13/4/08

Nada que hacer

Me lo contó él mismo. No es ese tipo de cosas que pasan de boca en boca, y que se cuentan de terceros como un hecho extraordinario. No es una historia asombrosa para una sobremesa. Incluso me lo contó como un inciso (un descanso) en una conversación sobre algo más grave.

Al principio no supe qué pensar de la anécdota; quizá más que en la propia situación detallada uno veía a la persona en ella, en cómo actuó y si en aquello que me contaba y en cómo me lo contaba en­contraba algún antecedente de todo lo que le pasaría después. En aquella historia uno veía los rincones desconocidos del amigo, y al posterior enfermo, y al que va perdiendo pie sin saber nadar y del que ya casi no esperamos otra cosa que una confirmación en la de­rrota. Sólo después, con el tiempo, vi que aquella pequeña anéc­dota sin importancia me volvía a la memoria como una comida que no somos capaces de digerir. Y cada vez me parecía más extraña. No creo que pueda representar por escrito, ni de ninguna manera, esa emoción un poco descabellada que percibí en sus ojos y en sus gestos y en su voz cuando me lo contó.

Entendí que la cosa ocurrió hace unos diez años, quizá algo menos. Acababa de casarse. Hace poco cumplió 41 años; pues tendría 31 de aquella, o por ahí. No hacía mucho había sacado plaza de profesor de secundaria en biología. Todo le iba bien, en apariencia. Su fu­tura mujer trabajaba en un hospital psiquiátrico como psicóloga. Se llevaban muy bien. Hacía seis años que se conocían. Les espe­raba una luna de miel que llevaban tiempo preparando. Tenían dos meses para recorrer varias ciuda­des europeas; Praga, Berlín, Viena, Budapest…

En una pequeña ciudad del centro de Europa (por la que estaban de paso) visitaron un parque zoológico, mientras esperaban el si­guiente tren. El lugar era un pequeño zoológico que habían encon­trado por casualidad al perderse. No salía en la guía de viaje que llevaban y cuando entraron vieron que aquello estaba bastante aban­donado. Apenas había público, y fuera por el mucho calor o por lo poco atractivo (más bien triste) del sitio, no les extrañó. Recor­daba aquel lugar como algo bastante feo, con animales en un estado lamentable, e inquietantes, como si en realidad no fuesen lo que parecía que eran. Imagino que el aspecto de estos no sería el mejor, el que se ve en los documentales. Me dijo que algo en ellos les repug­naba, y no eran las moscas, los excrementos o la desidia en la que todos parecían sumidos. Había algo como humano en ellos (eso dijo exactamente, recuerdo sus palabras). Reconocía tam­bién que esto podía ser una impresión que se hizo a posteriori, aunque de lo que sí es­taba seguro (e insistió en ello) era que aquel lugar y los animales les producían cierta aprensión en el momento que no sabían expli­carse.

Era un día de calor y habían bebido algún refresco que pronto les bajó a la vejiga. Buscaron los servicios. Apenas había trabajadores a los que preguntar, así que recorrieron buena parte del parque antes de encontrarlos.

Según dijo, los servicios no tenían muy buena pinta y no había na­die. Estaban un poco apartados de la zona en teoría más transitada del recinto, como si fueran unos baños abandonados. No le hicie­ron ascos a lo que había y se separaron en la puerta. Entró en aquellos servicios a toda velocidad, desabrochándose los boto­nes. En cam­bio se acercó a las piletas y lo que debía ser blanco era de un amari­llo profundo, con mucha porquería y hasta insectos. Una guarrada. Parecía que no los usaban desde hacía años. A pesar del apuro, y antes de acercar su querido miembro a aquellos vertede­ros con forma de meadero vertical, fue puerta por puerta para entrar en un váter pero estaban todos cerrados. Le pare­ció raro, pues pensaba que no había nadie allí. La puerta del baño para minusválidos se abrió. Entró, cerró, y rápidamente em­pezó a ori­nar. Aquel baño tampoco estaba muy limpio. Mientras orinaba se fijó; sobre la tapa del váter había pelos, unos asquero­sos. Algunos eran marrones, otros blancos, y no sabía qué animal podía haber estado allí, pues no parecían de humano. Aún no había acabado de orinar cuando oyó un golpe en la puerta de afuera, como si alguien entrara cho­cando con algo. Le siguió un so­nido de ruedas chi­rriando, lentas, y unos gorjeos tan irreconocibles y salvajes que le pusieron la piel de gallina. Se quedó quieto. Ya había aca­bado, se abrochó los botones del pan­talón y sin saber muy bien por­qué se guardó de no hacer ningún ruido. Sólo se escuchaba su respiración y el sonido de lo que parecían unas ruedas sobre aquellos suelos sucios.

