, y tenía que ir reconstruyendo los hechos a partir de los gestos, de las miradas posteriores, de los objetos en desorden, de los arañazos que hubiera recibido la rutina, de los comentarios de los demás, entresacando de sus conversaciones el hilo diacrónico de los hechos. Observaba y recomponía los hechos, como Miss Marple los crímenes, a la que leía con fruición los domingos por la tarde, entendiendo poco de lo que leía, imaginando y reconstruyendo las frases para tratar de entenderlas. Eran mañanas de tebeos abiertos con migas de galleta María en los márgenes y tardes de libros abiertos con migas de galleta María en los márgenes, Miss Marple y Poirot en pueblos y casas y trenes muy lejanos, metidos en tramas que yo no entendía bien pero imaginaba y tenía que recomponer con los pedazos que iban recomponiendo ellos de unos hechos de los que nadie había sido testigo directo. Miss Marple y Poirot recomponían los hechos y yo tenía que ir recomponiendo a mi manera esa recomposición de los hechos porque no la entendía (la recomposición, digo), por lo que los hechos ya ni asomaban ligeramente pero eran más misteriosos que nunca. No sé por qué llegaba siempre tarde. Sería porque era el pequeño y no llegaba, estaba en otra dimensión, ya sabéis, un metro más abajo, sería porque iba a mi aire, porque llevaba mi propia vida en mi propio mundo, sobre todo los domingos, los demás conversaban o reían o jugaban y yo estaba tumbado en el suelo, encerrado en un cuarto con mi propia sombra, la luz cayendo a plomo por la ventana, y los clics o los tebeos o Miss Marple haciéndome compañía. No sé lo que pasó, no fui testigo directo, pero sin duda la manzana fue la clave de aquella tarde, la que me lo contó todo, y ahora yo os lo cuento, sin saberlo.
Escuché los gritos y acudí corriendo pero ya era tarde, ya no había nadie en el lugar exacto, todos habían huido, se habían cambiado de sitio, habían estropeado los hechos, habían desaparecido. Sólo estaban los objetos. Pero los objetos no decían nada, estaban en su sitio, eran la imagen exacta de la rutina. Entonces, en la oscuridad, vi la manzana medio mordida en la mesa del ofis. Allí estaba. El cuerpo del delito. No, el cuerpo del delito no, pero sí quizás la clave del enigma. Desde luego era lo único a lo que podía atenerme, el único dato real, fijo, patente. No imaginaba hasta qué punto podía decirme tantas cosas una manzana mordida. Sobre todo era un dibujo insólito, una anatomía disconforme, un elemento extraño que distorsionaba el mundo y que envolvía la vida en una atmósfera de urgencia, de abandono, de prisas, de tragedia. El aire de la huida, de una huida que acababa de pasar, la urgencia de algo latía en el ambiente, era una respiración entrecortada, un corazón latiendo muy fuerte, un eco de voces huidas cuyo rastro borroso se esfumaba en el aire, como una pompa de jabón.
Los antecedentes también se crean, se construyen, se inventan en la memoria. Llamémoslo la prórroga de la existencia previa. Yo tengo los de aquella tarde. Son fáciles de reconstruir, de componer, pues la historia se ha contado mucho en casa. Mi hermana y mi hermano peleando, a saber por qué discutirían, serían cosas de críos, cosas de hermanos, ese discutir por discutir, ese pelear por deporte, por diversión, para pasar el rato de la infancia, que es un rato largo y duro (unas veces más que otras). Pues estarían mi hermano y mi hermana discutiendo porque eran niños y hermanos y ella entró en su habitación y él entraba detrás de ella y de repente ella cerró la puerta de un golpe y él tenía el dedo fatalmente metido en la bisagra y la puerta se cerró y casi le arranca el dedo de cuajo, y se oyó el grito y la puerta se abrió y la falange del dedo índice colgando prácticamente en el aire, sólo sujeta al cuerpo por un hilillo de carne. Y los gritos y la sangre y las carreras y mi padre, que estaba tomándose una manzana junto a la cocina, soltaría la manzana (que caería en la mesa del ofis) y saldría corriendo y cojería a mi hermano en brazos para llevárselo a la Casa de Socorro. Mi hermano llorando y mi padre llevándolo en brazos, sujetándole con la mano el trozo de dedo escindido, como si se lo pegase al cuerpo sólo con la voluntad. Y los pasos rápidos en el suelo y la puerta que se cierra de golpe y el ascensor y la carrera calle abajo hacia la Casa de Socorro. Y yo estaría tumbado paseando por las calles de Saint Mary Mead o mirando el paisaje desde un vagón de tren o tomando té con Miss Marple en un lujoso salón, metido en una historia ininteligible, qué sé yo, leía pero no entendía, me faltaba cerebro o entendederas, no sé, y captaba trozos, gestos, miradas, palabras de los personajes, apenas nada de la trama, aunque sí objetos y lugares. Y oiría los ruidos y los gritos y las carreras y el golpe seco de la puerta de casa y saldría asustado de la habitación y no vería a nadie y, aterrorizado, llegaría a la cocina en penumbra y atravesaría el ofis, donde el miedo y la angustia tomarían la forma exacta de una manzana medio mordida tirada en la mesa. Yo sólo me fío de la manzana, sólo creo en ella. Es quien me dice toda la verdad. Lo demás es mentira. No sé si mi padre, al oír los gritos, tuvo tiempo de ser consciente de que había ocurrido algo grave y de que debía salir corriendo a ver qué había pasado y de que en el camino lo mejor sería soltar la manzana encima de la mesa para tener las manos libres. No sé si la puerta llegó a cerrarse del todo arrancando la falange del dedo o si sólo fue un breve devaneo de la bisagra suficiente para aprisionarlo. No sé si llegué a ver el dedo colgando o sólo me lo he imaginado o me lo han contado tantas veces que ya es como si lo hubiera visto. No lo sé, pero lo cuento.
Cualquier día me dará un infarto o me atropellará un coche o me visitará el maldito cáncer y moriré instantáneamente o agonizaré despacio en la ambulancia o seré derrotado tras una lucha feroz, pero tengo claro que, entre las pocas imágenes memorables de mi triste vida, la manzana seguirá ahí para siempre: mordida, medio en penumbra, sobre la mesa.

