27/11/08

A propósito de las ausencias

Desde luego que se han perdido muchas bibliotecas y muchas obras de arte. No hace falta incluir las que nunca se llevaron a cabo para que la cifra sea descomunal. Y eso si no prescindimos también de las que, aun habiéndose conservado, llevan siglos sin ser leídas o escuchadas o vistas por nadie, aunque en realidad habría que contar también las que, pese a seguir vivas, no han podido ser nunca comprendidas.
Se estima que no llega al 10 % la porción de obras de la antigüedad griega y latina que nos ha llegado. Aparte de lo mencionado por el Inventario, habría que añadir la mayor parte de la obra de aquellos autores que sí han quedado. Nos faltan pedazos enormes de obras maestras. Un montón de libros de Tito Livio, Salustio, Tácito, Polibio, Petronio y de infinidad de poetas antiguos. Sin embargo, en toda esta ruina quedan dos piedras curiosas.
A pesar de los cientos de manos cristianas que tocaron su contenido, se nos ha conservado entera la obra de Lucrecio, un monumento al ateísmo, y buena parte de la de Catulo, un monumento a la modernidad. De los muchos cómicos que hubo en la Atenas clásica, sólo ha quedado uno, Aristófanes, pero todas las fuentes coinciden en considerar que era el mejor. Del más influyente de los filósofos que ha habido nunca, Platón, nos ha quedado todo lo que escribió. De Virgilio sólo dudamos de unos cuantos poemas de juventud que tampoco nos aportan demasiado, pero sus tres grandiosas obras de arte nos han llegado intactas. De Petronio, a pesar de que por el túnel de la Edad Media se perdieron sus escenas más fuertes (se supone), nos quedó un manual de cómo se escribe una novela, amén de un modelo perfecto de realismo que todavía se imita.
Podemos seguir. Pero los datos indican que son pocas las obras, digamos, definitivas que hemos perdido. Es como la ley de Darwin aplicada a los libros y a las culturas. No hay en la Antigüedad ni una sola opción de vida o rama del saber que no haya dejado alguna huella. Lo poco que queda de Epicuro sigue protagonizando el centro del discurso ético. Los pecios que se recogieron de los cínicos siguen latiendo como la forma más descarnada de enfrentarse a la realidad. Parece ser que la evolución no se ha tragado obras que podrían haber cambiado el mundo, y además nos ha brindado indicios para que imaginemos lo que pudo haber, y de paso lo creemos.
Y sin embargo, y esa es la otra extraña piedra del asunto, de ese diez por ciento que nos ha quedado sólo hay otro diez por ciento que seguimos leyendo y nos sigue influyendo, o que, en todo caso, sigue disfrutando de un lugar en la memoria colectiva. Lo demás ha quedado para pasto de la erudición. Cada vez que voy a la Biblioteca Nacional tengo la sensación (muy placentera, por otra parte) de que me he metido en otra esfera de la realidad, en un hangar de tumbas que a veces ya no vuelven a ser abiertas jamás, y otras gozan de una minúscula existencia en el cuerpo de una nota a pie de página de un libro que va a correr la misma suerte pero mucho más deprisa.
Nos quedan suficientes frases de Heráclito para justificar que la misma mano que conservó algunas de aquellas joyas fue la que destruyó el resto. No destruimos: olvidamos, transformamos, digerimos, enterramos. No ha quedado el segundo libro de la Poética de Aristóteles, pero en su lugar nos entretuvimos con El nombre de la rosa. Su carácter de ruina forma parte de su condición humana.
Estas conjeturas borgianas suelen pecar de funesismo: casi sería peor que se hubiese conservado todo, y que el tener que conocerlo todo nos hubiese paralizado la capacidad de suponer.

4 comentarios:

Mabalot dijo...

Excelente artículo, Antonio.

Podría "interpretarse" una sociedad fijándonos en los clásicos que ha encumbrado como referencias. Porque la calidad literaria no es en parte otra cosa que su adecuación al momento, igual que la belleza física es un patrón cambiante y puntual.

Saludos.

Anónimo dijo...

La capacidad de suponer y la de crear. No hay nada más paralizante que pensar que lo que uno quiere decir ya lo han dicho mejor otros... Un poco de ignorancia piadosa tampoco nos viene mal, así somos capaces de recrear y transformar las viejas ideas. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, alguien logra otra obra maestra :-).

conde-duque dijo...

Qué bueno.
Sí, seguramente tienes razón, pero la Décima de Beethoven o el resto del Réquiem de Mozart...

A. C. dijo...

De todas formas, la proporción ruinosa no hace sino crecer. Calculad por un momento el porcentaje de documentos que corren ahora por la red que quedarán para dar una idea bastante ajustada de nuestra época. Si ahora pudiésemos ver quiénes serán los elegidos para salvarse y representar nuestra época, lo más seguro es que nos llevásemos un buen chasco.