10/5/12

Historias en tipos móviles

1
En el Barrio Alto de Lisboa, al final de un callejón iluminado al mediodía, estaba el taller de imprenta de Magda do Campo. Las fachadas de las casas, de color marrón amarillento, se hallaban todas desconchadas, como si alguien se dedicase a rascarlas con una espátula o les echase disolvente por las noches. Infinitas capas de papel superpuestas que se iban arrancando según la moda de los tiempos. El taller de Magda estaba en un bajo confortable, fresco y húmedo, o al menos eso parecía en aquella asfixiante mañana de agosto. Al entrar noté una ligera corriente que provenía del patio interior, y me paré un instante, remolón, a disfrutar del relente. Los viejos tenemos frío casi siempre, pero cuando el calor nos vence podemos quedarnos pajaritos con gran facilidad. Algo parecido ocurrió en París hace unos años, en verano, cuando la ola de calor: miles de viejos murieron de infarto y tuvieron que guardar sus cadáveres en alargados camiones frigoríficos, a las afueras de la ciudad, esperando a que sus familiares volvieran de las vacaciones.
Magda do Campo era una mujer mayor, muy delgada, con muchas arrugas en la cara y en las manos y con enormes venas verdes recorriéndole la piel como cables eléctricos. Los ojos negros le brillaban como ascuas en las fotos. También en las que no tenían flash. Debía de haber sido muy guapa, o eso me quise imaginar desde el primer momento, por el bien de la literatura, de mi triste literatura de librero de lance en horas bajas. Tenía ganas de darle la mano, por fin, y sentir el frío o el calor de sus huesos. El calor me prometería una estancia feliz en las calles de Lisboa; el frío, suponía, me haría recordar a mi difunta.
Al traspasar la puerta la vi. Estaba sentada en una silla de mimbre, y se había quedado dormida. Un vestido azul de encaje y zapatos de poco tacón completaban su escueta figura. Seguía pareciendo una foto. Pensé que no debía importunarla y decidí andar un poco por el taller, con sigilo. Sólo de vez en cuando la miraba de reojo, para calibrar la densidad del sueño; del suyo y del mío. Se veía que, como me había reiterado en sus cartas, la imprenta apenas funcionaba. Tenían poco trabajo, me contaba siempre; sólo algunas revistas literarias y catálogos de exposiciones seguían confiando en las técnicas lentas y cuidadosas de la tipografía antigua. El polvo cubría las mesas de hierro, donde enormes placas de impresión aguardaban a ser dispuestas bajo los rodillos de hierro. Me empezó a entrar cierto temor de que estuviera muerta y golpeé suavemente con los nudillos en el mostrador.
—¡Magda! ¡Magda! —susurré.
Abrió los ojos y me sonrió.
Con la mano derecha agitó el manifiesto incendiario de Fernando de Campos que había aparecido en el primer y único número de la revista Portugal Futurista, impresa en el Taller Do Campo en 1917. En él Pessoa arremetía con saña contra todos los “mandarines” de la literatura europea de su tiempo: Anatole France, Barrés, Kipling, Bernard Shaw, Chesterton... Por fin, tras años de infructuosa búsqueda, tenía a la vista un ejemplar del Ultimátum.

2
Hacía tanto calor aquel día que la camisa se adhería a la espalda y había que ir pegado a las paredes. Fuimos a comer a un pequeño restaurante del barrio, donde tomamos vino tinto y bacalao con natas. Era un lugar apacible: manteles de cuadros, servilletas de papel, pocas mesas, apenas ruido y un camarero muy amable que parecía conocer a Magda de toda la vida.
Mientras tomábamos el café, le pregunté por su hija Valéria. Pareció ponerse un poco triste.
—Está en Nueva York. Me temo que se va a quedar por allí unos meses.
Me explicó que Valéria era diseñadora gráfica. Empezó haciendo collages de pequeña, sentada en el suelo junto a las piernas de su madre, rodeada de pilas de revistas ilustradas. Cortaba las siluetas de las fotos y las pegaba en folios en blanco, unas al lado de las otras, componiendo historias llenas de misterio. Su madre componía historias en tipos móviles y ella hacía lo mismo con fotos de revistas. Ahora Valéria hacía algo muy parecido pero en ordenador. Sus diseños consistían en figuras geométricas adornadas con fotos antiguas.
—Sus ilustraciones son preciosas… —sentenció melancólica Magda.
Al salir del restaurante estuvimos visitando a varios de sus amigos libreros. Disfruté enormemente de sus conversaciones, hasta me solté con un portugués bastante fluido. Debo reconocer que traté de forjar una imagen más orgullosa y valiente de la que tengo, como de hombre de acción atrapado fatalmente en la red de los libros.
Al final de la tarde, subimos en el elevador de Santa Justa. Cuando contemplas Lisboa desde lo alto sólo ves el horizonte del océano que se pierde, como lo haría un vigía desde el palo mayor de su galera. Es una niebla de luz azul, un destello nuclear que te ciega y que sólo te permite mirar a tu acompañante. Bajar de allí fue volver a la realidad de las cosas.
Ya anochecía cuando nos despedimos junto a la estación del Rossio. Nos dimos la mano (la suya estaba templada) y prometió que algún día vendría a verme a Madrid.
—Nos seguimos escribiendo… —remarqué antes de darme media vuelta.

3
Por el pasillo del tren cruza una niña tambaleante.
El hombre del sombrero oscuro se asoma a la ventanilla y ve el paisaje huyendo veloz, difuminándose a impulsos de su propia inercia: postes telefónicos, árboles, puentes, casas…
En la retina de la viajera se acumulan los recuerdos: el mercadillo de telas, las legumbres de colores, los animales muertos. Tantas cosas que no quiso decir en el momento de la verdad.
Tumbado en la litera, sólo noto una mano caliente y venosa que me acaricia el pelo para que me duerma. Soñaré un sueño blanco, muy blanco, como las ristras de bacalaos desalados que cuelgan en las tiendas de Lisboa.

