A J. M. Martín Peña
Desde el púlpito un cura de gafas oscuras y grandes cejas declina las bienaventuranzas. A su espalda hay una mesa amplia, un reclinatorio, las manchas de humedad en la pared, el retablo, la débil luz que atraviesa las vidrieras. Al hablar, al cura se le marcan las venas de las sienes y se le abren los agujeros de la nariz. Parece un dragón, pienso que piensa el niño de la primera fila.
—Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra...
A mi lado, Teresa lamenta su mansedumbre, su ineficacia, su estéril desposesión de la tierra. Teresa lleva quince años conmigo. No tenemos perro, ni gato, ni hijos. Teresa ha desperdiciado su vida conmigo, y yo la mía con ella. Lo sabemos. No hay duda. El viaje desde casa ha sido largo, sombrío, monótono. El coche cumplió su función sin sobresaltos (tiene demasiados años: la suspensión está rota y la culata hace un ruidito extraño), aunque no podíamos pasar de ciento diez. Casi no hemos hablado durante el camino. Fue ella la que se empeñó en venir al pueblo de sus padres. «Una visita corta, para limpiar la casa y respirar aire puro», me dijo. No se me ocurrió ninguna excusa rápida para evitar este error, esta demorada catástrofe. Sus padres murieron hace dos años; casi seguidos, ella después de él, como cumpliendo un orden preestablecido, una cadena inevitable. Desde entonces no habíamos vuelto. La puerta de la iglesia permanece abierta, al fondo; por allí entra la corriente, heladora; el mundo espera detrás de ella, pero no sé si tendremos la valentía de atravesarla solos. Estoy sentado aquí y, misteriosamente, puedo verlo y oírlo todo. Lo demás lo intuyo, sin más.
Hace frío. El niño de la primera fila se remueve en el banco, balancea las piernas: medias altas, pantalones cortos y botas de cordón. Podría ser yo de pequeño. Le flanquean sus padres. Se diría que la madre del niño, con la mirada torcida y la nariz respingona como un tobogán, necesita mucho sexo. Lo demuestra su forma de abanicarse los muslos con el forro interior del abrigo. El marido contempla el suelo, humillado. Su aspecto es irreprochable: anillo en el dedo, corbata anudada, bufanda al cuello, pañuelo en la solapa. El paño del abrigo, sin embargo, está desgastado. Tose una tos con grumos. Mi mujer me odia, el jefe me maltrata, ya no se me levanta, se mortifica para sus adentros el padre-marido.
Teresa y yo nos conocimos en el instituto. Se sentaba detrás de mí en clase. Seguramente fue ésa la clave: el azar del orden alfabético, el destino casual (y férreo) de los apellidos. Era muy guapa, como casi todas las chicas de su edad. Solía llevar melena ondulada hasta los hombros, camisas ceñidas al pecho y faldas que le marcaban las caderas; era tímida y hablaba poco, pero siempre sonreía; cuando le hablabas te miraba fijamente, le brillaban los ojos y daba gusto verla; además, su voz era muy suave. Mientras estoy pensando esto, estornudo violentamente, sin poder evitar el escándalo: se oye el estruendo en toda la iglesia y retumba en las naves laterales. Todo estornudo suena ridículo, pienso. Teresa me mira con gesto de reproche y se saca un clínex del bolso: «Toma, anda», me dice. Me sueno. Siempre parece molesta o enfadada conmigo. No sé cómo hemos llegado a esto.
A nuestra espalda, la señora loca de abrigo de visón y ojos negrísimos sostiene el misal entre las manos. Pasa las diminutas hojas, una tras otra. No encuentra el Salmo en cuestión: el Salmo que su padre rezaba, el mismo que pronunció antes de morir. En el cristal de sus gruesas gafas se reflejan las luces de las velas de Santa Catalina, distorsionadas. Se le pega a la frente el flequillo grasiento. Se le marcan las comisuras de los labios. Algo le duele, y no es el estómago. Parece que lleva mucha gente dentro, y todos sus huéspedes gritan.
