30/1/09

SALDO DEUDOR

“El que muere paga todas sus deudas” - William Shakespeare

Tarde o temprano, todos tenemos que hacer frente a nuestras deudas. Cerrar nuestras cuentas al final del ejercicio, sacar un balance y que todo cuadre. El estaba tardando demasiado en pararse, tomar aire y ordenar un caos que no sólo le engullía a él, sino que también me arrastraba a mí. Pero es que Alfonso nunca fue bueno con los números: lo suyo eran las ventas, las sobremesas prolongadas hasta media tarde, el viento empaquetado y envuelto en lazos brillantes y papel de regalo. Era el mejor haciéndose el olvidadizo, siempre tan ocupado: ¿a quién, si no a mí, se le ocurría venir precisamente ahora con una bobada semejante, cuando lo que tenía entre manos era la venta del año? Ya hablaríamos cuando cobrara la comisión. Sabía dejar pasar el tiempo con esa elegancia que tienen los malos pagadores para hacer correr los días, las semanas y los meses, y conseguir que el que les prestó y no ellos sea quien se sienta culpable y estúpido a partes iguales. Creándome una desazón paralizante, incapaz de reclamar lo que era mío, volviendo del trabajo cada día, de lunes a viernes, con la sangre golpeándome en las sienes pero, otra vez, sin mi dinero. Mi mujer, que no sabía nada, se echaba a temblar cuando me veía entrar, otra vez, de mal humor. En su inocente inopia preguntaba y preguntaba, estirando mis nervios como una goma elástica que terminaba golpeándola a ella y haciendo que me sintiera un poco peor todavía. Lo único que conseguía era que descargara mi furia contra lo más cercano, ella, algo que en lugar de aliviarme recrudecía mi tormento, porque aún en mi miserable estado mental, todavía era capaz de ver mi cobardía y lo injusto de mi conducta.

Portarme mal con ella mientras agachaba la cabeza frente al responsable de todos mis males, me dolía casi tanto como la burla que suponía no sólo no recuperar lo mío, sino perder cada día un poco más. Sin embargo nunca le conté a mi esposa cómo caí en la trampa, de qué manera Alfonso consiguió engatusarme, jugando con mi legendaria incapacidad de saber decir que no. Cuando debí hacerlo no me atreví, y cuando quise hacerlo, ya era demasiado tarde. Hubiese perdido el respeto que ella me tenía, el que más me ha importado siempre, el que todavía hoy me pregunto cómo conseguí ganarme. Yo no soy un triunfador. No lo fui nunca, y ése fue mi segundo gran error: creer que podía serlo, que yo también tenía derecho. El primero de mis fallos fue confiar en él. Me había ido bien no fiándome de casi nadie, pero él me pareció distinto cuando no lo era. Bueno, en realidad sí que lo era. Alfonso era diferente a cualquiera, porque era peor que nadie. Apareció en el momento justo, y supo decirme lo que quería escuchar, de una manera en la que hacía mucho que nadie me hablaba, de igual a igual, como si yo fuese tan bueno como él. Las palabras justas para crearme la sensación de que, después de todo, el que estaba en deuda con él era yo. Sabía de sobra que el solo hecho de haberse fijado en mí, de tenderme su mano, de conseguir que dejara de sentirme transparente en la oficina y empezar a ser popular por el simple hecho de ir con él, ya era suficiente. Podría hacer de mí lo que quisiera. Y lo hizo. Primero fueron los cafés de la pausa de las once; nunca tenía suelto para la máquina. Más tarde, el menú del restaurante de la plaza; ¿cómo iba a pagar con un billete de cien una cuenta de ocho euros? A la salida del trabajo, conseguía liarme para que le acompañara siempre, con ganas o sin ellas, e invariablemente me tocaba pagar a mí nuestras consumiciones, salvo la última ronda. Cuando le empezaban a entrar las ganas de volver a casa, era él quien invitaba, recalcando lo rumboso de su gesto hasta conseguir que se me agriase la cerveza en el estómago. Me sentía incómodo, imbécil, pero no era capaz de enfrentarme a él, de encontrar el valor para plantarme, y decirle “Hasta aquí”.

Una tarde, me esperó a la salida. Yo me había retrasado, tenía que terminar unas cosas, y me entretuve media hora más. Lo último que imaginaba era encontrármelo allí. ¿”Unas cañitas?”, me dijo. A la tercera ronda me lo soltó: necesitaba que le dejara dinero, tenía que cambiarle las ruedas al coche, y no podía seguir tirando de tarjeta. “¿Y no puedes esperarte a la próxima nómina?” Imposible, salía de viaje a Galicia al día siguiente, y con las lluvias se exponía a pegarse un golpe con unos neumáticos al límite. Yo no llevaba encima más que doscientos, pero me acompañó al cajero para sacar otros cuatrocientos euros. Fue al taller esa misma tarde. Cobramos a la semana de aquello, pero no me devolvió el dinero. Me contó que su mujer tenía que operarse de la miopía, y no lo cubría el seguro privado. Lo recuerdo bien, porque a pesar de las ruedas nuevas, cuatro días más tarde se salió de la autopista al volver de Orense, y sobre todo porque fue la primera vez que le presté tanto dinero.