14/9/10

El aire

Después de mucho tiempo, Laura había conseguido que Ramón, su jefe, aceptara la invitación para ir a cenar a su casa. Por fin le tenía allí, frente a ella, sentado a la mesa en la que había dispuesto alimentos suculentos y una buena botella de vino, y parecía que se lo estaba pasando realmente bien. Los comensales eran cuatro: Laura y Jaime, su marido, y Ramón, y Jennifer, la esposa de éste.
La conversación discurría con elegancia entre aperitivos varios, láminas de foie, sushi y otras delicatessen internacionales que Laura se había encargado de comprar con todo el cuidado. Ramón no la había decepcionado y hablaba sin soltar el tenedor de su juventud, cuando, ay, fue medio hippie y quiso cambiar el mundo. También habló de sus múltiples viajes —Nueva York es la ciudad perfecta y en Bruselas creen que todos los españoles somos camareros—y, sobre todo, de su experiencia laboral como jefe de Recursos Humanos en una multinacional. Llegado a ese punto de la conversación, a Laura se le afilaron los colmillos y se aferró a las palabras de Ramón para hacer valer su currículo y su buena disposición para el trabajo.
—Desde luego que tu labor no pasa desapercibida para nadie, Laura—contestó Ramón.
—Este jamón es excelente—dijo Jennifer chasqueando la lengua.
—El sashimi quizás habría que comerlo en un japo .—objetó Jaime.
—Con un vasito de sake templado.
—Creo que mis propios compañeros alaban mi trabajo. Nadie puede negar que yo soy incansable. Y con los clientes tengo un trato exquisito.
—Los bocaditos de salmón me pirran.
—Es escocés, por supuesto.
—El color del salmón va a juego con tu camisa, Jennifer.
—Deberías dar el paso, Laura. Solicitar un puesto de alta dirección.
—La elección del vino es perfecta. Marida muy bien con todo.
—Me encanta vuestra casa.
—Estoy dispuesta a trabajar con ahínco.
—Contarías con mi apoyo. Aunque hay otros tan preparados como tú.
—Creo que no tomaré postre.
—No puedes negarte el placer de un tiramisú.
—Estoy dispuesta a luchar por un puesto acorde con mis aptitudes en la empresa. Creo en mis merecimientos. Pruébame.
Luego pasaron a la terraza. Desde allí se divisaban las luces de medio Madrid. La noche era espléndida y perfecta, diseñada por un geómetra. Laura y Jaime comentaron las reformas que habían hecho en la casa y cuánto costaba decorarla. Ramón y Jennifer hablaron de la práctica de la vela en Mallorca. Ante una copa de buen coñac, Laura oyó a su jefe decir que estaba impresionado —verdaderamente impresionado, fueron sus palabras— y vio cómo ponía una mano en su rodilla y la miraba a los ojos para decirle que charlas de este tipo, alrededor de una mesa y con un buen vino, eran más esclarecedoras para él respecto a sus subordinados que la mejor de las entrevistas. A Laura, en ese momento, sin saber por qué, le dieron ganas de desperezarse y de hacer el amor con su marido.
El coñac había dejado en las copas una pátina acaramelada y olía a humo de buen puro por toda la casa. Dieron las cuatro de la madrugada cuando se despidieron. La velada había sido perfecta. Jennifer sonreía y estaba comentándoles que ellos también deberían ir una noche a su casa a cenar. Ya se habían besado y despedido, y la puerta del ascensor estaba abierta. Ramón repetía otra vez que lo había pasado muy bien. De pronto, a Laura se le escapó un pedo, un pequeño pedo, una insignificancia de pedo, un pedete, fruto sin duda de la dieta a base de verduras crudas que seguía para adelgazar. A esas horas, y en el eco de la escalera, el pedo resonó como un estallido fenomenal. Fue un latigazo al aire. La visita entró en el ascensor y Laura y su marido oyeron cómo, ya dentro, reían. Reían como ríen los niños en la carpa de un circo cuando actúan los payasos.

