5/6/10

De cuando mi abuelo inventó una cámara fotográfica distinta a todas las demás

Cuando mi abuelo se compró su primera cámara a los fotógrafos aún se les llamaba “retratistas”. Eran tiempos lejanos en los que hacerse una foto era un pequeño acontecimiento en la vida de una persona, un capricho caro, para el que la gente elegía los momentos clave de sus vidas, y acudía al estudio con sus mejores galas para ser inmortalizados. Chicas guapas con su vestido de domingo recién estrenado, quintos uniformados que no querían que sus novias les olvidaran, niños vestidos de marinerito a punto de comulgar, o bebés rollizos con faldones llenos de puntillas. Las fotos de mi abuelo quizás no fuesen técnicamente perfectas, pero sí que conseguían sacar lo mejor de los retratados. La sonrisa encantadora de la chica sosita y tímida, el perfil con menos acné del recluta, la carcajada descontrolada del niño que había entrado al estudio llorando en brazos de su madre, y que mi abuelo sabía calmar con su paciencia infinita y un poco de ayuda extra. La jirafa Rafa y el pollito Pito pasaron de nuestro cajón de los juguetes a compartir espacio con un peine, un bote de laca y un espejo del tocador de la abuela Beatriz. Su marido no necesitaba mucho más para conseguir resultados tan buenos que lo que empezó siendo un pasatiempo para las tardes que le dejaba libres su trabajo en el Ministerio de Agricultura, terminó convirtiéndose en su verdadera profesión. Hasta el punto de terminar alquilando un pequeño local al lado de la panadería del barrio. El taller de un zapatero remendón al que atropelló un tranvía se convirtió en el estudio donde mi hermano y yo pasamos las mejores tardes de nuestra infancia.
A los sesenta y cinco años, el abuelo Bruno aún era un tipo atlético y ágil, de facciones tan aniñadas que poca gente le echaba más de cincuenta. El retiro le pilló en plenitud de facultades y energía, así que en lugar de aburrirse y deprimirse por haber dejado en el armario el uniforme de conserje, fue como si rejuveneciera quince años. Empezó a abrir la tienda también por las mañanas, y se pasaba allí todo el día, salvo el rato del medio día en el que se iba a comer, y se echaba la siesta. La jubilación coincidió con la época en la que las fotografías de estudio empezaban a escasear: la gente había descubierto el gusto por hacer sus propias fotos, y las cámaras encontraban su hueco en las maletas de los veraneantes. Así que los retratos empezaron a ser sustituidos por el revelado de carretes y las fotos de carnet. Tareas demasiado mecánicas para el espíritu creativo de mi abuelo, pero que también le dejaban mucho tiempo libre. Unas horas muertas que no tardó en ocupar con un proyecto secreto, un misterio incluso para su propia esposa. Como antes de dejar el ministerio, volvió a abrir el estudio sólo por las tardes: las mañanas, a puerta cerrada, las dedicaba a trabajar en el cuarto de revelado. Ni siquiera la abuela Beatriz consiguió sacarle una sola palabra en los dos años que tardó en preparar el prototipo.
La tarde que lo terminó, mi hermano y yo merendábamos un bocadillo de mortadela, mientras hacíamos los deberes sobre el mostrador de la tienda. El abuelo estaba encerrado con el invento, como casi siempre en los últimos meses: cada vez dedicaba más horas a sus experimentos y menos al negocio, se quejaba mi madre. Aquella tarde aún no le habíamos visto, pero siguiendo instrucciones de la abuela, no nos habíamos atrevido a molestarle. Cuando salió, se acercó a nosotros y nos dio un beso a cada uno, como hacía siempre. La abuela, que hacía ganchillo en una sillita baja, levantó la vista de la labor, y sonrió. “¿Ya está?”, le preguntó. “Sí”, respondió él. Fue todo. Ella siguió tejiendo, como si nada. Félix y yo nos miramos, y decidimos seguir también a lo nuestro. Y no por falta de curiosidad: pero si mi abuela sólo había conseguido arrancarle un sí a su marido, nuestros intentos por saber más serían un fracaso. Así que yo le pegué otro mordisco a mi bocadillo, y mi hermano siguió coloreando. Y nos olvidamos del tema. Hasta el fin de semana.
Aquel domingo, como todos, iríamos a comer paella en casa de los abuelos. También estarían mis tíos, y mi prima Lourdes, que ya estudiaba en el instituto. Sin embargo, la noche antes, el abuelo nos llamó por teléfono para decirnos que en lugar de llegar a la una para el aperitivo, como siempre, quería vernos en el estudio, a eso de las once. Todos sabíamos que aquella irregularidad tenía que ver con su proyecto. Pero lo que nadie esperaba, por muy seguros que estuviéramos de que el ingenio del abuelo tenía que haber parido algo grande, era lo que terminamos encontrándonos.
El fotomatón era idéntico a los que empezaban a verse en las estaciones de tren y en el metro. La decepción apareció, en mayor o menor grado, en las caras de todos nosotros. ¿Tanto rollo para terminar poniendo un aparato de ésos en el estudio? Era evidente que la robustez de mi abuelo sólo era aparente: debía estar perdiendo facultades. La primera en verbalizar lo que todos pensábamos fue mi madre. “Pero papá, ¿necesitas eso en la tienda? Si a ti te encanta hacer fotos de carnet… Son lo más parecido a los retratos de antes…”. El abuelo sonrió con picardía, y le dijo que no se dejara engañar por las apariencias: aquello parecía un fotomatón, pero no lo era. “¿Cómo que no? ¿Acaso no hace fotos?”, exclamó mi tío Ramón. Hacía fotos, claro que sí, pero los resultados no tenían nada que ver con lo que la gente esperaba cuando cerraba la cortinilla y se sentaba en la banqueta redonda. “Vamos a ver, Bruno… Podrán ser de mejor calidad, con mejor color, sin tanta cara de presidiario, pero poco más. Una foto es una foto, a fin de cuentas”, dijo mi padre. Pues no. Una foto podía ser mucho más. La única pega, le explicó el abuelo, era que el aparato no era recomendable para cierto grupo de personas. “¿Estás diciendo que tiene algo así como efectos secundarios, como las medicinas? A ver si nos va a pasar algo… Quítate de ahí, Lourdes”. Mi tía Mercedes, tan aprensiva como siempre, cogió del brazo a mi prima y las dos se fueron lo más lejos posible del fotomatón. ”No entiendo nada, Bruno”, le interrumpió la abuela. “Explícate de una vez, hazme el favor, ya está bien de tanto misterio y tanta tontería”.
