Nadie sabe a cuantos suicidas ha visto uno en realidad en su vida. Cuantas personas que han pasado a nuestro lado, hablándonos o no, compartiendo mesa, aula, viaje, el aire mismo, por estar a nuestro lado en una sala de espera, en un autobús, en un avión, y hasta en una cama, y a las que ya les hemos perdido la pista, hayan sido estas personas pocas o muchas, y que ya no volvimos a ver ni volveremos a ver, han desaparecido para siempre. Personas, que en algún momento fueron alguien en nuestra vida, y no sabemos cuántas de estas dejaron de vivir porque les apeteció, porque les pareció más atractivo dejarlo todo que quedarse aquí. Ley de vida, se dice, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y hay que seguir, o la vida sigue etcétera. Pero lo que recuerdo ahora en medio de unas neblinas que me hacen desconfiar de la memoria y de su naturaleza caprichosa, es un suicidio que vi hace la tira de años, cuando era pequeño.
Fuimos testigos de aquello todos. Todos éramos mi padre, madre, hermano y yo. No conocíamos al suicida, o supuesto suicida, pues de este caso quedan muchas dudas, y lo único que supimos de él es lo que vimos y aún así ni estamos, o estoy, seguro de lo que vimos, como una alucinación colectiva, familiar. Es posible también que sí lo conociéramos. Pasa en las ciudades pequeñas que todo el mundo se sabe de vista, como sin querer, y en una rueda de reconocimiento por la que pasaran individuos de todo el mundo sabríamos decir quién vivía en nuestra ciudad y quién no, y para ello era suficiente que lo hubiéramos visto una sola vez y ya se quedaría grabado en la mollera como conciudadano nuestro. Contaré lo que vimos sin desviarme un ápice, o lo que recuerdo que vi, porque no sé qué pueden recordar los demás. Quizá cuando los vea les pregunte si recuerdan algo, aunque es poco probable que mi hermano se acuerde de algo, quizá era demasiado pequeño, y también mi padre, que ahuyenta el pasado como si de moscas se tratara. Mi madre sí, quizá sepa de qué le hablo, y quizá sepa más que uno, que al fin de al cabo era sólo un crío de ocho años o por ahí.
Era domingo, me parece. Un día nublado, lluvioso, pero no de chaparrones. Un orvallo, que se movía en el aire como en remolinos, llevado por el viento de un lado a otro y haciendo volatines y esquivando los paraguas. La lluvia más puñetera. Quizá íbamos a alguna parte, o sólo habíamos salido a tomar el aire. El caso es que estábamos caminando todos juntos por la acera paralela al río que cruza la ciudad. Aunque la ciudad propiamente dicha está a un lado y lo que queda salvando el puente es una periferia sin apenas rastro de ciudad, a no ser el campo de fútbol, y el mercado y algunas calles que casi se salen del mapa urbano. Estábamos como a unos cien metros del puente, aunque soy muy malo para las mediciones y puede que sean doscientos o cincuenta. La única persona que estaba sobre el puente era un tipo de gabardina o abrigo negro, creo. Era un hombre en todo caso. Poco más podría jurar. Tenía un paraguas cerrado, aunque no estoy seguro que lo viera en ese momento. No había nada extraño en la escena. No era el día para pensar mirando el río, quizá, dónde la lluvia parecía revolverse con más furia, pero no vimos nada fuera de lo normal que nos hiciese pensar en lo que pasaría un minuto o menos después. Quizá aquel hombre estaba tomando su última decisión y al vernos venir a lo lejos se dejó de dudas e hizo que lo venía a hacer. Lo que quizá llevaba tiempo intentando y nunca había conseguido hacer. Fue pasar una pierna al otro lado de la barandilla, por encima, y acabar poniendo los dos pies y mirando abajo. Quizá en esos momentos todos teníamos la boca abierta. Se dio la vuelta sin dejar de agarrarse, cómo me acuerdo de ese detalle, o cómo creo acordarme, mirando de frente al río, que bajaba seguramente más revuelto y oscuro que nunca. Era, es, un río rabioso, de la mucha arena de los fondos que le han quitado, con esos remolinos que se ven a docenas desde cualquier puente y que se tragan la basura que sigue la corriente como succionada por una gran boca en el fondo. Vemos a esos papeles, condones, ramas, porquerías varias, girando locos, como si fuesen a despegar, y desaparecer en el fondo opaco. Y eso fue lo que hizo aquel hombre, que lo vimos desaparecer del puente.
