«Me llamo Armin Meiwes, nací en 1961, soy ingeniero informático, de Rottenburgo, Alemania. Maté a un hombre, lo descuarticé y me lo comí. Desde entonces, lo llevo siempre conmigo». Aún no he logrado olvidar esas horribles palabras, tan claras y seguras, pronunciadas con una pavorosa naturalidad, sin aire solemne, como si revelasen los datos más comunes y cotidianos de una persona normal. Me las dijo el propio Armin Meiwes en la celda 345 del Módulo B de la Prisión de Alta Seguridad de Kassel, en el transcurso de una entrevista que duró varias horas y cuyo contenido fue tan espantoso que, si un feliz golpe de amnesia no lo remedia, me ha destrozado la vida para siempre.
Es posible que todo empezara en 1969, año simbólico en lo social y en lo meramente numérico-sexual, cuando Armin Meiwes tenía ocho años. En realidad las cosas no «empiezan» ni «acaban» nunca, las cosas simplemente suceden, empiezan cuando suceden y acaban cuando suceden, simplemente, las cosas suceden en el momento en que suceden, ni antes ni después. Sólo cuando algo ocurre podemos decir que ha pasado, y todo lo que hagamos después, todo lo que digamos, todo lo que hurguemos en el pasado y busquemos en el futuro para encontrar las causas o las consecuencias será una mentira, una falsificación, una mitificación de los hechos que repercute en la simple facticidad de otros hechos, falsificándolos, una mentira a costa de otra —quizás no menos— mentira. Probablemente sea absurdo buscar los antecedentes, las motivaciones, los complejos, los traumas de la infancia, etcétera, pero aquí estamos, en la Era Freud, y resulta inevitable chapotear en el fango. Por otro lado, aquí estamos para contar, para relatar lo que se nos ha contado, para jugar con la realidad sin juzgarla (pero inevitablemente la juzgamos), para mentir con la máscara de la realidad y del, así llamado por algunos, Nuevo Periodismo. Nos han contratado para entrevistar al personaje en su celda y escribir una crónica verídica con tintes literarios de unos hechos que, se mire como se mire, son espantosos. Armin Meiwes me cuenta su historia y yo, inevitablemente, me convierto en una especie de psicoanalista-neurólogo-investigador que trata de hurgar en el cubículo de su mente supuestamente deformada, en sus recuerdos, en sus ideas, en sus palabras, buscando las raíces de la violencia, del mal, del horror, de ese canibalismo atroz lleno de significación sexual y que, sin embargo, no está tipificado como delito en Alemania. Meiwes es delgado, elegante, cortés, algunos dirían que hasta resulta atractivo, se muestra serio, decidido, habla con seguridad, con una cadencia monótona pero normal, sin estridencias, no se da aires de nada, tiene los ojos claros y los labios finos, apenas varía el gesto. Lo más aterrador de todo es que, viéndolo comportarse, oyéndolo hablar, no parece un loco. Esa no-locura nos asusta y nos desasosiega porque no es posible que este hombre no esté loco. Habla del sabor de la carne humana como quien habla del sabor de un filete de ternera, pareciera que está dando una conferencia, literaria o científica, quizás más científica que literaria, porque la literatura lo embadurna todo, lo pringa, lo desvirtúa, y este hombre habla con la exactitud de un analista de laboratorio, Meiwes tiene aspecto de profesor de universidad alemana, serio, reposado y distinguido, con su cartera de piel y la corbata siempre recta. Es imposible que nos hagamos una idea de a qué sabe la carne humana, no podemos, y aunque lo hiciéramos tampoco podríamos explicarlo. Armin Meiwes trata de explicarme a qué sabe la carne humana y lo único que alcanza a decir es que sabe a cerdo, que es como comer cerdo, la carne humana sabe a cerdo pero un poco más fuerte, y es algo más sustanciosa. Y uno piensa: claro, la carne es carne, es carne de cerdo, de ternera, de hombre, pero esa idea de que la carne es carne nos asusta, nos desasosiega, porque hay un valor distinto, inapelable, ponemos un valor delante de esa carne de modo que, dependiendo de dónde provenga, será una cosa o será otra, será un rico manjar o una atrocidad absoluta, será un banquete o un crimen horrendo, es cuestión de valor, de metafísica humana, si se quiere, de mentira o automitificación, no de hechos, no de cosas, no de carnes. Cuando, de pequeño, Meiwes y los demás niños del pueblo presenciaban la matanza de docenas y docenas de animales, cuando veían cómo los despellejaban y los desangraban y después los limpiaban, cuando a la noche se los comían, todos juntos, como gran banquete final de las fiestas, cuando asistían a estas orgías de sangre, de tradición y folklore, de exquisita e ineludible gastronomía, todo era bueno. Y después resultó, para el adulto y desconfiado Meiwes, que eso mismo pero en otro cuerpo ya no era tan bueno.
