En aquel tiempo apareció el inglés. Era un hombre alto, orgulloso y duro. Tenía cuarenta años o quizá cincuenta, la mirada casi blanca y un cuerpo de soldado.
Se dijo que el inglés estaba en tratos para comprar la casa grande, pero al final no hubo nada. Se dijo también que pensaba construir una gran casa en la era de Don David; que venía a montar una fábrica de envasados; que había huido de su país, que traía muchísimo dinero, que con sus ojos pálidos veía de noche como los gatos; que había presenciado un horrible crimen y por eso el pelo se le había quedado blanco; que en su tierra nunca salía el sol. Que no era católico.
El inglés le compró a los curas el monasterio de la loma roja y contrató a cuatro albañiles para que lo arreglaran. No tenía ni idea de español, pero era seco y autoritario y los hombres se plegaron pronto a sus órdenes. Por la tarde, en el bar de Polo, relataban las maravillas del día: la habitación pequeña de madera que él había traído desmontada, los grandes cuartos de baño, el enorme salón con chimenea, los diminutos dormitorios.
El inglés no cambió demasiadas cosas del viejo monasterio: llenó el claustro de flores, desembozó las fuentes y convirtió en piscina el estanque de las ranas. Llegaron dos camiones con muebles claros y sillones metálicos. En la capilla instaló un piano.
Contaban los albañiles que en la mudanza cayó por las escaleras una caja de metal y de ella escaparon dando tumbos dos cruces y una pistola; las cruces eran como las condecoraciones que se veían en las películas; la pistola, blanca y fría como el inglés: nadie se atrevió a tocarla.
Las obras duraron poco tiempo, mucho menos que las de la casa grande, pero el inglés siempre metía prisa con sus frases cortantes y duras. Los albañiles aprendieron a decir "okey": se lo decían unos a otros chateando en el bar de Polo, con chunga y orgullo; Polo, secando vasos, meneaba la cabeza; Celsa decía que un monasterio no es sitio para vivir.
Una mañana, el inglés cogió su coche y se marchó. Volvió al día siguiente, a la salida de la misa del domingo. Paró su coche en la plaza, bajó y ayudó a bajar a su mujer. Ella paseó la mirada por la plaza, por la iglesia, por la gente. Sonreía, era muy hermosa y estaba embarazada. Detrás de ella asomó un niño con la piel muy oscura, el pelo rizado y los ojos azules, que se cogió de su mano. Ella, la esposa del inglés, fue la primera mujer negra que se vio en el pueblo.
Todos se la quedaron mirando sin poderlo evitar. El inglés le rodeó los hombros con su brazo y los miró a ellos con su mirada blanca, con su aire de soledad y desafío.
Entonces Don Florián, que había viajado, se acercó a la pareja, besó la mano de la mujer y le dijo:
-Enchanté, madame.
Los demás se sintieron tan orgullosos de él que le aplaudieron.
Hoy, los hijos de los ingleses viven también en el pueblo. Uno tiene un criadero de orquídeas; el otro, un gimnasio. Gracias a ellos todos pudieron enterarse de que sus padres no eran ingleses en realidad. Pero llevaban tantos años llamándoles así, que el nombre de sus países verdaderos cayó pronto en el olvido.
Se dijo que el inglés estaba en tratos para comprar la casa grande, pero al final no hubo nada. Se dijo también que pensaba construir una gran casa en la era de Don David; que venía a montar una fábrica de envasados; que había huido de su país, que traía muchísimo dinero, que con sus ojos pálidos veía de noche como los gatos; que había presenciado un horrible crimen y por eso el pelo se le había quedado blanco; que en su tierra nunca salía el sol. Que no era católico.
El inglés le compró a los curas el monasterio de la loma roja y contrató a cuatro albañiles para que lo arreglaran. No tenía ni idea de español, pero era seco y autoritario y los hombres se plegaron pronto a sus órdenes. Por la tarde, en el bar de Polo, relataban las maravillas del día: la habitación pequeña de madera que él había traído desmontada, los grandes cuartos de baño, el enorme salón con chimenea, los diminutos dormitorios.