5/4/09

Solana en el Rastro

De paseo por las calles del Rastro ("las de más carácter de Madrid") aún se pueden percibir las huellas de Solana. De hecho, al doblar una esquina, me encuentro con los cuadros de un tal Antonio Pan, imitación evidente de los de nuestro patrón:

Subes una cuesta o cruzas una calle y te imaginas perfectamente a Solana, con su figura un poco contrahecha, mirando las baratijas, asomado a un escaparate, agachado ante una hilera de libros o charlando con la gente, con las manos metidas en los bolsillos. Todavía queda algo de la atmósfera solanesca de los objetos arrumbados, aunque menos lúgubre y tremebunda: "Hay tiendas de baúles, pilas de sillas y muebles, mezclados con los más diversos objetos; cabezas de toro disecadas y algún esqueleto articulado y metido en su urna que ha pertenecido a un médico difunto, fotografías de delincuentes y criminales que han estado en las paredes de algún gabinete de antropología, álbumes de mujeres de mala vida, y de enfermedades de la piel y venéreo, con cabezas de niños llenos postillones, de sangre y de pus, de males heredados de sus padres; caimanes, culebras y gatos disecados." (Madrid callejero)

7/2/09

Noticias literarias

Hola, queridos amigos: Hace siglos que no asomo por aquí, pero la verdad es que estamos todos un poco perdidos, aunque a veces cuentos como el de Teresa nos ponen las pilas de nuevo (o eso espero, porque las buenas historias como esta dan ganas de ponerse a escribir).
Os tengo que dar buenas noticias, porque en primavera saco una nueva novela con Ediciones del Viento. Se llama "El chico de las cigüeñas" y es un trabajo que tenía muchas ganas de dar a la luz. Aparte de eso, el cuento "Mayo" que ya conocéis ha salido en un libro colectivo, TRENTACUENTOS, de la editorial Casa Abierta, al lado de otros cuentos de gente muchísimo más laureada y publicada que yo, lo que, por otra parte, no es difícil. Y hace unos días la editorial Bartleby ha sacado los CUENTOS AFRANCESADOS, en los que se supone que seis autores teníamos que hablar en tono satírico o cuando menos festivo del bicentenario del año pasado. Os incluyo el mío, que se llama La perfidia francesa, a ver si os hace aunque sea sonreír un poco.
Bueno, así van las cosas, te pasas tres años esperando y luego salen varias cosas a la vez. Me encantaría veros en alguna o varias de las presentaciones, os avisaré de todas, que ya hay ganas de que nos conozcamos.
Os dejo con Ginesa la Barragana y los demás:
LA PERFIDIA FRANCESA


