18/9/09

Feligreses

A J. M. Martín Peña
Desde el púlpito un cura de gafas oscuras y grandes cejas declina las bienaventuranzas. A su espalda hay una mesa amplia, un reclinatorio, las manchas de humedad en la pared, el retablo, la débil luz que atraviesa las vidrieras. Al hablar, al cura se le marcan las venas de las sienes y se le abren los agujeros de la nariz. Parece un dragón, pienso que piensa el niño de la primera fila.
—Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra...
A mi lado, Teresa lamenta su mansedumbre, su ineficacia, su estéril desposesión de la tierra. Teresa lleva quince años conmigo. No tenemos perro, ni gato, ni hijos. Teresa ha desperdiciado su vida conmigo, y yo la mía con ella. Lo sabemos. No hay duda. El viaje desde casa ha sido largo, sombrío, monótono. El coche cumplió su función sin sobresaltos (tiene demasiados años: la suspensión está rota y la culata hace un ruidito extraño), aunque no podíamos pasar de ciento diez. Casi no hemos hablado durante el camino. Fue ella la que se empeñó en venir al pueblo de sus padres. «Una visita corta, para limpiar la casa y respirar aire puro», me dijo. No se me ocurrió ninguna excusa rápida para evitar este error, esta demorada catástrofe. Sus padres murieron hace dos años; casi seguidos, ella después de él, como cumpliendo un orden preestablecido, una cadena inevitable. Desde entonces no habíamos vuelto. La puerta de la iglesia permanece abierta, al fondo; por allí entra la corriente, heladora; el mundo espera detrás de ella, pero no sé si tendremos la valentía de atravesarla solos. Estoy sentado aquí y, misteriosamente, puedo verlo y oírlo todo. Lo demás lo intuyo, sin más.
Hace frío. El niño de la primera fila se remueve en el banco, balancea las piernas: medias altas, pantalones cortos y botas de cordón. Podría ser yo de pequeño. Le flanquean sus padres. Se diría que la madre del niño, con la mirada torcida y la nariz respingona como un tobogán, necesita mucho sexo. Lo demuestra su forma de abanicarse los muslos con el forro interior del abrigo. El marido contempla el suelo, humillado. Su aspecto es irreprochable: anillo en el dedo, corbata anudada, bufanda al cuello, pañuelo en la solapa. El paño del abrigo, sin embargo, está desgastado. Tose una tos con grumos. Mi mujer me odia, el jefe me maltrata, ya no se me levanta, se mortifica para sus adentros el padre-marido.
Teresa y yo nos conocimos en el instituto. Se sentaba detrás de mí en clase. Seguramente fue ésa la clave: el azar del orden alfabético, el destino casual (y férreo) de los apellidos. Era muy guapa, como casi todas las chicas de su edad. Solía llevar melena ondulada hasta los hombros, camisas ceñidas al pecho y faldas que le marcaban las caderas; era tímida y hablaba poco, pero siempre sonreía; cuando le hablabas te miraba fijamente, le brillaban los ojos y daba gusto verla; además, su voz era muy suave. Mientras estoy pensando esto, estornudo violentamente, sin poder evitar el escándalo: se oye el estruendo en toda la iglesia y retumba en las naves laterales. Todo estornudo suena ridículo, pienso. Teresa me mira con gesto de reproche y se saca un clínex del bolso: «Toma, anda», me dice. Me sueno. Siempre parece molesta o enfadada conmigo. No sé cómo hemos llegado a esto.
A nuestra espalda, la señora loca de abrigo de visón y ojos negrísimos sostiene el misal entre las manos. Pasa las diminutas hojas, una tras otra. No encuentra el Salmo en cuestión: el Salmo que su padre rezaba, el mismo que pronunció antes de morir. En el cristal de sus gruesas gafas se reflejan las luces de las velas de Santa Catalina, distorsionadas. Se le pega a la frente el flequillo grasiento. Se le marcan las comisuras de los labios. Algo le duele, y no es el estómago. Parece que lleva mucha gente dentro, y todos sus huéspedes gritan.
