Nunca me gustó el sabor de las almendras. Bueno, quizás sí, en algún momento de mi niñez más temprana pude disfrutar del gusto de unos almendrucos recién machacados con una piedra al pie del árbol, o de unas almendras tostadas, servidas en el bar del pueblo junto al botellín de cerveza de mi padre, un domingo a mediodía. Pero no lo recuerdo. Y todo, por culpa de mi hermana. A los nueve años, Elisa era una pequeña arpía, una bruja en miniatura, aunque nadie, excepto yo, fuese capaz de darse cuenta. Los demás sólo veían su melena incendiaria, su tez blanca, salpicada de unas cuantas pecas en los lugares precisos para hacerla irresistible, y sus ojazos azules, en los que daba la impresión de poder zambullirse. Pero yo, con tan sólo tres años menos que ella, era la víctima ideal de sus calculadas travesuras, de sus crueles experimentos y, sobre todo, de sus venganzas implacables. Mi hermana Elisa era mala, enrevesadamente malvada, sin una pizca de compasión ni piedad en todo su ser, y con una capacidad de disimulo que no parecía posible que pudiera concentrarse en una personilla tan diminuta. En la edad en que los padres aún son poco menos que Dios, todopoderosos e infalibles, yo llegué a la conclusión de que Elisa le daba mil vueltas a mi madre, y que tan sólo mi padre tenía el poder sobrehumano de frenar sus impulsos malévolos. Pero eso fue solamente hasta el día en que intentó envenenar a nuestra hermana pequeña, con una mezcla de polvos de talco y harina de cinco cereales con miel. Casi logró hacer creer a mi padre que había sido nuestra madre la que se había equivocado al preparar la papilla. Creo que fue entonces, al sentir los retortijones después de rebañar el cazo donde mi madre había preparado el desayuno a la pequeña Angela, cuando fui totalmente consciente de que Elisa no bromeaba. Y lo que aún me aterró más, tuve la certeza de que había pasado de ser el hermanillo pequeño al que mangoneaba y pegaba pellizcos por debajo de la mesa, a convertirme en su enemigo más detestado y, por añadidura, en su víctima número uno.
Fue una semana después de que mi madre le levantara el castigo por lo de la papilla cuando Elisa me retó. Era habitual en ella intentar buscarme las cosquillas así, hurgando en mi incipiente orgullo masculino, para luego humillarme públicamente, sirviéndose de su innata picardía y de la ventaja de ser la mayor. Pero aquella vez fue distinto. Supongo que aún estaba fresca en su memoria la cara desencajada de mi madre, abrazada a Angela, gritando a mi padre que se llevase a Elisa lejos, donde no pudiera verla. O el silencio hiriente de mi padre, inmune por primera vez a sus súplicas durante los dos días en que permaneció encerrada en su cuarto, junto a dos litros de leche, dos barras de pan y el orinal desportillado de la bisabuela Rosalía. ¿Y quién era el responsable de todo aquello, si no el idiota goloso que había tenido que rechupetear la cuchara y el cazo antes de que la llorona mofletuda hubiese tenido tiempo para empezar a tragarse su papilla asquerosa? Yo estaba convencido de que Elisa haría algo contra mí, y que nada ni nadie podría evitarlo. No esta vez. Cuarenta y ocho horas de encierro dan para mucho, y más en el interior del cerebro retorcido y maquinador de mi hermana. Por eso, cuando me propuso lo de las almendras, supe que no podía decir que no, porque era su venganza, y nadie que yo conociese había podido escapar hasta entonces de la ira vengadora de Elisa. La satisfacción de haber salvado la vida a mi otra hermana gracias a mi afición obsesiva a lamer platos y cacerolas antes de hacerlos pasar por el fregadero, únicamente me sirvió para hacerme más temerario y olvidar por un momento que, aunque esa vez había perdido, Elisa siempre terminaba por ganar. Así que, borracho de amor fraternal y con la autoestima por las nubes, acepté. A fin de cuentas ¿por qué no podía ganar a mi hermana comiendo almendras? Vomitar era algo que siempre podía terminar haciendo, y una derrota vergonzante para Elisa era algo tan tentador que bien valía pasar un mal rato con la cabeza dentro de la taza del water.
