En aquel tiempo llegaron al pueblo las cocineras. Un buen día, sin que nadie supiera quiénes eran ni de dónde venían, aparecieron en el pueblo tres mujeres jóvenes llevando cada una a un niño pequeño de la mano.
Al principio se acomodaron en la casa del Zagal, que estaba medio abandonada, y a media mañana bañaban a sus niños en un barreño de cinc que habían puesto al sol; tendían la ropa allí mismo, en el patio, y las sábanas gruesas azuleaban de puro blancas.
Al cabo de una semana se colocaron de cocineras en el colegio de los curas; desde entonces se les llamó así, las cocineras; a los niños, sin embargo, se les conoció por sus nombres: Rafa, Perico y Juan; a este Juan, como había muchos, se le llamaba a veces Juan el de las cocineras para distinguirlo de los demás Juanes.
Las cocineras y sus hijos se mudaron entonces al lado de las eras, a una casa que le alquilaron al sacristán. Allí plantaron rosales y pusieron gallinas, las gallinas más limpias de todo el pueblo y las mejor educadas: se decía que ponían los huevos por riguroso orden y que hacían sus necesidades en el mismo sitio del gallinero, como los gatos. Lo cierto era que los huevos de las gallinas de las cocineras se distinguían de todos los demás por el tamaño y el sabor, de la misma manera que sus rosales daban las rosas más grandes y más olorosas que nadie vio nunca en aquel tiempo.
Las cocineras llevaron a sus hijos al colegio de los curas, que era de pago, porque los curas se los cogieron gratis por trabajar allí. Rafa, Perico y Juan no se distinguieron de los demás chicos más que en su prodigiosa agilidad. Al igual que sus madres siempre andaban juntos. Nunca se supo con certeza quién era hijo de quién, no porque lo ocultaran, sino porque nadie se atrevió a preguntarlo y ellos no lo dijeron. Las cocineras no le dejaban a nadie el saludo colgado pero tampoco iniciaban ninguna charla. Cuando sus hijos iban a merendar a casa de algún chico, les iban a recoger a la anochecida y llevaban un obsequio, media docena de huevos o un pedazo de pastel. Fuera quien fuera de las tres siempre lo ofrecían con el mismo gesto y ponían la misma sonrisa.
Cuando los chicos se hicieron mayores se colocaron en la herrería. Su prodigiosa agilidad era ya proverbial. Por la tarde podía vérseles en el jardín de las rosas haciendo acrobacias delante de las modélicas gallinas; no quedó en el pueblo árbol o altura sin conquistar por ellos; en la Fiesta Mayor colgaban un alambre a lo largo de la plaza, a cuatro metros del suelo, y por ahí se paseaban Rafa, Perico y Juan como si estuviesen en su casa. A los diecisiete años los tres se echaron novia en el pueblo vecino. Las novias eran primas entre sí, y tan limpias y educadas como las gallinas de sus futuras suegras. Para entonces, los chicos ya habían pasado de aprendices a oficiales de la herrería, y la casa de sus madres florecía de rejas forjadas.
El mismo día de la triple boda se jubilaron las tres cocineras y se quedaron a vivir en la casa que le habían alquilado al sacristán, al lado de las eras, cuajada de rosales. Cada día iban a la compra por turnos en las bicicletas de sus hijos. Ellas mismas construyeron en el patio de atrás un estanque con peces colorados y tres cisnes que dormían en una caseta con verja de hierro forjado. Se dedicaron a hacer bordados para novias y pronto hubo cola a su puerta para encargarles ajuares; pero en el pueblo siguieron llamándoles las cocineras.
Antes de que naciera su primer hijo, Perico se mató en un accidente de coche; poco después una de las cocineras enfermó y murió. Entonces se supo que era su madre. Las otras dos cocineras continuaron cosiendo ajuares. Ahora tienen tres nietos: uno de Rafa, otro de Juan y el de Perico. La viuda de este pasa las tardes en la casa de los rosales, aprendiendo a coser.
Al principio se acomodaron en la casa del Zagal, que estaba medio abandonada, y a media mañana bañaban a sus niños en un barreño de cinc que habían puesto al sol; tendían la ropa allí mismo, en el patio, y las sábanas gruesas azuleaban de puro blancas.
Al cabo de una semana se colocaron de cocineras en el colegio de los curas; desde entonces se les llamó así, las cocineras; a los niños, sin embargo, se les conoció por sus nombres: Rafa, Perico y Juan; a este Juan, como había muchos, se le llamaba a veces Juan el de las cocineras para distinguirlo de los demás Juanes.
Las cocineras y sus hijos se mudaron entonces al lado de las eras, a una casa que le alquilaron al sacristán. Allí plantaron rosales y pusieron gallinas, las gallinas más limpias de todo el pueblo y las mejor educadas: se decía que ponían los huevos por riguroso orden y que hacían sus necesidades en el mismo sitio del gallinero, como los gatos. Lo cierto era que los huevos de las gallinas de las cocineras se distinguían de todos los demás por el tamaño y el sabor, de la misma manera que sus rosales daban las rosas más grandes y más olorosas que nadie vio nunca en aquel tiempo.
