En aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo. Lo venía diciendo Carmina la modista desde hacía una temporada, que soñaba que los ángeles bajaban al pueblo. Pero nadie la creía; decían, simplemente, que era una cursi y una chiflada.
Lo dijo Lope el borracho más de mil veces, que los ángeles se paseaban arriba y abajo por la era de Don David, que tenían el pelo largo y que iban en cueros como Dios los echó al mundo; lo dijo Juan el pastor, que pasaba las noches al raso y juró que había visto otra luna que se desprendía de la primera y se acercaba al pueblo casi hasta chocar con la loma roja; y que de esa luna salían aparatos redondos, como los coches de choque de la feria, y se dispersaban por el horizonte hasta perderse de vista; pero como Juan el pastor pasaba tanto tiempo solo, todos sospecharon que se le estaba yendo la cabeza como le pasó a su padre y antes a su abuelo, que aseguraban hablar con gnomos y conocer el escondite del tesoro del cadí.
Y así hasta que Don José Miguel, el aviador, aseguró un día que, paseando de noche por la orilla del río, había visto a los ángeles bajar del cielo. Entonces todos le creyeron.
Don José Miguel había sido aviador en tres guerras y conservaba en la repisa de la chimenea tres fotos suyas con sus tres aviones. Conocía los cielos como Juan el pastor los montes y se había cruzado con toda clase de seres voladores. Era por lo tanto una autoridad en la materia. A partir de ese momento, comenzó en el pueblo la caza del ángel.
De nada sirvió que Don Eulogio dijese que los ángeles eran espíritus puros y por tanto invisibles a los ojos de los humanos; ni que Fidel asegurase que lo que hacía falta no eran ángeles sino gobernantes justos; ni que el maestro los llamase "marcianos". El pueblo, de noche, se vaciaba de gente, y las riberas del río, la era de Don David, los aledaños de la loma roja, se plagaban de pequeñas luciérnagas y cuchicheos entrecortados: hubo más de dos y más de tres nacimientos inesperados nueve meses después del verano en el que los ángeles visitaron el pueblo.
Pero pasaba el tiempo y los ángeles no aparecían. Ya, ni Lope los veía retozar por las eras, ni Juan observaba sus pequeños vehículos volantes, ni Carmina soñaba con ellos. Don José Miguel andaba perplejo y taciturno por la ribera del río, y el maestro observaba decepcionado las últimas estrellas de Junio.
Se apoderó del pueblo un malestar difuso, una decepción, un desánimo. Las noches pasadas bajo la luna menguante, en las que habían intercambiado comida, bebida y esperanzas, les parecían ahora una broma de mal gusto. Polo se peleó cuatro veces en dos semanas, y hasta las gallinas de las tres cocineras andaban melancólicas y poco ponedoras.
El día de Santiago, al salir de misa, Polo dijo: "Yo esta noche voy"; y la voz se fue corriendo, de modo que aquella noche la luna llena alumbró un pueblo de casas vacías. Hasta Don Eulogio, apoyado en Fidel, se llegó hasta las eras con su hisopo lleno de agua bendita.
A las dos de la mañana, la luna se desdobló y se acercó al pueblo, y de ella brotaron pequeños vehículos voladores que se posaron sin ruido en la era de Don David. Los mil trescientos siete habitantes del pueblo salieron de sus escondites y avanzaron hacia la era sin temor, sin angustia, sólo con un dulce anhelo que les hermanaba, de manera que muchos se cogieron de las manos. Y entonces salieron los ángeles.
Les dijeron que ya habían terminado lo que habían ido a hacer, pero que antes de marcharse habían querido que todos pudieran verlos: porque ellos, con su deseo y su tristeza, les habían llamado. Les dijeron que aunque lo contaran nadie les creería. Les dijeron que, aunque lo pareciera, no estaban soñando.
Les dijeron todo eso sin hablar, y todos supieron que se lo habían dicho porque, al mirarse, tuvieron la certeza de que a todos les habían sonado dentro las mismas palabras.
