11/5/10

Tiene razón Teresa. El Círculo Solana debería preocuparse un poco más por sus papeles póstumos. Así que se me ocurre traer aquí un cuento que igual alguno vio por mi blog. Lo escribí poco antes de Navidad. Se iban a publicar Los toros en invierno pero el editor dijo que harían falta un par de cuentos más para que no fuera una novela corta sino una colección de cuentos. Así que añadí otro cuento que ya colgué aquí, Los galgos y los podencos, y este lo escribí a propósito para no salirme mucho del tono rústico general. Al enviarlo le añadí una dedicatoria, A Félix Rodríguez de la Fuente. Luego la quité por exceso de sinceridad.



Animales heridos

El ganado ya se iba. Llevaba toda la mañana en un bancal de tierra parda que se estaba despertando del barbecho. Las ovejas iban ya dejando las faldas ásperas de la muela, se movían con más brío entre rastrojos y rebrotes de ababol, como si alguien les hubiera dicho que había llegado la hora de beber o fuera más prudente protegerse bajo los chopos cabeceros junto al río. La mañana era fría pero estaba despejada y no soplaba el viento. El sol calentaba un poco. Las ovejas caminaban cabizbajas, un mastín negro al que se le veía la carne viva de los lacrimales las iba acompañando sin ladrarles.

El pastor terminó de comer y se limpió las migas, pasó el filo de la navaja por la pernera de los pantalones y la plegó mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Cogió un morral de tela azul y se lo colgó atravesado por encima de la zamarra, y cuando se agachó a recoger el cayado vio que detrás de él, detrás de una mata de cardos, una oveja se quedaba retrasada. En realidad no podía caminar. Estaba a punto de parir, es posible que hubiese ya empezado. El cielo se había cubierto y por detrás de las crestas del otro lado del valle asomaban nubarrones negros. La primera volada de aire vino al mismo tiempo que se ocultó el sol.

Una oveja que se para porque ya no aguanta más puede tardar segundos en echar la cría, pero a veces se resiste. A veces hay que coger la cabeza o las patas del cordero y estirar. El cielo era una bóveda de plomo. El pastor intentó arrear a la oveja para que lo siguiese, pero vio que abría las patas de atrás y trataba de flexionarlas. Balaba porque no podía. De modo que volvió a descolgarse el morral y sacó la navaja. Al incorporarse vio cómo de las peñas peladas que había dejado a su espalda salía un buitre y volvía a desaparecer. Su silueta sobrevolaba parsimoniosa los peñascos de la cima y se alejaba planeando sin más movimiento que el de las plumas de las puntas de las alas.

Había que darse prisa, llevar las ovejas al río y meterlas en la paridera antes de que empezase a helar, o se desatase una tormenta. La silueta del buitre había vuelto a ser un mal agüero. Ya no había muladares y en la sierra se dieron casos de vacas recién paridas atacadas por los buitres. El gobierno quiso limpiar el campo de carroña, de los burros muertos que se descomponen en el fondo de un barranco y las vacas enfermas que quedaron atascadas en las charcas. Los ganaderos estaban muy preocupados.

El rebaño había traspuesto la loma que lo separaba del río. Detrás de un horizonte de rastrojos sólo se veían las ramas más altas de los chopos con algunas hojas amarillas y la nube de polvo que iba levantando el ganado por el camino. Se rumoreaba que en la peña habían puesto un comedero controlado. Antes estaba descontrolado pero no había buitres, decían los pastores. Lo más seguro era que los buitres estuviesen arremolinados al otro lado de la peña, arriba de la pared caliza, en los yermos pelados donde antiguamente se subían las ovejas en verano, atadas con una cuerda.

El pastor cogió a la oveja por una pata trasera y venció sobre ella el peso del cuerpo para tumbarla. Luego le agarró las patas delanteras. La oveja estaba exhausta, no hacía por levantarse. El pastor presionó varias veces con el puño en la vagina tumefacta. Palpó la cría con los dedos pero no reconocía la cabeza ni las patas. La oveja balaba entrecortadamente, cuando reunía fuerzas, un solo balido lastimero con el que no bastaba para parir. De modo que el pastor metió la mano entera para darle la vuelta dentro del útero y sacarla porque si no la madre se podría reventar. Alguna vez más lo había tenido que hacer, el tacto sedoso y caliente de las paredes del útero le acariciaba los nudillos y con los dedos iba palpando las costillas del cordero hasta que dio con las patas de atrás y poco a poco fue cambiándolo de posición. Sacó la mano llena de sangre y de un líquido blanquecino y turbio como el suero y jirones de placenta pegajosa. La pezuña de una de las patas asomaba. Volvió a meter los dedos para coger la pata de más arriba de la rodilla y estiró sin detenerse, adaptándose al ritmo con que los propios esfínteres empezaban a expulsarlo. Nada más asomar la cabeza el cordero salió entre telas ensangrentadas. El pastor sacó la bota del zurrón, la puso boca abajo entre las rodillas y con ellas presionó para que saliera un chorrillo con el que se lavó las manos.

