30/4/09

El dedo colgando

Una manzana mordida a medias en la mesa del ofis. La casa en silencio y medio en penumbra. Después mi madre arreglándose rápidamente en el cuarto de baño y mi hermana asustada y llorosa, apoyada en la puerta, junto a ella. Pero sobre todo esa manzana mordida a medias en la penumbra del ofis. Eso es lo que recuerdo más nítidamente de aquel domingo por la tarde. El símbolo evidente de la tragedia.
Yo siempre llegaba tarde al escenario de los hechos, era mi sino, sólo llegaba a tiempo de ver las secuelas. Cuando todo había pasado, cuando el telón se había bajado, ahí aparecía yo. Pasaban las cosas y yo sólo me enteraba a medias, pero tampoco quería preguntar, no me gustaba interrumpir ni andar enredando en ese otro mundo, el de los mayores, eso que pasa en otra dimensión, un metro más arriba, aproximadamente, y tenía que ir reconstruyendo los hechos a partir de los gestos, de las miradas posteriores, de los objetos en desorden, de los arañazos que hubiera recibido la rutina, de los comentarios de los demás, entresacando de sus conversaciones el hilo diacrónico de los hechos. Observaba y recomponía los hechos, como Miss Marple los crímenes, a la que leía con fruición los domingos por la tarde, entendiendo poco de lo que leía, imaginando y reconstruyendo las frases para tratar de entenderlas. Eran mañanas de tebeos abiertos con migas de galleta María en los márgenes y tardes de libros abiertos con migas de galleta María en los márgenes, Miss Marple y Poirot en pueblos y casas y trenes muy lejanos, metidos en tramas que yo no entendía bien pero imaginaba y tenía que recomponer con los pedazos que iban recomponiendo ellos de unos hechos de los que nadie había sido testigo directo. Miss Marple y Poirot recomponían los hechos y yo tenía que ir recomponiendo a mi manera esa recomposición de los hechos porque no la entendía (la recomposición, digo), por lo que los hechos ya ni asomaban ligeramente pero eran más misteriosos que nunca. No sé por qué llegaba siempre tarde. Sería porque era el pequeño y no llegaba, estaba en otra dimensión, ya sabéis, un metro más abajo, sería porque iba a mi aire, porque llevaba mi propia vida en mi propio mundo, sobre todo los domingos, los demás conversaban o reían o jugaban y yo estaba tumbado en el suelo, encerrado en un cuarto con mi propia sombra, la luz cayendo a plomo por la ventana, y los clics o los tebeos o Miss Marple haciéndome compañía. No sé lo que pasó, no fui testigo directo, pero sin duda la manzana fue la clave de aquella tarde, la que me lo contó todo, y ahora yo os lo cuento, sin saberlo.
Escuché los gritos y acudí corriendo pero ya era tarde, ya no había nadie en el lugar exacto, todos habían huido, se habían cambiado de sitio, habían estropeado los hechos, habían desaparecido. Sólo estaban los objetos. Pero los objetos no decían nada, estaban en su sitio, eran la imagen exacta de la rutina. Entonces, en la oscuridad, vi la manzana medio mordida en la mesa del ofis. Allí estaba. El cuerpo del delito. No, el cuerpo del delito no, pero sí quizás la clave del enigma. Desde luego era lo único a lo que podía atenerme, el único dato real, fijo, patente. No imaginaba hasta qué punto podía decirme tantas cosas una manzana mordida. Sobre todo era un dibujo insólito, una anatomía disconforme, un elemento extraño que distorsionaba el mundo y que envolvía la vida en una atmósfera de urgencia, de abandono, de prisas, de tragedia. El aire de la huida, de una huida que acababa de pasar, la urgencia de algo latía en el ambiente, era una respiración entrecortada, un corazón latiendo muy fuerte, un eco de voces huidas cuyo rastro borroso se esfumaba en el aire, como una pompa de jabón.