Es posible, decía (hace un rato, ya casi ni me acuerdo), que todo empezara en 1969: el pequeño Meiwes, de ocho años, jugaba con los vecinos cuando vio que su padre se marchaba en coche. Nunca más volvió. Este abandono, unido a la huida de casa de sus hermanastros, sería decisivo en el diagnóstico del doctor Freud, y mientras me lo cuenta, Meiwes hace de Freud de sí mismo, quizás ha leído o estudiado algo de psicoanálisis, pero no le servirá como treta para encontrar atenuantes de su crimen: Meiwes está juzgado y bien juzgado, ya nunca saldrá de la cárcel. «Tras el abandono de mi padre, me sentí muy solo. Mi madre se encerró en sí misma y no hablaba con nadie; se pasaba las horas, los días, los meses metida en casa». Waltrud Meiwes, que así se llamaba la madre, rompió completamente su relación con el mundo exterior y, poco a poco, fue sustituyendo la realidad por un mundo absurdo de fantasía: se veía a sí misma como la señora de la mansión y a su hijo como el paje; se vestía con ropajes medievales y hacía lo mismo con el pequeño Armin. Éste se dejaba controlar totalmente por su madre, digamos que vivía una existencia vicaria, la que representaba la voluntad de su madre; no era autónomo, independiente; hacía todo lo que ella decía, la obedecía en todo. Armin Meiwes siempre quiso tener un hermano más pequeño, y su único consuelo era la compañía de un amigo imaginario, que acabaría convirtiéndose pronto en su primera fantasía homosexual. Freud ha hecho mucho daño en este sentido. En poco tiempo Armin tuvo conciencia clara de la gran tarea de su vida, la que le acompañaría siempre: quería que los demás se convirtieran en una parte de él, y para conseguirlo tendría que comérselos. Era el deseo de comerse a alguien para que siempre estuviera con él lo que le consumía. «El mejor antídoto contra la soledad», me dice el Freud que se esconde en el propio Meiwes, que a continuación teoriza: «El fetiche es la carne masculina. Matar a un chico y comérmelo, ésa era mi fantasía. Pero sin obligar, tenía que ser voluntariamente». Y ahí fue donde, años después, aparecería el segundo protagonista de esta historia, del horror: Bert Brandes.
«Abreviemos la parte aburrida», me dice Meiwes, que por primera vez se muestra algo inquieto: «Me alisté en el ejército. Regresé a casa. Murió mi madre. A través de internet conseguí establecer contacto con unas 400 personas (caníbales o posibles víctimas). Frecuenté los chats sobre canibalismo: eran muchas las personas que querían ser comidas, pero sólo Bert Brandes quiso llevarlo a cabo». Brandes era un ingeniero berlinés homosexual que había alcanzado gran éxito en el mundo de los negocios; también era un constante aventurero sexual, masoquista hasta el extremo. No sólo le gustaba sentir dolor, sino que además atesoraba un gran sueño: que le cortasen el pene. Contactó por Meiwes por Internet y le dijo: «Te ofrezco la oportunidad de comerme vivo». Aquello era casi impensable, un inaudito caso de simbiosis: dos ideales de felicidad monstruosos que convergían y encajaban en un mismo punto: comer y ser comido.
