5/4/08

MANIFIESTO DEL FRENTE PARA LA ERRADICACIÓN DE LOS ENANOS DE JARDÍN

Vivimos tiempos de oscuridad espiritual.

Vivimos tiempos de banalidad en el arte.

Vivimos tiempos de menosprecio de la sabiduría.

VIVIMOS TIEMPOS DE ENANOS DE JARDÍN

La oscuridad se esconde en los enanos de jardín.

La banalidad tapiza nuestros jardines en forma de enano.

El mero hecho del enano de jardín menosprecia el concepto de sabiduría.

La verdad y la belleza huyen de los enanos de jardín.

DECIMOS NO

DECIMOS NO

DECIMOS SIEMPRE NO AL ENANO DE JARDIN

Has sido elegido para comenzar tu liberación.

Tus enanos de jardín están ahora donde ya no pueden hacer más daño.

Pero el enano de jardín es sólo un síntoma de tu indeseable situación.

Sólo podrás salir de ella leyendo.

LEE

LEE

LEE UN LIBRO POR CADA ENANO

Porque si no, los pondrás de nuevo y nosotros tendremos que volver.

FEEJ

***
Habíamos llegado a Los Oteros Reales, un conjunto de calles improvisadas en mitad de un pinar. Cantaban las lechuzas en medio de una oscuridad casi total y, al sonido de los coches, comenzaron a ladrar con rabia algunos perros. Jacobo nos había dicho que era una urbanización de temporada, ocupada en invierno únicamente algunos fines de semana. Los dueños dejaban allí a los perros, a los que echaban comida de vez en vez. Olía a miseria y a miedo, como en las perreras. Pensé en Bruno, mi único perro, al que tuve que ir a rescatar de allí alguna vez. Tuvimos que sacudir a Víctor para que espabilara. “Para dejar aquí el perro, mejor no tenerlo”, dijo Laia y Víctor le contestó que no eran caniches sino perros de verdad, para cazar o guardar la casa. “Pues peor me lo pones”. Víctor la miró con una sonrisa irónica y ella le sostuvo la mirada y le espetó un “qué” desafiante. “Vale, bonita”, dijo Víctor y volviéndose a mí, me hizo un guiño, “joder, cómo estamos…” Los demás ya se habían bajado de su coche y miraban el plano a la luz de las linternas. Fuimos hacia ellos. Las lechuzas se habían callado y un conejo pasó en zigzag muy cerca de nosotros. “Joder, qué frío -dijo Víctor-. Vamos a movernos ya, que si no me vuelvo al coche”. Esta vez se trataba de desvalijar la urbanización de una sola vez. Íbamos a hacernos con un buen botín y pensábamos celebrarlo desplegando entre los pinos una inmensa pancarta con nuestro manifiesto. Nos dividimos en parejas. Como siempre, Víctor comentó, mirando a Julián, que a él le tocaba bailar con la más fea y como siempre nos reímos. Sin embargo, ellos eran los mejores. Nadie, ni ellos mismos quizás, podía comprender la extraña química por la que un tío tan triste y tan blandito como Julián conectaba con el rey del tunning y por qué juntos funcionaban tan bien que ni siquiera hablaban para entenderse. Pero el caso es que Julián, aquejado de la verborrea trascendente de los tímidos vanidosos, únicamente se callaba cuando estaba con Víctor. Y Víctor, que solía despreciar al entorno con todas las células de su cuerpo de hortera, no decía nada en presencia de Julián sin añadir un expectante “¿eh, colega?” al que el poeta respondía con un parpadeo aquiescente.
La cosa estaba así: de las veintidós casas, diez tenían perros, presumiblemente sueltos. Jacobo las había señalado en el plano con una cruz roja. Comenzamos, pues, por las otras doce, cuatro por pareja, con el mismo procedimiento de siempre, salvar los diferentes cerramientos, generalmente setos de boj y tela de alambre aunque a veces había que sacar del coche las escaleras y las cuerdas. Lo demás era relativamente sencillo. La gente tenía un gusto bastante unificado en cuanto al lugar escogido para sus enanos de jardín. Solían emerger con sus farolillos de alguna mata de juníperos o trasladar su carretilla llena de macetas por un sendero de grava entre dos macizos de pensamientos o de violetas. Si el lugar contaba con estanque artificial, los enanos se congregaban en torno en variadas actitudes, a veces acompañando a algún “bambi” recostado, otras en grupos artísticos que recordaban a las Tres Gracias y, en ocasiones, había algún enano exhibicionista que, con la túnica abierta de par en par, mostraba unos exagerados atributos a la pared hacia la que le habían colocado para dar sutileza a la broma, imaginaba yo por imaginar que algo de todo aquello tenía sentido. En mitad de la noche, nuestras linternas iluminaban pedazos de jardines dormidos buscando los cabos de aquella coreografía que alguien había ideado como creador absoluto de su propio universo. Y pensaba qué