Entonces, el abuelo sonrió, y se me quedó mirando. Yo levanté la mano, como en el colegio, ofreciéndome voluntaria para probarlo. Entré en la caseta, y me senté en el taburete. El abuelo la hizo girar conmigo encima, hasta que me vi reflejada en el espejo de enfrente. Con suavidad, me apartó el flequillo de los ojos, y me acarició la cara. Luego cerró la cortina, y me dijo que no me moviera hasta que terminara de contar hasta treinta. Así lo hice.
Nueve pares de ojos parecían empujar con el pensamiento al cartoncito alargado con mis fotos, que aparecieron de repente, sobresaltándonos a todos. El abuelo se acercó a la máquina, y lo cogió. Todos nos abalanzamos sobre él, pero fue a mí a quien puso en la mano la tira de cuatro fotos. Quemaba todavía, y desde el cartón tibio un niño rubio y sonriente me miraba. Mi hermano me quitó las fotos de la mano, y gritó “Abu, que éstas no son. Deben ser del último que se las hizo, que no salieron”. El abuelo sonrió enigmáticamente, y no dijo nada. Mis fotos, es decir, las del chico de pelo claro y ojos chispeantes, pasaron de mano en mano, mientras todos miraban la tira de papel, y me miraban a mí. “Eh, que yo he hecho lo que me ha dicho el abuelo. Estarme quieta y contar. No es culpa mía”.
“Claro que no, bonita. ¿Qué va a ser culpa tuya?”, me tranquilizó el abuelo, dándome un beso. “Ya os dije que no era un aparato como los demás”. “¿Quién es ese niño, papá?, preguntó la tía Mercedes. “Es el hombre de su vida, hija. Esta máquina no saca fotos de quien se sienta frente a ella, sino de su pareja ideal”. Durante un minuto, nadie dijo nada. Todos nos miramos con una mezcla de miedo e incredulidad. Miedo a que el abuelo hubiese perdido la cabeza por completo, así, de repente y sin remedio. No podía ser, pero sin embargo, ahí estaban las fotos. Yo me había puesto frente a la cámara, tan seria como siempre que me retrataban, pero la cara risueña que veíamos multiplicada por cuatro era la de otra persona. Nada menos que la del hombre con el que, de encontrarnos algún día, yo sería más feliz que con ningún otro.
Fue mi hermano el que rompió el silencio. “Prueba conmigo, Abu”. A los pocos minutos, volvíamos a arremolinarnos en torno a mi hermano, que sostenía tembloroso una serie de fotos que mostraban a una chica de su misma edad, vestida a la manera africana, de rasgos bastos, pero sonrisa deslumbrante. ¿”Una negra?” gimió Félix. “Yo no quiero tener que casarme con una negra, jooooo”.
 “Papá, ¿quieres decir que si yo me hago la foto, aparecerá Antonio?”, preguntó mi madre. “Puede ser, hija, pero sólo si tu marido es el hombre de tu vida. Si te has casado con el hombre correcto, Antonio será el que salga en las fotos. Si no, aparecerá otro. Por eso no es recomendable que usen este aparato personas ya emparejadas. Es arriesgado”.
El abuelo nos explicó que aquel invento podía usarse para saber quién era la mujer o el hombre perfecto para ti. Y que lo había perfeccionado hasta el punto de poder elegir la zona de búsqueda a gusto del consumidor. Pulsando unas teclas con los colores del parchis, podías encontrar a tu media naranja en tu propia ciudad (botón rojo), en tu provincia (verde), en tu país (amarillo) o en el extranjero (azul). Una promesa encerrada en un rectángulo de cuatro por tres centímetros, un rostro sin nombre que te miraba invitándote a ser feliz,  con quien, seguramente, jamás te cruzarías o que quizás te estaba esperando a la vuelta de la esquina, en el portal de al lado. El aturdimiento era general. Mis padres se miraban, mis tíos se miraban, y mi prima Lourdes, con una tira de fotos en cada mano, nos miraba a Félix y a mí. Todo era demasiado raro. Y todos nos hacíamos la misma pregunta. ¿Cómo podía estar tan seguro el abuelo de que las personas que salían en las fotos eran precisamente eso, la mujer o el hombre de tu vida, y no tu potencial asesino, por ejemplo?
“Bruno. Enséñanos las fotos que salieron cuando probaste tú”. La abuela había dicho lo que todos queríamos saber. Y su marido estaba preparado. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa, y sacó tres tiras de papel. “Probé con misma ciudad, misma provincia y mismo país. Y saliste tú, Beatriz. En las tres. La mujer de mi vida. ¿O no?”. La abuela sonrió. “¿Y la extranjera?”, preguntó mi hermano. “Pues no lo sé. La verdad es que sólo hice esas tres. ¿Probamos a ver qué sale?”. Su mujer asintió, y él desapareció detrás de la cortinilla.
Cuando el cartón salió por la ranura, nadie podía contener su impaciencia. Entre las manos de mi abuelo, una mujer morena, de ojos verdes y piel de nácar sonreía con tristeza, aceptando su destino, lejos del hombre que nunca conocería y que, quizás éste sí, le hubiese hecho feliz.
Sí. La máquina funcionaba perfectamente. Porque todos sabíamos que a mi abuelo, desde jovencito, siempre le encantó Ava Gardner…

