1/2/08

Mvdlm

Le dio vueltas sin fortuna a la primera frase, en un esfuerzo de siglos, y luego de escribirla salió a la calle a que le diese el sol blando de aquel verano en sus mejillas resplandencientes. Uxío había heredado de su padre cierta continencia gestual y una nariz simpática que elevaba con gracia cuando creía ver algo decisivo, en su única licencia al destino, y así debió hacerlo al dejarse caer con la espalda pegada al primer muro de piedra desconchado y gris que encontró camino del Ayuntamiento. Respiraba ruidosamente, como una locomotora que empieza a fallar, y trató de darse aire moviendo las manos con violencia cerca de la cara. No sabía si ir a la playa o morir: era tal su aspereza. Pero llegado el momento se subió al coche sin decir palabra y ya en Areas, pateando alguna desolada piedra en aquel resplandor azul insomne, dijo a quien quisiera escucharle que Petra le había dejado por otro. No hizo aspavientos ni levantó la voz. Sólo daba vueltas alrededor de sí mismo, muy despacio y sin rabia, y de vez en cuando maldecía a las gitanas: las llamaba putas infames, enviadas del diablo y cosas aún peores, y ocultamente pasaba revista a su alrededor.

Al día siguiente se encontró con la respuesta a su email, y contestó sin perder tiempo que dónde se había visto a una gitana en internet: a una gitana limpiadora de casas, añadió casi gritando. Y qué persona en sus cabales contrataba a una gitana para que le limpiase la casa, salvo que fuese una limpieza estricta. Lo envió casi sin pensarlo, en un frío golpe de ratón (el índice apoyándose sin fisuras, obedeciendo una orden oscura y lejana) y la tecnología hizo el resto. Pasaron tres horas antes de que le rompiesen los pies con un método que aún en su dolor pensó demasiado sofisticado para ser gitano: entre tres lo tuvieron sujeto para que un hermano de la agraviada estirase los tobillos en el desnivel de la acera. De hacerlos pedazos se encargó el padre con unas botas de invierno. “Estos gitanos: qué respeto por la jerarquía”. Cuando acabó, cuando lo encontraron sin haber perdido aún el conocimiento echado en un suelo de piedras, pensó en lo que pensaría cualquiera: seguía enamorado, porque el amor no es algo que uno lleve en los tobillos, pero había sido mejor que le partiesen ahora los pies y no la cabeza si le llegan a sacar de los pétalos perfumados de su gitana el pañuelo aún más blanco de lo que había entrado.

Si la volvió a ver, nada dijo. Pontevedra es una ciudad tan pequeña que parece una trampa. Tampoco hubo más represalias: dio la paliza por buena y no recurrió a los juzgados. Otros se paseaban por ahí con la cara estropeada y aún seguían llevando gitanos entre denuncias felices a la Parda: la furgoneta los vaciaba en los juzgados y a los tres días lo vaciaban a él en Montecelo. Se tiró tres meses de baja y aquel verano se le veía conduciendo una silla de ruedas dejando caer los párpados al sol, marchitando la oportunidad de un amor perdido con brío, y se le veía en ocasiones cercano al tedio junto a una copa de vino blanco muy fría, casi helada, y el periódico todavía por abrir.

En aquella etapa sólo se permitió elevar una vez la nariz, ya a finales de agosto. Pontevedra se había cubierto de ese espesor casi otoñal: niebla baja alguna mañana como aquella, presagiando el frío, y tipos arrogantes de traje y maletín caminando sin rumbo de un lado a otro mientras las terrazas de A Verdura y A Leña comenzaban un declive hermoso, casi fantástico, que entusiasmaba a los excursionistas de la tercera edad. Él se secaba el sudor de la frente, de sus gordas mejillas y la esponjosa carne de su nuca en un movimiento continuo y circular, con una íntima pesadez que remitía a un profundo desasosiego. Se había puesto en los noventa kilos y pensó que aquello era el final: que nunca más volvería a caminar, no al menos por su propio pie.

Cuando estaba a punto de embargarse por esa emoción desconocida (la emoción que asalta a los discapacitados por lesión o por mera obesidad a la hora de enfrentarse al drama de su fiel destino) creyó verme entre la desolada multitud que cruzaba a las horas del mediodía la Peregrina para desembocar en la tristeza de una oficina o un bar. La multitud desperdigada, informe y serena que camina por una ciudad a ciertas horas cargando el dolor de una vida echada a los cerdos. Elevó entonces la nariz de una forma tan graciosa que mismo parecía el rabo de un perro dando aire a su alrededor. Cuando me tuvo delante estiró el brazo de repente, y al atrapar mi mano (su mano enorme, como un guante de beisbol empapado en sudor y desidia, y el murmullo insípido de la gente alrededor rumiando su desgracia) me tiró hacia él con violencia y caímos los dos rodando, inseparables, en una escena imposible.