poco sabemos unos de otros y también qué extrañas cosmogonías se esconden tras las personas más anodinas en apariencia. Mientras la silueta de Laia me precedía descubriendo a su paso plantas ateridas, yo intentaba imaginar los motivos por los que cada una de las personas a las que robábamos realizaban así y no de otra manera su particular puesta en escena. Recuerdo ahora, desde la distancia, aquellos jardines plantados por ignorados colonos, que tapizaban de mediocridad la aridez que cercaba a la ciudad altanera. Y en ellos, aquellos muñecos de yeso que habían sido elegidos entre las demás posibilidades probablemente por lo que evocaban de una edad perdida para siempre. Por eso su presencia convocaba todas las dejaciones que a lo largo del tiempo habían hecho sus dueños, pero también mostraba, en aquellas facciones rígidas como una caricatura de la inocencia, la tenacidad de los años cándidos asomando bajo la vida en contra. Y, pasado el tiempo y las cosas, creo comprender aquella declaración de principios temerosa pero arraigada, la cada vez más leve aspiración a ser felices torpemente disfrazada de enano de jardín.
Aquella noche Laia y yo trabajamos durante tres horas en medio del concierto de los perros y de una llovizna mansa que acabó poco antes del amanecer. Víctor y Julián nos esperaban con su botín en mi coche, escuchando música. Lidia llegó al poco rato ayudando a caminar a Andrés, que se había torcido un tobillo al saltar apresuradamente una valla huyendo de un perro. No había podido resistir la tentación de un enano que, en el porche de una de las casas vedadas, parecía provocarle, según nos dijo defendiéndose de la bronca de su novia. Era uno de los de Blancanieves versión Disney, el “Sabio”, con sus gafitas en la punta de la nariz y su barba de intelectual ruso. En una mano llevaba un farol, como era costumbre, pero en la otra tenía un libro abierto. Era como un apóstol, susurró Julián que ya llevaba sus dos habituales canutos de fin de fiesta, y todos menos Lidia convinimos en que tanto un tobillo torcido como la posibilidad de ser devorado por los perros eran un precio barato ante semejante hallazgo. El relato de la hazaña fue contado a dos voces discordantes. Parece ser que Andrés, fascinado por la llamada del enano apóstol, franqueó con facilidad la tela metálica que le separaba de él y recorrió el sendero hacia la casa sin más problemas que los gritos con los que Lidia le auguraba desde la calle los peores males. Sea porque esta tenía razón, como decía ella, o sea porque los propios gritos alertaron a los perros guardianes, como sostenía Andrés, el caso es que en el momento en que este estrechaba al enano contra su corazón, aparecieron por la esquina de la casa dos doverman de aspecto engañosamente somnoliento por la presteza con la que se hicieron cargo de la situación y comenzaron a correr hacia Andrés, arrugando el hocico de un modo que no admitía segundas interpretaciones. El diapasón de Lidia subió dos octavas cuando, como nos explicó dramáticamente, se vio viuda para toda la vida; y Andrés, más asustado, según dijo, por la prodigiosa capacidad canora de su compañera que por los sordos gruñidos de las bestias, voló por el sendero y salvó la valla abrazado al enano aún no se explica cómo, para caer a los pies de Lidia con los nudillos sangrantes, el hombro magullado y el tobillo torcido, y escuchar doscientas veces en un trayecto de cien metros que era un verdadero idiota y que eso a ella no se lo vuelva a hacer porque le deja plantado con los perros y se va.
Recuerdo ahora esa noche, una de las más memorables de nuestra memorable aventura por tres buenas razones: La pancarta con nuestro manifiesto, desplegada entre los pinos, salió en las ediciones nacionales de todos los periódicos; nuestro enano apóstol, que decidimos bautizar como Roel y no entregar a Jacobo, pasó a ser la mascota de un grupo cada vez más cohesionado. Y por Laia.
Cuando la llevé a su casa, cerca del río, eran las ocho de la mañana. En el maletero de mi coche se amontonaba una parte de los enanos, Roel se escondía en mi mochila y estábamos bastante eufóricos. Nos dimos un par de besos, la primera vez que la veía despedirse así de nadie, también la primera vez que sonreía como si hubiese dejado por un momento de pensar. Mientras volvía a mi casa me di cuenta de que no le había dicho en ningún momento que ya no salía con Mayte y decidí que lo dejaría caer la próxima vez.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

