En aquel tiempo solían reunirse las abuelas. Eran cinco y se conocían desde niñas: el recuerdo más antiguo que unas tenían de las otras coincidía con el más antiguo recuerdo de sí mismas.
Las abuelas crecieron en una época irresponsable que pasó a la historia como "bella". En el mundo, hombres jóvenes morían en las trincheras, los profetas del pueblo cambiaban comida por sumisión, un barco que desafió a Dios se hundía en los hielos, niños obreros vagaban por las calles de ciudades que exudaban lujo; en los cabarets, los ricos encendían el tabaco con dinero cuando inyectar morfina en el muslo de una mujer era considerado una sofisticación exquisita. En el pueblo, Don Enrique se compró el primer automóvil, un carro dejó inválido a Marcial el porquero y sus ocho hijas tuvieron que echarse a la vida en la capital, se aprobó una derrama para adecentar el Casino, dos diputados celebraron dos banquetes en el Círculo de Agricultores y las cinco chicas -las cinco futuras abuelas- hicieron el mismo día la primera Comunión con sendas coronas de flores firmemente encasquetadas en la cabeza.
Luego vinieron los bailes, los novios, las bodas. Don Enrique se compró el segundo coche, su chófer se fugó con la hermana de Don Dámaso; Sisebuto, el hijo de la comadrona, se hizo político radical.
Cuando llegó la guerra civil, las cinco tenían hijos pequeños. Los amigos de Sisebuto requisaron el coche de Don Enrique y lo asesinaron; eso fue al principio. A Sisebuto y a sus amigos los mataron al final. Entretanto, un hijo nació muerto y otro murió de hambre; tres de ellas quedaron viudas y las otras dos apenas reconocieron a sus maridos cuando regresaron -piojosos y enflaquecidos- de un infierno del que nunca quisieron contarles.
Las cinco mujeres, que habían vivido tres años compartiendo miseria y congojas, enterraron a sus muertos y comenzaron, minuto a minuto, con firmeza implacable, a construir desde las ruinas.
Los campos estaban quemados; los hijos, hambrientos; los hombres, muertos o enloquecidos. Brotaban las venganzas como flores podridas, agravio por agravio, rencor donde hubo miedo. Y ellas, como obsesas, sordas al dolor, a la fatiga, con fuerza, con rabia, construían.
Limpiaron las tierras y las ruinas de sus casas, sembraron patatas, nabos y boniatos; a los hijos les raparon al cero para llevarlos a estudiar con las monjas, que les daban leche. Las viudas veían pasar las primaveras intentando olvidar que aún eran jóvenes; las casadas añoraban al hombre que se fue mientras consolaban al que regresó de su sueño agitado, sus llantos sin sentido, el terror que ocultaban sus revanchas brutales.
A veces, cosiendo en la ventana, veían pasar por la calle una multitud que arrastraba a un pelele alucinado. "¡Denunció a tu marido!", les gritaban desde abajo, "¡mató a tu padre!", "¡violó a tu hermana!" Y a ellas, que lo sabían, les parecía ahora imposible tanta maldad en ese cuerpo desarticulado.
Habían ganado, les decían por todas partes. Y ellas no lo creían.
Lejos de allí, un avión con nombre alegre destruyó para siempre la inocencia de los salvadores del mundo; seis millones de personas fueron a la desintegración en trenes decorados de fiesta mientras en otro universo paralelo las mujeres y los hombres bailaban sus historias de amor con trajes de satén y sombreros de copa; los jóvenes artistas, hijos de burgueses, purgaban su mala conciencia en antros de lujo ensayando ingenuas perversiones; la Iglesia clamaba en vano contra la descomposición de los valores.
En el pueblo se aquietaba la locura; los vencidos callaban y comían las primeras cosechas; comenzaban a reconstruirse las casas, las haciendas y la esperanza. Doña Luisa recuperó el coche de su padre y le dio las gracias a la Virgen comprándole un precioso manto. Los hijos crecían con la leche de las monjas; los hombres ocupaban, poco a poco, el puesto que ellas les habían guardado en el tiempo del horror. Pero ellas, que habían soportado la tempestad como juncos, habían aprendido de dónde brotaba la fuerza de su casa. Y eso marcó sus vidas.
