En aquel tiempo murió Lope el borracho. Tenía setenta años, o eso decía desde siempre. Al principio, cuando su cabello era negro y su voz firme, todos se reían de él cuando lo aseguraba con énfasis etílico; después, su físico se fue adecuando a la edad que juraba tener, y en los últimos años su aseveración se tomaba como una bravata.
Lope el borracho tenía el cabello blanco como una aureola, los ojos de vidrio opaco y el cuerpo yerto y endeble, como sin alma dentro. Caminaba trotando menudamente, con los brazos colgando y un meneíllo dócil de cabeza, la sonrisa babosa perdida en su cara amoratada. Los niños se le quedaban mirando y las madres tiraban de ellos y se marchaban muy deprisa, sin volver la cabeza. Lope, que se pasaba la vida acobardado, infundía sin embargo un gran temor a todas las hembras del pueblo. A todas menos a la Mucho y Bueno que era además su patrona.
La Mucho y Bueno había enviudado dos veces: una legítimamente y la otra de un viajante de aceitunas que estaba de fijo en su pensión y que una noche murió, decían que en la cama de la patrona, decían que en la suya propia aunque bien acompañado.
Poco después a Lope se le murió la mujer, y las cuñadas le echaron de su casa y le pusieron sus cuatro cosas en la pensión de la Mucho y Bueno. Que pagaba el alojamiento puntualmente, era indudable. Sobre el cómo lo hacía había en el pueblo distintas opiniones, coincidentes todas en que no era con dinero.
Lope el borracho comenzaba su jornada a las ocho de la mañana. La Mucho y Bueno le expulsaba de su casa con autoridad conyugal y con el café bebido y el pan con aceite en la mano. Apostado en la esquina de los coches de línea veía pasar por delante de él a todos los que se iban a trabajar a la fábrica o al matadero. En la noche invernal, los vahos que salían de la boca de los hombres se mezclaban con el vaho que emitía Lope cuando respondía con su voz vinosa a los saludos de los habituales.
Para entonces ya estaban iluminadas la panadería y la pescadería; Pedro el de la tienda levantaba la persiana, y Celsa comenzaba a freír las primeras patatas. Entonces Lope entraba en el bar de Polo, pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres.
Todos los hombres del pueblo se habían emborrachado por primera vez con Lope. Cuando los quintos volvían del sorteo, Lope les esperaba en la puerta del bar de Polo con los ojillos pícaros y la boca golosa. Esa noche los chicos le invitaban por turnos y no dejaban de hacerlo hasta que él se derrumbaba encima de la mesa; dependiendo de a cuantos mozos se hubiera llevado por delante, así era la fama de los quintos de aquel año.
En mitad de la juerga, alguno preguntaba: “¿Cuántos años tienes, Lope?” Y Lope respondía: “Setenta”. Celsa, que pasaba una y otra vez al lado de la mesa, les reñía. Polo le decía: “Déjalos, mujer”.
En aquel tiempo no había tonto en el pueblo, y Lope hacía sus veces. Las Fiestas las pasaba receloso, sobando dentro del bolsillo el duro que la Mucho y Bueno le obsequiaba para celebrar el día de la Virgen; vigilando a los grupos de mozos. Al final siempre acababa en la fuente de los peces, que a veces tenía agua y a veces no. De la última no se repuso.
El mercenario le encontró a las dos de la mañana vagando sin rumbo, completamente empapado. Despertó a Don Lázaro, y le estuvieron dando unas friegas. Coñac no pudieron darle para que entrara en calor, porque su cuerpo no admitía una gota más.
Salió de esa, Lope, pero ya no fue el mismo. Ese invierno fue muy crudo y Lope no aparecía en el bar de Polo hasta pasado el Ángelus, con temblor en todo el cuerpo y los vidrios de sus ojos cada vez más trágicos y opacados.
La Mucho y Bueno se portó, a pesar de su fiereza. Le mantuvo en su pensión y en su aprecio y hasta, de cuando en cuando, le pasaba la navaja por la barba rala y blanca. Cuando al fin murió, la Mucho y Bueno fue a visitar a don Florián el maestro. Le dijo que quería unas palabras de categoría para Lope, unas buenas palabras para ponerlas encima del nicho que él compró en su día, la única de sus posesiones que no se había bebido.