Al principio me fié de mi memoria para recordar las cantidades. No era difícil, eran cifras redondas, trescientos, cien, quinientos, y siempre había un objeto concreto, una finalidad con nombre y precio, un gasto imposible de aplazar. Podía ser un fin de semana romántico para reflotar su matrimonio, o la ortodoncia del niño. Llegué a financiarle el entierro de su suegro, la reforma de la buhardilla, e incluso el regalo para su mujer en su décimo aniversario. Yo era una fuente de crédito inmediato que nunca oponía resistencia, que no reclamaba avales, y con el tipo de interés más bajo del mercado. Imbatible. Sin embargo, la frecuencia de los sablazos se espaciaba cada vez menos y, lo peor de todo, las cifras crecían peligrosamente, así que pronto tuve que empezar a apuntarlo todo. Ni siquiera cuando lo tuve por escrito, un cuadro de Excel con columnas de números y sumatorios mareantes, fui consciente de la magnitud del asunto. Fue en el momento en el que me vi marcando el número de “Dinero Urgente ¡Ya!” cuando vi la luz. Un latigazo eléctrico me hizo soltar el teléfono, como si quemara, y sentí una punzada en el pecho que me hizo temer lo peor: mi padre había muerto de un infarto cuando tenía mi edad. Cuando volví a respirar normalmente, cogí de nuevo el móvil, y decidí que todavía no había llegado el momento de morirme, mientras por primera vez en meses lo veía todo con una claridad tan brutal que me hizo guiñar los ojos. A pesar del tiempo transcurrido, más de veinticinco años, recordé sin problemas el número de Vicente con el mismo soniquete cantarín que en su día me permitió memorizarlo. No en vano fue mi mejor amigo, mi compañero de juegos desde la guardería hasta el instituto, el culpable del 90% de las broncas de mis padres, en parte porque terminó juntándose con lo peor del barrio, aunque sobre todo por gastar teléfono llamándole nada más llegar a casa, cuando me acababa de separar de él en el portal. Hacía por lo menos diez años que no hablábamos, pero yo sabía que no dudaría en ayudarme. Al contrario que yo, mi amigo seguía en el barrio, y según los puntuales informes de mi madre, conservaba la extraña habilidad de moverse entre la mierda sin mancharse. ¿Cuánto podía costarme? La verdad es que ya me daba lo mismo. Merecería la pena acudir a los de “Dinero Urgente ¡Ya!” para pagar lo que sería la última de mis aportaciones a un pozo sin fondo. Vicente pasó de la extrañeza de saber de mí después de tanto tiempo a la carcajada descontrolada cuando le dije lo que quería, aunque recuperó la compostura cuando vio que hablaba totalmente en serio. No, no bastaba con un susto, las piernas rotas se escayolan, y se curan. Mi plan para solucionar el problema no me permitiría recuperar mi dinero, al contrario, mi agujero financiero se haría más profundo con el importe del trabajo que le estaba encargando, pero había llegado a tal punto de desesperación que aquel era ya un detalle sin importancia. Quería librarme de Alfonso, como fuera, y después de darle muchas vueltas a la cuestión, sólo veía una manera: ésa. Conseguir que su nombre sólo fuese un mal recuerdo. Dejar que el tiempo borrase poco a poco la vergüenza que me ahogaba, esa humillación que me estaba quitando el sueño y la salud, y que, de no pararla, terminaría acabando con mi vida. El método era lo de menos, lo importante era el resultado. Porque lo que empezó como un asunto de amor propio se había convertido en una cuestión de supervivencia. Se trataba de él o de mí. Aún conservaba algunos restos de dignidad y la suficiente presencia de ánimo para elegir salvarme. A cualquier precio. Incluido el de condenarme.

Ahora duermo bien, como antes de todo esto, como siempre. Mi mujer, no sin esfuerzo, ha logrado perdonarme, no tanto por lo sucedido, sino por no haber confiado en ella. Debe quererme un montón, porque ahora tiene un marido delincuente, y además le debemos un dineral a mi suegra. Aún no sé los años que pasaré en la cárcel, pero francamente, me asombra comprobar lo poco que me importa. Desde que Vicente me llamó avisándome de que ya estaba hecho, y por mucho menos dinero de lo que me había dicho en un principio, me siento flotar dentro de una especie de burbuja mullida desde la que observo lo que me sucede, pero contra la que todo rebota, sin rozarme. Para ser sincero, lo único que lamento es no haber visto la cara de Alfonso en el instante en que fue consciente de que El Muelas le iba a meter una bala en la cabeza. Tal y como le pedí a Vicente que tenía que ser: sin mediar palabra, sin explicaciones, dejando que pareciese lo que en realidad era, un vulgar ajuste de cuentas. Alfonso se fue al otro barrio sin saber que aquel era el último favor que yo le hacía.

Ignorante de que, gracias a mí, nunca más tendría problemas de dinero.