Al levantar la vista al cielo, por encima de donde debía haber llegado ya el rebaño, vio que a lo lejos las nubes se deshacían en cortinas de hilos grises y una niebla cuajada velaba las ramas de los chopos. La oveja no podía ponerse de pie. Tuvo que ayudarla el pastor y a empujones apenas consiguió que caminase unos pasos con el cordón blanco brillante de flujos colgando entre las patas. Así anduvo unos metros, hasta que de pronto la oveja se arrancó a trotar, y cuando el pastor se volvió para recoger el corderillo se dio un susto que casi le da un infarto.

Nunca antes había visto un buitre tan de cerca. Vio planear su silueta perfecta recortada en la pared caliza de la muela, y cómo bajaba el vuelo y unos metros antes de una encina seca dejaba caer las patas, sus muslos de oca, y bajaba la cabeza e inspeccionaba las ramas con su largo cuello como si una culebra estuviera saliéndole del cuerpo. Vio la pechuga gorda de gallina gigantesca, las blancas plumas moteadas, los plumones con cañones como tubos de metal, que se recogían hacia dentro para amortiguar el aterrizaje. Parecía un animal compuesto del despojo de otros muchos, un cuerpo de pavo con un cuello de culebra, y las alas como dos perchas gigantes de las que colgara una alfombra de plumas desordenadas.

El buitre se posó en la rama, a unos quince metros de donde estaba el pastor. Parecía un rey medieval arropado por un manto de plumones grises. Había doblado el cuello sobre la pechuga con la curvatura de una tripa y de su cráneo peludo salía un pico desproporcionado, una callosidad córnea descolorida con un gancho afilado en la punta. El pastor podía incluso ver las garras por encima de la rama sin color, la piel de saurio de las patas de gallina pero con muchas más bulbosidades negras. Incluso le vio la cara, la piel fina gris brillante y arrugada, los ojos redondos y muy negros escondidos en las cuencas, hundidos por debajo de los huesos.

El pastor sacó sus cosas, unas cuerdas de plástico rojo y una bolsa con comida, y metió al cordero en el zurrón con la cabeza fuera. Llevaba el garrote pero eso no era suficiente. Lo había visto posarse, su descomunal envergadura que ocupaba casi la rama entera antes de plegar las alas y quedarse a la expectativa, sus garras como garfios de hierro viejo. El pastor ató una cuerda al cuello de la oveja y la obligó a caminar sin detenerse cada pocos pasos. Conforme se alejaban el buitre inmóvil era un bulto sobre las ramas muertas al que el viento movía las plumas. El pastor caminaba mirando atrás, oteando las cejas de las peñas, la posibilidad de que viniesen más buitres. A veces agarraba unos metros a la oveja pasándole un brazo por el pecho y volvía a dejarla y estiraba de la cuerda roja. El buitre no se movía.

Por delante iban surgiendo las ramas de los chopos cabeceros por entre la bruma, las vigas dejadas crecer que acaban rajando las zocas y la pelambrera de las ramas nuevas. El pastor se fue metiendo entre la lluvia. Las gotas iban despegando hilachas de placenta que aún colgaban de los ojos de la cría. Llevaba la cabeza gacha, sólo la subía para mirar atrás. Una de las veces vio cómo a lo lejos el buitre sacudía las alas y arrancaba el vuelo en dirección adonde él estaba. El pastor volvió a posar en el suelo a la oveja, sacó la navaja del bolsillo de la zamarra, la abrió y la empuñó con la mano izquierda mientras con la derecha blandía el garrote como si lo estuviera sopesando. El buitre pronto ganó altura, sus alas enormes volvieron a planear. El pastor se llevó atrás el garrote, como para coger impulso si se acercaba, pero el buitre aleteó pesadamente y pasó por encima del pastor, en dirección a los chopos desnudos del río. No hizo giros, no dio ningún rodeo, voló directo hacia la bruma densa donde ya estarían bebiendo las ovejas, a menos de quinientos metros de donde estaba el pastor, al otro lado de la loma.

El rebaño era lo primero. Dejó la oveja parturienta y corrió con la cría metida en el morral entre bancales de cascajo que atajaban las curvas del camino. El cordero de ojos cerrados iba dando botes y balaba. No tardó ni cinco minutos en llegar al río, pero allí no había ningún buitre. Las ovejas estaban juntas entre dos viejos muñones de chopo erizados de ramas tiernas. No se veía el buitre en el amplio horizonte de ricios al otro lado del río. El pastor barrió el paisaje en círculo con la mirada. El buitre no había regresado a las montañas, y si nuevamente apareciese por el otro lado del río lo vería entre las cortinas de lluvia que azotaban ahora la sierra muy lejos de allí. Inspeccionó con cuidado el ramaje de los chopos cabeceros, las vigas gordas y las varas tiernas, y las piedras blancas esmeradas que se amontonaban aguas abajo.