Don Florián estuvo pensando un buen rato y después escribió en un papel unas letras primorosas; le explicó el significado a la Mucho y Bueno y ella, después de dudar unos momentos, dijo: "Pues tiene usted razón". Se metió el papel en el escote y se fue taconeando.
Hoy, el nicho de Lope, que en aquel tiempo estaba en el extrarradio del cementerio, ha ganado en status con las sucesivas ampliaciones y se ha quedado en la zona central, a muy poca distancia relativa del panteón de Doña Luisa. Todavía puede leerse la inscripción que la Mucho y Bueno hizo poner:
Lope el borracho tenía el cabello blanco como una aureola, los ojos de vidrio opaco y el cuerpo yerto y endeble, como sin alma dentro. Caminaba trotando menudamente, con los brazos colgando y un meneíllo dócil de cabeza, la sonrisa babosa perdida en su cara amoratada. Los niños se le quedaban mirando y las madres tiraban de ellos y se marchaban muy deprisa, sin volver la cabeza. Lope, que se pasaba la vida acobardado, infundía sin embargo un gran temor a todas las hembras del pueblo. A todas menos a la Mucho y Bueno que era además su patrona.
La Mucho y Bueno había enviudado dos veces: una legítimamente y la otra de un viajante de aceitunas que estaba de fijo en su pensión y que una noche murió, decían que en la cama de la patrona, decían que en la suya propia aunque bien acompañado.
Poco después a Lope se le murió la mujer, y las cuñadas le echaron de su casa y le pusieron sus cuatro cosas en la pensión de la Mucho y Bueno. Que pagaba el alojamiento puntualmente, era indudable. Sobre el cómo lo hacía había en el pueblo distintas opiniones, coincidentes todas en que no era con dinero.
Lope el borracho comenzaba su jornada a las ocho de la mañana. La Mucho y Bueno le expulsaba de su casa con autoridad conyugal y con el café bebido y el pan con aceite en la mano. Apostado en la esquina de los coches de línea veía pasar por delante de él a todos los que se iban a trabajar a la fábrica o al matadero. En la noche invernal, los vahos que salían de la boca de los hombres se mezclaban con el vaho que emitía Lope cuando respondía con su voz vinosa a los saludos de los habituales.
Para entonces ya estaban iluminadas la panadería y la pescadería; Pedro el de la tienda levantaba la persiana, y Celsa comenzaba a freír las primeras patatas. Entonces Lope entraba en el bar de Polo, pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres.
Todos los hombres del pueblo se habían emborrachado por primera vez con Lope. Cuando los quintos volvían del sorteo, Lope les esperaba en la puerta del bar de Polo con los ojillos pícaros y la boca golosa. Esa noche los chicos le invitaban por turnos y no dejaban de hacerlo hasta que él se derrumbaba encima de la mesa; dependiendo de a cuantos mozos se hubiera llevado por delante, así era la fama de los quintos de aquel año.
En mitad de la juerga, alguno preguntaba: “¿Cuántos años tienes, Lope?” Y Lope respondía: “Setenta”. Celsa, que pasaba una y otra vez al lado de la mesa, les reñía. Polo le decía: “Déjalos, mujer”.
En aquel tiempo no había tonto en el pueblo, y Lope hacía sus veces. Las Fiestas las pasaba receloso, sobando dentro del bolsillo el duro que la Mucho y Bueno le obsequiaba para celebrar el día de la Virgen; vigilando a los grupos de mozos. Al final siempre acababa en la fuente de los peces, que a veces tenía agua y a veces no. De la última no se repuso.
El mercenario le encontró a las dos de la mañana vagando sin rumbo, completamente empapado. Despertó a Don Lázaro, y le estuvieron dando unas friegas. Coñac no pudieron darle para que entrara en calor, porque su cuerpo no admitía una gota más.
Salió de esa, Lope, pero ya no fue el mismo. Ese invierno fue muy crudo y Lope no aparecía en el bar de Polo hasta pasado el Ángelus, con temblor en todo el cuerpo y los vidrios de sus ojos cada vez más trágicos y opacados.