Al llegar a la casa de los padres de Teresa, por la mañana, tuvimos que hacer limpieza general, antes incluso de abrir las maletas. Todo estaba lleno de polvo, el suelo, los muebles, las paredes, y en las esquinas habían puesto sus huevos los más variados bichos. Resonaban nuestros zapatos en el pasillo, multiplicados por el vacío, como una presencia inquietante. Me dio la sensación de que alguien que ya no estaba nos había estado esperando durante siglos. Quién sabe, pensé, quizás el espacio también tiene memoria. Al abrir los grifos oxidados del lavabo, rugieron las cañerías. Tardó en salir el agua, que primero tenía color terroso y después ya empezó a aclararse. En el armario del dormitorio seguían colgados los trajes de mis difuntos suegros. Me dio pena, o grima, o extrañeza, verlos allí tan perfectamente dispuestos y planchados… para nadie. En esto se queda todo, pensé. Ahí está el verdadero esqueleto que dejamos.
El organista disfruta sentado ante su instrumento. Es su gran momento del día, y de la semana. Las notas flotan bajo los arcos, entre las columnas, subiendo hacia la cúpula de la capilla. Teresa me da la paz con la mano, ni siquiera me mira a los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que me dio un beso? Las notas del órgano caen sobre el anciano del fondo, que cobija su cabeza en una boina. Tiene las manos enlazadas en un puño, y el puño apoyado en el borde del banco. Su voz se superpone a la del cura; mejor dicho, el anciano mueve los labios sin voz y parece que le sale una voz ronca, que es la del cura. En perfecta sincronía. Tiene cicatrices en las manos y un mendrugo de pan duro en el bolsillo, para las palomas. Lleva luto por la mujer ausente.
Aseada la casa, abiertas las maletas, colocadas las cosas en su sitio, salimos al jardín. Sería mediodía. Cogí los guantes y la podadora. Y un rastrillo para las malas hierbas. Teresa se sentó a fumarse un cigarro en una de las sillas metálicas, después de limpiarla concienzudamente con un paño. Mientras cortaba las hojas secas de un arbusto, vi que en el poyete del muro había un gato. De ojos apagados y pelaje marrón clarito, tenía la cabeza ancha, las orejas pequeñas y la cola gruesa. Me acerqué despacio y no se inmutó. Se dejó acariciar el lomo. «No lo toques tanto, que lo mismo tiene la tiña», me advirtió Teresa, que echaba el humo del cigarro por la boca. «Pero si tengo los guantes puestos», protesté. Le cogí una de las patas delanteras, como si le estrechase la mano para presentarme. Estaba blandita. Es gracioso, pensé, ¿de quién será?
La loca del visón ha encontrado, por fin, el Salmo que buscaba. Lo lee en voz baja, aprovechando el interludio del organista: «Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron. El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras. Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios. Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres». Su voz se va acercando poco a poco a mis oídos, casi como un susurro que me humedece la oreja. Giro la cabeza y veo que está mirándome fijamente. Se muerde el labio y me guiña un ojo. Me doy media vuelta, asustado.
La iglesia está medio en penumbra. Se puede decir que cada uno cumple su cometido: el organista toca a Bach, el niño juega con sus botones, el padre se suena los mocos, la loca se ríe por dentro, el viejo respira con dificultad, la madre se remueve en el asiento, el cura abre el sagrario y destapa el cáliz. Teresa parece cansada, aburrida, ya no sonríe casi nunca. Yo la miro y me odio. Me odio. Alrededor la secuencia sigue su planificación: el cura comulga, después toma el vino y se limpia la boca. Por el pasillo avanza, de su mano, el plato con las sagradas hostias. En fila, las van recibiendo uno a uno de mano del cura. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén.
Teresa y yo nos levantamos. Salimos de la iglesia, dejando atrás el rumor del cura con sus fieles. Me pongo el gorro de lana. Teresa se frota los guantes. Al fondo del camino se ve una casa triste, de tejado triangular. Como en los dibujos a lápiz de los niños, las ventanas son ojos y la puerta es una boca. El resto del paisaje no varía: árboles pelados sobre un manto blanco. En la nieve se ve la marca de las ruedas de los coches, rumbo a muchas partes, a ningún lugar. Sopla el viento y hace frío. Nos agarramos del brazo con firmeza, para no resbalarnos, para darnos calor. Pienso que quizás el gato siga merodeando por el jardín. Caminamos hacia casa, lentamente.