A Don Eulogio se le cayó el hisopo de las manos y dos lagrimones de los ojos, los mismos que a Polo, a la Mucho y Bueno, a Fidel... Todos se quedaron en la era hasta que la luna volvió a ser una, con lágrimas en las mejillas y el corazón esponjado. Los padres acariciaban a sus hijos, las parejas se abrazaban, los amigos se miraban a los ojos. Nunca como entonces se sintieron parte de algo fundamental, más importante que sus propias vidas y que sus rencillas e intereses; nunca después volvieron a sentir con tanta fuerza que eran parte de la era y de la loma roja y de la ribera del río: que eran parte unos de otros por encima de todo. Para siempre.
Y al día siguiente, y muchos días después, la vida de cada día tuvo otro significado.
Porque no iban a creerles o a pesar de eso, nadie habló nunca de los ángeles; ni siquiera unos con otros, porque todos sabían que los demás también habían estado allí y eso bastaba.
Hubo amistades nacidas en la noche de la doble luna que perduraron a través de los años; hubo antiguas querellas que, aunque rebrotaron más tarde con la tenacidad del absurdo, encontraron una pequeña tregua aquel cándido verano. Hubo intenciones buenas, hubo arrepentimientos, renuncias, propósitos que se estrellaron contra la realidad, y otros que lograron salvar el desaliento de lo cotidiano.
Y lo cotidiano al final se impuso; murieron unos, otros marcharon, llegaron nuevas gentes y, con el tiempo, los que fueron quedando comenzaron a dudar de lo que habían visto y lo inscribieron en un sueño común, en la alucinación colectiva de una noche de calor que dejó en los corazones la nostalgia de una inocencia imposible.
Pero a las niñas que nacieron nueve meses después de los días de la búsqueda, sus padres las llamaron María de los Ángeles. Y ellas, a su vez, han llamado así a sus hijas. Mientras viva alguna de ellas, mientras alguien en el pueblo las llame por su nombre, no se extinguirá del todo el eco de la voz silenciosa de los mensajeros.
Lo dijo Lope el borracho más de mil veces, que los ángeles se paseaban arriba y abajo por la era de Don David, que tenían el pelo largo y que iban en cueros como Dios los echó al mundo; lo dijo Juan el pastor, que pasaba las noches al raso y juró que había visto otra luna que se desprendía de la primera y se acercaba al pueblo casi hasta chocar con la loma roja; y que de esa luna salían aparatos redondos, como los coches de choque de la feria, y se dispersaban por el horizonte hasta perderse de vista; pero como Juan el pastor pasaba tanto tiempo solo, todos sospecharon que se le estaba yendo la cabeza como le pasó a su padre y antes a su abuelo, que aseguraban hablar con gnomos y conocer el escondite del tesoro del cadí.
Y así hasta que Don José Miguel, el aviador, aseguró un día que, paseando de noche por la orilla del río, había visto a los ángeles bajar del cielo. Entonces todos le creyeron.
Don José Miguel había sido aviador en tres guerras y conservaba en la repisa de la chimenea tres fotos suyas con sus tres aviones. Conocía los cielos como Juan el pastor los montes y se había cruzado con toda clase de seres voladores. Era por lo tanto una autoridad en la materia. A partir de ese momento, comenzó en el pueblo la caza del ángel.
De nada sirvió que Don Eulogio dijese que los ángeles eran espíritus puros y por tanto invisibles a los ojos de los humanos; ni que Fidel asegurase que lo que hacía falta no eran ángeles sino gobernantes justos; ni que el maestro los llamase "marcianos". El pueblo, de noche, se vaciaba de gente, y las riberas del río, la era de Don David, los aledaños de la loma roja, se plagaban de pequeñas luciérnagas y cuchicheos entrecortados: hubo más de dos y más de tres nacimientos inesperados nueve meses después del verano en el que los ángeles visitaron el pueblo.
Pero pasaba el tiempo y los ángeles no aparecían. Ya, ni Lope los veía retozar por las eras, ni Juan observaba sus pequeños vehículos volantes, ni Carmina soñaba con ellos. Don José Miguel andaba perplejo y taciturno por la ribera del río, y el maestro observaba decepcionado las últimas estrellas de Junio.