No recuerdo si uno de nosotros vio algo que otros no vieron, o si todos fuimos testigos de aquello. El caso es que dónde había un señor, en mitad del puente, ya no había nadie, en cosa de segundos, y que la única posibilidad era que aquel individuo se tirase a la poza negra que era aquel río. Corrimos al puente y encontramos un paraguas a la altura dónde había estado aquel tipo. Era un paraguas negro, grande, con la puntera afilada de metal. El paraguas estaba allí, quizá lo había dejado porque a él ya no le aprovecharía nada dónde pensaba ir y lo abandonaba para que otro le sacase partido. Es posible que también hubiese dejado una gabardina, o un abrigo, pero eso, no lo juraría tampoco, ni lo voy a poner como dato fidedigno. Aunque fidedigno no haya nada en realidad. Somos máquinas de transfigurar recuerdos, de vestirlos en las partes desnudas, de mudarlos, cambiarles la ropa de vez en cuando y presentarlos más claros de lo que eran.
Aparecieron unos policías, ya no sé de qué cuerpo, quizá una pequeña delegación de varios cuerpos, para pensar juntos y decidir las acciones. Y vieron el paraguas, y se lo quedaron, y preguntaron mucho, mirándonos a todos, quizá con el ojillo entrecerrado, como estudiándonos, si era verdad que habíamos visto a un tipo tirarse desde allí, sopesando si estábamos delirando en familia. Y señalaban el punto exacto que el paraguas había marcado. No recuerdo si dibujaron una cruz con tiza en el suelo, para que los buscadores de cuerpos hiciesen sus cálculos, y no recuerdo lo más importante, si al final habían encontrado un cadáver, o si tod0 había quedado así, en uno más desaparecido que podía ser o no el que se había tirado desde el puente. El único que sabía la verdad era el paraguas, y el que sabía quién era su dueño, o quien lo había sido hasta ese fatídico momento, y hasta qué razones le habían llevado a tomar esa decisión, si es que hay alguna razón para tomar una decisión así.
Como si hubiese una causa lógica para que eso se dé. Como si en el listado de causas y efectos ordinarios señalados para este mundo hubiese unas razones concretas o aproximadas que conducen a alguien, de forma casi irremediable, a ese resultado. Era aquel paraguas negro tan señorial y parroquiano, como de tratante de ganado, quizá aún tuviese el mango caliente, el que podría haber escrito la noticia con todo detalle. Si los paraguas escribiesen novelas ese tendría una novela con sólo que contara los episodios, con sus desdichas, de la vida de su dueño. Si el paraguas aquel pudiese contar todo lo que uno no puede contar entonces tendríamos algo más claro qué pasó en realidad y si aquel tipo tenía la intención de ahogarse o todo era una tapadera para desaparecer y empezar una nueva vida en Brasil o Venezuela u otro país más exótico y a dónde suelen ir a parar todos los suicidas fraudulentos, y todos los fraudulentos en general. Pero suponemos que al tirarse sólo quiso matarse y suponemos también que no le costaría mucho conociendo el río.
Pasaron los días, pasaron los años, aquel paraguas y aquel suicida y aquel puente y aquel río, todo en conjunto y en combinación, vuelven a la neblina de la que salieron y ya está.
5 comentarios:
Dije que pondría algo viejo, pero no tengo ganas, la verdad. Otro día; hoy no tengo el cuerpo para leer a alguien tan lejano ni charlar de aquellas redacciones viejas.
Pongo algo que escribí hace un par de semanas. Es decir, aún no lo he pasado a la NEVERA, a dormir el sueño que le toque, o a buscarle una vida en alguna parte. Por ahora lo extiendo aquí, como una alfombrilla modesta para que se airee.
Podéis apalearla.
A mí esto sí que me gusta mucho. Siento en mi mano el calor del mango del paraguas bajo la lluvia fría. Estupenda la sintaxis de la niebla, el hipotético haber visto. Impecable la tensión narrativa, que es una cosa esencialmente técnica, no argumental. Un tipo que quizá se tiró al río.
Eso sí, Mabalot, cuando te pongas a echar pestes de Javier Marías te diré que ahora mismo es el único que navega por este tipo de espacios mínimos. Su estilo es otro, desde luego, y en él hay poco de esta contención como aterida que le da a tu cuento una especial dimensión poética. Muy agradecido.
Agradecido yo, por supuesto. De Marías no echo pestes. Si acaso me parece a veces un poco snob en el léxico, como si escribiese desde otra época. Hace mucho que no leo nada de él. De todas formas, a mí me quedó pegado más el estilo de Thomas Bernhard, ese recordar narrando, volviendo al tema. Es lo más parecido a la música en prosa que conozco, o a cierta música.
Seguiremos charlando. Un saludo.
A mí ya sabes que me gusta más siempre que aparece Mabalot, como en este caso (pese a la contención).
Capítulos de esa novela de recuerdos...
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