No vio al buitre, pero entre los balidos de las ovejas escuchó un aullido. Caminó entre zarzas y hierbajos que le llegaban a la cintura hasta más allá de los chopos, donde se abre de nuevo el campo abierto. Vio al mastín que se alejaba del río con su andar cansino y agitaba la cabeza para sacudirse el agua de la cara. Aullaba como los lobos. El pastor lo llamó con un silbido pero el perro seguía ladrando y aullando y agitando la cabeza como si quisiera espantar la lluvia. El pastor abandonó la chopera y fue tras él, pero nada más salir de los últimos arbustos, los juncos secos y las hierbas de la primera linde, caído sobre los terrones de un labrado, vio al buitre con las alas abiertas y las patas encogidas, como si lo hubieran clavado al suelo. Lo menos tenía cuatro metros de envergadura. Al principio se asustó, pero al acercarse un poco se dio cuenta de que le faltaba la cabeza. Se la habían arrancado por el buche, quedaban minúsculas piedras amarillentas mezcladas con detritus y esparcidas por las plumas de la pechuga. La cabeza estaba un poco más adelante. Tenía los ojos y el pico muy abiertos, le salía una lengua negra que brillaba con la humedad. El pastor corrió al encuentro del mastín, que seguía dando tumbos muy despacio y aullaba y el pastor veía el aliento del animal y las gotas que despedía al sacudir la cabeza.

El pastor lo llamó por su nombre, y el perro se volvió. Aullaba y tenía los ojos vacíos. Un hilo de sangre le corría por el hocico, un colgajo al final del que brillaba el blanco del ojo le golpeaba la boca cada vez que trataba de quitárselo y levantaba la cabeza para aullar. Los aullidos se quebraban en gañidos, el mastín cabeceaba como un toro de lidia que quiere sacarse la espada, la sangre manaba de sus ojos. El pastor trató de calmar al mastín con voces, lo cogió de la carlanca y le acarició la cabeza y le limpió la sangre del morro con los dedos y con la navaja que llevaba abierta en un tajo rápido cortó la hilacha sanguinolenta que le colgaba y tapó con las manos las cuencas de los ojos. La sangre le salía entre los dedos, la lluvia la limpiaba. Cogió al mastín por la carlanca y lo puso a andar hacia donde se guarecía el rebaño. El bicho entonces pareció tranquilizarse, ahora giraba la cabeza como si encontrase alivio en las manos del pastor sobre los agujeros negros. Mientras lentamente lo acercaba hasta la chopera para poder curarlo mejor el pastor fue contando las ovejas. No faltaba ninguna.

De las siete ovejas preñadas tres habían parido, pero tenían a su lado los corderos. El pastor buscó el cordero recién nacido, que andaba balando entre las zarzas, y volvió a meterlo en el zurrón. Una oveja lo había terminado de limpiar. Con una manga de la camisa improvisó una venda y tapó los ojos vacíos al mastín y la sujetó con un trozo de plástico manchado de placenta que aún llevaba en el morral. A voces arreó al rebaño de regreso a las majadas, por allí por donde debió de quedarse la oveja recién parida. Al vencer los taludes del río, mucho antes de llegar a las faldas de la peña, vio cómo una bandada de buitres se amontonaba entre los rastrojos. Unos subían encima de los otros y aleteaban y soltaban plumas, o corrían como pavos con una piltrafa de carne muy roja colgando del pico.


7 comentarios:

A. C. dijo...

Por cierto, me he permitido colgar un cuadro en el salón.

La de la ventana dijo...

Uf, Antonio. Qué pasada. Una empieza el relato pensando que va a ser la típica escena castellana de secarral y termina con el corazón en un puño, como si le hubiese acorralado un macarra en un callejón del Bronx... Sobrecogedor, me ha gustado mucho.

conde-duque dijo...

Esto ya parece un verdadero salón de casa regia, con el cuadro de Solana… Queda perfecto.
Antonio, he leído tu cuento como un thriller de la Naturaleza, o una snuff movie de la fauna ibérica...
Lo primero que me llama la atención es el léxico: bancal, barbecho, muela, ababol, cayado, paridera, peñascos, rastrojos, yermos, zocas, hierbajos, carlanca… Las palabras del campo tienen –no sé- como más enjundia, hechura y misterio; alguna no sé lo que es, como buen paleto de ciudad que soy. La misma sensación me da al leer a Virgilio y a Muñoz Rojas. Un idioma eterno, como en refugio.
Morral, zamarra, pernera, zurrón, garrote… Qué sonoridad, se puede uno imaginar la voz épica de Rodríguez de la Fuente pronunciándolas.
Y, sobre todo, esas imágenes que no se olvidan: la carne viva de los lacrimales del mastín, el útero caliente y sedoso de la oveja, el perro sin ojos aullando, la cabeza desgajada del buitre…
Hoy voy a tener pesadillas con algo de esto, fijo.
Un abrazo a todos.