5/6/10

De cuando mi abuelo inventó una cámara fotográfica distinta a todas las demás

Cuando mi abuelo se compró su primera cámara a los fotógrafos aún se les llamaba “retratistas”. Eran tiempos lejanos en los que hacerse una foto era un pequeño acontecimiento en la vida de una persona, un capricho caro, para el que la gente elegía los momentos clave de sus vidas, y acudía al estudio con sus mejores galas para ser inmortalizados. Chicas guapas con su vestido de domingo recién estrenado, quintos uniformados que no querían que sus novias les olvidaran, niños vestidos de marinerito a punto de comulgar, o bebés rollizos con faldones llenos de puntillas. Las fotos de mi abuelo quizás no fuesen técnicamente perfectas, pero sí que conseguían sacar lo mejor de los retratados. La sonrisa encantadora de la chica sosita y tímida, el perfil con menos acné del recluta, la carcajada descontrolada del niño que había entrado al estudio llorando en brazos de su madre, y que mi abuelo sabía calmar con su paciencia infinita y un poco de ayuda extra. La jirafa Rafa y el pollito Pito pasaron de nuestro cajón de los juguetes a compartir espacio con un peine, un bote de laca y un espejo del tocador de la abuela Beatriz. Su marido no necesitaba mucho más para conseguir resultados tan buenos que lo que empezó siendo un pasatiempo para las tardes que le dejaba libres su trabajo en el Ministerio de Agricultura, terminó convirtiéndose en su verdadera profesión. Hasta el punto de terminar alquilando un pequeño local al lado de la panadería del barrio. El taller de un zapatero remendón al que atropelló un tranvía se convirtió en el estudio donde mi hermano y yo pasamos las mejores tardes de nuestra infancia.
A los sesenta y cinco años, el abuelo Bruno aún era un tipo atlético y ágil, de facciones tan aniñadas que poca gente le echaba más de cincuenta. El retiro le pilló en plenitud de facultades y energía, así que en lugar de aburrirse y deprimirse por haber dejado en el armario el uniforme de conserje, fue como si rejuveneciera quince años. Empezó a abrir la tienda también por las mañanas, y se pasaba allí todo el día, salvo el rato del medio día en el que se iba a comer, y se echaba la siesta. La jubilación coincidió con la época en la que las fotografías de estudio empezaban a escasear: la gente había descubierto el gusto por hacer sus propias fotos, y las cámaras encontraban su hueco en las maletas de los veraneantes. Así que los retratos empezaron a ser sustituidos por el revelado de carretes y las fotos de carnet. Tareas demasiado mecánicas para el espíritu creativo de mi abuelo, pero que también le dejaban mucho tiempo libre. Unas horas muertas que no tardó en ocupar con un proyecto secreto, un misterio incluso para su propia esposa. Como antes de dejar el ministerio, volvió a abrir el estudio sólo por las tardes: las mañanas, a puerta cerrada, las dedicaba a trabajar en el cuarto de revelado. Ni siquiera la abuela Beatriz consiguió sacarle una sola palabra en los dos años que tardó en preparar el prototipo.
La tarde que lo terminó, mi hermano y yo merendábamos un bocadillo de mortadela, mientras hacíamos los deberes sobre el mostrador de la tienda. El abuelo estaba encerrado con el invento, como casi siempre en los últimos meses: cada vez dedicaba más horas a sus experimentos y menos al negocio, se quejaba mi madre. Aquella tarde aún no le habíamos visto, pero siguiendo instrucciones de la abuela, no nos habíamos atrevido a molestarle. Cuando salió, se acercó a nosotros y nos dio un beso a cada uno, como hacía siempre. La abuela, que hacía ganchillo en una sillita baja, levantó la vista de la labor, y sonrió. “¿Ya está?”, le preguntó. “Sí”, respondió él. Fue todo. Ella siguió tejiendo, como si nada. Félix y yo nos miramos, y decidimos seguir también a lo nuestro. Y no por falta de curiosidad: pero si mi abuela sólo había conseguido arrancarle un sí a su marido, nuestros intentos por saber más serían un fracaso. Así que yo le pegué otro mordisco a mi bocadillo, y mi hermano siguió coloreando. Y nos olvidamos del tema. Hasta el fin de semana.
Aquel domingo, como todos, iríamos a comer paella en casa de los abuelos. También estarían mis tíos, y mi prima Lourdes, que ya estudiaba en el instituto. Sin embargo, la noche antes, el abuelo nos llamó por teléfono para decirnos que en lugar de llegar a la una para el aperitivo, como siempre, quería vernos en el estudio, a eso de las once. Todos sabíamos que aquella irregularidad tenía que ver con su proyecto. Pero lo que nadie esperaba, por muy seguros que estuviéramos de que el ingenio del abuelo tenía que haber parido algo grande, era lo que terminamos encontrándonos.
El fotomatón era idéntico a los que empezaban a verse en las estaciones de tren y en el metro. La decepción apareció, en mayor o menor grado, en las caras de todos nosotros. ¿Tanto rollo para terminar poniendo un aparato de ésos en el estudio? Era evidente que la robustez de mi abuelo sólo era aparente: debía estar perdiendo facultades. La primera en verbalizar lo que todos pensábamos fue mi madre. “Pero papá, ¿necesitas eso en la tienda? Si a ti te encanta hacer fotos de carnet… Son lo más parecido a los retratos de antes…”. El abuelo sonrió con picardía, y le dijo que no se dejara engañar por las apariencias: aquello parecía un fotomatón, pero no lo era. “¿Cómo que no? ¿Acaso no hace fotos?”, exclamó mi tío Ramón. Hacía fotos, claro que sí, pero los resultados no tenían nada que ver con lo que la gente esperaba cuando cerraba la cortinilla y se sentaba en la banqueta redonda. “Vamos a ver, Bruno… Podrán ser de mejor calidad, con mejor color, sin tanta cara de presidiario, pero poco más. Una foto es una foto, a fin de cuentas”, dijo mi padre. Pues no. Una foto podía ser mucho más. La única pega, le explicó el abuelo, era que el aparato no era recomendable para cierto grupo de personas. “¿Estás diciendo que tiene algo así como efectos secundarios, como las medicinas? A ver si nos va a pasar algo… Quítate de ahí, Lourdes”. Mi tía Mercedes, tan aprensiva como siempre, cogió del brazo a mi prima y las dos se fueron lo más lejos posible del fotomatón. ”No entiendo nada, Bruno”, le interrumpió la abuela. “Explícate de una vez, hazme el favor, ya está bien de tanto misterio y tanta tontería”.
Entonces, el abuelo sonrió, y se me quedó mirando. Yo levanté la mano, como en el colegio, ofreciéndome voluntaria para probarlo. Entré en la caseta, y me senté en el taburete. El abuelo la hizo girar conmigo encima, hasta que me vi reflejada en el espejo de enfrente. Con suavidad, me apartó el flequillo de los ojos, y me acarició la cara. Luego cerró la cortina, y me dijo que no me moviera hasta que terminara de contar hasta treinta. Así lo hice.
Nueve pares de ojos parecían empujar con el pensamiento al cartoncito alargado con mis fotos, que aparecieron de repente, sobresaltándonos a todos. El abuelo se acercó a la máquina, y lo cogió. Todos nos abalanzamos sobre él, pero fue a mí a quien puso en la mano la tira de cuatro fotos. Quemaba todavía, y desde el cartón tibio un niño rubio y sonriente me miraba. Mi hermano me quitó las fotos de la mano, y gritó “Abu, que éstas no son. Deben ser del último que se las hizo, que no salieron”. El abuelo sonrió enigmáticamente, y no dijo nada. Mis fotos, es decir, las del chico de pelo claro y ojos chispeantes, pasaron de mano en mano, mientras todos miraban la tira de papel, y me miraban a mí. “Eh, que yo he hecho lo que me ha dicho el abuelo. Estarme quieta y contar. No es culpa mía”.
“Claro que no, bonita. ¿Qué va a ser culpa tuya?”, me tranquilizó el abuelo, dándome un beso. “Ya os dije que no era un aparato como los demás”. “¿Quién es ese niño, papá?, preguntó la tía Mercedes. “Es el hombre de su vida, hija. Esta máquina no saca fotos de quien se sienta frente a ella, sino de su pareja ideal”. Durante un minuto, nadie dijo nada. Todos nos miramos con una mezcla de miedo e incredulidad. Miedo a que el abuelo hubiese perdido la cabeza por completo, así, de repente y sin remedio. No podía ser, pero sin embargo, ahí estaban las fotos. Yo me había puesto frente a la cámara, tan seria como siempre que me retrataban, pero la cara risueña que veíamos multiplicada por cuatro era la de otra persona. Nada menos que la del hombre con el que, de encontrarnos algún día, yo sería más feliz que con ningún otro.
Fue mi hermano el que rompió el silencio. “Prueba conmigo, Abu”. A los pocos minutos, volvíamos a arremolinarnos en torno a mi hermano, que sostenía tembloroso una serie de fotos que mostraban a una chica de su misma edad, vestida a la manera africana, de rasgos bastos, pero sonrisa deslumbrante. ¿”Una negra?” gimió Félix. “Yo no quiero tener que casarme con una negra, jooooo”.
 “Papá, ¿quieres decir que si yo me hago la foto, aparecerá Antonio?”, preguntó mi madre. “Puede ser, hija, pero sólo si tu marido es el hombre de tu vida. Si te has casado con el hombre correcto, Antonio será el que salga en las fotos. Si no, aparecerá otro. Por eso no es recomendable que usen este aparato personas ya emparejadas. Es arriesgado”.
El abuelo nos explicó que aquel invento podía usarse para saber quién era la mujer o el hombre perfecto para ti. Y que lo había perfeccionado hasta el punto de poder elegir la zona de búsqueda a gusto del consumidor. Pulsando unas teclas con los colores del parchis, podías encontrar a tu media naranja en tu propia ciudad (botón rojo), en tu provincia (verde), en tu país (amarillo) o en el extranjero (azul). Una promesa encerrada en un rectángulo de cuatro por tres centímetros, un rostro sin nombre que te miraba invitándote a ser feliz,  con quien, seguramente, jamás te cruzarías o que quizás te estaba esperando a la vuelta de la esquina, en el portal de al lado. El aturdimiento era general. Mis padres se miraban, mis tíos se miraban, y mi prima Lourdes, con una tira de fotos en cada mano, nos miraba a Félix y a mí. Todo era demasiado raro. Y todos nos hacíamos la misma pregunta. ¿Cómo podía estar tan seguro el abuelo de que las personas que salían en las fotos eran precisamente eso, la mujer o el hombre de tu vida, y no tu potencial asesino, por ejemplo?
“Bruno. Enséñanos las fotos que salieron cuando probaste tú”. La abuela había dicho lo que todos queríamos saber. Y su marido estaba preparado. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa, y sacó tres tiras de papel. “Probé con misma ciudad, misma provincia y mismo país. Y saliste tú, Beatriz. En las tres. La mujer de mi vida. ¿O no?”. La abuela sonrió. “¿Y la extranjera?”, preguntó mi hermano. “Pues no lo sé. La verdad es que sólo hice esas tres. ¿Probamos a ver qué sale?”. Su mujer asintió, y él desapareció detrás de la cortinilla.
Cuando el cartón salió por la ranura, nadie podía contener su impaciencia. Entre las manos de mi abuelo, una mujer morena, de ojos verdes y piel de nácar sonreía con tristeza, aceptando su destino, lejos del hombre que nunca conocería y que, quizás éste sí, le hubiese hecho feliz.
Sí. La máquina funcionaba perfectamente. Porque todos sabíamos que a mi abuelo, desde jovencito, siempre le encantó Ava Gardner…