A riesgo de ocupar demasiado espacio, os he incluido dos trozos de mi nuevo trabajo: El manifiesto y una de las acciones del grupo. Como muchos sabréis, existe desde hace unos diez o quince años un Front de Libération de Nans de Jardin, que propugna una revolucón estética, que comenzó en Francia y que opera de forma esporádica en Europa y e Estados Unidos. Los protagonistas de mi historia, gente más radical, han formado el Frente de Erradicación de Enanos de Jardín, por las razones expuestas en su manifiesto (y que, por cierto, yo comparto). Os presento a Curro y a Laia, a Julián, Víctor, Lidia y Andrés. Dirigidos por un enigmático librero que actúa como topo en los vericuetos de la cultura institucional, el grupo de activistas se dedica no sólo a robar enanos para fomentar la lectura sino a señalar con ellos los eventos que les parecen más particularmente horrendos. Tras ellos, el inevitable policía y a su alrededor, la vida cultural de una capital de provincias con ínfulas, dinero y mucho mucho "pelo de la dehesa" aún pegado. Y amores, desengaños, personas que encuentran algo parecido a un camino a seguir... en fin, lo de siempre, esa vida que a veces nos aflige, pero de la que no queremos marcharnos, al menos todavía.

Me ha costado elegir un trozo en concreto porque todos van muy enlazados. Preguntadme lo que no enendáis. Y que lo disfrutéis...

Anónimo dijo...

Ah, se me olvidaba. El librero espía se llama Jacobo. Y la voz es la de Curro, el cabecilla del grupo.

conde-duque dijo...

Qué buena pinta: los erradicadores de los enanos de jardín, toda una banda profesional, casi como el Círculo Solana o el Club de Mr. Pickwick.
Espero que pronto le salga novio a la novela y se publique. ¡Somos muchos los que nos lanzaremos a comprarla, señores editores!
Me apetece saber cómo fomentan la lectura, qué tipo de eventos horrendos señalan, conocer bien a los personajes... Tiene pinta de ser muy entretenida, además del arte novelístico por el que ya te conocemos.
En fin, eso, esperemos que no tarde mucho en llegar a las librerías.
Gracias por anticiparnos un trozo.

(PD: Luisa, creo que doberman es con "b")

A. C. dijo...

Potente prosa, ciertamente. E interesante historia. Pero ya sabéis lo que pienso de los narradores que juzgan. Es decir, que mis desavenencias con este fragmento lo serían en cualquier caso, así como en cualquier caso sería suficiente el ritmo con que está escrito para llevarme del ronzal.
Disfruto más los párrafos cuanta menos densidad argumental plantean. Son varios personajes a la vez, y creo que dotarlos a todos de datos relevantes hace que se diluya la importancia del dato. Por ejemplo, un detalle minúsculo. El hecho de que el narrador hable de 'los dos porros habituales del fin de semana' con respecto a otro personaje es un dato que podía darlo más tarde la acción y cuyo interés aquí se desvía al juicio que el narrador hace sobre el hecho de fumarlos. Quiero decir que los datos no patentes, los datos que explican en mitad de los hechos patentes, eso que suelo decir que no me gusta, necesita sin embargo de un entorno que los haga importantes de verdad, quizás algo más de tiempo, de narración.
Insisto en que son gustos personales. Soy de la idea de que de las novelas recordamos sobre todo imágenes, y es en ellas donde debemos incluir los datos significativos.
Podríamos discutir mucho sobre la densidad de los detalles, pero siempre llegaríamos a un punto en que los gustos mandan. Yo ahora estoy en ese rollo.
Por lo que respecta al tema, la verdad es que abre muy interesantes expectativas. A mí, sin leerla, me da que los enanos no van a ser el fin de la narración sino cómo se enfrentan a ellos los activistas. Pero bueno, no sé si habrás optado por una pieza de personajes o por desplegar todo lo que representan los enanos. Como símbolo son muy buenos, desde luego. El mal gusto del ser humano no tiene límites. La verdad es que me gustaría leer más. Esperemos poder hacerlo muy pronto.
Una última cuestión. Hay un rasgo típico del ritmo que empleas que me parece lo más difícil y tú resuelves muy bien: cuando encadenas segmentos en crescendo y te lanzas, un par de veces, a un segmento final de dos o tres líneas, es muy fácil que la cosa redunde en amaneramiento, y a ti te sale redonda.