El inglés no cambió demasiadas cosas del viejo monasterio: llenó el claustro de flores, desembozó las fuentes y convirtió en piscina el estanque de las ranas. Llegaron dos camiones con muebles claros y sillones metálicos. En la capilla instaló un piano.
Contaban los albañiles que en la mudanza cayó por las escaleras una caja de metal y de ella escaparon dando tumbos dos cruces y una pistola; las cruces eran como las condecoraciones que se veían en las películas; la pistola, blanca y fría como el inglés: nadie se atrevió a tocarla.
Las obras duraron poco tiempo, mucho menos que las de la casa grande, pero el inglés siempre metía prisa con sus frases cortantes y duras. Los albañiles aprendieron a decir "okey": se lo decían unos a otros chateando en el bar de Polo, con chunga y orgullo; Polo, secando vasos, meneaba la cabeza; Celsa decía que un monasterio no es sitio para vivir.
Una mañana, el inglés cogió su coche y se marchó. Volvió al día siguiente, a la salida de la misa del domingo. Paró su coche en la plaza, bajó y ayudó a bajar a su mujer. Ella paseó la mirada por la plaza, por la iglesia, por la gente. Sonreía, era muy hermosa y estaba embarazada. Detrás de ella asomó un niño con la piel muy oscura, el pelo rizado y los ojos azules, que se cogió de su mano. Ella, la esposa del inglés, fue la primera mujer negra que se vio en el pueblo.
Todos se la quedaron mirando sin poderlo evitar. El inglés le rodeó los hombros con su brazo y los miró a ellos con su mirada blanca, con su aire de soledad y desafío.
Entonces Don Florián, que había viajado, se acercó a la pareja, besó la mano de la mujer y le dijo:
-Enchanté, madame.
Los demás se sintieron tan orgullosos de él que le aplaudieron.
Hoy, los hijos de los ingleses viven también en el pueblo. Uno tiene un criadero de orquídeas; el otro, un gimnasio. Gracias a ellos todos pudieron enterarse de que sus padres no eran ingleses en realidad. Pero llevaban tantos años llamándoles así, que el nombre de sus países verdaderos cayó pronto en el olvido.
3 comentarios:
Me ha gustado mucho, Luisa. En realidad toda esta serie. Da gusto leerla.
¿Cuándo se publicará en libro?
PD: Había una serie de TV que se llamaba "Crónicas de un pueblo". Me la imagino así.
Gracias, Conde. Soy consciente de lo poco que cunde el tiempo en verano, aunque parezca lo contrario, por lo que te agradezco el doble el que me dedicas.
¿El libro? Qué más quisiera yo. Esta serie, como otras cosas que ya tengo terminadas, tampoco tiene novio. En fin, ya llegará su momento, si es que tiene que llegar; el que no llegue no las desmerece lo más mínimo. Y si además las comparto con este selecto Círculo, miel sobre hojuelas.
Me encantaba "Crónicas de un pueblo". Seguro que la impresión que me produjo cuando era niña tiene mucho que ver con estas otras crónicas.
Un abrazo.
Hola: Vengo de Teruel atravesando el blog de Bernardinas y me felicito de haberte encontrado. Te he leído en tu blog y te he reencontrado aquí.
Me estoy guardando los capítulos para imprimirlos, si antes no los publicas, y regalárselos a familiares y amigos.
Me encanta. Realmente sí que recuerdo que el mundo de mi infancia era tan casposo y mugriento como lo describes... si incluso las caras eran oscuras y no se si era por la falta de higiene o por el exceso de sol por el constante callejeo.
Los personajes son de verdad y las trastiendas de historias y personas están ahí, no son de cartón piedra.
Lo dicho, me gusta mucho, estoy disfrutando de lo lindo.
¿Queda más verdad?
Un saludo.
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