En aquel tiempo, pues, se reunían las abuelas. Los hijos casados, los hombres guardados en casa con prematura vejez; o en una tumba antigua con la foto de boda adornada de flores de trapo y una inscripción mentirosa: "Tu esposa no te olvida". Se reunían las abuelas y hablaban de sus cosas, poderosas las cinco, de su casa, su hacienda, sus hombres y sus nietos; hablaban con voz fuerte y parecían muy jóvenes moviendo sus pulseras colmadas de colgantes, riéndose al recordar sus historias de niñas, el hambre de la guerra desde su recuperada abundancia de muelas empastadas en oro, carnes regresadas, canas teñidas en la peluquería del pueblo en interminables sábados. Las abuelas mandaban en su casa y en las de sus hijos; hablaban de sus nietos como de hijos propios. Se habían instalado en la vida de forma tan dolorosa y certera que alargaban el plazo de gozar de su victoria.
En el mundo, los jóvenes cuestionaban la autoridad de los mayores, reinventaban la tribu, descubrían las flores; el hambre era sólo un recuerdo, el horror y las muertes se habían trasladado a países lejanos: no importaban ya. Florecían los inventos, las razas se mezclaban, las canciones se volvían incomprensibles; las consignas, enigmáticas. En el pueblo, donde casi todo aquello estaba prohibido, se sabía sin embargo que inexorablemente llegarían los aires nuevos. Ellas también lo sabían pero querían mantener, mientras vivieran, intacto su poder, su respeto, la vida que habían construido.
No pedían más.
No pedían menos.
Hoy, sus hijos, abuelos ellos mismos, cuentan que la muerte de sus madres fue el principio de sus propias vidas; imitan sin saberlo los gestos de una autoridad que no tienen; relatan sus anécdotas, su valentía, su dureza de los tiempos heroicos, su eterno dominio sobre ellos, con un cariño suave mezclado aún de rencor a veces.
Después de tantos años las aman y las temen.
Sus nietos las recuerdan.
Las abuelas crecieron en una época irresponsable que pasó a la historia como "bella". En el mundo, hombres jóvenes morían en las trincheras, los profetas del pueblo cambiaban comida por sumisión, un barco que desafió a Dios se hundía en los hielos, niños obreros vagaban por las calles de ciudades que exudaban lujo; en los cabarets, los ricos encendían el tabaco con dinero cuando inyectar morfina en el muslo de una mujer era considerado una sofisticación exquisita. En el pueblo, Don Enrique se compró el primer automóvil, un carro dejó inválido a Marcial el porquero y sus ocho hijas tuvieron que echarse a la vida en la capital, se aprobó una derrama para adecentar el Casino, dos diputados celebraron dos banquetes en el Círculo de Agricultores y las cinco chicas -las cinco futuras abuelas- hicieron el mismo día la primera Comunión con sendas coronas de flores firmemente encasquetadas en la cabeza.
Luego vinieron los bailes, los novios, las bodas. Don Enrique se compró el segundo coche, su chófer se fugó con la hermana de Don Dámaso; Sisebuto, el hijo de la comadrona, se hizo político radical.
Cuando llegó la guerra civil, las cinco tenían hijos pequeños. Los amigos de Sisebuto requisaron el coche de Don Enrique y lo asesinaron; eso fue al principio. A Sisebuto y a sus amigos los mataron al final. Entretanto, un hijo nació muerto y otro murió de hambre; tres de ellas quedaron viudas y las otras dos apenas reconocieron a sus maridos cuando regresaron -piojosos y enflaquecidos- de un infierno del que nunca quisieron contarles.
Las cinco mujeres, que habían vivido tres años compartiendo miseria y congojas, enterraron a sus muertos y comenzaron, minuto a minuto, con firmeza implacable, a construir desde las ruinas.
Los campos estaban quemados; los hijos, hambrientos; los hombres, muertos o enloquecidos. Brotaban las venganzas como flores podridas, agravio por agravio, rencor donde hubo miedo. Y ellas, como obsesas, sordas al dolor, a la fatiga, con fuerza, con rabia, construían.
