14/9/10

El aire

Después de mucho tiempo, Laura había conseguido que Ramón, su jefe, aceptara la invitación para ir a cenar a su casa. Por fin le tenía allí, frente a ella, sentado a la mesa en la que había dispuesto alimentos suculentos y una buena botella de vino, y parecía que se lo estaba pasando realmente bien. Los comensales eran cuatro: Laura y Jaime, su marido, y Ramón, y Jennifer, la esposa de éste.
La conversación discurría con elegancia entre aperitivos varios, láminas de foie, sushi y otras delicatessen internacionales que Laura se había encargado de comprar con todo el cuidado. Ramón no la había decepcionado y hablaba sin soltar el tenedor de su juventud, cuando, ay, fue medio hippie y quiso cambiar el mundo. También habló de sus múltiples viajes —Nueva York es la ciudad perfecta y en Bruselas creen que todos los españoles somos camareros—y, sobre todo, de su experiencia laboral como jefe de Recursos Humanos en una multinacional. Llegado a ese punto de la conversación, a Laura se le afilaron los colmillos y se aferró a las palabras de Ramón para hacer valer su currículo y su buena disposición para el trabajo.
—Desde luego que tu labor no pasa desapercibida para nadie, Laura—contestó Ramón.
—Este jamón es excelente—dijo Jennifer chasqueando la lengua.
—El sashimi quizás habría que comerlo en un japo .—objetó Jaime.
—Con un vasito de sake templado.
—Creo que mis propios compañeros alaban mi trabajo. Nadie puede negar que yo soy incansable. Y con los clientes tengo un trato exquisito.
—Los bocaditos de salmón me pirran.
—Es escocés, por supuesto.
—El color del salmón va a juego con tu camisa, Jennifer.
—Deberías dar el paso, Laura. Solicitar un puesto de alta dirección.
—La elección del vino es perfecta. Marida muy bien con todo.
—Me encanta vuestra casa.
—Estoy dispuesta a trabajar con ahínco.
—Contarías con mi apoyo. Aunque hay otros tan preparados como tú.
—Creo que no tomaré postre.
—No puedes negarte el placer de un tiramisú.
—Estoy dispuesta a luchar por un puesto acorde con mis aptitudes en la empresa. Creo en mis merecimientos. Pruébame.
Luego pasaron a la terraza. Desde allí se divisaban las luces de medio Madrid. La noche era espléndida y perfecta, diseñada por un geómetra. Laura y Jaime comentaron las reformas que habían hecho en la casa y cuánto costaba decorarla. Ramón y Jennifer hablaron de la práctica de la vela en Mallorca. Ante una copa de buen coñac, Laura oyó a su jefe decir que estaba impresionado —verdaderamente impresionado, fueron sus palabras— y vio cómo ponía una mano en su rodilla y la miraba a los ojos para decirle que charlas de este tipo, alrededor de una mesa y con un buen vino, eran más esclarecedoras para él respecto a sus subordinados que la mejor de las entrevistas. A Laura, en ese momento, sin saber por qué, le dieron ganas de desperezarse y de hacer el amor con su marido.
El coñac había dejado en las copas una pátina acaramelada y olía a humo de buen puro por toda la casa. Dieron las cuatro de la madrugada cuando se despidieron. La velada había sido perfecta. Jennifer sonreía y estaba comentándoles que ellos también deberían ir una noche a su casa a cenar. Ya se habían besado y despedido, y la puerta del ascensor estaba abierta. Ramón repetía otra vez que lo había pasado muy bien. De pronto, a Laura se le escapó un pedo, un pequeño pedo, una insignificancia de pedo, un pedete, fruto sin duda de la dieta a base de verduras crudas que seguía para adelgazar. A esas horas, y en el eco de la escalera, el pedo resonó como un estallido fenomenal. Fue un latigazo al aire. La visita entró en el ascensor y Laura y su marido oyeron cómo, ya dentro, reían. Reían como ríen los niños en la carpa de un circo cuando actúan los payasos.