Las cocineras llevaron a sus hijos al colegio de los curas, que era de pago, porque los curas se los cogieron gratis por trabajar allí. Rafa, Perico y Juan no se distinguieron de los demás chicos más que en su prodigiosa agilidad. Al igual que sus madres siempre andaban juntos. Nunca se supo con certeza quién era hijo de quién, no porque lo ocultaran, sino porque nadie se atrevió a preguntarlo y ellos no lo dijeron. Las cocineras no le dejaban a nadie el saludo colgado pero tampoco iniciaban ninguna charla. Cuando sus hijos iban a merendar a casa de algún chico, les iban a recoger a la anochecida y llevaban un obsequio, media docena de huevos o un pedazo de pastel. Fuera quien fuera de las tres siempre lo ofrecían con el mismo gesto y ponían la misma sonrisa.
Cuando los chicos se hicieron mayores se colocaron en la herrería. Su prodigiosa agilidad era ya proverbial. Por la tarde podía vérseles en el jardín de las rosas haciendo acrobacias delante de las modélicas gallinas; no quedó en el pueblo árbol o altura sin conquistar por ellos; en la Fiesta Mayor colgaban un alambre a lo largo de la plaza, a cuatro metros del suelo, y por ahí se paseaban Rafa, Perico y Juan como si estuviesen en su casa. A los diecisiete años los tres se echaron novia en el pueblo vecino. Las novias eran primas entre sí, y tan limpias y educadas como las gallinas de sus futuras suegras. Para entonces, los chicos ya habían pasado de aprendices a oficiales de la herrería, y la casa de sus madres florecía de rejas forjadas.
El mismo día de la triple boda se jubilaron las tres cocineras y se quedaron a vivir en la casa que le habían alquilado al sacristán, al lado de las eras, cuajada de rosales. Cada día iban a la compra por turnos en las bicicletas de sus hijos. Ellas mismas construyeron en el patio de atrás un estanque con peces colorados y tres cisnes que dormían en una caseta con verja de hierro forjado. Se dedicaron a hacer bordados para novias y pronto hubo cola a su puerta para encargarles ajuares; pero en el pueblo siguieron llamándoles las cocineras.
Antes de que naciera su primer hijo, Perico se mató en un accidente de coche; poco después una de las cocineras enfermó y murió. Entonces se supo que era su madre. Las otras dos cocineras continuaron cosiendo ajuares. Ahora tienen tres nietos: uno de Rafa, otro de Juan y el de Perico. La viuda de este pasa las tardes en la casa de los rosales, aprendiendo a coser.
12 comentarios:
Me gustan estas historias. He leído también la de la luna. Te lleva a un tiempo indefinido donde todo era paz y felicidad, es la misma época en la que transcurre la historia de Industrias y Andanzas de Alfanhuí.
Este tipo de historias dan felicidad. Se siente uno bien leyéndolas.
Gracias, Riforfo Rex. Esta de las tres cocineras tiene, al menos para mí, un no sé qué misterioso. ¿De dónde vinieron? ¿Quiénes eran los padres o el padre de sus hijos? ¿Por qué eran tan ágiles? Y, sobre todo esa continuidad del matriarcado (siempre tres) con la viuda del hijo que se mató provocando con ello la muerte de su madre. Me encantaría saber más de ellas, pero no me lo han contado. Te he dejado un par de comentarios en tu cuaderno, en la entrada de Thoreau y en la del dinosaurio.
Creo que la magia de una historia es precisamente el hecho de que no esté completamente explicada, que persista el misterio una vez concluída. Sólo se completa un hilo, pero uno sigue preguntándose de dónde viene y adónde va la cuerda
Los cuentos sin ninguna detención, sin ninguna escena, suelen sonarme a resumen o a preámbulo. En este caso no es así. Este fragmento me lo imagino acompañando a un cuadro, las tres figuras alejadas sobre un fondo de campos amarillos. Salud
¿Algo así como "Las segadoras", de Millet? Al leer tu comentario me han venido a la memoria. Salud, Bernardinas.
¡Équili! me he permitido colgar el cuadro en el salón para celebrarlo.
óle
Muchísimas gracias, bernardinas. Qué sorpresa más buena me he llevado.
Estoy de viaje y he entrado por casualidad.
Un beso
Más vale tarde que nunca. Ya hace días que te leí, Luisa, ambas historias, la de este post y la del anterior, y quería decirte que me gustaron mucho; esta y la de Antonio y su ruso con el conejo desollado se me quedaron grabadas. No sé por qué encuentro que pertenecen a mundos parecidos, y no creo que sea porque ambas remiten al rural.
Un abrazo.
No, claro que no, Maba, es por el misterio, un misterio cotidiano, que es el más misterioso de todos los misterios: las cartas atadas con cinta azul que la abuela nunca nos deja sacar de su cajón, el ruido de la puerta de la calle a una hora imprecisa de la noche en la que, para nuestra mente infantil, es inimaginable que nadie pueda salir o entrar, la sombra de los coches al pasar por delante de las persianas entornadas a la hora de la siesta... o un extranjero amable y enigmático que comparte con nosotros un refugio en la lluvia. Es lo que hace que la vida tenga tantas dimensiones. Me alegro mucho que te hayan gustado mis dos historias. Mañana toca la tercera, pero por favor, poned vosotros algo, que parece que me he apoderado yo del blog.
Un beso a todos,
Luisa,
Me parece un relato estupendo. La atmósfera que consigues y que remite a un tiempo casi mítico y el ritmo pausado, como en un cuento tradicional...
Gracias por colgarlo,
Un saludo,
X.
Otro saludo, Xavie y muchas gracias. Me he retrasado con la siguiete entrega. Va marchando.
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