Pensé que yo no podía hacer más por él que eso: rodar por el suelo como un ovillo de lana que va dejando su penoso rastro mientras se deshace a los ojos de la gente. No se lo dije porque durante años fue mi mejor amigo y todavía algo se agitaba en mi interior. Algo entre el asco y la nostalgia, cierto, y el atisbo de cierta indolencia compartida que ya había sepultado los años. Estaba acabado: eso ya lo decidía él mismo al renquear su nariz contra la copa de cristal sin que yo diese nada por seguro. En aquel sopor del final del verano, con la luz desagradable del mediodía batiéndose en la ciudad perfectamente triturada, contó su amor gitano y la luna de miel que le había regalado su suegro. La primera línea de su email, y la última de su epílogo. Se enamoraba de mujeres y luego las mujeres lo abandonaban a él, resumió sin ganas. Llevaba una vieja camiseta de Fido Dido y los pantalones abiertos por la bragueta, en un gesto muy suyo al sentarse. Estaba sentado en lo que parecía su bar de siempre, detrás de la Peregrina, y la parroquia (empleados de banca en la hora del vino, comerciales ya borrachos y algún jubilado gracioso que se entretenía haciendo bolas con la miga del pan del pincho) lo trataba con desdén. Se sabía miserable pero había decidido, quizás aleteando brevemente aquella nariz regordeta y sin forma, cubierta por una gruesa película de sudor, no tener ningún empeño en disimularlo.

Yo no estaba mejor que él, pero callé por prudencia. Llevaba conmigo la fatiga y el desaliento, y sólo a su lado pude recuperarme durante unos instantes. En el silencio esperábamos algo que nos rescatara, instalados en la desolación de no saber qué más contarnos después de ser uña y carne (y entonces, tantos años después, supe que yo había sido la uña). Como permanecía de pie, pensando en lo que sólo un hombre puede pensar cuando está profundamente triste, él me extendió una silla junto a él: el futuro de una tarde prometedora al pie de la Peregrina, viendo desfilar las cervezas y las mujeres en un tibio ejercicio de nostalgia. Una conversación tranquila y nada desesperada, en franca hermandad: lo mío y lo tuyo, sin los apuros de la vergüenza. Sus negociados, más bien. Aquellas propuestas del infierno que te planteaba en cuanto te veía descuidado. Las había aceptado y las recordaba con amargura. Otros antes que yo habían ido por el mismo camino. Y mientras le buscaba uno los ojos y él los agachaba o los desviaba (la mera culpa, hollándole con furia), no dejaba de canturrear: “Nada bueno, nada bueno”.

Tuve que haber dicho que no, de ninguna manera.

Tuve que haber apoyado mi mano en su hombro, apretárselo con ese cariño que uno le reserva sólo a ciertos momentos de la infancia y decirle la verdad, aunque sólo fuera por una vieja lealtad aún no traicionada. Mirarle a sus ojillos pequeños, que sobresalían de las bolsas de grasa que se le habían ido acumulando en la cara de un año para otro, y esperar aquella comprensión desnaturalizada con la que él brindaba a los sinceros. “Me esperan mis padres para comer, llevo varios días durmiendo fuera y necesito descansar una semana. Mírame: te he dicho que me mires. ¿Ves mi mano? Este anillo es una impostura desde hace meses. Paula vive en Madrid no porque trabaje en Madrid, sino porque allí alguien ha conseguido metérsela mucho mejor que yo”. Le habría finalmente dado un abrazo, nos hubiéramos ido al suelo si a él le seguía haciendo tanta gracia, y después de rodar varios segundos me levantaría, me sacudiría el pantalón mirando de reojo alrededor y me iría calle arriba, sumergido felizmente en aquella aplastante, deliciosa rutina.

En el caso de no apetecerme dar muchas explicaciones también podía llamar a los gitanos a que le diesen una paliza.

Pero las cosas nunca suceden como uno las piensa años después.


Noviembre, 2007

7 comentarios:

M. dijo...

Disculpen la extensión. Mvdlm es el título (las iniciales, más bien) de algo en lo que espero ponerme a trabajar ya. Valoro la crítica: la constructiva y la destructiva. Ésta última, por lo demás, me pone cachondo. Así que no se corten.

Abrazos.

conde-duque dijo...

Manuel, por ahora no emito opinión, porque en una primera lectura rápida me he perdido muchas cosas. No he seguido bien la historia. Volveré...
Pero sí voy a extraer las frases que más me han gustado:

-"...niebla baja alguna mañana como aquella, presagiando el frío, y tipos arrogantes de traje y maletín caminando sin rumbo de un lado a otro mientras las terrazas de A Verdura y A Leña comenzaban un declive hermoso, casi fantástico, que entusiasmaba a los excursionistas de la tercera edad."
-"Se enamoraba de mujeres y luego las mujeres lo abandonaban a él, resumió sin ganas. Llevaba una vieja camiseta de Fido Dido y los pantalones abiertos por la bragueta, en un gesto muy suyo al sentarse. [y lo que sigue]".
-"...una tarde prometedora al pie de la Peregrina, viendo desfilar las cervezas y las mujeres en un tibio ejercicio de nostalgia".
-"Paula vive en Madrid no porque trabaje en Madrid, sino porque allí alguien ha conseguido metérsela mucho mejor que yo”.