La Mucho y Bueno se portó, a pesar de su fiereza. Le mantuvo en su pensión y en su aprecio y hasta, de cuando en cuando, le pasaba la navaja por la barba rala y blanca. Cuando al fin murió, la Mucho y Bueno fue a visitar a don Florián el maestro. Le dijo que quería unas palabras de categoría para Lope, unas buenas palabras para ponerlas encima del nicho que él compró en su día, la única de sus posesiones que no se había bebido.
Don Florián estuvo pensando un buen rato y después escribió en un papel unas letras primorosas; le explicó el significado a la Mucho y Bueno y ella, después de dudar unos momentos, dijo: "Pues tiene usted razón". Se metió el papel en el escote y se fue taconeando.
Hoy, el nicho de Lope, que en aquel tiempo estaba en el extrarradio del cementerio, ha ganado en status con las sucesivas ampliaciones y se ha quedado en la zona central, a muy poca distancia relativa del panteón de Doña Luisa. Todavía puede leerse la inscripción que la Mucho y Bueno hizo poner:
A LOPE IN MEMORIAM
IN VINO VERITAS
8 comentarios:
Hola, chicos. Vuelvo con Septiembre y con mi amigo Lope. Espero que hayáis tenido un buen verano.
GRACIAS Luisa, empieza muy bien septiembre. Supongo que ya no tenemos la escusa del verano para darle vida e ideas a este proyecto de revistilla marginal, este rincón nuestro en el nadie nos mira.
El relato muy bien, muy bueno, y me encantan los nombres y algunos detalles que dejas caer que me gustan mucho; el marido muerto y viajante de aceitunas, los vahos que salían de la boca de los hombres, los coches de línea, y pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres...
Me ha gustado el cuento. Dibujas unos personajes muy definidos. Y un ambiente pueblerino de un pasado intemporal pero de un tiempo concreto ("del tiempo de los coches de hora")
Veo que ya vais volviendo de las vacaciones. Me alegro de que os guste esta historia. Ya sólo quedan tres más. Lope el borracho era un tipo entrañable, aunque no se llamaba así. La Mucho y Bueno, que existió, es el mejor mote que yo he escuchado nunca.
Un abrazo,
El párrafo de la mañana es genial, perfecto:
"Para entonces ya estaban iluminadas la panadería y la pescadería; Pedro el de la tienda levantaba la persiana, y Celsa comenzaba a freír las primeras patatas. Entonces Lope entraba en el bar de Polo, pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres".
Desde nuestra lucha contra el cliché (de la que tú eres adalid... o adalida), sólo me chirría un poco esta expresión: "desde tiempo inmemorial".
Besos.
Caramba, ¿eso he puesto? Pues sí que lo he puesto, sí. El mal no descansa y se escurre por cualquier resquicio. Gracias, Conde, por la advertencia. Lo cambio ahora mismito. Un abrazo.
Hay algo en el párrafo que ha seleccionado Conde, y que a mí también me gusta mucho, que me suena a una especie de dialecto épico contemporáneo. No es ninguna pedantería, es algo que ahora me preocupa mucho. ¿Cómo debe ser ese dialecto? Yo me lo imagino como un cruce entre el castellano de 'Dientes, pólvora, febrero' y el fraseo de un blues. Lo que quiero decir es que en toda la segunda parte de tu cuento yo escucho mejor la música. De pronto el verbo se encarna en una especie de narrador tierno y cansado, y desde luego que queda muy bien.
Me interesa porque esa épica oral contemporánea ya no se puede basar en el casticismo. Contar sumariamente historias populares es el territorio de la canción, pero no del romance pesado sino de eso tan estupendo que hace Cormac McCarthy, por ejemplo. Ese desgarro narrativo. En tu caso hay una contención que pule las aristas, no se desmelena pero todo está perfectamente pulido. Hasta el latín del maestro me suena como un estribillo. El hombre este tiene madera de héroe popular.
Sólo me sobra el verbo existir. Lo siento, no lo puedo soportar.
Hola, bernardinas. Me encanta el sentido musical que le das a la lectura. Como yo empleo en ello mucho trabajo, me siento recompensada. No te creas que es tan común. Ya he sustituído ese feo "existían" por un "había". ¡No faltaría más! Entre unos y otros me estáis mejorando bastante estas crónicas. El día que se publiquen en papel, si es que eso sucede algún día, aparte de lo mucho que lo celebraremos, lo haré notar.
Otro abrazo.
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