La cita era en su habitación, después de cenar. Esa noche mi madre nos había preparado unas natillas con isla flotante, mi postre favorito, que con todo el dolor de mi corazón rechacé por primera y última vez en mi vida. La cara de mi madre cuando me oyó decir que no tenía más hambre sólo fue más elocuente que mis miradas lastimeras a las copas rebosantes de crema color vainilla y esponjosas claras a punto de nieve bañadas de caramelo. Creí morirme cuando mi padre la emprendió con mis natillas, después de liquidar las suyas, pero con un estoicismo que dejó a todos con la boca abierta, pedí permiso para retirarme de la mesa y jugar un rato con Elisa en su cuarto antes de acostarnos. Mi hermana se había sacado de la manga un oportuno dolor de tripa, y no había cenado, así que no fue difícil que mis padres me permitieran pasar un rato haciéndola compañía. Cuando abrí la puerta, la encontré sentada en la cama, con dos cuencos llenos de almendras crudas. Elisa volvió a sugerirme la posibilidad de retirarme, reconociendo que era incapaz de ganar a una niña en lo de comer almendras, pero yo le respondí con impaciente brío que me diese mi tazón, que tenía sueño y quería acostarme cuanto antes. Con una lentitud de movimientos que no hizo sino exasperarme aún más, mientras el recuerdo de mis natillas en el estómago de mi padre aún me escocía, Elisa me puso el cuenco entre las manos y me dijo que no tuviera tanta prisa, que había unas reglas, como en toda apuesta seria. Teníamos que comernos por turno las almendras, de una en una, hasta que uno de los dos reconociera ser incapaz de comer ni una sola más.”Pero si tampoco hay tantas, vaya apuesta más tonta”, exclamé, sintiendo al mismo tiempo el terrible presentimiento de que mi hermana escondía algo diabólico tras la fachada de un desafío tan estúpido. “Empiezo yo, que soy la mayor, y tu eres un mico”, me espetó, y se comió la primera almendra. Yo me abracé a mi tazón, y mirándola a los ojos intenté encontrar algo que me diera una pista de por dónde me iba a venir esta vez el golpe. Pero ella se limitó a sonreír, y poco pude sacar en claro del mar embravecido que esa noche me parecieron sus pupilas. Sosteniéndole con ímpetu la mirada, me metí una almendra en la boca; no necesité más de dos segundos para darme cuenta de que tenía ante mi el nauseabundo reto de comerme cerca de treinta almendras amargas. La piel se me erizó cuando me la tragué, y Elisa cogió su segunda almendra. Apenas tuve tiempo para recuperarme del espantoso gusto de la primera cuando me vi con la segunda almendra entre los dedos. No recuerdo cuántas veces la endiablada risita de mi hermana me anunció que tenía que masticar y lograr tragarme otra almendra amarga, porque pronto perdí la cuenta por culpa de los escalofríos y las arcadas, que me atenazaban el estómago y me obligaban a cerrar los ojos. Era la única forma de conseguir tragar la pasta repugnante que amenazaba con salirse de mi boca, y de paso dejar de ver durante unos instantes la socarrona expresión con que Elisa anticipaba la celebración de su victoria. Paramos porque mi madre entró de repente, y, zarandeándonos por el pasillo, nos obligó a lavarnos los dientes ipso facto, mientras maldecía y juraba que no volvería a perder el tiempo haciendo postres primorosos cuando lo que nos gustaba era inflarnos a almendras a escondidas antes de dormir.
Me he pasado más de veinte años sin comer almendras. Por eso no me explico por qué esta noche he tenido que coger una del platito que ese camarero avinagrado nos ha puesto con las cañas. He dejado de toser, pero ya no puedo respirar, y tan sólo un hilillo de aire consigue abrirse paso hasta mis pulmones. Alguien me golpea inútilmente en la espalda. Mi cabeza suena horriblemente hueca cuando, desvanecido, caigo como un saco de patatas contra una papelera metálica inexplicablemente vacía en un bar que siempre he visto lleno a reventar. Mi jefe grita que llamen a una ambulancia. Nunca le había visto así, él, siempre tan dueño de sí mismo, y ahora al borde de la histeria. Sonrío interiormente por haber sido capaz de hacerle perder los nervios. El camarero me mira como si ya me hubiese muerto y fuese un estorbo que le va a tocar barrer antes de cerrar. Pero aún no debo ser cadáver, porque les oigo chillar, aunque cada vez menos fuerte, hasta que de pronto, el silencio lo invade todo, y sólo veo las caras desencajadas de mis compañeros de trabajo, moviéndose con insoportable lentitud, con una parsimonia que me recuerda a las imágenes a cámara lenta de los atletas en las llegadas a meta. El suelo está lleno de cáscaras de gambas, palillos usados y servilletas pringosas de grasa. Ayer no me cambié de calzoncillos. Mi mujer me había encargado recoger el traje azul del tinte. Espero que no se enfade mucho, porque creo que me he desnucado.