Se apoderó del pueblo un malestar difuso, una decepción, un desánimo. Las noches pasadas bajo la luna menguante, en las que habían intercambiado comida, bebida y esperanzas, les parecían ahora una broma de mal gusto. Polo se peleó cuatro veces en dos semanas, y hasta las gallinas de las tres cocineras andaban melancólicas y poco ponedoras.
El día de Santiago, al salir de misa, Polo dijo: "Yo esta noche voy"; y la voz se fue corriendo, de modo que aquella noche la luna llena alumbró un pueblo de casas vacías. Hasta Don Eulogio, apoyado en Fidel, se llegó hasta las eras con su hisopo lleno de agua bendita.
A las dos de la mañana, la luna se desdobló y se acercó al pueblo, y de ella brotaron pequeños vehículos voladores que se posaron sin ruido en la era de Don David. Los mil trescientos siete habitantes del pueblo salieron de sus escondites y avanzaron hacia la era sin temor, sin angustia, sólo con un dulce anhelo que les hermanaba, de manera que muchos se cogieron de las manos. Y entonces salieron los ángeles.
Les dijeron que ya habían terminado lo que habían ido a hacer, pero que antes de marcharse habían querido que todos pudieran verlos: porque ellos, con su deseo y su tristeza, les habían llamado. Les dijeron que aunque lo contaran nadie les creería. Les dijeron que, aunque lo pareciera, no estaban soñando.
Les dijeron todo eso sin hablar, y todos supieron que se lo habían dicho porque, al mirarse, tuvieron la certeza de que a todos les habían sonado dentro las mismas palabras.
A Don Eulogio se le cayó el hisopo de las manos y dos lagrimones de los ojos, los mismos que a Polo, a la Mucho y Bueno, a Fidel... Todos se quedaron en la era hasta que la luna volvió a ser una, con lágrimas en las mejillas y el corazón esponjado. Los padres acariciaban a sus hijos, las parejas se abrazaban, los amigos se miraban a los ojos. Nunca como entonces se sintieron parte de algo fundamental, más importante que sus propias vidas y que sus rencillas e intereses; nunca después volvieron a sentir con tanta fuerza que eran parte de la era y de la loma roja y de la ribera del río: que eran parte unos de otros por encima de todo. Para siempre.
Y al día siguiente, y muchos días después, la vida de cada día tuvo otro significado.
Porque no iban a creerles o a pesar de eso, nadie habló nunca de los ángeles; ni siquiera unos con otros, porque todos sabían que los demás también habían estado allí y eso bastaba.
Hubo amistades nacidas en la noche de la doble luna que perduraron a través de los años; hubo antiguas querellas que, aunque rebrotaron más tarde con la tenacidad del absurdo, encontraron una pequeña tregua aquel cándido verano. Hubo intenciones buenas, hubo arrepentimientos, renuncias, propósitos que se estrellaron contra la realidad, y otros que lograron salvar el desaliento de lo cotidiano.
Y lo cotidiano al final se impuso; murieron unos, otros marcharon, llegaron nuevas gentes y, con el tiempo, los que fueron quedando comenzaron a dudar de lo que habían visto y lo inscribieron en un sueño común, en la alucinación colectiva de una noche de calor que dejó en los corazones la nostalgia de una inocencia imposible.
Pero a las niñas que nacieron nueve meses después de los días de la búsqueda, sus padres las llamaron María de los Ángeles. Y ellas, a su vez, han llamado así a sus hijas. Mientras viva alguna de ellas, mientras alguien en el pueblo las llame por su nombre, no se extinguirá del todo el eco de la voz silenciosa de los mensajeros.
2 comentarios:
¡Parece que fue ayer cuando comencé a colgar estas crónicas que ya se acaban! Me ha gustado mucho compartirlas con vosotros durante estos cinco meses y vuestros comentarios, además de mejorarlas, me han dado una cálida sensación de compañía.
Gracias a todos,
Gracias a ti, que nos mantienes vivos.
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