El 9 de marzo de 2001 a las 11.14 horas Bert Brandes llegó en tren a la tranquila ciudad de Rottenburgo. En el andén le esperaba Armin Meiwes. Tal y como habían acordado por Internet, fueron en coche a la casa de éste. Apenas hablaron en el camino. Llegaron a la casa y se dirigieron al salón. Inmediatamente, Brandes se desnudó: «Ya puedes contemplar tu cena», le dijo. Meiwes colocó una cámara de vídeo para grabar toda la escena, e incluso la conectó al televisor para que el propio Brandes pudiera verla, para cumplir así su sueño inmortal e inabarcable de felicidad, de presenciarse a sí mismo en la más intensa y excitante experiencia sexual imaginable, el mayor placer nunca alcanzado, el éxtasis que rasgaría la membrana del universo. Ser devorado vivo era para él la mayor felicidad. En realidad, la Consumación Absoluta del Placer, el ser comido por otro, él no podría verlo, naturalmente, pero la antesala se presentaba lo suficientemente atractiva para él: quería ver con sus propios ojos cómo se le quedaba el pene cuando se lo amputaran. Se ofrecía en sacrificio, se inmolaba en la realización de una eucaristía oscura y tremenda, que coincidía exactamente con su principal fantasía sexual, recurrente hasta la obsesión. Brandes puso su pene sobre la mesa y Meiwes se lo cortó de un tajo con un cuchillo. Brandes pegó un grito, pareció dolerse, pero enseguida —como se apreciaba en la copia de vídeo que me prestaron en el Juzgado— empezó a disfrutar viendo cómo la sangre manaba de su cuerpo, como un surtidor. Gozaba viendo su miembro deshecho y sangrante. El motivo de tantas desdichas, por fin, cercenado. Al rato ya no le dolía, pero Brandes quería experimentar más dolor. Le pidió a Meiwes que lo ayudara a incorporarse y lo acompañara a la bañera. Allí estuvo varias horas desangrándose. Mientras tanto, Meiwes intentó comerse el pene, pero no resultaba comestible (tendría que cocinarlo más adelante). «Sólo veo oscuridad», decía Brandes. Así lo relató el propio Meiwes: «Se iba desangrando en la bañera. Se sentía feliz por estar inmerso en su propia sangre. Se murió. Recé (¿al diablo o a Dios?, me pregunté)». Fue una agonía lenta, muy lenta, e inimaginablemente dolorosa, placentera.
Después empezaría la labor de despiece del cuerpo. No es tan sencillo. ¿Cómo se descuartiza un cuerpo humano? «Le separé la cabeza del cuerpo. Lo colgué del techo. Le quité los órganos y le corté por la mitad, vertí agua caliente sobre las dos partes y las lavé», etcétera. Cocinó algunos trozos: por fin, tras cuarenta años de espera, de vida triste y sin sentido, Meiwes probó su primer trozo de carne humana. Durante varios meses (hasta que alguien dio la señal de alarma y la policía acudió a su casa) Meiwes siguió cenando a diario la carne de Brandes, que permanecía escondida en un congelador en el sótano. Esta ceremonia solitaria, repetida cada noche y convertida, por tanto, en rutina, resulta para mí lo más aterrador de todo. Con ritmo pausado y aire solemne, Armin Meiwes disponía la mesa en el comedor, se servía un buen vino y traía la carne de Bert Brandes cocinada en una bandeja, con una guarnición de patatas. Era todo un ritual, como un gran espectáculo para sí mismo y para los dioses que nos vigilan, esos ojos que asoman en la naturaleza. Un hombre solo, en una granja de Alemania, comiéndose el cuerpo de otro.
Y ahora, aquí, yo solo, en mi casa de Wisconsin, sentado en el sofá como un vegetal frente a la televisión (he dejado el periodismo, el Viejo y el Nuevo: me niego a seguir conociendo el horror), aquí sentado, digo, ya de noche, pienso en la frialdad de Armin Meiwes, en la cadencia monótona de sus palabras, en su gesto inmóvil, en su mirada azul, en su mandíbula masticando carne… y no consigo conciliar el sueño.
