Iván Turguenev, 'El prado de Biezhin'
Era un maravilloso día de julio, uno de esos días que sólo se ven cuando el tiempo se ha fijado para largo. Desde el amanecer el cielo está sereno; la aurora no ofrece fulgores de incendio, sino que se difunde en dulces tintes rosados. El sol no despide fuego, no está al rojo vivo como durante la tórrida sequía, ni tiene el tono purpúreo mate que ofrece antes de una tormenta, sino que brilla límpido y resplandeciente y emerge apacible de una nubecilla estrecha y larga, irradiando un cierto frescor, sumiéndose de nuevo en la malva neblina. El finísimo borde superior del alargado estrato, cuyo brillo recuerda el de la plata batida, resplandece serpenteante... Pero los rayos juguetones surgen de nuevo y el astro potente se eleva risueño con impulso impetuoso.
Hacia el mediodía, aparecen de ordinario multitud de nubes altas, pequeñas y redondas, de color gris dorado, bordeadas de una suave y blanca cenefa. Semejantes a los islotes, esparcidos sobre un río que se desborda hasta el infinito y los contornea por completo con sus azules y transparentes brazos, casi no se mueven, pero más allá, hacia el horizonte, se desplazan, se estrechan unas contra otras, y entre ellas no quedan ya vestigios de azul, aunque tienen el mismo color del cielo y están impregnadas de luz y de calor. El horizonte conserva todo el día un suavísimo y uniforme tinte lila pálido: no se oscurece por ningún sitio, ni hay el menor atisbo de tormenta; tan sólo en algún que otro lugar se extienden de arriba abajo franjas azulencas, señal de alguna, casi imperceptible, lluvia.
Hacia la tarde, estas nubes desaparecen; las últimas, negruzcas e imprecisas como el humo, forman ovillos delante del sol que se pone; en el lugar donde se ha ocultado con igual serenidad que había salido, una aureola rosácea nimba cierto tiempo la tierra ensombrecida, y titilando vacilante, como una vela llevada con precaución, hace su aparición en él el lucero vespertino.
Tales días, todos los colores se suavizan; y aunque claros, nos deslumbran; todo lleva la huella de una dulzura enternecedora. Tales días, el calor es, a veces, excesivo, e incluso un cierto vaho se desprende de las lomas que rodean los campos; pero el viento desvanece, disipa el bochorno y los remolinos -signo indudable de buen tiempo- se desplazan, formando columnas blancas, por los caminos que cruzan los sembrados. En el aire puro y seco flota un olor a ajenjo, a centeno recién segado, a alforfón; incluso hasta la caída de la noche no siente uno la menor humedad. Este es el tiempo al que aspira el labrador para la recolección del trigo.
3 comentarios:
Cuando mis hijos eran pequeños, tenía por costumbre llevarlos a algún museo los domingos, después de desayunar en una cafetería. Era una fiesta. Uno de esos días -estábamos de visita en Madrid- fuimos al Prado. Mi hijo, que tenía cuatro años, recorrió con indiferencia la gran galería y de pronto, plantándose delante de un Murillo, dijo: "Este sí que está bien pintado". Es lo mismo que creo de este párrafo: "Este sí que está bien escrito". Otra cosa es que pusiera un Murillo en mi salón o a Turguenev en mi cabecera. Pero creo que todos los que somos del oficio debemos respetar, estudiar y aprehender (con h intercalada) a los grandes. Y ellos lo son.
¿De dónde nace la belleza de este texto, de su lirismo o de su exactitud? A veces abro un manual de instrucciones y pienso que con unos cuantos cambios aquí y allá quedaría un fragmento precioso. Hace tiempo salió aquí, creo, el dilema de si las metáforas son más bellas cuando proceden de alguna combinación verbal inesperada o cuando son el retrato exacto de una realidad cargada de sígnificados. Este tipo de textos me afirman en esa idea del realismo.
Antonio, quizás en su lirismo está su exactitud. Nos transmite todos esos detalles porque hay una mirada emocionada que nos emociona...
Da gusto este domingo mañanero, con estos textos y estos amigos pululando por aquí. Para redondear la jugada, fuera hace fresquito y sol.
Sólo falta que nos fuésemos a tomar el aperitivo a una taberna...
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