Tal vez el hecho de que la tía abuela de la cuñada del postillón que hace doscientos años salió de Móstoles a uña de caballo hubiera nacido en Villapardillos, el pueblo donde soy maestro y concejal, pueda parecer insuficiente para celebrar ningún tipo de conmemoración. Y tal vez los que así opinen consideren que nos estuvo bien empleado lo que nos sucedió. Este mundo se divide entre los que pueden y los que no pueden. Y los primeros son bastante quisquillosos a la hora de ampliar su círculo. Pero los que pertenecemos al segundo grupo, los del Ayuntamiento de Villapardillos, quiero decir, estábamos ya cansados de ver pasar centenarios, bicentenarios y tricentenarios de cosas que habían sucedido siempre en otra parte; estábamos hartos de sentir envidia por las mejoras que dejaban en esos sitios los aniversarios del nacimiento o de la muerte de las lumbreras que nunca nacieron aquí; y nos moríamos de rabia, por qué no decirlo, con los viajes que se pegaban el alcalde y los concejales de Villalinces, el pueblo vecino, con el pretexto de hermanarse con los sitios más exóticos. Así que cuando a Mariano, mi alcalde, se le ocurrió la idea, no pensamos más que en lo bien que iba a salir la conmemoración del segundo centenario de aquel 1808 en el que el cuñado de la sobrina nieta de la tía Ginesa, de la familia de las Barraganas, se echó al monte con el recado que le dieron: “Españoles, la Patria está en peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa. Españoles, acudid a salvarla”.

-Casi nada -dictaminó Eleonora Pascual cuando terminó de leerlo. Mariano y yo, sentados al otro lado de la mesa de su despacho, la habíamos estado mirando sin pestañear para ver el efecto que le hacía. Habíamos llevado con nosotros a Casilda, nuestra cuota femenina, que, incólume a nuestras discretas pataditas por debajo de la mesa, llevaba un rato dormitando al calorcillo de su respetable edad y del abrigo de visón que se ponía para aquellas ocasiones, con independencia de la estación.
-De manera que este héroe popular tenía parientes en su pueblo…
Mariano y yo asentimos con la cabeza, igualmente emocionados. A Eleonora Pascual nos la había recomendado Goyete, el alcalde de Villamiga. Ella se había encargado de prepararle, con gran éxito, el quinto centenario de la Pernoctación Imperial. Eleonora, que prefería que la llamaran Yiya, era una argentina viuda del que fue durante muchos años el diputado de zona, don Agapito Cienfuegos. Y, con relaciones por todas partes, había montado hacía diez años una empresa especializada en preparar eventos institucionales, La Ilustre Efemérides, que, según nos dijo, no daba abasto.
-Qué bestia hermosa -exclamó Yiya sobresaltándonos no poco respecto al destino de su exclamación. Casilda despertó con un respingo y dijo “claro, claro”, como solía hacer en los Plenos. Después supimos que, en boca de Yiya, esta expresión era tan común como halagadora-. Vean, yo ahora mismo estoy desbordada. Desbordada, desbordada. Pero es tan lindo lo que ustedes me proponen, tan no sé, tan heroico y entrañable, que yo les voy a hacer un hueco, un huequecito chiquitín, chiquitín, ¿okey?
-Claro, claro -dijo Casilda; y Mariano quiso saber cómo era de chiquitín ese huequecito.
-Porque nosotros no vamos a pararnos en barras. Nosotros, doña Eleonora…
-Yiya, por favor…
-Yiya, nosotros queremos un centenario como Dios manda. Con extranjeros que den conferencias, con cantantes, con cenas y con lo que haga falta.
-Y claro, mi querido alcalde. Ustedes van a tener una ilustre efemérides, algo que no van a olvidar nunca. Déjenme que lo estudie, que vaya a su pueblo. ¿Cuántos son ustedes?
-Unos ciento y pico…
-Perfecto. Esto tiene que ser algo muy, muy, popular. El pueblo en armas de nuevo… en armas amistosas, claro está. Ya lo estoy viendo. Tiene que ser un abrazo de los antiguos enemigos, una batalla florida con los franceses… ese arrojo viril del postillón, esa tía suya la Barragana, qué bestia hermosa…
-Perdone usted, Yiya, pero eso de la Barragana no se puede decir.
-¿?
-Es que…eso se les llamaba por mal nombre, no sé si usted me entiende… que parece que alguien de la familia hace muchos años, pues que fue el ama del párroco y se dijo lo que se dijo y de ahí que la familia…
-Comprendido. Es una pena porque es un nombre con fuerza, con energía… pero podemos sustituirlo por otro igualmente nutricio, yo lo voy a pensar. Lo importante es que este aniversario sirva para estrechar lazos.
-Si nos hermanáramos con algún otro pueblo de allí… -se atrevió a sugerir Mariano- París, tal vez…
Pero Yiya se había puesto de pie y nos acompañaba hasta la puerta.
-En diez días les doy presupuesto, alcalde. Vaya usted trabajándose las subvenciones.