Los antecedentes también se crean, se construyen, se inventan en la memoria. Llamémoslo la prórroga de la existencia previa. Yo tengo los de aquella tarde. Son fáciles de reconstruir, de componer, pues la historia se ha contado mucho en casa. Mi hermana y mi hermano peleando, a saber por qué discutirían, serían cosas de críos, cosas de hermanos, ese discutir por discutir, ese pelear por deporte, por diversión, para pasar el rato de la infancia, que es un rato largo y duro (unas veces más que otras). Pues estarían mi hermano y mi hermana discutiendo porque eran niños y hermanos y ella entró en su habitación y él entraba detrás de ella y de repente ella cerró la puerta de un golpe y él tenía el dedo fatalmente metido en la bisagra y la puerta se cerró y casi le arranca el dedo de cuajo, y se oyó el grito y la puerta se abrió y la falange del dedo índice colgando prácticamente en el aire, sólo sujeta al cuerpo por un hilillo de carne. Y los gritos y la sangre y las carreras y mi padre, que estaba tomándose una manzana junto a la cocina, soltaría la manzana (que caería en la mesa del ofis) y saldría corriendo y cojería a mi hermano en brazos para llevárselo a la Casa de Socorro. Mi hermano llorando y mi padre llevándolo en brazos, sujetándole con la mano el trozo de dedo escindido, como si se lo pegase al cuerpo sólo con la voluntad. Y los pasos rápidos en el suelo y la puerta que se cierra de golpe y el ascensor y la carrera calle abajo hacia la Casa de Socorro. Y yo estaría tumbado paseando por las calles de Saint Mary Mead o mirando el paisaje desde un vagón de tren o tomando té con Miss Marple en un lujoso salón, metido en una historia ininteligible, qué sé yo, leía pero no entendía, me faltaba cerebro o entendederas, no sé, y captaba trozos, gestos, miradas, palabras de los personajes, apenas nada de la trama, aunque sí objetos y lugares. Y oiría los ruidos y los gritos y las carreras y el golpe seco de la puerta de casa y saldría asustado de la habitación y no vería a nadie y, aterrorizado, llegaría a la cocina en penumbra y atravesaría el ofis, donde el miedo y la angustia tomarían la forma exacta de una manzana medio mordida tirada en la mesa. Yo sólo me fío de la manzana, sólo creo en ella. Es quien me dice toda la verdad. Lo demás es mentira. No sé si mi padre, al oír los gritos, tuvo tiempo de ser consciente de que había ocurrido algo grave y de que debía salir corriendo a ver qué había pasado y de que en el camino lo mejor sería soltar la manzana encima de la mesa para tener las manos libres. No sé si la puerta llegó a cerrarse del todo arrancando la falange del dedo o si sólo fue un breve devaneo de la bisagra suficiente para aprisionarlo. No sé si llegué a ver el dedo colgando o sólo me lo he imaginado o me lo han contado tantas veces que ya es como si lo hubiera visto. No lo sé, pero lo cuento.
Cualquier día me dará un infarto o me atropellará un coche o me visitará el maldito cáncer y moriré instantáneamente o agonizaré despacio en la ambulancia o seré derrotado tras una lucha feroz, pero tengo claro que, entre las pocas imágenes memorables de mi triste vida, la manzana seguirá ahí para siempre: mordida, medio en penumbra, sobre la mesa.

5/4/09

Solana en el Rastro

De paseo por las calles del Rastro ("las de más carácter de Madrid") aún se pueden percibir las huellas de Solana. De hecho, al doblar una esquina, me encuentro con los cuadros de un tal Antonio Pan, imitación evidente de los de nuestro patrón:

Subes una cuesta o cruzas una calle y te imaginas perfectamente a Solana, con su figura un poco contrahecha, mirando las baratijas, asomado a un escaparate, agachado ante una hilera de libros o charlando con la gente, con las manos metidas en los bolsillos. Todavía queda algo de la atmósfera solanesca de los objetos arrumbados, aunque menos lúgubre y tremebunda: "Hay tiendas de baúles, pilas de sillas y muebles, mezclados con los más diversos objetos; cabezas de toro disecadas y algún esqueleto articulado y metido en su urna que ha pertenecido a un médico difunto, fotografías de delincuentes y criminales que han estado en las paredes de algún gabinete de antropología, álbumes de mujeres de mala vida, y de enfermedades de la piel y venéreo, con cabezas de niños llenos postillones, de sangre y de pus, de males heredados de sus padres; caimanes, culebras y gatos disecados." (Madrid callejero)