Mabalot dijo...

Joder con los buitres.

Nunca me había hecho esa pregunta: ¿Qué pasa con un buitre muerto? ¿Se lo comen los colegas?

La última frase responde la cuestión. este relato yo lo veo cargado de simbolismo. Es inevitable. de alguna forma tengo ganas de irme a una esquina con su recuerdo y enterrarlo para cogerlo después y mirarlo de cerca. estoy muy perro. Tengo la impresión de que atendiendo a esta historia uno sacaría una lección moral, algo, digamos que la cosa no se queda en lo que cuenta, en esa escena.

Esto es lo que pienso nada más leerlo. El lenguaje rural crea una atmósfera y da gusto verlo, literalmente (me apunto las palabras, que las colecciono...), pero a mí me pesa mucho Baroja, me sigue pesando, y no puedo evitar mirar con cierto escepticismo también esos términos, como si en ellos probase su valía un narrador virtuoso, demasiado virtuoso.

En realidad,en una segunda lectura rápida no encuentro que queden mal esos tecnicismos rurales. El lector que escribe no puede evitar regodearse en las palabras más que en las imágenes, al menos en una primera lectura. Lo veo todo muy contenido, sobre todo en metáforas que no se vayan por los aires como humo.

Por cierto, como para leer este relato en algún club de lectura de amas de casa. Le jodes el potaje a todo el mundo. Como para leerte comiendo un bocadillo de chorizo.

Conclusión: Gran relato. Gracias por traerlo aquí.

Un abrazo a todos.

A. C. dijo...

Ya lo creo que ha sido una buena idea, Teresa. Concretamente tres buenas ideas. Gracias por ellas, me ayudáis a contemplar algunas dudas con algo más suficiencia.
Yo quería escribir en un territorio en el que si das un paso de más pasas de lo trágico a lo tremendo, y lo desactivas por completo. Por eso encuentro alivio en la palabra 'sobrecogedor'. Lo tremendo ya no sobrecoge, ha llegado demasiado alto y sin querer ha empezado a bajar por la otra vertiente, la de lo ridículo.
Aunque como definición exacta me quedo con la "snuff movie de la fauna ibérica". No, no es broma. Quería dedicarlo a Rodríguez de la Fuente. Después de escribirlo empezaron a echar por la tele capítulos de su programa; vi algunos y, regresiones aparte, me sorprendió el hermoso castellano que utilizaba, y lo bien compuestas, rítmicamente hablando, que estaban las frases. No sé si los guiones eran suyos, pero el texto era magnífico.
Lo de las palabras es adrede. Sé que corro el riesgo de que también eche para atrás, como un jardín de palabras empalagosas que te impiden centrarte en el asunto. Pero es que a mí me parece que las palabras raras son, por el solo hecho de ser raras, muy sonoras, y decoran el relato con mayor efectividad que muchos párrafos descriptivos. Si quieres contar la vida de un trabajador, no hace falta que largues el rollo con descripciones de la fábrica; basta con que, de vez en cuando, metas un tecnicismo metalúrgico, que suenan como el acero. Y si no se entienden todas, mejor, porque así se favorece el distanciamiento. Me gusta leer en tratados científicos porque a cada paso encuentro metáforas sorprendentes, o formas tan exactas de describir algo que casi son un poema. Cada día me interesan menos las metáforas verbales y más las narrativas. Es un poco el ideal de los imaginistas, describir con exactitud científica símbolos imaginarios.
Muchas gracias a todos. Sí, sí era una buena idea.

Anónimo dijo...

Impresionante relato, Bernardinas. Yo es que no soy de analizar, o me gusta o no me gusta. Y este me gusta. Estoy con Teresa en lo de sobrecogedor.Hay escritor. Hay oficio. Luego, ya, está el momento en el que lo lees, puede entrar mejor o peor, agradar o desagradar... en mi caso lo he leído en un buen momento porque he asimilado la "terrible belleza" de la historia. El compañerismo indisoluble del pastor y el mastín. El mandato genético de salvar a la cría. El destino de muerte de la madre que lo ha dado todo ya.

Enhorabuena, gracias y un fuerte abrazo,

A. C. dijo...

4 buenas ideas 4. Gracias, Luisa. La intención era esa. Cada vez me gustan más los géneros antiguos, los símbolos de siempre, cuanto más distanciados mejor. A ver, a ver.