-Eso es una mamarrachada -dijo Ginesa la Barragana, última de su linaje, sexagenaria, potente y solterísima, cruzando los brazos sobre su busto ilimitado.
-Mira, Ginesa, si te vas a poner así…
-Me pongo como me da la gana, porque estás hablando de mi familia, Mariano. Y yo con mi familia soy ciega. Y ese postillón de las narices que ahora resulta que se ha vuelto tan famoso fue un zascandil, que ni siquiera pisó este pueblo; y lo que tú ahora quieres hacer es mangonearnos a todos para hacerte famoso tú y traer por los pelos a esa señora que era la tía abuela de su cuñada…
-Y tu tatarabuela, Ginesa, que hasta se llamaba como tú…
-Pues más a mi favor. A mí no me hacen falta aniversarios ni festejos y menos que nos signifiques a nadie y menos a mí, que vivo tan tranquila.
La cosa no pintaba bien, y el desánimo comenzaba a cundir. Aquella mañana habíamos estado en Diputación esperando en vano ser recibidos. Necesitábamos una subvención para pagar a La Ilustre Efemérides y necesitábamos un poco más de colaboración popular. Pero el pueblo permanecía, como siempre, en indiferencia absoluta hacia las celebraciones, los franceses o los parentescos con los héroes populares. Teniendo en cuenta que el setenta por ciento de la población tenía más de sesenta años, no era de extrañar. Así y todo, el día que Yiya desplegó ante nosotros el programa de Las Jornadas de la Amistad Bicentenaria, Mariano y yo volvimos a animarnos y hasta Casilda exclamó “claro, claro” con un cierto calor.
La cosa duraba dos días, en los que hospedaríamos a una comisión de profesores franceses que darían cuatro conferencias, todas ellas con el común denominador de la concordia. El acto principal consistiría en el abrazo simbólico que Mariano, como alcalde español, se daría con uno de los historiadores franceses (Yiya estuvo buscando un alcalde francés, pero ya estaban todos reservados, nos dijo, para actos de este tipo a lo largo de todo el año). Habría un mercado de época, bailes populares y una pequeña dramatización. En ella, y merced a varias licencias poéticas, la tía abuela de la cuñada del postillón era en realidad la tía carnal de este. Y poco antes de que el muchacho partiera hacia su patriótica misión, le hacía ver en emotivas palabras que algún día franceses y españoles serían pueblos hermanos. El texto del mensaje había sido levemente variado, omitiendo toda referencia a la perfidia francesa y quedaba algo así como “Españoles, la Patria nos reclama. Acudamos todos juntos para que la democracia y la libertad triunfen”. Un encargo ejemplar, aunque no se comprendía muy bien cuál era exactamente la heroicidad del postillón ni qué pintaba en todo eso. Pero lo importante, según nos dijo Yiya, era que se notara la energía femenina y pacificadora de aquella insigne mujer cuyo papel, nos sugirió, debería recaer justamente en su descendiente, qué bestia hermosa…


-Otra mamarrachada -dijo la Barragana una vez que, mirándonos de hito en hito, lo hubo escuchado todo-. Ni ese pelamanillas pisó nunca por aquí, ni mi tatarabuela era su tía ni si lo hubiera sido le hubiera dado otro consejo que el que nos han dado a todos de padres a hijos: “¡Sus y a ellos!”
Estábamos reunidos en el Ayuntamiento con Pedrito el del bar, único empresario de Villapardillos, a quien Mariano intentaba interesar en el tema por sus evidentes implicaciones económicas.
-Ginesa, parece mentira que te importe tan poco tu pueblo -decía en ese momento mi alcalde casi al borde de la desesperación-. Si conseguimos celebrar este bicentenario, comenzará para Villapardillos una nueva era. Vendrían turistas, crearíamos la Ruta del Postillón, Pedrito tendría más clientes y quién sabe si con el tiempo podría ampliar el bar.
-Ampliarlo o hacer una casa rural, como en Villalinces -añadí yo, mirando con una cierta ansiedad a Pedrito, que no mostraba en su rostro emoción de ninguna clase.
-Anda, una casa rural aquí -reaccionó al fin, sonriendo como ante una broma-… ¿Y a qué va a venir aquí la gente?
-A nada, hijo -le apoyó la Barragana, abanicando su poderoso busto-. Esas son fantasías de este, que tiene la cabeza a pájaros como su padre y su abuelo, si lo sabré yo…
-Ginesa, no me faltes -saltó Mariano, que ya estaba más que amoscado-. No me faltes, que todos tenemos cosas que callar.
Y la reunión acabó cinco minutos más tarde, el tiempo justo para que Mariano sacase a colación a las Barraganas, Ginesa le llamase gañán y Pedrito se evadiese liándose el penúltimo canuto del día. El tipo de situaciones que ponen a prueba mi vocación por el mundo rural.



