Hacía mucho calor y tenía dolor de garganta. El mundo estaba a punto de acabarse, como siempre, aunque esta vez iba en serio. Ella ya se había marchado. Una nota atrapada por un imán en la nevera decía; comprar naranjas y limones.
Parecía que toda la ciudad dormía la siesta.
Oí un cric cric que salía de la hierba seca, y de los arbustos y hasta del asfalto caliente. Cogí las llaves de casa, la cartera (comprobé que había billetes), y metí un libro pequeño en el bolsillo trasero del pantalón. Era Verde agua de Marisa Madieri. Me sentaría a leer en una cafetería, y después compraría naranjas y limones. Al bajar pensé que quizá tenía fiebre, porque el calor de afuera me parecía lejano. Di dos pasos y sudé un poco.
Un sudor sin humedad; un sudor seco. Caminé en dirección contraria al centro, y como es una ciudad tan pequeña y yo vivía casi a las afueras pronto me vi caminando por un barrio de la periferia.
Ni un alma por la calle. Los edificios, casi todos iguales, parecían vacíos, y quizá lo estaban pues no hacía mucho que los habían terminado de construir. Pero los jardines secos y terrosos y los hierbajos saliendo de las grietas de las aceras le daban un aspecto fantasmal a todo aquello. Se veían cortinas en algunas ventanas. Bajé una pendiente de tierra por un carrero estrecho que parecía un atajo y llegué a una explanada enorme con un edificio grande y cuadrado en el medio. Todo era asfalto a su alrededor y ni siquiera había coches aparcados. El edificio era un cubo de espejos oscuros. Se veía el reflejo del cielo y de los edificios tristes y oxidados que había en la calle de enfrente. Seguí por la acera desierta. Vi que había una cafetería unos portales más allá, y estaba abierta.
Dos tipos dentro. Entré sin pensármelo y fui a la barra. Cogí un periódico y le pedí un cortado a uno con la camisa por fuera y los brazos muy anchos que estaba tras la barra. Parecía sudado y tenía el pelo húmedo. La camisa también estaba abierta hasta el pecho, sin pelos, un pecho de goma. Me miró como si no pasara nada. Algunas mesas, todas vacías, estaban ocupadas por tazas y platillos y ceniceros colmados de envoltorios y colillas. Escogí una mesa al lado de la ventana. En la televisión (una pantalla enorme en lo alto) no se veía nada, a no ser un menú fijo que no podía leer, pero algo horrible como un zumbido de un despertador o una alarma anti-incendios sonaba muy alto. El tipo apoyado en la barra llevaba el pelo muy corto y hablaba de unos chupitos, que le habían invitado a unos chupitos, que les habían invitado a unos chupitos, que tomaron unos chupitos, y repitió tantas veces la palabra chupitos que empecé a marearme literalmente, y creí oír chepitos, chopitos y algunas variantes extrañas.
Tenía una sombra de barba muy marcada y las cejas gruesas, dejándole poco párpado a la vista. El rostro brillante, como encerado, de sudor secándose. Hablaba a gritos con el barman, que iba y venía de las mesas a la barra recogiendo taza a taza con las manos (quizá llevaban días allí, pues algunas parecían despegarse de la superficie), y charlaba con su cliente con mucha confianza; ¿os invitaron a unos chupitos?
Hablaban tan alto que me pareció que de seguir así tendrían, a la fuerza, que caerse muertos de un momento a otro, reventándoles las cabezas de tanto aguantar aquel barullo. Aparté el periódico (era del lunes pasado), que también gritaba a su manera (con unos titulares que parecían escritos por alguien que se rascaba la cara con las uñas de desesperación), y saqué el libro. Era tan fino lo que me proponía; tan civilizado, tan irrazonable, tan mariquita. ¿Qué hacía con eso allí? ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, lo sabía, pero no me conformaba, pues en ningún sitio podía hacer nada. De fondo, el mármol negro, y mis manos sujetando el libro. Sólo en aquel estado de insensibilidad intentaba aislarme con el libro de los demás. El libro de Madieri es un diario y al mismo tiempo un relato del pasado. Leía: “La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente.”
Pronto vi que allí estaba perdiendo el tiempo, o simplemente que allí no había tiempo. Que no podría leer y que me acabarían tirando un chupito por la cabeza y me plantarían fuego con un mechero, sólo para verme correr convertido en una antorcha humana. Durante unos minutos los miré por encima del libro y parecía que se movían y hablaban (los ojos entornados) como si les doliese la cabeza y ya no pudiesen librarse del mal a no ser huyendo hacia adelante, insistiendo en el ruido, en el alcohol y en los gritos.