7/9/09
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8 comentarios:
Aquí dejo esta historia real y truculenta que vi en un reportaje de Documentos TV.
Me ha salido un poco larga.
A pesar de las apariencias, he intentado no relamerme demasiado en lo morboso, aunque parece difícil.
El libro de Capote me gustó, aunque no lo terminé. El título, así, parece de coña.
Un saludo.
Buena manera de empezar la vuelta al cole. Yo no creo que te haya salido largo, y me parece muy bien escrito. Lo que pasa es que el tema es tan fuerte que supera lo literario e invita más a un debate sobre el asunto que a una contemplación del estilo. Para mí resulta fundamental en tu personaje que sólo admitiese esa ceremonia de posesión absoluta si el otro también la admitía. Eso, para mí, lo despoja de monstruosidad y lo hace simplemente alguien distinto en un mundo que no es el suyo. Pero valoro su valentía al contemplar sus instintos y dotarlos de dignidad. Creo que es un hombre moral, con otro código diferente al nuestro, pero moral. De fondo, una aterradora soledad a la que se enfrenta como puede y como sabe. y también el obligado cuestionamiento de la hipocresía humana. Carne es carne, lo demás son categorías que nos hemos inventado para sentirnos menos brutales. No sé, tal vez el hecho de ser vegetariana me haga coincidir con un antropófago si no en el menú, sí en la coherencia. En todo caso, creo que el camino de lo burdo a lo sutil (que es el camino del ser humano) no pasa por ocultar lo burdo sino por refinarlo, para lo cual no hay como reconocerlo primero.
Un abrazo a todos,
Hola, Luisa.
Supongo que un relato sobre una historia real tan tremenda no tiene sentido ni valor ni justificación alguna, porque lo que importa es la historia real como tal y los debates que puede suscitar (de todo tipo: moral, legal, sexual, el tema de la carne, etc; en definitiva, supongo, la cuestión es dónde se pone el límite de lo que se considera “normal”). Un relato así es una mera utilización, quizás. En este caso me ha servido para quitarme de encima (para objetivar en cierto modo, con un narrador ficticio que es un periodista, etc) esta historia que me dejó bastante impactado cuando la vi en la televisión. La putada es que se la traspasas a los otros. No sé, quizás es mejor no saber de ciertas cosas.
Yo creo que, en el fondo, lo que da miedo (aparte del hecho de que ¡¡¡400 personas!!! estén dispuestas a comer o ser comidas) no es que alguien haya hecho algo así, sino que hable de ello con tanta naturalidad e intente razonarlo de una manera “normal” (está claro que no es un criminal al uso, estuvo muchos años reprimiendo sus instintos, esperando a alguien que quisiera ser comido; de hecho, como en Alemania la antropofagia no está tipificada, le tuvieron que condenar por asesinato, creo; el otro quería morir así, de modo que podría considerarse casi como eutanasia sexual, o qué sé yo). (Después, lo freudiano es más de los periodistas y psicólogos y psiquiatras que lo trataron, que siempre caen en eso, aunque yo creo que él supo orientarlos astutamente dando la información apropiada). No lo veo exactamente como hipocresía por nuestra parte. La realidad humana es valoración humana, inevitablemente. Ponemos un límite y ya está. Al otro lado empieza lo monstruoso, como en este caso.
Los temas de debate, ya digo, son muchos, y es imposible tratarlos aquí, por escrito; mejor sería hablarlo tomándose unas cañas y tal (bueno, tampoco es un tema agradable para hablarlo tomando unas cañas). Pero, al margen del análisis racional del caso, no lo puedo ver de otra manera: para mí es un monstruo. Un monstruo humano, pero un monstruo.
Luisa, me gusta mucho tu última frase pero no la termino de pillar bien. ¿Qué quieres decir?
Un abrazo.