Quedaba el último paso, tan delicado que ambos lo habíamos ido eludiendo sin decir nada. Pero con el programa del evento hecho, y aunque con Ginesa en contra, ya no había más pretextos para no ir a hablar con el hidalgo.
El hidalgo era, para decirlo pronto, la puerta de la financiación. Y, teniendo en cuenta que, desde hacía ya casi un cuarto de siglo, “financiación” era un concepto que se aunaba al de “subvención” hasta el punto de confundir ambos, el hidalgo era la puerta a la Diputación y a sus riquezas.
La razón de que el hidalgo fuera la llave que abría el Tesoro Público era uno de los arcanos de la comarca. Hijo de una de las familias principales de Villalinces, y destinado por ello a ser una gloria del foro, el hidalgo mostró desde su primera juventud una considerable resistencia a los estudios reglados, que sustituyó con su gran afición a investigar la historia local. Se hizo, con ello, primero cronista de Villalinces y más tarde del resto de la región. Desde las costumbres de las tribus neolíticas que acamparon en nuestras tierras, sorprendentemente parecidas a las que lo hicieron en el resto del planeta, hasta la repercusión local de la pérdida de las Colonias, fecha en la que el hidalgo consideraba prudentemente concluida su aportación a la Historia, no había en todo el contorno pueblo que no hubiera sido escrito por él. Esta noble ocupación, a la que dedicó su soltería, le valió la consideración de la Diputación, que le convirtió en la punta de lanza de la cultura rural. A él se debía la gestión de las subvenciones para la ingente cantidad de aniversarios, jornadas y efemérides de los que Villalinces gozaba, así como sus hermanamientos con varias localidades del Midi, de la Toscana y del Japón. Ahora bien, el hidalgo no era santo de la devoción de ninguno de los villapardillanos desde que, en su Historia de Villalinces, hizo nacer allí al eminente fray Deodato de la Cruz, único hijo de Villapardillos que había alcanzado notoriedad histórica al ser devorado por los caribes en el curso de la evangelización de La Española. Por ese rencor patriótico tan arraigado en los villapardillanos, Mariano y yo hubiéramos preferido no ponerle al corriente de nada, pero también sabíamos que, después de nuestro frustrado intento de hacerlo por nosotros mismos, no nos quedaba otra que recurrir a él si queríamos que la Diputación abriera sus arcas para bendecir, junto a los franceses, la hora en que el postillón más patriota de todos los tiempos fue engendrado por la suegra de la sobrina nieta de la Barragana.
El hidalgo nos recibió con su amabilidad habitual y con ese aire distraído del que, seas quien seas y se hable de lo que se hable, sabe más que tú. Se interesó por la marcha de nuestro pueblo, nos reiteró la promesa de una visita que nunca hacía para catalogar un abrevadero que nos habíamos encontrado en la era y que Mariano consideraba, contra toda evidencia, de tiempos visigóticos, y nos preguntó el motivo de nuestra visita. Era el momento adecuado para ser breve, convincente y digno. Pero, por desgracia, nada más lejos de la actitud de Mariano. Entre el resquemor y la adulación, mi alcalde desarrolló un discurso que reptaba ante el hidalgo de forma tan meliflua como ininteligible. Entre complicadas referencias, que nadie más que yo entendía, al escamoteo de que había sido objeto nuestro fray Deodato y fantásticos ditirambos a la Diputación, las palabras de Mariano y las improbables conexiones de Villapardillos con el Levantamiento del Dos de Mayo naufragaban abyectamente en la exquisita sala del caserón desde donde el hidalgo impartía cultura a la zona. Yo, que notaba en mi alcalde un progresivo nerviosismo, una ansiedad creciente por salir de allí con la promesa de un dinero concedido por la munificencia del administrador de subvenciones, intenté varias veces interrumpir un discurso que ya se hacía incoherente. Pero, en cada ocasión, Mariano me atajaba con un gesto y continuaba desbarrando sobre Barraganas y postillones, sobre perfidias francesas y lazos de amistad. Al fin, el hidalgo alzó una de sus elegantes manos en un gesto patricio y Mariano, sudando copiosamente, calló, anhelante.
-Y, ¿ya contáis con alguien que organice todo esto?
-Contamos con la mejor -se apresuró a decir Mariano y a mí, no sé por qué, me dio mala espina tanto la pregunta como la entregada respuesta-. Eleonora Pascual, bueno, Yiya -añadió, encima, jactándose de familiaridades-, la conoce, ¿verdad? Nos lo va a hacer todo. Ella está entusiasmada, así que la cosa va a ser un éxito.
A estas alturas pude observar dos cosas que me alarmaron por igual. Los ojos apagados del hidalgo comenzaron a relucir como los de un gato ante una presa. Y la facundia de Mariano derivó francamente en histeria comunicativa. Le contó todo: la comisión de profesores franceses, el mercado de época, la obra de teatro, el abrazo simbólico… El hidalgo sonreía casi con ternura, asintiendo con la cabeza como un cura en confesión.
-Yiya es una gran amiga -comentó cuando Mariano, por fin, tomó aliento. Y levantándose, nos acompañó hasta la puerta-. Dejadlo todo de mi cuenta.
-Ha estado majísimo, ¿verdad? -dijo Mariano, todavía sofocado, en cuanto salimos a la calle.
Nunca tuve más claro un presentimiento de catástrofe.