7/9/09

A sangre fresca

«Me llamo Armin Meiwes, nací en 1961, soy ingeniero informático, de Rottenburgo, Alemania. Maté a un hombre, lo descuarticé y me lo comí. Desde entonces, lo llevo siempre conmigo». Aún no he logrado olvidar esas horribles palabras, tan claras y seguras, pronunciadas con una pavorosa naturalidad, sin aire solemne, como si revelasen los datos más comunes y cotidianos de una persona normal. Me las dijo el propio Armin Meiwes en la celda 345 del Módulo B de la Prisión de Alta Seguridad de Kassel, en el transcurso de una entrevista que duró varias horas y cuyo contenido fue tan espantoso que, si un feliz golpe de amnesia no lo remedia, me ha destrozado la vida para siempre.
Es posible que todo empezara en 1969, año simbólico en lo social y en lo meramente numérico-sexual, cuando Armin Meiwes tenía ocho años. En realidad las cosas no «empiezan» ni «acaban» nunca, las cosas simplemente suceden, empiezan cuando suceden y acaban cuando suceden, simplemente, las cosas suceden en el momento en que suceden, ni antes ni después. Sólo cuando algo ocurre podemos decir que ha pasado, y todo lo que hagamos después, todo lo que digamos, todo lo que hurguemos en el pasado y busquemos en el futuro para encontrar las causas o las consecuencias será una mentira, una falsificación, una mitificación de los hechos que repercute en la simple facticidad de otros hechos, falsificándolos, una mentira a costa de otra —quizás no menos— mentira. Probablemente sea absurdo buscar los antecedentes, las motivaciones, los complejos, los traumas de la infancia, etcétera, pero aquí estamos, en la Era Freud, y resulta inevitable chapotear en el fango. Por otro lado, aquí estamos para contar, para relatar lo que se nos ha contado, para jugar con la realidad sin juzgarla (pero inevitablemente la juzgamos), para mentir con la máscara de la realidad y del, así llamado por algunos, Nuevo Periodismo. Nos han contratado para entrevistar al personaje en su celda y escribir una crónica verídica con tintes literarios de unos hechos que, se mire como se mire, son espantosos. Armin Meiwes me cuenta su historia y yo, inevitablemente, me convierto en una especie de psicoanalista-neurólogo-investigador que trata de hurgar en el cubículo de su mente supuestamente deformada, en sus recuerdos, en sus ideas, en sus palabras, buscando las raíces de la violencia, del mal, del horror, de ese canibalismo atroz lleno de significación sexual y que, sin embargo, no está tipificado como delito en Alemania. Meiwes es delgado, elegante, cortés, algunos dirían que hasta resulta atractivo, se muestra serio, decidido, habla con seguridad, con una cadencia monótona pero normal, sin estridencias, no se da aires de nada, tiene los ojos claros y los labios finos, apenas varía el gesto. Lo más aterrador de todo es que, viéndolo comportarse, oyéndolo hablar, no parece un loco. Esa no-locura nos asusta y nos desasosiega porque no es posible que este hombre no esté loco. Habla del sabor de la carne humana como quien habla del sabor de un filete de ternera, pareciera que está dando una conferencia, literaria o científica, quizás más científica que literaria, porque la literatura lo embadurna todo, lo pringa, lo desvirtúa, y este hombre habla con la exactitud de un analista de laboratorio, Meiwes tiene aspecto de profesor de universidad alemana, serio, reposado y distinguido, con su cartera de piel y la corbata siempre recta. Es imposible que nos hagamos una idea de a qué sabe la carne humana, no podemos, y aunque lo hiciéramos tampoco podríamos explicarlo. Armin Meiwes trata de explicarme a qué sabe la carne humana y lo único que alcanza a decir es que sabe a cerdo, que es como comer cerdo, la carne humana sabe a cerdo pero un poco más fuerte, y es algo más sustanciosa. Y uno piensa: claro, la carne es carne, es carne de cerdo, de ternera, de hombre, pero esa idea de que la carne es carne nos asusta, nos desasosiega, porque hay un valor distinto, inapelable, ponemos un valor delante de esa carne de modo que, dependiendo de dónde provenga, será una cosa o será otra, será un rico manjar o una atrocidad absoluta, será un banquete o un crimen horrendo, es cuestión de valor, de metafísica humana, si se quiere, de mentira o automitificación, no de hechos, no de cosas, no de carnes. Cuando, de pequeño, Meiwes y los demás niños del pueblo presenciaban la matanza de docenas y docenas de animales, cuando veían cómo los despellejaban y los desangraban y después los limpiaban, cuando a la noche se los comían, todos juntos, como gran banquete final de las fiestas, cuando asistían a estas orgías de sangre, de tradición y folklore, de exquisita e ineludible gastronomía, todo era bueno. Y después resultó, para el adulto y desconfiado Meiwes, que eso mismo pero en otro cuerpo ya no era tan bueno.