Pues justamente tiene relación con la monstruosidad (o lo que decidimos llamar "monstruosidad"). El proceso de crecimiento consiste en negar lo que no nos gusta de nosotros mismos, lo que nos separa de los demás o de lo que queremos y optar por lo que se considera o consideramos correcto para vivir la vida que tenemos o queremos vivir. Todo eso, todo lo reprimido, se queda escondido pero no por eso deja de existir. Y pasa a ser, en nuestra conciencia, lo oculto, lo prohibido, lo monstruoso. El proceso de madurez pasa por hacer visible lo invisible, reconocer en nosotros nuestra propia sombra (donde acechan los "monstruos"), en hacer el camino de regreso a lo que hemos ocultado. Sólo a partir de ahí podemos restar poder a esa sombra, integrándola en nuestra conciencia. No se trata de seguir sus dictados (en este caso, de comer carne humana) sino de cuestionar lo visceral de nuestro rechazo; porque detrás suele acahar un miedo a nosotros mismos que tiene más de mítico que de real. Pasar de lo burdo a lo sutil es contemplar nuestra historia desde la compasión en lugar de desde el miedo. Eso también nos permite ser compasivos con los demás. Es algo dificilísimo en el día a día (al menos yo lo encuentro dificilísimo); pero sigo creyendo que el camino del ser humano pasa por ahí.
Bueno, me he alargado un poco, espero haber contestado a lo que querías.
Ah, lo de las cañas es una buena idea. Tendríamos que hacer algún encuentro solanero, ¿no?
Un abrazo,
Explicado queda, muchas gracias, Luisa.
Nos lo pasaríamos muy bien charlando de estas cosas delante unas cañas porque creo que tenemos visiones muy distintas: por seguir con la comida, es como el abismo existente entre unos huevos con morcilla (yo) y un té sutilmente aromático (tú). Occidente/Oriente.
Si te entiendo bien, contrapones miedo a compasión. Es curioso: ya sabes que la catarsis que propugnaba Aristóteles para la tragedia griega era algo así como una purificación a través del miedo y la compasión.
Yo me reconozco miedoso, y en cierto modo no quiero dejar de serlo. Quizás no me quiero liberar de eso, y si ése es el camino de la felicidad, me tocará seguir siendo infeliz, supongo.
Tampoco creo que todo lo que NO hagamos sea algo reprimido (esto va por Freud, no por ti): no pienso comerme a nadie, pero no porque me reprima sino porque no tengo el más mínimo interés, ni me apetece; me repugna. ¿Es una repulsión cultural? Puede ser. Si viviera en una tribu caníbal lo vería como algo normal... Pero no es el caso.
Creo que hay defectos que tenemos que seguir teniendo, y no pasa nada. Sin ellos, quizás, no seríamos nosotros. O seríamos todos iguales, o sea, un coñazo. Demasiado perfectitos.
Por cierto, el domingo pasé por la autopista al lado de Urueña, pero ya estaba anocheciendo. Queda aún pendiente la visita, me apetece conocerlo. Son una murallas muy misteriosas.
Un abrazo.
De todas formas, estaba pensando que peor aún que yo es nuestro Manuel Jabois, que le encanta la oreja y demás casquería.
Nos tenías que haber visto este verano...
PD: Prometo (esta vez espero cumplirlo) que el próximo relato que ponga tendrá un estilo sobrio y conciso, como a mí me gusta, no de este estilillo autorreflexivo que me ha salido últimamente. Y una historia normal.
A mí lo que más me disgusta de esta historia es que de verdad sucediera. Si fuera solo un cuento rechinaríamos los dientes y ya está, a otra cosa. Yo, al contrario que tú, Luisa, pienso que el protagonista es un monstruo. Hay ciertos límites, creo.
Pero (y es otro tema) es que hay cosas que "no pueden ser" un cuento. Aunque sucedan de verdad.No sé si habéis oído este fin de semana la historia de una suicida que se tiró desde un octavo piso y, en su caída, mató a un peatón que paseaba con su mujer y su hija por la maldita acera. ¿Quién puede creerse eso en un cuento? En un cuento no, pero sí en un periódico.
Sí, José Manuel, esa historia también me dejó tocado cuando la escuché, aunque ahí es pura fatalidad, algo que nos deja más desvalidos incluso que la maldad ajena.
Estoy de acuerdo en lo que dices. Mejor paso página. La próxima historia te la dedico, la haré más convencido.
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