27/5/10

La carta


El sobre le esperaba sobre la mesa, encima de la pila de la correspondencia que su secretaría había dejado como cada día, al lado de la impresora, junto con un montón de facturas, recibos bancarios y folletos de publicidad. La carta destacaba entre las demás por su color tostado y por una caligrafía que hubiese reconocido entre miles de páginas manuscritas por miles de manos.

Nunca quiso guardar sus cartas. Ni las que recibía de ella, ni las que él enviaba, cuando se trataba de correo electrónico. Sus mensajes, los de los dos, estaban a buen recaudo en un lugar donde incluso cuando el papel se pudre y los bites se volatilizan, las palabras permanecen. Y lo hacen para siempre. O al menos, mientras él viviera. Eso era para siempre. Su ahora. “La eternidad es ahora”, le dijo ella un día. En ese instante descubrió de golpe y en su justa medida el valor del ahora. Y le asustó lo efímera que puede ser la eternidad.

Pero el sobre estaba ahí. Esperándole. Palpable y real. Sobre la mesa de su despacho, donde tantos otros se amontonaban cada día. Diciéndole “Ábreme. Soy tuyo”.

Supo que nada volvería a ser lo mismo si rasgaba la solapa de papel color mostaza, donde no aparecía el nombre del remitente, ni falta que hacía. Fue consciente de que estaba dando un paso que no permitía ser desandado…

No le importó.

15/5/10

ZAMORA

En el vagón de tercera en que viajamos van algunos labradores y cabreros, otra vez sentimos de nuevo en las rodillas los pliegues duros y recortados de sus capas, miramos sus pesadas botas llenas de barro endurecido.

Las cribas del asiento las palpamos con los dedos como hacen los ciegos: aquí una hendidura, aquí un papel de grasa o la espina de una sardina y algún mendrugo de pan duro como una piedra.

Cuando nos asomamos a la ventanilla, dentro del túnel hace borrar nuestro cuerpo el humo de la máquina. Vemos los chorros de agua que manan de las junturas de las piedras. Un farol, de tarde en tarde, nos da idea de lo largas que son estas cuevas.

¡Cómo sentimos los pitidos desesperados de la locomotora!, al poco tiempo de encontrarse en pleno campo, al respirar el viento sano y recordar la niebla espesa, y aquel fuerte olor de carbón que parecía nunca acabar. Otras veces, cuando vamos a llegar a un pueblo, notamos el cansancio de la máquina. Parece que la faltan fuerzas para llegar. Al pararse no vemos la estación, pues está interrumpida por un largo tren de mercancías. Mientras la máquina en la que vamos toma agua de una gruesa manga, primero vemos la mancha negra e imponente de una locomotora parada; luego los vagones, en los que están sujetos con argollas y cadenas unos cajones pintados de gris con refuerzos de hierro, donde van los toros que casi no se pueden mover. Éstos patean y bufan rabiosos, destinados para las corridas de los pueblos y que proceden de los campos de Salamanca.

El estribo de nuestro coche está tan alto sobre el acero de los rieles, llenos de aceite y carbonilla, que aunque tenemos ganas de apearnos, no lo hacemos por lo juntos que están los dos trenes. Un hombre, con traje azul de obrero y muy agachado, da unos fuertes golpes en las ruedas con unos martillos de hierro y desaparece misteriosamente.

Cuando el tren se vuelve a poner en marcha vemos, con algunas interrupciones, los vagones-jaulas llenos de corderos, cabras y carneros, van muy molestos. Entre los hierros asoman el cuello y balan. Luego los coches llenos de sacos de trigo y de troncos de árboles atados con cuerdas.

Cuando se para en alguna estación lejana al pueblo, parece que se cuentan los segundos y que el silencio tiene hasta sonido, como la máquina de un reloj.