Es posible, decía (hace un rato, ya casi ni me acuerdo), que todo empezara en 1969: el pequeño Meiwes, de ocho años, jugaba con los vecinos cuando vio que su padre se marchaba en coche. Nunca más volvió. Este abandono, unido a la huida de casa de sus hermanastros, sería decisivo en el diagnóstico del doctor Freud, y mientras me lo cuenta, Meiwes hace de Freud de sí mismo, quizás ha leído o estudiado algo de psicoanálisis, pero no le servirá como treta para encontrar atenuantes de su crimen: Meiwes está juzgado y bien juzgado, ya nunca saldrá de la cárcel. «Tras el abandono de mi padre, me sentí muy solo. Mi madre se encerró en sí misma y no hablaba con nadie; se pasaba las horas, los días, los meses metida en casa». Waltrud Meiwes, que así se llamaba la madre, rompió completamente su relación con el mundo exterior y, poco a poco, fue sustituyendo la realidad por un mundo absurdo de fantasía: se veía a sí misma como la señora de la mansión y a su hijo como el paje; se vestía con ropajes medievales y hacía lo mismo con el pequeño Armin. Éste se dejaba controlar totalmente por su madre, digamos que vivía una existencia vicaria, la que representaba la voluntad de su madre; no era autónomo, independiente; hacía todo lo que ella decía, la obedecía en todo. Armin Meiwes siempre quiso tener un hermano más pequeño, y su único consuelo era la compañía de un amigo imaginario, que acabaría convirtiéndose pronto en su primera fantasía homosexual. Freud ha hecho mucho daño en este sentido. En poco tiempo Armin tuvo conciencia clara de la gran tarea de su vida, la que le acompañaría siempre: quería que los demás se convirtieran en una parte de él, y para conseguirlo tendría que comérselos. Era el deseo de comerse a alguien para que siempre estuviera con él lo que le consumía. «El mejor antídoto contra la soledad», me dice el Freud que se esconde en el propio Meiwes, que a continuación teoriza: «El fetiche es la carne masculina. Matar a un chico y comérmelo, ésa era mi fantasía. Pero sin obligar, tenía que ser voluntariamente». Y ahí fue donde, años después, aparecería el segundo protagonista de esta historia, del horror: Bert Brandes.
«Abreviemos la parte aburrida», me dice Meiwes, que por primera vez se muestra algo inquieto: «Me alisté en el ejército. Regresé a casa. Murió mi madre. A través de internet conseguí establecer contacto con unas 400 personas (caníbales o posibles víctimas). Frecuenté los chats sobre canibalismo: eran muchas las personas que querían ser comidas, pero sólo Bert Brandes quiso llevarlo a cabo». Brandes era un ingeniero berlinés homosexual que había alcanzado gran éxito en el mundo de los negocios; también era un constante aventurero sexual, masoquista hasta el extremo. No sólo le gustaba sentir dolor, sino que además atesoraba un gran sueño: que le cortasen el pene. Contactó por Meiwes por Internet y le dijo: «Te ofrezco la oportunidad de comerme vivo». Aquello era casi impensable, un inaudito caso de simbiosis: dos ideales de felicidad monstruosos que convergían y encajaban en un mismo punto: comer y ser comido.