Anónimo dijo...

Muchas gracias a ambos, por vuestra respuesta abierta y amigable, por los parabienes y por los consejos y sugerencias. Conde, miré "doverman" (o doberman) en el diccionario y no estaba. Lo puse en google y salió de ambas maneras, pero voy a corregirlo igualmente porque me fío un montón de ti (he observado que no sueles hablar en vano). Ya iré poniendo, aquí y allá algún evento horrendo, ya verás, ya...

Bernardinas, comparto contigo del todo eso de que lo que queda de una novela son las imágenes. Y creo que tienes razón en lo de la densidad argumental. Pero esta temporada me salen las cosas así como compactas. Ya algunos amigos también lo han notado. He optado por seguir por ahí, a ver a dónde me lleva. A veces hay épocas que tú misma no sabes por qué llegan, pero son necesarias. En lo de el narrador que juzga, hace falta una aclaración, y es que no soy yo la que habla, sino Curro. Y Curro es una voz que narra (que no es lo mismo que ser un narrador). La novela tiene un narrador omnisciente, que soy yo, y una voz, que es la de Curro, que se turnan en contar la historia, yo desde mi omnisciencia y él desde su perspectiva. Por eso Curro habla con libertad de los dos canutos de Julián, que son los que le hacen decir, maravillado, que el enano es como un apostol, es decir, Curro no sabe que los demás lo sabemos todo, él sólo recuerda, al cabo de los años, su época de activista, como en esos reportajes en los que se incluyen entrevistas a los protagonistas o a los afectados.
Me hace mucha gracia, y me encanta, que valores mi ritmo. Me lo dice muy poca gente, y sin embargo es una de las cosas de las que me siento más satisfecha y que echo más de menos en otros escritores, aunque sean buenísimos en todo lo demás. Es una cuestión instintiva, como el baile (disfruto muchísimo bailando cualquier cosa). Podríamos hacer un curso de baile para escritores. "Se ruega etiqueta y boina". Y que cada uno trajera, del brazo, un montón de palabras para bailar con ellas. Hala, ya estoy paranoiando.

Un abrazo, chicos.

conde-duque dijo...

Antonio, a mí me gustaría que explicases más esa idea de que el narrador no debe juzgar, porque creo que no la entiendo bien (perdona si ya la has explicado aquí otras veces, pero es que no me ha quedado clara).
De entrada, me parece una posición que limita mucho. Quiero decir, que hay muchos tipos posibles de narradores (dependiendo de la historia que se quiera contar pegará más uno u otro), y los que son expresión de una personalidad (la que sea) necesariamente tienen que juzgar. Todos lo hacemos constantemente.
Es más, exagerando yo creo que por muy impersonal que quiera ser un narrador siempre está juzgando, desde el mismo momento en que decide contar algo y selecciona datos o hechos, elige, matiza, expresa sentimientos o recuerdos, etc. Lo otro lo veo muy irreal.
¿Acaso el narrador del Quijote o de las novelas de Galdós (por apuntar a lo más alto) no juzgan? Yo creo que sí. Los de Galdós muchísimo.

A. C. dijo...

En vez de juzgar el juicio (que en el fondo no se trata más que de que en arte me gusta el distanciamiento), prefiero aportar mi cuota narrativa. En lo único en lo que me parezco a Beckett es en que antes de que se seque la tinta ya detesto lo que acabo de escribir, así que, antes de que me arrepienta, os cuelgo un cuento cinegético. Lo más probable es que en él no haga más que juzgar. Va para la colección de literatura perruna.