Al llegar a la casa de los padres de Teresa, por la mañana, tuvimos que hacer limpieza general, antes incluso de abrir las maletas. Todo estaba lleno de polvo, el suelo, los muebles, las paredes, y en las esquinas habían puesto sus huevos los más variados bichos. Resonaban nuestros zapatos en el pasillo, multiplicados por el vacío, como una presencia inquietante. Me dio la sensación de que alguien que ya no estaba nos había estado esperando durante siglos. Quién sabe, pensé, quizás el espacio también tiene memoria. Al abrir los grifos oxidados del lavabo, rugieron las cañerías. Tardó en salir el agua, que primero tenía color terroso y después ya empezó a aclararse. En el armario del dormitorio seguían colgados los trajes de mis difuntos suegros. Me dio pena, o grima, o extrañeza, verlos allí tan perfectamente dispuestos y planchados… para nadie. En esto se queda todo, pensé. Ahí está el verdadero esqueleto que dejamos.
El organista disfruta sentado ante su instrumento. Es su gran momento del día, y de la semana. Las notas flotan bajo los arcos, entre las columnas, subiendo hacia la cúpula de la capilla. Teresa me da la paz con la mano, ni siquiera me mira a los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que me dio un beso? Las notas del órgano caen sobre el anciano del fondo, que cobija su cabeza en una boina. Tiene las manos enlazadas en un puño, y el puño apoyado en el borde del banco. Su voz se superpone a la del cura; mejor dicho, el anciano mueve los labios sin voz y parece que le sale una voz ronca, que es la del cura. En perfecta sincronía. Tiene cicatrices en las manos y un mendrugo de pan duro en el bolsillo, para las palomas. Lleva luto por la mujer ausente.
Aseada la casa, abiertas las maletas, colocadas las cosas en su sitio, salimos al jardín. Sería mediodía. Cogí los guantes y la podadora. Y un rastrillo para las malas hierbas. Teresa se sentó a fumarse un cigarro en una de las sillas metálicas, después de limpiarla concienzudamente con un paño. Mientras cortaba las hojas secas de un arbusto, vi que en el poyete del muro había un gato. De ojos apagados y pelaje marrón clarito, tenía la cabeza ancha, las orejas pequeñas y la cola gruesa. Me acerqué despacio y no se inmutó. Se dejó acariciar el lomo. «No lo toques tanto, que lo mismo tiene la tiña», me advirtió Teresa, que echaba el humo del cigarro por la boca. «Pero si tengo los guantes puestos», protesté. Le cogí una de las patas delanteras, como si le estrechase la mano para presentarme. Estaba blandita. Es gracioso, pensé, ¿de quién será?
La loca del visón ha encontrado, por fin, el Salmo que buscaba. Lo lee en voz baja, aprovechando el interludio del organista: «Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron. El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras. Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios. Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres». Su voz se va acercando poco a poco a mis oídos, casi como un susurro que me humedece la oreja. Giro la cabeza y veo que está mirándome fijamente. Se muerde el labio y me guiña un ojo. Me doy media vuelta, asustado.
La iglesia está medio en penumbra. Se puede decir que cada uno cumple su cometido: el organista toca a Bach, el niño juega con sus botones, el padre se suena los mocos, la loca se ríe por dentro, el viejo respira con dificultad, la madre se remueve en el asiento, el cura abre el sagrario y destapa el cáliz. Teresa parece cansada, aburrida, ya no sonríe casi nunca. Yo la miro y me odio. Me odio. Alrededor la secuencia sigue su planificación: el cura comulga, después toma el vino y se limpia la boca. Por el pasillo avanza, de su mano, el plato con las sagradas hostias. En fila, las van recibiendo uno a uno de mano del cura. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén.
Teresa y yo nos levantamos. Salimos de la iglesia, dejando atrás el rumor del cura con sus fieles. Me pongo el gorro de lana. Teresa se frota los guantes. Al fondo del camino se ve una casa triste, de tejado triangular. Como en los dibujos a lápiz de los niños, las ventanas son ojos y la puerta es una boca. El resto del paisaje no varía: árboles pelados sobre un manto blanco. En la nieve se ve la marca de las ruedas de los coches, rumbo a muchas partes, a ningún lugar. Sopla el viento y hace frío. Nos agarramos del brazo con firmeza, para no resbalarnos, para darnos calor. Pienso que quizás el gato siga merodeando por el jardín. Caminamos hacia casa, lentamente.
—Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra...
A mi lado, Teresa lamenta su mansedumbre, su ineficacia, su estéril desposesión de la tierra. Teresa lleva quince años conmigo. No tenemos perro, ni gato, ni hijos. Teresa ha desperdiciado su vida conmigo, y yo la mía con ella. Lo sabemos. No hay duda. El viaje desde casa ha sido largo, sombrío, monótono. El coche cumplió su función sin sobresaltos (tiene demasiados años: la suspensión está rota y la culata hace un ruidito extraño), aunque no podíamos pasar de ciento diez. Casi no hemos hablado durante el camino. Fue ella la que se empeñó en venir al pueblo de sus padres. «Una visita corta, para limpiar la casa y respirar aire puro», me dijo. No se me ocurrió ninguna excusa rápida para evitar este error, esta demorada catástrofe. Sus padres murieron hace dos años; casi seguidos, ella después de él, como cumpliendo un orden preestablecido, una cadena inevitable. Desde entonces no habíamos vuelto. La puerta de la iglesia permanece abierta, al fondo; por allí entra la corriente, heladora; el mundo espera detrás de ella, pero no sé si tendremos la valentía de atravesarla solos. Estoy sentado aquí y, misteriosamente, puedo verlo y oírlo todo. Lo demás lo intuyo, sin más.
Hace frío. El niño de la primera fila se remueve en el banco, balancea las piernas: medias altas, pantalones cortos y botas de cordón. Podría ser yo de pequeño. Le flanquean sus padres. Se diría que la madre del niño, con la mirada torcida y la nariz respingona como un tobogán, necesita mucho sexo. Lo demuestra su forma de abanicarse los muslos con el forro interior del abrigo. El marido contempla el suelo, humillado. Su aspecto es irreprochable: anillo en el dedo, corbata anudada, bufanda al cuello, pañuelo en la solapa. El paño del abrigo, sin embargo, está desgastado. Tose una tos con grumos. Mi mujer me odia, el jefe me maltrata, ya no se me levanta, se mortifica para sus adentros el padre-marido.
Teresa y yo nos conocimos en el instituto. Se sentaba detrás de mí en clase. Seguramente fue ésa la clave: el azar del orden alfabético, el destino casual (y férreo) de los apellidos. Era muy guapa, como casi todas las chicas de su edad. Solía llevar melena ondulada hasta los hombros, camisas ceñidas al pecho y faldas que le marcaban las caderas; era tímida y hablaba poco, pero siempre sonreía; cuando le hablabas te miraba fijamente, le brillaban los ojos y daba gusto verla; además, su voz era muy suave. Mientras estoy pensando esto, estornudo violentamente, sin poder evitar el escándalo: se oye el estruendo en toda la iglesia y retumba en las naves laterales. Todo estornudo suena ridículo, pienso. Teresa me mira con gesto de reproche y se saca un clínex del bolso: «Toma, anda», me dice. Me sueno. Siempre parece molesta o enfadada conmigo. No sé cómo hemos llegado a esto.
A nuestra espalda, la señora loca de abrigo de visón y ojos negrísimos sostiene el misal entre las manos. Pasa las diminutas hojas, una tras otra. No encuentra el Salmo en cuestión: el Salmo que su padre rezaba, el mismo que pronunció antes de morir. En el cristal de sus gruesas gafas se reflejan las luces de las velas de Santa Catalina, distorsionadas. Se le pega a la frente el flequillo grasiento. Se le marcan las comisuras de los labios. Algo le duele, y no es el estómago. Parece que lleva mucha gente dentro, y todos sus huéspedes gritan.
