Un perro en un tejado está en la situación de quien ha accedido con esfuerzo al lugar que otros ocupan por naturaleza. Es una situación extraña, o más bien que provoca extrañeza a los que ven asomar del tejado la cabeza canina.
El perro con vocación tegulística tiene que ejercitar sus músculos, afinar su equilibrio y compensar con aplomo la ausencia de garras. Dicho de otra manera, un gato en un tejado puede ser el más vulgar de los mininos, pero un perro en un tejado es, cuando menos, un perro muy especial.
En el tejado, el perro goza de una perspectiva doblemente privilegiada: ve desde allí lo que podrían ver los gatos, sin perder el punto de vista de los perros. Y digo lo que podrían ver los gatos, porque estos suelen limitarse a pasear por el tejado sin observar lo que desde allí se contempla.
El perro, por el contrario, ha subido al tejado para mirar desde allí y contárselo a los otros perros, a los gatos y a quien quiera escucharle. Esta intención informativa -y acaso redentora- del perro suele ser mal comprendida por los habitantes del tejado, que no son solamente gatos, sino también antiguos perros que en su día subieron allí y, a base de no mirar hacia abajo, parecen más gatos que los gatos propiamente dichos. Por lo que si el perro en el tejado desea ser inmune a tal mutación, deberá desarrollar pronto un escepticismo a tono con su condición de perro, de vigía, de solitario y de hereje.
He asistido en los últimos tiempos a la presentación de un libro que tenía todos los ingredientes de una fiesta de cumpleaños: discursos de los allegados, adhesiones inquebrantables, actuaciones artísticas y sorpresa del homenajeado, que no se lo esperaba; y, como en las fiestas de cumpleaños, invitados íntimos, menos íntimos y algunos que miraban, aplaudían e intentaban comprender las bromas privadas entre unos y otros. Eran los lectores. Pobres perros invitados a una fiesta de gatos.
He leído libros muy bien escritos, premiados y promocionados, elogiados por la crítica con generalizaciones altamente intercambiables. Y sin embargo los temas de los libros, su tratamiento, su estilo sumen a los lectores en un estupor intelectual considerable, en una espiral hipnótica hacia el aburrimiento, en un árido desamparo del espíritu. Primera posible consecuencia: los libros serán comprados por los incondicionales de las revistas culturales y los suplementos literarios, que propenden cada vez más al pensamiento único. Segunda posible consecuencia: gran parte de los compradores no terminarán su lectura, con lo que los laureados títulos pasarán a engrosar la Ingente Biblioteca Colectiva de Excelentes Libros sin Leer. Así se habrá dado un paso más en el camino de disociar calidad e interés.
Con los escritores de oficio escribiendo los unos para los otros y los críticos y editores pensando que imponen el gusto cuando lo que imponen es el disgusto, el lector, deseoso de ser seducido, se arroja en brazos de cualquiera capaz de hilvanar doscientas páginas con un mínimo interés.
He visto últimamente estas y otras cosas, que ni son las únicas ni las peores, y he meditado sobre ellas, que es lo único que puede hacerse ante el lógico devenir de la vida. Como no hay bien ni mal que cien años dure, llegará también el momento en el que los lectores, hartos de tener que elegir entre calidad correosa y bazofia de evasión, se declaren en huelga de ojos cerrados. Habrá entonces que regalarles los oídos con romances y trovas. Y el Precursor de los Editores de la Nueva Era dirá: “Pues que lo pide el vulgo es justo / fablar en prosa para darle gusto”. Esas palabras marcarán la feliz reinvención de la literatura.
Son cosas que aún están lejos, muy lejos, pero que ya asoman por el horizonte. Ya pueden ser intuidas, olidas, divisadas por el perro en el tejado.