El 9 de marzo de 2001 a las 11.14 horas Bert Brandes llegó en tren a la tranquila ciudad de Rottenburgo. En el andén le esperaba Armin Meiwes. Tal y como habían acordado por Internet, fueron en coche a la casa de éste. Apenas hablaron en el camino. Llegaron a la casa y se dirigieron al salón. Inmediatamente, Brandes se desnudó: «Ya puedes contemplar tu cena», le dijo. Meiwes colocó una cámara de vídeo para grabar toda la escena, e incluso la conectó al televisor para que el propio Brandes pudiera verla, para cumplir así su sueño inmortal e inabarcable de felicidad, de presenciarse a sí mismo en la más intensa y excitante experiencia sexual imaginable, el mayor placer nunca alcanzado, el éxtasis que rasgaría la membrana del universo. Ser devorado vivo era para él la mayor felicidad. En realidad, la Consumación Absoluta del Placer, el ser comido por otro, él no podría verlo, naturalmente, pero la antesala se presentaba lo suficientemente atractiva para él: quería ver con sus propios ojos cómo se le quedaba el pene cuando se lo amputaran. Se ofrecía en sacrificio, se inmolaba en la realización de una eucaristía oscura y tremenda, que coincidía exactamente con su principal fantasía sexual, recurrente hasta la obsesión. Brandes puso su pene sobre la mesa y Meiwes se lo cortó de un tajo con un cuchillo. Brandes pegó un grito, pareció dolerse, pero enseguida —como se apreciaba en la copia de vídeo que me prestaron en el Juzgado— empezó a disfrutar viendo cómo la sangre manaba de su cuerpo, como un surtidor. Gozaba viendo su miembro deshecho y sangrante. El motivo de tantas desdichas, por fin, cercenado. Al rato ya no le dolía, pero Brandes quería experimentar más dolor. Le pidió a Meiwes que lo ayudara a incorporarse y lo acompañara a la bañera. Allí estuvo varias horas desangrándose. Mientras tanto, Meiwes intentó comerse el pene, pero no resultaba comestible (tendría que cocinarlo más adelante). «Sólo veo oscuridad», decía Brandes. Así lo relató el propio Meiwes: «Se iba desangrando en la bañera. Se sentía feliz por estar inmerso en su propia sangre. Se murió. Recé (¿al diablo o a Dios?, me pregunté)». Fue una agonía lenta, muy lenta, e inimaginablemente dolorosa, placentera.
Después empezaría la labor de despiece del cuerpo. No es tan sencillo. ¿Cómo se descuartiza un cuerpo humano? «Le separé la cabeza del cuerpo. Lo colgué del techo. Le quité los órganos y le corté por la mitad, vertí agua caliente sobre las dos partes y las lavé», etcétera. Cocinó algunos trozos: por fin, tras cuarenta años de espera, de vida triste y sin sentido, Meiwes probó su primer trozo de carne humana. Durante varios meses (hasta que alguien dio la señal de alarma y la policía acudió a su casa) Meiwes siguió cenando a diario la carne de Brandes, que permanecía escondida en un congelador en el sótano. Esta ceremonia solitaria, repetida cada noche y convertida, por tanto, en rutina, resulta para mí lo más aterrador de todo. Con ritmo pausado y aire solemne, Armin Meiwes disponía la mesa en el comedor, se servía un buen vino y traía la carne de Bert Brandes cocinada en una bandeja, con una guarnición de patatas. Era todo un ritual, como un gran espectáculo para sí mismo y para los dioses que nos vigilan, esos ojos que asoman en la naturaleza. Un hombre solo, en una granja de Alemania, comiéndose el cuerpo de otro.
Y ahora, aquí, yo solo, en mi casa de Wisconsin, sentado en el sofá como un vegetal frente a la televisión (he dejado el periodismo, el Viejo y el Nuevo: me niego a seguir conociendo el horror), aquí sentado, digo, ya de noche, pienso en la frialdad de Armin Meiwes, en la cadencia monótona de sus palabras, en su gesto inmóvil, en su mirada azul, en su mandíbula masticando carne… y no consigo conciliar el sueño.