Entraron tres personas; una señora, con una gran sonrisa que parecía fija en su cara y un tipo que debía ser el marido y un chico de unos treinta. Se adaptaron perfectamente al tono del local, a grandes voces. Hablaban de un coche. Parecían bastante animados. Se quedaron en la barra.
Retorné al libro y en unos segundos sucedió lo más extraño. Escuché como todos los sonidos se unieron para formar distorsionado un corral de gallinas que se volvían locas, y quizá con otros animales salvajes no identificados unidos al jaleo. Un corral de gallinas gigantescas enchufado a un amplificador. Oí perfectamente los cacareos altísimos, y en cambio la imagen de los que me rodeaban era de agitación pero nada en sus bocas aparentaba que emitieran cacareos exactamente. ¿Cómo oía lo que oía? En total el sonido era el de un lugar en el que hubieran metido a distintos animales muy agitados y ruidosos, hambrientos, salvajes, pero por encima de ese fondo resaltaban los cacareos de unas sopranos con plumas e histéricas. Como el color negro es la suma de todos los colores, aquel sonido era el clímax de todas las voces y ruidos que se habían reunido allí en aquel momento, y de algo más.
Ya sin esperar ni un minuto más me levanté y me acerqué a la barra. Pagué el euro y pico que costaba el café y salí de allí con la certeza de haber fracasado una vez más. Quizá la última. Guardé el libro otra vez en el bolsillo y busqué la frutería para comprar naranjas y limones. Caminé bajo el sol. Notaba el sudor en las ingles y dentro del cráneo.
La fruta estaba en un sótano al que se accedía por una rampa. Las dependientas cuchicheaban. Al verlas me desperté. Metí limones retorcidos en una bolsa pequeña y trasparente y naranjas en otra más grande. Eran unas naranjas enormes, mucho más que pelotas de tenis. La chica que me cobró, de ojos saltones y de piel muy blanca, me miró. Por un momento estuve a punto de decirle algo. Tenía unos pechos que respiraban bajo la blusa y el mandilón.
Volví a casa. No había nadie. Me hice un zumo.
5 comentarios:
Bueno, aquí dejo algo para que me lo despellejéis, si podéis acabar de leerlo.
Escrito hace tiempo. Así podéis criticarlo con más confianza, porque el que lo escribió ya no es ninguno de nosotros.
Qué bueno, Mabalot, me ha gustado mucho. Es como misterioso, fantasmagórico, no sé, como si fuese el sueño de un muerto. Podría seguir acompañando a este personaje fantasmal durante una novela entera, de un lado para otro, sin que pase nada, o sin que sepa qué es lo que pasa. [Quizás podría ir de pueblo en pueblo, viendo asesinatos de no se sabe quién].
Desde luego, aquí hay un escritor con ojos, como Topor (por mí puedes ponerlo cuando quieras, pero ojo que no le meta mano a la Kate Moss).
Se me ha mezclado un poco el ambiente del relato con el de "El celo", de Sadie Frost, que estoy viendo ahora en la tele (o sea, con "Otra vuelta de tuerca", de Henry James), y claro, se me ha tirado el relato hacia el miedo, cuando en realidad es más un Carver, creo yo.
Mañana me lo volveré a leer, a ver hacia dónde va.
Muchas gracias. Yo también veo que me ha salido un poco así, fantasmagórico. Los relatos de Carver son también un poco de terror, o de in "inquietud", bisnietos de Poe. La gran pregunta podría ser; ¿Todo relato viene de Poe, directa o indirectamente?
No sé. Para mí, Carver, que supongo que se me pegó más de lo que creo, aunque hace muchísimo que no lo leo , es un poco un relato de terror en el que se omite toda referencia explícita a lo fantasmagórico etc...
No me enrollo más.
La foto no tiene nada que ver, pero como hace poco vi una exposición de las polaroids que Tarkovsky sacó antes de exiliarse en Italia(volvía a ellas para recordar su casa y el paisaje de su tierra) pues pongo una que pillé por ahí.
Saludos.
No sé, quizás es que todo relato que empieza en una casa y no termina, o termina de forma abierta, me parece ya un Carver. Pero entonces demasiados relatos serían Carver. El criterio no es válido.
Un buen alucine, Maba. Creo que muchos nos hemos visto en esas alguna vez. Me parece magistral la descripción de algo tan poco descriptible. El final es muy bueno. Creo que le da volumen a la historia. Y también creo, aunque ya te lo he dicho otras veces, que escribes muy bien.
Un abrazo,
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