9 comentarios:
Siguiendo la consigna de "A bucear en el disco duro se ha dicho", ahí va una reliquia del 2003. ¿Demasiado largo, quizás? En Word no llega a los tres folios, pero aquí me parece kilométrico. ¿Lo dejo o lo quito? Vosotros diréis.
No toques nada, Teresa. Déjalo, déjalo. Lo empecé a leer y me tiene muy buena pinta...
Me gusta cómo lo cuentas. Con ese garbo se puede contar de todo. Me lo he pasado muy bien con la narración de los dos hermanos pequeños, pero el final trágico me remite a un problema al que últimamente le doy bastantes vueltas. Una de las barreras que se saltaron nuestros santos patronos fue la de cerrar, casar, abrochar los relatos con soluciones literarias. Mis gustos van más a saber qué pasa después entre los niños que a sentirme satisfecho de la secuencia trágica que viene después. Pienso que esta necesidad de que todo cuadre en los relatos cortos, de que salga a pacer el destino y la cohesión argumental y las rimas del azar, nos ha venido, más que de los relatos en sí mismos, de las rutinas del cine.
No estoy diciendo que una u otra posición me parezca mejor o peor, sino cuál es la que me gusta a mí. Las natillas. Yo lo que quiero saber es qué pasa con las natillas. El destino me da lo mismo.
Sí, tiene razón, para mí, Antonio. Suena un poco literario el final, aunque está muy bien escrito. Me gusta como escribes, mucho. No aburres, de frase a frase, como suele pasar en muchos supuestos escritores. Al contrario, ya podías estar contando una ecuación que llegaría al final del relato.
Del principio yo diría algo también; me interesa ese mundo que creas, de la infancia y los hermanos y tal, pero no me creo esa maldad, o es una maldad tierna, bonachona. Quizá no vayas por ahí, no es un relato de terror, pero quizá preferiría leer algo un poco más contundente. Soy así de bruto.
Yo es que creo que si destapas a un crío sale algo más terrorífico, aunque solo sea por un momento. Las que he visto armar de niño...
Felicidades, amiga. Primero por atreverte a romper el hielo con un relato, y segundo por el relato en sí, que da gusto leer.
Soy una hija del cine, Antonio. Una de las primeras cosas que recuerdo haber escrito fue un guión de una película del oeste. Y te estoy hablando de cuando tenía 11 o 12 años... Pero bueno, la extensión también marca las líneas, al menos a mí me determina bastante, y creo recordar que esto lo escribí para un concurso.
Bueno, Mabalot, no era mi idea hacer un relato de terror, aunque a mi esa niña me da bastante repelús, será porque servidora fue un poco pánfila y nada traviesa, menos aún así de cabrona...
En fin, muchas gracias a los dos. Me alegro de que os haya gustado. Confieso que estaba algo acojonadilla cuando le he dado al "Publicar".
Joder, no sé por qué no ha salido mi comentario, que era bastante largo...
En fin, básicamente decía que me ha gustado el relato, Teresa, con el final y todo.
Gracias, Conde-Duque. Lástima de comentario, perdido en algún agujero negro... Seguro que tenía mucha miga.
A mí me gusta, Teresa, y también el final. Tengo la sensación de haber leído muchos finales así: pero me gusta igual, lo cierra (a mi juicio) muy bien.
Vaya con el final. Quién lo iba a decir, cuando lo escribí nunca pensé que se convertiría en el objeto de un debate. Este relato sólo fue un divertimento que hice cuando alguien me propuso escribir sobre los sentidos, y me dijo que lo hiciera sobre el gusto.
Y salió eso.
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