Limpiaron las tierras y las ruinas de sus casas, sembraron patatas, nabos y boniatos; a los hijos les raparon al cero para llevarlos a estudiar con las monjas, que les daban leche. Las viudas veían pasar las primaveras intentando olvidar que aún eran jóvenes; las casadas añoraban al hombre que se fue mientras consolaban al que regresó de su sueño agitado, sus llantos sin sentido, el terror que ocultaban sus revanchas brutales.
A veces, cosiendo en la ventana, veían pasar por la calle una multitud que arrastraba a un pelele alucinado. "¡Denunció a tu marido!", les gritaban desde abajo, "¡mató a tu padre!", "¡violó a tu hermana!" Y a ellas, que lo sabían, les parecía ahora imposible tanta maldad en ese cuerpo desarticulado.
Habían ganado, les decían por todas partes. Y ellas no lo creían.
Lejos de allí, un avión con nombre alegre destruyó para siempre la inocencia de los salvadores del mundo; seis millones de personas fueron a la desintegración en trenes decorados de fiesta mientras en otro universo paralelo las mujeres y los hombres bailaban sus historias de amor con trajes de satén y sombreros de copa; los jóvenes artistas, hijos de burgueses, purgaban su mala conciencia en antros de lujo ensayando ingenuas perversiones; la Iglesia clamaba en vano contra la descomposición de los valores.
En el pueblo se aquietaba la locura; los vencidos callaban y comían las primeras cosechas; comenzaban a reconstruirse las casas, las haciendas y la esperanza. Doña Luisa recuperó el coche de su padre y le dio las gracias a la Virgen comprándole un precioso manto. Los hijos crecían con la leche de las monjas; los hombres ocupaban, poco a poco, el puesto que ellas les habían guardado en el tiempo del horror. Pero ellas, que habían soportado la tempestad como juncos, habían aprendido de dónde brotaba la fuerza de su casa. Y eso marcó sus vidas.
En aquel tiempo, pues, se reunían las abuelas. Los hijos casados, los hombres guardados en casa con prematura vejez; o en una tumba antigua con la foto de boda adornada de flores de trapo y una inscripción mentirosa: "Tu esposa no te olvida". Se reunían las abuelas y hablaban de sus cosas, poderosas las cinco, de su casa, su hacienda, sus hombres y sus nietos; hablaban con voz fuerte y parecían muy jóvenes moviendo sus pulseras colmadas de colgantes, riéndose al recordar sus historias de niñas, el hambre de la guerra desde su recuperada abundancia de muelas empastadas en oro, carnes regresadas, canas teñidas en la peluquería del pueblo en interminables sábados. Las abuelas mandaban en su casa y en las de sus hijos; hablaban de sus nietos como de hijos propios. Se habían instalado en la vida de forma tan dolorosa y certera que alargaban el plazo de gozar de su victoria.
En el mundo, los jóvenes cuestionaban la autoridad de los mayores, reinventaban la tribu, descubrían las flores; el hambre era sólo un recuerdo, el horror y las muertes se habían trasladado a países lejanos: no importaban ya. Florecían los inventos, las razas se mezclaban, las canciones se volvían incomprensibles; las consignas, enigmáticas. En el pueblo, donde casi todo aquello estaba prohibido, se sabía sin embargo que inexorablemente llegarían los aires nuevos. Ellas también lo sabían pero querían mantener, mientras vivieran, intacto su poder, su respeto, la vida que habían construido.
No pedían más.
No pedían menos.
Hoy, sus hijos, abuelos ellos mismos, cuentan que la muerte de sus madres fue el principio de sus propias vidas; imitan sin saberlo los gestos de una autoridad que no tienen; relatan sus anécdotas, su valentía, su dureza de los tiempos heroicos, su eterno dominio sobre ellos, con un cariño suave mezclado aún de rencor a veces.
Después de tantos años las aman y las temen.
Sus nietos las recuerdan.
1 comentario:
Tremendo... Resumes varias generaciones (no sólo la de las abuelas) en unos pocos párrafos. Impresiona ver las vidas tan "sentenciadas" (tempus fugit, polvo somos). Y da que pensar.
Un abrazo, Luisa.
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