De pronto sentimos sobre nuestras cabezas las fuertes pisadas de un hombre sobre el techo del coche que renueva las luces ya muy mortecinas al volver a colocar los faroles. Por su grueso cristal resbalan las gotas de aceite. Pasa un tren, y van desfilando delante de nuestros ojos los diferentes coches: unos de mercancía con cubiertas de encerados, amarrados fuertemente los bultos, cruzados y anudados a las argollas, de trecho en trecho; alguno ocupado por viajeros, donde van soldados cantando y tocando la guitarra. El último vagón, con un farol rojo, le vemos perderse a lo lejos. Vemos la esfera iluminada del reloj (estos relojes de las estaciones, que son tan puntuales y todos tienen la hora fija). Todo el camino del andén está lleno de vagones sueltos que tapan las primeras casas del pueblo que están alrededor de la estación. En estos vagones vacíos la luz de los faroles hace brillar sus cristales, cruzados de gotas de escarcha, y las sombras misteriosas de su interior semejan siluetas sin vida e incorpóreas de viajeros caídos de nuca y durmiendo sentados.

En la velocidad del tren las maderas del coche se estremecen y parecen abrirse y volver a cerrarse con grandes crujidos en el techo, y el suelo parece querer desfondarse, quedando limpio de tabiques y sólo con las ruedas. El viento brama en dilección contraria a que caminamos. Se ve la espesa nube negra del humo de la máquina, que se esparce por el cielo. Vemos desfilar pueblos y más pueblos. El suelo, los hilos del telégrafo y los árboles nos siguen como si corrieran. Cuando pasamos por los puentes su estruendo de hierro y el vértigo de sus arcos nos hace meternos dentro del vagón. El ramaje de los árboles, que se suceden como una exhalación, tiene un ruido sonoro y trae un viento fresco y húmedo que se nos mete en los huesos. El tren va acelerando su marcha. El cielo clarea y empieza a despuntar el día. El sol es como un redondel rojo, que poco a poco se extiende e incendia las nubes con rayos deslumbrantes. La llanura agranda a las personas y las esbeltece. Esas caravanas de labradores que vemos desde las ventanillas se destacan enteras, y el horizonte parece más limpio. Entre la panza y finas patas de las mulas, arrastrando los arados, y parece algo gigante ese hidalgo que sale de su pueblo montado en su caballo, envuelto en la capa, que tapa, paternalmente, el trasero de su cabalgadura. Estamos delante de Zamora. Al cruzar el tren su estación y pasar por las planchas giratorias de hierro, van dando brincos los coches y topetazos, metiendo mucho ruido. Con este sobresalto vemos las primeras casas de la ciudad.

13/5/10

Cosas que pasan

“Lo que ha de suceder, sucederá.” - Virgilio

Recuerdo que llegamos a urgencias a la una del mediodía. Era un domingo gris, plomizo, de ésos que invitan a gandulear en casa. Pero ya se sabe: las enfermedades no saben de aguaceros, ni de aperitivos dejados a medio terminar cuando tu hija se está asfixiando delante de tus narices. Deprisa, pero sin nervios, entramos en el hospital con el aplomo del que pisa terreno conocido: demasiados ataques de asma nos habían llevado allí otras veces, a esos pasillos siempre poco iluminados y tristones, a la merced de un personal sanitario cordial y atento, aunque siempre demasiado apresurado, haciendo equilibrios al borde del caos. La niña se sometía dócilmente a los tratamientos, como lo hacen los enfermos que lo han sido desde la cuna: con resignación y entereza, con el estoicismo fatalista del que sabe que las cosas son como son y no hay más que hablar. Andrea, con sus cuatro añitos, era consciente que sólo los aerosoles permitían que volviese a respirar con normalidad, y que las inyecciones de corticoides también ayudaban a que sus pulmones se recuperaran, así que la pobre no chistaba cuando la dejaba sola con las enfermeras. Como otras veces, yo me quedé en la sala de espera, y abrí el libro. Aunque las urgencias son un buen sitio para entretenerse mirando a los demás, observar y escuchar conversaciones ajenas, lo que veo y oigo siempre termina deprimiéndome. Por eso, porque soy curiosa, pero no masoquista, siempre llevo un libro en el bolso. Sin embargo, ese día me resultaba imposible concentrarme en la lectura. ¿Por qué, si la sala estaba prácticamente vacía, y todo el mundo estaba callado? Éramos sólo seis personas contándome a mí. Dos ancianas cabizbajas acompañaban a otra que iba en silla de ruedas. Tres asientos más allá, una mujer se abrazaba a su bolso, con la mirada perdida. A su lado, un adolescente ponía los cinco sentidos en morderse los padrastros. “Se va a pelar el dedo entero, qué daño…”, pensé con grima, mientras me obligaba a apartar la vista de sus manos. El chaval tenía el pelo revuelto y sudoroso, pegado a la frente. Debía venir de hacer deporte, porque aún llevaba puesto el pantalón corto y las zapatillas, aunque debía estar muriéndose de calor con el anorak, un plumas con la cremallera subida hasta el cuello. La calefacción, igual que ocurría en verano con el aire acondicionado, estaba excesivamente alta.
- Quítate el anorak, hijo, que te va a dar algo.
El chico se sobresaltó, igual que la señora de la silla de ruedas y yo misma, cuando la voz de la mujer rompió el silencio. El muchacho al fin se olvidó de su pulgar y se bajó la cremallera, dejando al descubierto una camiseta de tirantes. “Atletismo. Estos han venido con otro que se ha lesionado, me apuesto lo que quieras”, dije para mí.
- Mamá. Pregunta otra vez, anda.
Entonces fue ella la que pegó un respingo. Seguía aferrada al bolso como si fuese un salvavidas, y las palabras de su hijo parecieron traerla de vuelta, de muy lejos. Era una treinteañera guapetona, excesivamente joven para tener un hijo tan mayor, ahora me daba cuenta. Tenía unos ojos bonitos, pero la mirada mustia de quien ha sufrido mucho en muy poco tiempo. Hizo ademán de levantarse, cuando su móvil empezó a sonar.
-Hola.
- (…)
- Pues no sabemos nada todavía. Cuando le trajeron estaba inconsciente. (…) Ya, pero es que ha sido un golpe muy fuerte. Y en la cabeza.
- (…)
- Bueno… más o menos. Preocupado, claro. Ya le he dicho que no ha sido culpa suya, pero ya le conoces. (…) Sí, sí que es mala suerte. Y mira que estuvo a punto de no participar hoy, porque tenía la muñeca dolorida todavía. Pero el entrenador insistió. Sí, son cosas que pasan.
- (…)
- ¿Y yo qué sé? Estamos a seiscientos kilómetros de su casa. Si mi padre apenas ha salido de su pueblo en toda su vida, la alcaldía le ha tenido atado allí siempre. Por lo visto había venido aquí con los jubilados. Mientras los otros se iban al Museo del Queso, él se plantó en el polideportivo. El también lanzaba el disco en su juventud, y quiso verlo, hoy era la final del campeonato. Sí, el de comunidades autónomas. Te juro que casi me da un infarto cuando vi que era él. Lo que no sé es cómo consiguió meterse en la grada de los padres. Dios mío, qué trago… Ten en cuenta que hacía más de diez años desde la última vez. (…) Sí, entonces, cuando intentó matarnos al niño y a mí. (…) Ya, ya lo sé, no hace falta que me lo recuerdes: mi padre me ha hecho la vida imposible. Siempre. Primero a mí. Y cuando ya no tenía remedio, también al niño. Por eso, joder… dios mío… pobrecito mío… no sabes lo mal que lo está pasando…
- (…) Ya. (…) Sí. (…) Pues claro que no es sencillo vivir con algo así. Eso no se deja atrás, nunca, aunque ahora parezca que está muy lejos, que llevamos una vida normal. Que tu padre haga todo lo posible por evitar que vivas tu vida, y sólo porque una chiflada le predijo que su nieto le terminaría matando… eso es una pesadilla que no se acaba en la vida. Aunque pongas mucha tierra de por medio. Aunque pasen años. Y lo más irónico es que al final el viejo se va a salir con la suya, toda su puta vida acojonado, intentando por todos los medios controlarlo todo, y zas. Nunca mejor dicho, lo de zas. Jajjajja (…) Hombre, gracioso, gracioso no es, pero si no me río, directamente me echo a llorar, y no quiero, ni puedo. (…) En fin, es todo tan absurdo… Parece mentira, un hombre con estudios, un señor como él, creyéndose esas paparruchas, toda su vida sufriendo y haciendo sufrir a los demás por el pronóstico de una bruja… Y lo que son las cosas, que va a tener razón, después de todo. (…) Ya. (…) Espera, tengo que dejarte. Los médicos acaban de salir. Luego te llamo.
Durante cinco minutos, un médico jovencito y otro canoso hablaron en voz baja con la madre y el hijo. La cara de ella pasó de mostrar un claro alivio a un pánico que le hizo tambalearse, hasta el punto de que el residente la cogió del brazo en el último momento, evitando que se cayera redonda al suelo. Cuando los médicos se marcharon, el chico se apoyó en la pared, cerró los ojos durante unos segundos y volvió a abrirlos, clavando en su madre una mirada tan triste como la de ella. “Mamá, soy un asesino. ¿Qué va a pasarme?” La anciana de la silla de ruedas se santiguó a toda prisa, y miró con pavor al muchacho. La mujer suspiró, se acercó al chico, y pasándole con suavidad el brazo por la cintura le arrastró hasta la zona de los asientos. “Ya has oído al médico, Perseo. Ha sido un accidente. Da igual lo que les haya dicho tu abuelo. Tú a quien tienes que escuchar es a mí. Ha sido un accidente. Tú no eres ningún asesino. Tranquilízate”.
No pude oír más. En ese momento, mi hija apareció dando saltos, de la mano de una enfermera. Las explicaciones de una y los tirones de la manga de la otra me impidieron seguir escuchando. Mientras le abrochaba el abrigo a Andrea, ya en la puerta, dos policías nacionales se cruzaron con nosotras.

