2/7/09

El fin del viaje

El tren partía de la estación y los primos ponían monedas en los raíles para que las ruedas las aplastaran. Yo nunca llegué a ver las monedas aplastadas, se quedó como uno más de esos misterios insolubles de la infancia, en la infancia hay muchos misterios insolubles y casos sin resolver y mitos vacíos e ilusiones rotas y sesiones de magia en plena calle y cosas que no entiendes porque están demasiado claras, la infancia es un continuo salirse por la tangente del mundo y sacar el cuello por la curva y ver las cosas desde el otro lado, estirando la cabeza como un chicle, saludando a los fantasmas, y así es imposible entender nada, ni falta que hace, y todo es nebulosa. La razón por la que nunca llegué a ver, como mis primos, las monedas aplastadas era porque siempre iba montado en el tren: era el viaje de vuelta, el regreso desde el norte, cada verano, el regreso, sí, el viaje de regreso a casa. Pero a veces me habría gustado bajarme del tren y quedarme en el andén y despedir a los viajeros y, cuando el tren hubiese desaparecido, cuando las manos y los pañuelos y los vagones se hubiesen esfumado, bajarme a las vías y recoger las monedas aplastadas y admirarlas como un tesoro recién acuñado; eso era algo que mis primos veían y yo no, el misterio de las monedas aplastadas (las de cinco pesetas, las de veinticinco, hasta las doradas de veinte duros), pero supongo que ellos tenían más envidia del que viajaba siempre, seguramente ellos nunca habían montado en tren y soñaban con despedirse de la gente que se quedaba, aburrida y tristona, en el andén, en el mismo sitio donde habían estado siempre, sin cambiar para nada, sin movimiento ni pasión, dejándose morir.


Porque el viaje es vida y cambio y movimiento y, por eso mismo, alegría, porque viajar es transformarse y dejar de ser el mismo de antes y despedirse de uno mismo en la estación: sacas el brazo y te dices adiós; allí se queda el otro yo, el mustio y rutinario, en el andén, con cara de tonto, y mientras uno se despide de su otro yo, el lúgubre y grisáceo, a veces tiene ganas de soltar el pañuelo y hacerle un corte de mangas, ahí te quedas, gilipollas, saluda al jefe de mi parte y muérete de asco porque te lo mereces, porque ya estás muerto, te lo digo, y como sigas así a la vuelta te mato.
El caso es que yo envidiaba a mis primos porque se quedaban a ver las monedas aplastadas y ellos me envidiaban a mí porque yo viajaba y me iba del andén para siempre. Pues sí, ya ves, siempre es lo mismo: nos pasamos la infancia y el resto de la vida deseando hacer lo que hacen los demás, queriendo tener sus cosas, vivir sus vidas, ser amados por quien lo son. Siempre envidias a los otros, y ese otro que es uno es envidiado por los otros, y nunca se da el caso de que tú, el envidioso, seas simultáneamente el envidiado por ese mismo, o sea, tú. Que tú te envidies a ti: me temo que eso nunca se da; quizás es imposible. Todos queremos ser otros pero no nos dejan. Lo ideal sería alcanzar cierta disciplina ascética, ojo, no el éxtasis místico, que después nos volvemos locos y nadie nos entiende porque usamos otro lenguaje; sí, lo ideal sería llegar a ese estado neutro, puro, limpio, esforzado, ascético, no místico, que alcanzó Fray Luis de León en la cárcel de Valladolid: ni envidiado ni envidioso. Quién sabe, quizás en eso consiste la felicidad.
Pues bien, el tren partía y nos asomábamos a la ventanilla del compartimento y nos despedíamos de la familia. Poco a poco se iban alejando los brazos y las caras se emborronaban y los primos se agachaban para presenciar el aplastamiento sucesivo de las monedas, una rueda tras otra, soportando los miles de toneladas del tren sobre su diminuto cuerpo, como en una acuñación mágica de un nuevo valor de cambio. Y yo pensaba: «¿Cómo se quedarán las monedas aplastadas? ¿Se seguirá viendo el perfil del rey, del dictador, del escudo?». Pero no era momento de preguntas, era momento de nostalgias, porque todo se acababa, dejábamos atrás el verano, el mar, la playa, las croquetas de la abuela, los juegos en la orilla, las siestas en la toalla, digamos la felicidad, dos meses y pico de no pensar en el tiempo, de dejar que éste pasase sin ni siquiera mirarlo, ni envidiados ni envidiosos. El viaje está muy bien, sí, pero el fin del viaje es lo más cruel de la vida. Todo es culpa del tiempo; quien inventó el tiempo debería morir y no obtener más dosis de su invento. Sí, ya sé, siempre es lo mismo: las cosas empiezan y acaban, todo pasa, selaví. Cuando uno sale de viaje ya casi empieza a acordarse del que será cuando vuelva, y siente compasión por ese ser desgraciado que lleva su mismo nombre, su misma cara pero más cansada, y que el único error que ha cometido es viajar, vivir, desviarse de la rutina, dejar pasar el tiempo sin casi ni mirarlo, sin ser consciente de la agonía. Sssccchhhsss, no se lo digas a nadie, que pronto todo se sabe, no mires hacia los lados, no varíes el gesto, que nadie nos escuche, que este minuto transcurra sin que se dé cuenta el tiempo. [...] Pero nada: ahí está el tiempo. Y el instante transcurre y se acaba y el viaje se termina y las vacaciones bajan la persiana metálica como las tiendas, y es la hora de la siesta y el sopor te invade, y lo que en realidad te invade es el tiempo, que se aletarga, y los párpados de tus ojos se van cayendo, como las persianas, y hace calor y sudas, sudas mucho, sudas minutos, segundos, gotas que caen desde la frente y se secan en el paño de la toalla. Y la playa es el reloj de arena. Y al fondo, en la otra parte del sueño, suena la marea y los gritos de los niños, que quieren que vayas a seguir jugando.

Todo termina, y es hora de ir cerrando la persiana; el minutero está tocando a su fin, se acaba el viaje. Peor aún: se acaba el viaje de vuelta. Porque el viaje de vuelta es, sobre todo, el velatorio que te reservas a ti mismo. En los viajes de vuelta todos velamos nuestro propio cadáver, lloramos las ilusiones perdidas y rezamos ante nuestros pasados fallidos, de cuerpo presente. Y qué quieres que te diga, ahora que esto se acaba, ahora que se aproxima el fin y nos diremos adiós y escribiré un FIN en mayúsculas, ahora, me están entrando ganas de saltar a las vías del tren y morir aplastado como las monedas de mis primos o como el cuerpo lánguido de Ana Karenina, Ana cayéndose a las vías en el último párrafo del libro o en el último fotograma de la película, como tantos y tantos miles de personas que no han resistido la tentación de lanzarse a las vías del tren o del metro para morir atropellados y que ya nada más les doliera, las vías dicen ven, ven, ven, como en susurros, y tú, que no quieres ver la caída, estás ahí ante la inminente llegada de los vagones y piensas me lanzo ya, me tengo que lanzar, y entonces, sin pensarlo más, te dejas caer a las vías y eres aplastado por las ruedas del tren y tus huesos crujen y se aplanan como las monedas de tus primos (esas monedas que nunca viste) y empiezas a flotar en una nube ascética, no mística, que quiere decir que ya estás muerto, que ya has terminado de una vez por todas con este maldito viaje. Ni envidiado ni envidioso.

-FIN-