No pasaron muchos segundos hasta que algo movió una y otra vez el manubrio de la puerta dónde él estaba, el retrete para minusváli­dos. En ese momento podía haber respondido que estaba ocupado, pero fuera por creer que no estaba en su derecho de usar un baño para minusválidos o por la desconfianza que le causaba el parque zooló­gico y los animales en concreto, o por los ruidos ciertamente extra­ños que había emitido lo que fuese que estuviera al otro lado de la puerta, el caso es que no movió ni una ceja y esperó a que el sujeto volviese por donde había venido. Claro que si tenía tantas ganas como él de orinar no se daría por vencido tan rápido, y más sabiendo que un impedido no tenía otra alternativa. Estas y otras cosas pensaba (ya casi decidido a portarse con toda la normalidad del mundo y abrir la puerta y pedir disculpas olvidando todos los temores que quizá de forma irracional se habían acumulado en su mente) cuando oyó otros gorjeos ciertamente acojonantes, y de origen un tanto dudoso. La puerta empezó a vibrar con la intensi­dad con la que aquello movía el picaporte. Y no tardaron los golpes, de una potencia desmesurada, feroz.

No sabía qué hacer. Pensó en el puño que tenía que haber al otro lado de la puerta para dar semejantes golpes. Ahora tenía claro que no abriría. Miró instintivamente al techo y a su alrededor por si había alguna vía de escape. Nada. Entre la puerta y el suelo había un hueco. Se agachó cuidando de no hacer ningún ruido y vio una rueda de silla de mi­nusválido en bastante mal estado, con los neumáti­cos de bicicleta de carreras algo deshinchados y con los ra­dios visibles un poco oxidados. Se movía hacia delante y hacía atrás como si tomara impulso para los golpes. Después pensaría que quizá no eran puñetazos en la puerta sino cabezazos.

Lo siguiente que vio le heló la sangre: por un momento distinguió un calcetín de lana castaño con un pie pequeñísimo, o lo que tendría que ser un pie. El calcetín estaba roto en la punta y dejaba ver un unos pelos oscuros, como de animal, con una uña larguí­sima saliendo.

Según me dijo, en lo primero que pensó fue en buscar algo con lo que defenderse. Pero no había nada. Sólo el váter y esas barras de apoyo fijas en la pared. La puerta parecía que cedería de un mo­mento a otro debido a los golpes furiosos de aquello. Martín se apoyó contra la puerta para hacer contrapeso y buscó su móvil en los bolsillos de la cazadora. Justo cuando lo encontró y pulsaba la tecla de llamaba los golpes cesaron. Oyó la voz de su mujer contes­tando y el chirrido de las ruedas moviéndose hacia el fondo. Se de­tuvo pronto, seguramente a la altura de la primera o segunda pileta, que hacían esquina con el cubículo para minusválidos en el que él se encontraba. Permaneció en silen­cio; ella insistía al teléfono, sí, sí, qué pasa, ya acabé, estoy afuera esperando, ¿estás ahí? De re­pente escuchó el sonido de un chorro contra el suelo o contra una pared. Aquello, fuese lo que fuese, es­taba orinando. Era el mo­mento de abrir la puerta y salir corriendo. Apretó el manubrio, la otra mano en el pestillo, y al mismo tiempo accionó los dos. Abrió y con la cabeza girada hacia su derecha, la zona en la que suponía estaba el peligro, salió pitando de aquel baño.

Me contó que apenas vio nada, a no ser la parte de atrás de una silla de ruedas cochambrosa y algo encima echado de lado, sin lo­grar hacerse una idea de qué era aquello.

Al salir encontró a su mujer a unos metros de las puertas de los baños. Seguía sin haber nadie más a la vista. La obligó a correr en dirección a la salida, buscando a alguien de allí al que contarle lo que había pasado. Sólo encontraron en la puerta al fulano que vendía el ticket de entrada. Intentó explicarle lo ocurrido pero fue imposible entenderse; el hombre no sabía inglés y ellos no conoc­ían el idioma local. Salieron de allí. Él estaba bastante nervioso.

Esa noche, en el hotel de otra ciudad, le preguntó una vez más si no había oído nada, ningún golpe, mientras esperaba cerca del baño dónde a él le había ocurrido aquello. Le parecía muy improba­ble que aquel es­truendo no se hubiera escuchado fuera. Ella insistió en que no había oído nada.