Lo demás fue tan rápido como fácil de adivinar. Y si lo menciono es, únicamente, para que en este testimonio verídico no quede ninguna laguna entre nuestros heroicos intentos y lo que todo el mundo sabe que pasó.
Porque las Jornadas Bicentenarias de la Amistad Franco-Española, organizadas en Villalinces por La Ilustre Efemérides con el patrocinio de la Diputación, merecieron una cobertura mediática sin precedentes en la comarca y fueron, en palabras del hidalgo, “la visión indispensable e irremplazable que necesitaba la historia para reinterpretar unos difíciles tiempos en una clave más comunicativa y por qué no decirlo, más femenina”.
“En ese sentido”, añadió el periódico local, “fue tan imprescindible como entrañable la colaboración de la descendiente de aquella primera matriarca, Ginesa la Barbacana (llamada así por descender de una familia de artilleros al servicio del Rey) que, con una gran simpatía, encarnó la figura de su antepasada en una dramatización que, junto al abrazo simbólico en el que se fundieron el presidente de la Diputación y el profesor Duchamp, renombrado historiador del país vecino, constituyeron el momento cumbre de las Jornadas, celebradas en el marco incomparable de Villalinces, un municipio que tuvo un pequeño pero fundamental papel en aquella interacción francoespañola, no siempre bien entendida, que en estos días se ha conmemorado”.
-Vae victis -le dije a Mariano aquella noche saliendo del bar de Pedrito. Estábamos bastante borrachos ya, y por eso no me preguntó, como suele, qué quería decir ese latinajo. Pero algo tiene el vino que trasciende las lenguas; o tal vez sea la comunicación de corazones en la hora decisiva del fracaso. El caso es que mi alcalde asintió con la cabeza y respondió mientras, apoyados el uno en el otro, tirábamos calle abajo: “Di que sí, majo. Mucha perfidia francesa, pero bien que nos la han metido los de aquí al lado…”

30/1/09

SALDO DEUDOR

“El que muere paga todas sus deudas” - William Shakespeare

Tarde o temprano, todos tenemos que hacer frente a nuestras deudas. Cerrar nuestras cuentas al final del ejercicio, sacar un balance y que todo cuadre. El estaba tardando demasiado en pararse, tomar aire y ordenar un caos que no sólo le engullía a él, sino que también me arrastraba a mí. Pero es que Alfonso nunca fue bueno con los números: lo suyo eran las ventas, las sobremesas prolongadas hasta media tarde, el viento empaquetado y envuelto en lazos brillantes y papel de regalo. Era el mejor haciéndose el olvidadizo, siempre tan ocupado: ¿a quién, si no a mí, se le ocurría venir precisamente ahora con una bobada semejante, cuando lo que tenía entre manos era la venta del año? Ya hablaríamos cuando cobrara la comisión. Sabía dejar pasar el tiempo con esa elegancia que tienen los malos pagadores para hacer correr los días, las semanas y los meses, y conseguir que el que les prestó y no ellos sea quien se sienta culpable y estúpido a partes iguales. Creándome una desazón paralizante, incapaz de reclamar lo que era mío, volviendo del trabajo cada día, de lunes a viernes, con la sangre golpeándome en las sienes pero, otra vez, sin mi dinero. Mi mujer, que no sabía nada, se echaba a temblar cuando me veía entrar, otra vez, de mal humor. En su inocente inopia preguntaba y preguntaba, estirando mis nervios como una goma elástica que terminaba golpeándola a ella y haciendo que me sintiera un poco peor todavía. Lo único que conseguía era que descargara mi furia contra lo más cercano, ella, algo que en lugar de aliviarme recrudecía mi tormento, porque aún en mi miserable estado mental, todavía era capaz de ver mi cobardía y lo injusto de mi conducta.