Al llegar a la casa de los padres de Teresa, por la mañana, tuvimos que hacer limpieza general, antes incluso de abrir las maletas. Todo estaba lleno de polvo, el suelo, los muebles, las paredes, y en las esquinas habían puesto sus huevos los más variados bichos. Resonaban nuestros zapatos en el pasillo, multiplicados por el vacío, como una presencia inquietante. Me dio la sensación de que alguien que ya no estaba nos había estado esperando durante siglos. Quién sabe, pensé, quizás el espacio también tiene memoria. Al abrir los grifos oxidados del lavabo, rugieron las cañerías. Tardó en salir el agua, que primero tenía color terroso y después ya empezó a aclararse. En el armario del dormitorio seguían colgados los trajes de mis difuntos suegros. Me dio pena, o grima, o extrañeza, verlos allí tan perfectamente dispuestos y planchados… para nadie. En esto se queda todo, pensé. Ahí está el verdadero esqueleto que dejamos.
El organista disfruta sentado ante su instrumento. Es su gran momento del día, y de la semana. Las notas flotan bajo los arcos, entre las columnas, subiendo hacia la cúpula de la capilla. Teresa me da la paz con la mano, ni siquiera me mira a los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que me dio un beso? Las notas del órgano caen sobre el anciano del fondo, que cobija su cabeza en una boina. Tiene las manos enlazadas en un puño, y el puño apoyado en el borde del banco. Su voz se superpone a la del cura; mejor dicho, el anciano mueve los labios sin voz y parece que le sale una voz ronca, que es la del cura. En perfecta sincronía. Tiene cicatrices en las manos y un mendrugo de pan duro en el bolsillo, para las palomas. Lleva luto por la mujer ausente.
Aseada la casa, abiertas las maletas, colocadas las cosas en su sitio, salimos al jardín. Sería mediodía. Cogí los guantes y la podadora. Y un rastrillo para las malas hierbas. Teresa se sentó a fumarse un cigarro en una de las sillas metálicas, después de limpiarla concienzudamente con un paño. Mientras cortaba las hojas secas de un arbusto, vi que en el poyete del muro había un gato. De ojos apagados y pelaje marrón clarito, tenía la cabeza ancha, las orejas pequeñas y la cola gruesa. Me acerqué despacio y no se inmutó. Se dejó acariciar el lomo. «No lo toques tanto, que lo mismo tiene la tiña», me advirtió Teresa, que echaba el humo del cigarro por la boca. «Pero si tengo los guantes puestos», protesté. Le cogí una de las patas delanteras, como si le estrechase la mano para presentarme. Estaba blandita. Es gracioso, pensé, ¿de quién será?
La loca del visón ha encontrado, por fin, el Salmo que buscaba. Lo lee en voz baja, aprovechando el interludio del organista: «Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron. El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras. Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios. Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres». Su voz se va acercando poco a poco a mis oídos, casi como un susurro que me humedece la oreja. Giro la cabeza y veo que está mirándome fijamente. Se muerde el labio y me guiña un ojo. Me doy media vuelta, asustado.
La iglesia está medio en penumbra. Se puede decir que cada uno cumple su cometido: el organista toca a Bach, el niño juega con sus botones, el padre se suena los mocos, la loca se ríe por dentro, el viejo respira con dificultad, la madre se remueve en el asiento, el cura abre el sagrario y destapa el cáliz. Teresa parece cansada, aburrida, ya no sonríe casi nunca. Yo la miro y me odio. Me odio. Alrededor la secuencia sigue su planificación: el cura comulga, después toma el vino y se limpia la boca. Por el pasillo avanza, de su mano, el plato con las sagradas hostias. En fila, las van recibiendo uno a uno de mano del cura. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén.
Teresa y yo nos levantamos. Salimos de la iglesia, dejando atrás el rumor del cura con sus fieles. Me pongo el gorro de lana. Teresa se frota los guantes. Al fondo del camino se ve una casa triste, de tejado triangular. Como en los dibujos a lápiz de los niños, las ventanas son ojos y la puerta es una boca. El resto del paisaje no varía: árboles pelados sobre un manto blanco. En la nieve se ve la marca de las ruedas de los coches, rumbo a muchas partes, a ningún lugar. Sopla el viento y hace frío. Nos agarramos del brazo con firmeza, para no resbalarnos, para darnos calor. Pienso que quizás el gato siga merodeando por el jardín. Caminamos hacia casa, lentamente.