Fueron a otra ciudad pero no lo olvidó. Volvía al tema una y otra vez, como una intriga sin resolver que no le permitía concentrase en nada más. Acabaron discutiendo, casi por primera vez, en serio. Para ella, él exageraba algo sin importancia, e incluso llegó a dudar de que todo hubiese sucedido tal y como él lo contaba. Fue una luna de miel desastrosa.

A la vuelta, poco a poco, fue dejando el asunto. A los tres años se separaron. Al parecer ella quería tener hijos y él no. Pero esa era la versión oficial, una simplificación. Estaba hundido. Un día lo encontraron, de madru­gada, desnudo en una calle del centro. Estuvo en el hospital unos días. No volvió a trabajar y de eso ya hace casi dos años.

Le pregunté; ¿qué vas a hacer ahora? Y me dijo: Ya no hay nada que hacer. Me quedé con esa frase, que en el momento me pareció la respuesta más natural del mundo, la más sabia. Sólo después caí en la cuenta de que no sabía a qué se refería.

(Santiago, Enero-2008)

12 comentarios:

Mabalot dijo...

Cosa de género, me parece. Estaba olvidada en una carpeta que llamo Nevera, con otras guarrerías.
Aunque da igual de dónde saco la anécdota un tanto absurda que se cuenta aquí... Bueno, os lo cuento después, cuando hayáis leído, y me deis vuestra opinión, sino lo leeríais cachondeándoos y no sólo es eso.

Siempre me han gustado la literatura de terror. Quizá porque aquí en Galicia está más metida en el día a día, con esos pueblos y sus viejas de paño negro en la cabeza y sentadas a las puertas de su casa rumiando temores. Y en la literatura, claro.

conde-duque dijo...

Sí, es muy de género de terror. Qué suspense, coño, nos tenías en vilo ahí delante de la puerta de los baños...
Me ha gustado mucho la introducción del relato, con esas reflexione previas, y el estilo indirecto para contar la historia, que me han recordado al Sebald de "Austerlitz".
La verdad es que a mí siempre me gustó el cine de terror, pero de literatura de terror no he leído mucho (y me parece más previsible). Es mucho más difícil transmitir miedo a lo desconocido y tensión o suspense por escrito que mediante imágenes, pero creo que lo has conseguido. Y de eso se trtaba, supongo.

Dos cosas: 1) Pon otra foto, macho, que ese bicho con cuernos es muy feo... 2) El "de aquella" es una expresión muy gallega, yo creo que no se usa en el resto de España; el equivalente sería "en aquella época" o algo así.

Esto como impresión de primera lectura. Ahora lo leo más despacio.

conde-duque dijo...

Ya he vuelto. De leerlo, digo.
Además de lo que he dicho antes, creo que el relato está muy bien escrito y va dando las pistas justas para crear el ambiente adecuado de la historia.
El problema (mío, no del relato) es que cuando uno no cree en cosas extrañas o esotéricas o animales demoníacos o lo que sea... resulta muy difícil meterse dentro, experimentar todo eso, creérselo. Vas leyendo como desconfiado. No sé si me explico.

Mabalot dijo...

sÍ, CLARO, aunque lo de lo esotérico tampoco aparece en realidad. Todo es posible. Si acaso el protagonista, llevado por el miedo o la ansiedad o lo que sea exagera lo que vive. Se dice al final, a través de la duda de la mujer.

En realidad lo del terror" fue surgiendo según lo escribía. Todo era al principio una broma un tanto macabra. Decía antes que se me ocurrió el relato visitando en Kyoto no sé qué jardines un tanto abandonados. Era un poco tétrico. En el baño me metí casi sin pensar, o por alguna razón, en el retrete de minusválidos.
No sé porqué de repente empecé a inquietarme por si entraba un minusválido cabreado, cosa que nunca me pasó y eso que alguna vez usé uno de esos baños. Me imaginaba a Fungairiño al otro lado de la puerta, con unos colmillos muy grandes.

Gracias, un saludo.

Mabalot dijo...

Quería decir que esa inquietud es real, o realista. Otra cosa es que la fabulación que genera sea cierta o no, o exagere un tanto las cosas.

Siempre me ha gustado esa canalización que hacen los buenos narradores (incluyo al cine) de los miedos, digamos, primarios. Visten con situaciones cotidianas esos temores que más dentro o más afuera todos llevamos encima.

Por ejemplo; la escena famosa de la ducha en Psicosis. Qué acojonante.

conde-duque dijo...