11/5/10

Tiene razón Teresa. El Círculo Solana debería preocuparse un poco más por sus papeles póstumos. Así que se me ocurre traer aquí un cuento que igual alguno vio por mi blog. Lo escribí poco antes de Navidad. Se iban a publicar Los toros en invierno pero el editor dijo que harían falta un par de cuentos más para que no fuera una novela corta sino una colección de cuentos. Así que añadí otro cuento que ya colgué aquí, Los galgos y los podencos, y este lo escribí a propósito para no salirme mucho del tono rústico general. Al enviarlo le añadí una dedicatoria, A Félix Rodríguez de la Fuente. Luego la quité por exceso de sinceridad.



Animales heridos

El ganado ya se iba. Llevaba toda la mañana en un bancal de tierra parda que se estaba despertando del barbecho. Las ovejas iban ya dejando las faldas ásperas de la muela, se movían con más brío entre rastrojos y rebrotes de ababol, como si alguien les hubiera dicho que había llegado la hora de beber o fuera más prudente protegerse bajo los chopos cabeceros junto al río. La mañana era fría pero estaba despejada y no soplaba el viento. El sol calentaba un poco. Las ovejas caminaban cabizbajas, un mastín negro al que se le veía la carne viva de los lacrimales las iba acompañando sin ladrarles.

El pastor terminó de comer y se limpió las migas, pasó el filo de la navaja por la pernera de los pantalones y la plegó mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Cogió un morral de tela azul y se lo colgó atravesado por encima de la zamarra, y cuando se agachó a recoger el cayado vio que detrás de él, detrás de una mata de cardos, una oveja se quedaba retrasada. En realidad no podía caminar. Estaba a punto de parir, es posible que hubiese ya empezado. El cielo se había cubierto y por detrás de las crestas del otro lado del valle asomaban nubarrones negros. La primera volada de aire vino al mismo tiempo que se ocultó el sol.

Una oveja que se para porque ya no aguanta más puede tardar segundos en echar la cría, pero a veces se resiste. A veces hay que coger la cabeza o las patas del cordero y estirar. El cielo era una bóveda de plomo. El pastor intentó arrear a la oveja para que lo siguiese, pero vio que abría las patas de atrás y trataba de flexionarlas. Balaba porque no podía. De modo que volvió a descolgarse el morral y sacó la navaja. Al incorporarse vio cómo de las peñas peladas que había dejado a su espalda salía un buitre y volvía a desaparecer. Su silueta sobrevolaba parsimoniosa los peñascos de la cima y se alejaba planeando sin más movimiento que el de las plumas de las puntas de las alas.

Había que darse prisa, llevar las ovejas al río y meterlas en la paridera antes de que empezase a helar, o se desatase una tormenta. La silueta del buitre había vuelto a ser un mal agüero. Ya no había muladares y en la sierra se dieron casos de vacas recién paridas atacadas por los buitres. El gobierno quiso limpiar el campo de carroña, de los burros muertos que se descomponen en el fondo de un barranco y las vacas enfermas que quedaron atascadas en las charcas. Los ganaderos estaban muy preocupados.