Y unas cosas concretas:
-En la penúltima frase del 5º párrafo, la expresión "...que mismo parecía..." es muy gallega. Creo que en castellano no es correcta.
-Y en la última frase del 5º párrafo se repite "imposible".
-En esta frase, que es muy buena: "La multitud desperdigada, informe y serena que camina autómata por una ciudad a ciertas horas cargando el dolor de una vida echada a los cerdos", me suena raro lo de "camina autómata".

Abrazos.

M. dijo...

Gracias, Conde! Esperaba el primer comentario. Tus sugerencias me parecen bien, de hecho las cambio ahora en el original, salvo lo de "mismo parecía": me interesa una historia muy gallega, aunque haya que asaltar el idioma y salir de la ley.

Apertas!

Mabalot dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Mabalot dijo...

Me recuerdas a Javier marías, pero me gusta. Me gusta más lo tuyo, quiero decir.
Manuel, si no eres de Pontevedra hay cosas que quizá no se entiendan; la Parda, Montecelo. Cárcel de la Parda, Hospital ...

A mí Manuel me parece que aquí están resumidas ocho novelas, a lo Balzac. Cuentas tanto que es difícil seguirte, o al menos parece que me pierdo algo, que hay cosas que no acabo de entender. Me recuerda un poco también esa forma de narrar a lo Bernhard en elque empieza la novela como si llegáramos a medias y a todo lo que se refiere ya tuviéramos acceso antes. Eso es una opción estética, que a mí me interesa también, pero requiere en el relato corto explicar algo.
Resumiendo; el tono me gusta, la voz. No entiendo muy bien todo lo que pasa, o tengo la sensación de no haberme enterado de todo.
El otro día lo leí muy rápido. Ahora con más calma, pero aún así se me queda algo indefinido. Pueden ser las horas, ya no estoy para muchos trotes. Y tampoco tiene que ser malo.

Ahora tú deberías decir como Faulkner cuando le dijeron que algunas personas en la segunda lectura de sus novelas seguían sin entenderlas; pues que las lean tres veces, dijo.

Un saludo. Quiero ler más.

M. dijo...

In res media, también. Me gusta eso. Siempre he querido hacerlo.

Hay tres partes, al menos en un esquema (y olvidé aclararlo, disculpad: ¡no es un relato!). La historia, que debería ser larga, se desarrolla en tres planos: Final, Medio y Principio. Por ese orden, pero alternándolos en los capítulos. En este texto (que pertenece al Medio), efectivamente, todo va muy rápido, casi atropellado. Se refleja además la forma en la que está escrito: salió de golpe.

En otras partes ya se especifican zonas concretas de Pontevedra y también de Santiago, y se aclara lugares como Montecelo o A Parda.

Tengo la idea, y hay siete u ocho textos de similar extensión por ahí bailando que probablemente pondré a prueba aquí, antes de zambullirme: no para hablar de la historia, que poco se puede saber con quinientas palabras, pero sí el estilo, el tono, la forma de contarla. Y escuchar con atención vuestros juicios (que no son obligados, ojo: yo, particularmente, odio eso de que te estampen el texto en la cara y te digan "dime qué te parece"). No quiero hacerlo así. Si surge algo que decir, se dice. Si no, callados todos comos putas.

Me cuesta mucho (muchísimo) escribir: ponerme, más bien, a escribir. Pero me gusta leerme cuando hago las cosas bien. Cosas de la vanidad. No me muevo en ambientes literarios, ni nada que se le acerque, así que ya sabéis lo mucho que valoro y aprecio vuestra correspondencia.

Beizóns!

(Muy bueno lo de Faulkner. Y genial -¡aunque no la comparta!- tu primera frase: "Me recuerdas a Javier Marías, pero me gusta".

Anónimo dijo...

Manuel,tengo la sensación de que he pescado algo interesante al leerte. Me ciño únicamente al modo de contar lo que quiera que cuentes, porque, como has dicho, es parte de algo mayor. Hay escritor, que es condición sine qua non para seguir hablando de la obra. No soy partidaria de la crítica destructiva (sí, en cambio, de la disuasoria, que hace tanta falta con tanto letraherido como hay por ahí) y además el efecto que te produce me inhibe bastante de hacértela a ti en concreto. En cuanto a la constructiva, que es la única que creo que merece la obra, es sugerirte que repases, releas y desbroces y luego pruebes a ver qué sensación te produce tu trabajo. Todo él es muy potente y en estos casos una mayor sobriedad expresiva destaca más aún la línea maestra de lo que quieres comunicar (que yo he creído entender que en este caso es la desesperanza). Me parece excelente la descripción cuerpo-mente de Uxío. Me gusta muchísimo cómo acaba. Dices historia gallega y seguro que lo es. Yo estaba viendo a dos irlandeses. Dicen que unos y otros descienden de los mismos padres, no sé.

Por favor, mantenme informada...