Mejor esta foto, dónde va a parar.
A lo mejor es por culpa de la foto del demonio que había antes por lo que enseguida me había imaginado lo esotérico o extraño, como un animal del infierno o yo qué sé. Sí, tienes razón, en realidad no se dice nada de eso. Me temo que me había inventado otro relato distinto.
Jajaja, tú y tus minusválidos. La verdad es que dan un poco de miedo. Yo creo incluso que me ha pasado algo parecido, eso de entrar con remordimientos y temor en un baño de minusválidos.
Un abrazo.

A. C. dijo...

Pues me gusta la 'cosa de género', muy James al principio, jocosamente solanista luego y algo Carver incluso en el remate final. La segunda parte, la obsesiva, la del tipo 'La muerte de un funcionario público' de Chéjov o incluso 'El hombre que olía a cebolla', de Cela, no sé si nos escamotea el género de terror desactivado en aras de la sátira, dicho sea con el tono más james posible, es decir sin terminar de decir con ello nada. Quiero decir que nunca puedes juzgar una pieza de terror si sabes que es una sátira, o una reelaboración del género irónica y distanciada. En la época gloriosa de estos relatos, la gracia consiste en que podamos ver al monstruo; en realidad muchos relatos lo que prometían era eso, la descripción del bicho (lo cual en este caso no excluiría su contenido satírico, supongo). Quiero decir que me parece, como siempre, magníficamente bien escrito, pero en este caso un tanto complaciente con su contenido.

Mabalot dijo...

Muy bien leído a ambos, lo que quizá quiere decir que me gusta lo que comentáis.
Sí, Antonio, esa es la gran falla de este relato me parece; que empiezo queriendo reírme y me meto en el tema y se me va la mano hacia el terror. Quizá peque de indefinido; no sabe uno muy bien si reírse o si tener miedo. O lo que casi es lo mismo, no sabe uno si tomarse en serio mucho su miedo si el autor parece que está riéndose de todo esto.

Agradezco mucho vuestros comentarios. Creo que cada vez vamos cogiendo más confianza y hablamos con menos temores de molestar al juzgar un texto nuestro.

Y para mí son muy valiosos vuestros comentarios.

Anónimo dijo...

Pues yo creo que lo mejor es que no se describe al bicho, precisamente. Para mí el terror del relato se centra en la decomposición moral y en la degeneración mental del protagonista. Y es un acierto que todo comience desde el asco,tanto si ha surgido así como si Maba lo ha calculado. Porque a partir de ese asco se inicia, creo yo, la esquizofrenia. Me hace mucha gracia lo del "minusválido cabreado", me lleva a Asimov y su "Fundación". Algún día hablaré de la Ley del más débil.

Sigue por ahí, Maba. ¿Qué tal otro más?

Mabalot dijo...

Sí, claro que de fondo estaba todo eso del tabú del débil, y eso que observamos siempre ante un "diferente", ese trato como culpable.

Lo que había intentado era lo que comentas Luisa. Eso era lo que tenía en la cabeza cuando lo escribía. No se trataba de ver al bicho sino de ver al bicho que lleva en la cabeza el protagonista, aunque las causas que desencadenan no se tocan, no se saben, si es que esas cosas se saben alguna vez.

En realidad me cuesta más colgar relatos recientes que cosas olvidadas y viejas. Porque el que ha escrito esos relatos soy yo, ay, y duele mucho más saber que esas criaturas no se sotienen sólas, sin ayuda de papá.
Alguna vez entro en carpetas que ni recordaba que existían y encuentro cosas en las no me reconozco, absolutamente externas a uno. Sé que son mías, porque no queda otra, pero me parecen tan lejanas que es como si fueran textos que me bajé de internet de algún tipo desconocido. Pienso; ¿de dónde sacaría esto?

También pienso; si leen esto de mí ya no tendré vergüenza ante nada y podré dejar que lean lo que sea.

Me gustaría ver alguna cosa de teresa y manuel, que son los solanistas que toca. Pero cuando cuadre ya os colgaré alguna vieja "cosa", para que entre todos pongamos a parir al tipo que la escribió.

Gracias, un saludo.

rositaduran dijo...

jaja, está chistoso el monstruo en silla de ruedas.
Estaría bueno que continuara...
Por ejemplo:
Lo único que le quedaba era esa curiosidad insana de resolver el misterio que se apoderó de su vida. La ayuda del paro fue su billete de ida...
Un borrón en la memoria...
Y ahora este tipo de oscuras esperanzas forma parte de nuestra granja de monstruos. Lleno de pelos y uñas mugrientas. JAJAJAJAJAA

Anónimo dijo...

Jo, qué miedo, androide 23...