El rebaño había traspuesto la loma que lo separaba del río. Detrás de un horizonte de rastrojos sólo se veían las ramas más altas de los chopos con algunas hojas amarillas y la nube de polvo que iba levantando el ganado por el camino. Se rumoreaba que en la peña habían puesto un comedero controlado. Antes estaba descontrolado pero no había buitres, decían los pastores. Lo más seguro era que los buitres estuviesen arremolinados al otro lado de la peña, arriba de la pared caliza, en los yermos pelados donde antiguamente se subían las ovejas en verano, atadas con una cuerda.

El pastor cogió a la oveja por una pata trasera y venció sobre ella el peso del cuerpo para tumbarla. Luego le agarró las patas delanteras. La oveja estaba exhausta, no hacía por levantarse. El pastor presionó varias veces con el puño en la vagina tumefacta. Palpó la cría con los dedos pero no reconocía la cabeza ni las patas. La oveja balaba entrecortadamente, cuando reunía fuerzas, un solo balido lastimero con el que no bastaba para parir. De modo que el pastor metió la mano entera para darle la vuelta dentro del útero y sacarla porque si no la madre se podría reventar. Alguna vez más lo había tenido que hacer, el tacto sedoso y caliente de las paredes del útero le acariciaba los nudillos y con los dedos iba palpando las costillas del cordero hasta que dio con las patas de atrás y poco a poco fue cambiándolo de posición. Sacó la mano llena de sangre y de un líquido blanquecino y turbio como el suero y jirones de placenta pegajosa. La pezuña de una de las patas asomaba. Volvió a meter los dedos para coger la pata de más arriba de la rodilla y estiró sin detenerse, adaptándose al ritmo con que los propios esfínteres empezaban a expulsarlo. Nada más asomar la cabeza el cordero salió entre telas ensangrentadas. El pastor sacó la bota del zurrón, la puso boca abajo entre las rodillas y con ellas presionó para que saliera un chorrillo con el que se lavó las manos.

Al levantar la vista al cielo, por encima de donde debía haber llegado ya el rebaño, vio que a lo lejos las nubes se deshacían en cortinas de hilos grises y una niebla cuajada velaba las ramas de los chopos. La oveja no podía ponerse de pie. Tuvo que ayudarla el pastor y a empujones apenas consiguió que caminase unos pasos con el cordón blanco brillante de flujos colgando entre las patas. Así anduvo unos metros, hasta que de pronto la oveja se arrancó a trotar, y cuando el pastor se volvió para recoger el corderillo se dio un susto que casi le da un infarto.

Nunca antes había visto un buitre tan de cerca. Vio planear su silueta perfecta recortada en la pared caliza de la muela, y cómo bajaba el vuelo y unos metros antes de una encina seca dejaba caer las patas, sus muslos de oca, y bajaba la cabeza e inspeccionaba las ramas con su largo cuello como si una culebra estuviera saliéndole del cuerpo. Vio la pechuga gorda de gallina gigantesca, las blancas plumas moteadas, los plumones con cañones como tubos de metal, que se recogían hacia dentro para amortiguar el aterrizaje. Parecía un animal compuesto del despojo de otros muchos, un cuerpo de pavo con un cuello de culebra, y las alas como dos perchas gigantes de las que colgara una alfombra de plumas desordenadas.

El buitre se posó en la rama, a unos quince metros de donde estaba el pastor. Parecía un rey medieval arropado por un manto de plumones grises. Había doblado el cuello sobre la pechuga con la curvatura de una tripa y de su cráneo peludo salía un pico desproporcionado, una callosidad córnea descolorida con un gancho afilado en la punta. El pastor podía incluso ver las garras por encima de la rama sin color, la piel de saurio de las patas de gallina pero con muchas más bulbosidades negras. Incluso le vio la cara, la piel fina gris brillante y arrugada, los ojos redondos y muy negros escondidos en las cuencas, hundidos por debajo de los huesos.

El pastor sacó sus cosas, unas cuerdas de plástico rojo y una bolsa con comida, y metió al cordero en el zurrón con la cabeza fuera. Llevaba el garrote pero eso no era suficiente. Lo había visto posarse, su descomunal envergadura que ocupaba casi la rama entera antes de plegar las alas y quedarse a la expectativa, sus garras como garfios de hierro viejo. El pastor ató una cuerda al cuello de la oveja y la obligó a caminar sin detenerse cada pocos pasos. Conforme se alejaban el buitre inmóvil era un bulto sobre las ramas muertas al que el viento movía las plumas. El pastor caminaba mirando atrás, oteando las cejas de las peñas, la posibilidad de que viniesen más buitres. A veces agarraba unos metros a la oveja pasándole un brazo por el pecho y volvía a dejarla y estiraba de la cuerda roja. El buitre no se movía.

Por delante iban surgiendo las ramas de los chopos cabeceros por entre la bruma, las vigas dejadas crecer que acaban rajando las zocas y la pelambrera de las ramas nuevas. El pastor se fue metiendo entre la lluvia. Las gotas iban despegando hilachas de placenta que aún colgaban de los ojos de la cría. Llevaba la cabeza gacha, sólo la subía para mirar atrás. Una de las veces vio cómo a lo lejos el buitre sacudía las alas y arrancaba el vuelo en dirección adonde él estaba. El pastor volvió a posar en el suelo a la oveja, sacó la navaja del bolsillo de la zamarra, la abrió y la empuñó con la mano izquierda mientras con la derecha blandía el garrote como si lo estuviera sopesando. El buitre pronto ganó altura, sus alas enormes volvieron a planear. El pastor se llevó atrás el garrote, como para coger impulso si se acercaba, pero el buitre aleteó pesadamente y pasó por encima del pastor, en dirección a los chopos desnudos del río. No hizo giros, no dio ningún rodeo, voló directo hacia la bruma densa donde ya estarían bebiendo las ovejas, a menos de quinientos metros de donde estaba el pastor, al otro lado de la loma.

El rebaño era lo primero. Dejó la oveja parturienta y corrió con la cría metida en el morral entre bancales de cascajo que atajaban las curvas del camino. El cordero de ojos cerrados iba dando botes y balaba. No tardó ni cinco minutos en llegar al río, pero allí no había ningún buitre. Las ovejas estaban juntas entre dos viejos muñones de chopo erizados de ramas tiernas. No se veía el buitre en el amplio horizonte de ricios al otro lado del río. El pastor barrió el paisaje en círculo con la mirada. El buitre no había regresado a las montañas, y si nuevamente apareciese por el otro lado del río lo vería entre las cortinas de lluvia que azotaban ahora la sierra muy lejos de allí. Inspeccionó con cuidado el ramaje de los chopos cabeceros, las vigas gordas y las varas tiernas, y las piedras blancas esmeradas que se amontonaban aguas abajo.