Portarme mal con ella mientras agachaba la cabeza frente al responsable de todos mis males, me dolía casi tanto como la burla que suponía no sólo no recuperar lo mío, sino perder cada día un poco más. Sin embargo nunca le conté a mi esposa cómo caí en la trampa, de qué manera Alfonso consiguió engatusarme, jugando con mi legendaria incapacidad de saber decir que no. Cuando debí hacerlo no me atreví, y cuando quise hacerlo, ya era demasiado tarde. Hubiese perdido el respeto que ella me tenía, el que más me ha importado siempre, el que todavía hoy me pregunto cómo conseguí ganarme. Yo no soy un triunfador. No lo fui nunca, y ése fue mi segundo gran error: creer que podía serlo, que yo también tenía derecho. El primero de mis fallos fue confiar en él. Me había ido bien no fiándome de casi nadie, pero él me pareció distinto cuando no lo era. Bueno, en realidad sí que lo era. Alfonso era diferente a cualquiera, porque era peor que nadie. Apareció en el momento justo, y supo decirme lo que quería escuchar, de una manera en la que hacía mucho que nadie me hablaba, de igual a igual, como si yo fuese tan bueno como él. Las palabras justas para crearme la sensación de que, después de todo, el que estaba en deuda con él era yo. Sabía de sobra que el solo hecho de haberse fijado en mí, de tenderme su mano, de conseguir que dejara de sentirme transparente en la oficina y empezar a ser popular por el simple hecho de ir con él, ya era suficiente. Podría hacer de mí lo que quisiera. Y lo hizo. Primero fueron los cafés de la pausa de las once; nunca tenía suelto para la máquina. Más tarde, el menú del restaurante de la plaza; ¿cómo iba a pagar con un billete de cien una cuenta de ocho euros? A la salida del trabajo, conseguía liarme para que le acompañara siempre, con ganas o sin ellas, e invariablemente me tocaba pagar a mí nuestras consumiciones, salvo la última ronda. Cuando le empezaban a entrar las ganas de volver a casa, era él quien invitaba, recalcando lo rumboso de su gesto hasta conseguir que se me agriase la cerveza en el estómago. Me sentía incómodo, imbécil, pero no era capaz de enfrentarme a él, de encontrar el valor para plantarme, y decirle “Hasta aquí”.

Una tarde, me esperó a la salida. Yo me había retrasado, tenía que terminar unas cosas, y me entretuve media hora más. Lo último que imaginaba era encontrármelo allí. ¿”Unas cañitas?”, me dijo. A la tercera ronda me lo soltó: necesitaba que le dejara dinero, tenía que cambiarle las ruedas al coche, y no podía seguir tirando de tarjeta. “¿Y no puedes esperarte a la próxima nómina?” Imposible, salía de viaje a Galicia al día siguiente, y con las lluvias se exponía a pegarse un golpe con unos neumáticos al límite. Yo no llevaba encima más que doscientos, pero me acompañó al cajero para sacar otros cuatrocientos euros. Fue al taller esa misma tarde. Cobramos a la semana de aquello, pero no me devolvió el dinero. Me contó que su mujer tenía que operarse de la miopía, y no lo cubría el seguro privado. Lo recuerdo bien, porque a pesar de las ruedas nuevas, cuatro días más tarde se salió de la autopista al volver de Orense, y sobre todo porque fue la primera vez que le presté tanto dinero.