7 comentarios:

conde-duque dijo...

Bonito cuento para niños (al menos yo lo he leído así, como los de Hans Christian Andersen).
Me ha gustado.
Saludos.

A. C. dijo...

Buen cuento. Creo que el riesgo que corres al darle esa solución al invento lo compensas con el espinoso asunto del destino. De haber terminado en la solución al enigma del fotomatón, me habría parecido demasiado autocomplaciente, pero lo que viene después lo vuelve a definir todo. El pulso final lo ganan los buenos sentimientos. Yo me quedo con el miedo que los demás tienen a que aquello que desprecian por absurdo sea verdad. El absurdo del hombre o la mujer de tu vida también es posible que sea verdad.

Héctor Daniel Burini dijo...

Hola Solana, yo Daniel este cuento no es para chicos, si para adulto, un cuento es vida real de pasado. Soy discapacitado me voy un instituto que se llama La casa del sol Naciente yo escribo los cuentos y poesías me corrigen ellos le doy mi blog: quienmatoamiperro.blogspot.com poesías madredelanoche.blogspot.com yo quiero tu opinión

La de la ventana dijo...

Pues no iban por ahí los tiros, Conde. Pero bueno, está bien que dé para múltiples lecturas, ¿no?

Sí, Antonio, la cosa era jugar con la complicidad del lector, de pensar que algo así podría ser posible de puro extraño. Me alegro de no haber caído en lo cursi.

Hola, Daniel. Gracias por pasarte por nuestro blog.

conde-duque dijo...

Supongo que no hace falta que aclare que lo de "cuento para niños" no era nada peyorativo, sino al revés.
Pensaba en algo entre costumbrista y fantástico. Quizás mejor "Amelie" que Andersen.

Anónimo dijo...

Fachas tontos del culo

Ais. dijo...

Precioso cuento. Que lindo seria que pudiera ser real no?
Saludos.