Cada tarde, a la hora de la siesta, me siento en el salón de Lord Egremont con el firme propósito de divagar, de pasar el rato delirando, de dejarme llevar por las alucinaciones y los sueños. En esos ratos de ocio nadie me molesta. Detrás de la ventana el mundo sigue su ritmo: los jardineros continúan su labor, los sirvientes van y vienen con bandejas y manteles y notas de los señores y los campesinos se dirigen a labrar la tierra por última vez en la jornada.
El salón me hipnotiza. Sólo allí me siento a gusto y sin temor. Por el arco del fondo invade la estancia una nube de fuego, una luz cegadora, que agacha la cabeza y extiende sus alas para penetrar más profundamente en lo que parece un pozo o una cueva. Se borran las sillas, los baúles, las cómodas, el misterioso secreter. Todos los objetos se difuminan en esa media penumbra de cortinas echadas.
El salón me hipnotiza. Sólo allí me siento a gusto y sin temor. Por el arco del fondo invade la estancia una nube de fuego, una luz cegadora, que agacha la cabeza y extiende sus alas para penetrar más profundamente en lo que parece un pozo o una cueva. Se borran las sillas, los baúles, las cómodas, el misterioso secreter. Todos los objetos se difuminan en esa media penumbra de cortinas echadas.
Si aprieto los párpados, veo a la inmortalidad cabalgando en volutas, subida a un carro como de ocre etéreo, y criaturas marinas rodeándola, seres extraños, desconocidos, fantásticos, y las Tres Gracias agachadas o bailando o jugando al escondite, no sé. Por el suelo se derrama el corolario de las fiestas de otro siglo: papeles, vasos, hijos, licores, hogueras.
Si me quedo traspuesto, se me abalanza una jauría de perros con los ojos encendidos y los colmillos babeantes, pero abro rápidamente los míos y se quedan reposando bajo mis pies, dóciles y esponjosos como gatitos. Los acaricio y duermen, duermen.
A la derecha, desde un piano o un ataúd abierto, me saludan los cadáveres de la última peste. Tienen —o eso me parece a mí— el cabello erizado y las uñas manchadas de sangre. No me dan miedo, sólo un poco de lástima, como las estatuas de museo que se mandan callar unas a otras.
Lo sé. Digo cosas extrañas, que no tienen sentido. Por todo el condado de Essex corre la especie de que estoy loco. Me han visto —imagino— caminando solo por los prados y colinas y más allá del bosque, caminando día y noche, sin parar. Suelo cubrir mi cabeza con un sombrero negro, que sólo me quito para saludar a los cisnes del lago o para contemplar las nubes o para lanzarlo a las copas de los árboles.
George ha muerto y Elisabeth me ha dejado. Esto es un hecho; mejor, dos hechos incontrovertibles. Ya no podré disfrutar más de las conversaciones de aquél, ni tiene sentido seguir pensando en la boca de ésta. Se me suelen aparecer los dos en el espejo del fondo del salón. Nunca juntos. Un día uno y otro día el otro. Son reflejos borrosos espiándome. Mira, ahí está ella. Otra vez.
El reloj parisino da la hora. Entonces llega por los pasillos el olor a té y me incorporo del sillón y espanto los fantasmas que pueblan mi cabeza, cada tarde, de tres a cinco.
Si me quedo traspuesto, se me abalanza una jauría de perros con los ojos encendidos y los colmillos babeantes, pero abro rápidamente los míos y se quedan reposando bajo mis pies, dóciles y esponjosos como gatitos. Los acaricio y duermen, duermen.
A la derecha, desde un piano o un ataúd abierto, me saludan los cadáveres de la última peste. Tienen —o eso me parece a mí— el cabello erizado y las uñas manchadas de sangre. No me dan miedo, sólo un poco de lástima, como las estatuas de museo que se mandan callar unas a otras.
Lo sé. Digo cosas extrañas, que no tienen sentido. Por todo el condado de Essex corre la especie de que estoy loco. Me han visto —imagino— caminando solo por los prados y colinas y más allá del bosque, caminando día y noche, sin parar. Suelo cubrir mi cabeza con un sombrero negro, que sólo me quito para saludar a los cisnes del lago o para contemplar las nubes o para lanzarlo a las copas de los árboles.
George ha muerto y Elisabeth me ha dejado. Esto es un hecho; mejor, dos hechos incontrovertibles. Ya no podré disfrutar más de las conversaciones de aquél, ni tiene sentido seguir pensando en la boca de ésta. Se me suelen aparecer los dos en el espejo del fondo del salón. Nunca juntos. Un día uno y otro día el otro. Son reflejos borrosos espiándome. Mira, ahí está ella. Otra vez.
El reloj parisino da la hora. Entonces llega por los pasillos el olor a té y me incorporo del sillón y espanto los fantasmas que pueblan mi cabeza, cada tarde, de tres a cinco.
J. M. W. TURNER, otoño de 1843.
6 comentarios:
Conde, ¿este Turner es el pintor?No sabía que escribiera ni que lo hiciera tan bien...
...¿O es un relato tuyo sobre Turner? En ese caso, mil felicidades. ¡Sácame de la duda!
Hola, Luisa. Sí, es un relato mío como si estuviese escrito por Turner (pero con muchas licencias literarias).
Me alegra que te haya gustado.
Besos.
Esto es bueno, Conde, muy bueno. Rítmicamente perfecto. Perdona que no me extienda pero es que estoy bajo mínimos, pero la verdad es que me ha gustado mucho.
Sí, me parece buenísimo. Yo también pensaba que se trataba el fragmento de un diario de Turner, aunque no tenía noticias de que existiera o de que estuviera publicado.
Además has escogido un pintor pintor.
Grazie tanti, Antonio, Maba.
Salvado por el ritmo, podríamos decir esta vez.
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