No vio al buitre, pero entre los balidos de las ovejas escuchó un aullido. Caminó entre zarzas y hierbajos que le llegaban a la cintura hasta más allá de los chopos, donde se abre de nuevo el campo abierto. Vio al mastín que se alejaba del río con su andar cansino y agitaba la cabeza para sacudirse el agua de la cara. Aullaba como los lobos. El pastor lo llamó con un silbido pero el perro seguía ladrando y aullando y agitando la cabeza como si quisiera espantar la lluvia. El pastor abandonó la chopera y fue tras él, pero nada más salir de los últimos arbustos, los juncos secos y las hierbas de la primera linde, caído sobre los terrones de un labrado, vio al buitre con las alas abiertas y las patas encogidas, como si lo hubieran clavado al suelo. Lo menos tenía cuatro metros de envergadura. Al principio se asustó, pero al acercarse un poco se dio cuenta de que le faltaba la cabeza. Se la habían arrancado por el buche, quedaban minúsculas piedras amarillentas mezcladas con detritus y esparcidas por las plumas de la pechuga. La cabeza estaba un poco más adelante. Tenía los ojos y el pico muy abiertos, le salía una lengua negra que brillaba con la humedad. El pastor corrió al encuentro del mastín, que seguía dando tumbos muy despacio y aullaba y el pastor veía el aliento del animal y las gotas que despedía al sacudir la cabeza.

El pastor lo llamó por su nombre, y el perro se volvió. Aullaba y tenía los ojos vacíos. Un hilo de sangre le corría por el hocico, un colgajo al final del que brillaba el blanco del ojo le golpeaba la boca cada vez que trataba de quitárselo y levantaba la cabeza para aullar. Los aullidos se quebraban en gañidos, el mastín cabeceaba como un toro de lidia que quiere sacarse la espada, la sangre manaba de sus ojos. El pastor trató de calmar al mastín con voces, lo cogió de la carlanca y le acarició la cabeza y le limpió la sangre del morro con los dedos y con la navaja que llevaba abierta en un tajo rápido cortó la hilacha sanguinolenta que le colgaba y tapó con las manos las cuencas de los ojos. La sangre le salía entre los dedos, la lluvia la limpiaba. Cogió al mastín por la carlanca y lo puso a andar hacia donde se guarecía el rebaño. El bicho entonces pareció tranquilizarse, ahora giraba la cabeza como si encontrase alivio en las manos del pastor sobre los agujeros negros. Mientras lentamente lo acercaba hasta la chopera para poder curarlo mejor el pastor fue contando las ovejas. No faltaba ninguna.

De las siete ovejas preñadas tres habían parido, pero tenían a su lado los corderos. El pastor buscó el cordero recién nacido, que andaba balando entre las zarzas, y volvió a meterlo en el zurrón. Una oveja lo había terminado de limpiar. Con una manga de la camisa improvisó una venda y tapó los ojos vacíos al mastín y la sujetó con un trozo de plástico manchado de placenta que aún llevaba en el morral. A voces arreó al rebaño de regreso a las majadas, por allí por donde debió de quedarse la oveja recién parida. Al vencer los taludes del río, mucho antes de llegar a las faldas de la peña, vio cómo una bandada de buitres se amontonaba entre los rastrojos. Unos subían encima de los otros y aleteaban y soltaban plumas, o corrían como pavos con una piltrafa de carne muy roja colgando del pico.


8/5/10

¿Por qué no?

Hace algo más de un año que no escribo nada aquí. Penoso, lo sé, aunque tenga mis razones, y desgraciadamente sean lo bastante poderosas como para justificar este abandono mío. Pero aún así, no deben ser suficientemente válidas como para que no pueda evitar sentirme muy culpable, vaga y desastrosa, y me dé mucha vergüenza haber aprovechado tan rematadamente mal la oportunidad y el hueco que me hicieron los restantes miembros del círculo. Tampoco me sirve de consuelo observar la poca actividad generalizada que hay en este rincón solanesco: no debo ser muy tonta, porque el mal de muchos en lugar de tener efecto balsámico sobre mí, me pone aún más triste. Porque creo que es una lástima que este sitio languidezca de este modo cuando podría ser tan diferente.

Así que, después de sacudirme la pereza, me atrevo a pedir al resto de los miembros del club que también lo hagan. Que inyectemos un poco de vidilla a este lugar, quizás de la única manera posible cuando se llega a este punto: con disciplina. Creando una obligación placentera, quizás proponiendo libros que leer en común o un tema sobre el que escribir, en plan taller de escritura. O abriendo al azar uno de los Salones de Pasos Perdidos del amigo Trapiello y escribiendo algo al hilo de una reflexión cualquiera... No sé. Son sólo un par de ideas y quizás estoy proponiendo una idiotez, algo tan infantil como un cadaver exquisito o un relato a catorce manos, pero me parece mejor que dejar morir este sito por inanición. Porque un blog se alimenta de palabras y este pobre nuestro está anémico perdido... Pienso que no deberíamos desaprovechar la serie de felices casualidades que nos trajeron poco a poco, uno tras otro, hasta aquí. Nos unen muchas cosas, gustos comunes, visiones de la vida y la literatura ¿por qué no disfrutar de ese privilegio? Estoy segura de que el hecho de comprometernos un poco más en este rincón no sólo lo resucitaría, sino que daría lugar a textos que ahora mismo se están perdiendo en la nada, y también crearía un verdadero espíritu de unión entre los "Nietos de Solana".

En fin, ahí queda la idea. Ojalá alguien recoja el guante...

P.D. Por cierto, esto va para el administrador de la página: el enlace a mi página está mal. La dirección actual es www.desdemiventanaotravez.blogspot.com

18/11/09

Las boinas de Cesare Zavattini

He encontrado estas fotos de Cesare Zavattini con boina y no me he podido resistir.
Ya que no llegan nuevos textos, al menos algunas imágenes como éstas, de otro espíritu solanesco.





Por cierto, hace tiempo quise escribir algo sobre Rossellini para subirlo aquí, pero después se me olvidó. A ver si un día de éstos me animo a escribirlo.