Al principio me fié de mi memoria para recordar las cantidades. No era difícil, eran cifras redondas, trescientos, cien, quinientos, y siempre había un objeto concreto, una finalidad con nombre y precio, un gasto imposible de aplazar. Podía ser un fin de semana romántico para reflotar su matrimonio, o la ortodoncia del niño. Llegué a financiarle el entierro de su suegro, la reforma de la buhardilla, e incluso el regalo para su mujer en su décimo aniversario. Yo era una fuente de crédito inmediato que nunca oponía resistencia, que no reclamaba avales, y con el tipo de interés más bajo del mercado. Imbatible. Sin embargo, la frecuencia de los sablazos se espaciaba cada vez menos y, lo peor de todo, las cifras crecían peligrosamente, así que pronto tuve que empezar a apuntarlo todo. Ni siquiera cuando lo tuve por escrito, un cuadro de Excel con columnas de números y sumatorios mareantes, fui consciente de la magnitud del asunto. Fue en el momento en el que me vi marcando el número de “Dinero Urgente ¡Ya!” cuando vi la luz. Un latigazo eléctrico me hizo soltar el teléfono, como si quemara, y sentí una punzada en el pecho que me hizo temer lo peor: mi padre había muerto de un infarto cuando tenía mi edad. Cuando volví a respirar normalmente, cogí de nuevo el móvil, y decidí que todavía no había llegado el momento de morirme, mientras por primera vez en meses lo veía todo con una claridad tan brutal que me hizo guiñar los ojos. A pesar del tiempo transcurrido, más de veinticinco años, recordé sin problemas el número de Vicente con el mismo soniquete cantarín que en su día me permitió memorizarlo. No en vano fue mi mejor amigo, mi compañero de juegos desde la guardería hasta el instituto, el culpable del 90% de las broncas de mis padres, en parte porque terminó juntándose con lo peor del barrio, aunque sobre todo por gastar teléfono llamándole nada más llegar a casa, cuando me acababa de separar de él en el portal. Hacía por lo menos diez años que no hablábamos, pero yo sabía que no dudaría en ayudarme. Al contrario que yo, mi amigo seguía en el barrio, y según los puntuales informes de mi madre, conservaba la extraña habilidad de moverse entre la mierda sin mancharse. ¿Cuánto podía costarme? La verdad es que ya me daba lo mismo. Merecería la pena acudir a los de “Dinero Urgente ¡Ya!” para pagar lo que sería la última de mis aportaciones a un pozo sin fondo. Vicente pasó de la extrañeza de saber de mí después de tanto tiempo a la carcajada descontrolada cuando le dije lo que quería, aunque recuperó la compostura cuando vio que hablaba totalmente en serio. No, no bastaba con un susto, las piernas rotas se escayolan, y se curan. Mi plan para solucionar el problema no me permitiría recuperar mi dinero, al contrario, mi agujero financiero se haría más profundo con el importe del trabajo que le estaba encargando, pero había llegado a tal punto de desesperación que aquel era ya un detalle sin importancia. Quería librarme de Alfonso, como fuera, y después de darle muchas vueltas a la cuestión, sólo veía una manera: ésa. Conseguir que su nombre sólo fuese un mal recuerdo. Dejar que el tiempo borrase poco a poco la vergüenza que me ahogaba, esa humillación que me estaba quitando el sueño y la salud, y que, de no pararla, terminaría acabando con mi vida. El método era lo de menos, lo importante era el resultado. Porque lo que empezó como un asunto de amor propio se había convertido en una cuestión de supervivencia. Se trataba de él o de mí. Aún conservaba algunos restos de dignidad y la suficiente presencia de ánimo para elegir salvarme. A cualquier precio. Incluido el de condenarme.

Ahora duermo bien, como antes de todo esto, como siempre. Mi mujer, no sin esfuerzo, ha logrado perdonarme, no tanto por lo sucedido, sino por no haber confiado en ella. Debe quererme un montón, porque ahora tiene un marido delincuente, y además le debemos un dineral a mi suegra. Aún no sé los años que pasaré en la cárcel, pero francamente, me asombra comprobar lo poco que me importa. Desde que Vicente me llamó avisándome de que ya estaba hecho, y por mucho menos dinero de lo que me había dicho en un principio, me siento flotar dentro de una especie de burbuja mullida desde la que observo lo que me sucede, pero contra la que todo rebota, sin rozarme. Para ser sincero, lo único que lamento es no haber visto la cara de Alfonso en el instante en que fue consciente de que El Muelas le iba a meter una bala en la cabeza. Tal y como le pedí a Vicente que tenía que ser: sin mediar palabra, sin explicaciones, dejando que pareciese lo que en realidad era, un vulgar ajuste de cuentas. Alfonso se fue al otro barrio sin saber que aquel era el último favor que yo le hacía.

Ignorante de que, gracias a mí, nunca más tendría problemas de dinero.