11/6/09

En el despacho


Cuando fichamos me está esperando. Luego, un rato antes de la hora del bocadillo, levanto la vista de mi banco de trabajo y adivino su figura detrás, apoyado en la barandilla de la rampa de talleres, con la vista fija en mi nuca. Imagino que se muerde el labio inferior y sonríe. Después se marcha en compañía de otros como él.

A media mañana alguien me da en el hombro. Es él. Me quito la mascarilla. Me dice que en cuanto termine esa pieza quiere verme en su despacho.

Atravieso la nave. Algunos compañeros ven a dónde me dirijo y me hacen gestos de apoyo. Lo agradezco con la mirada. Llamo con los nudillos a la puerta. Me hace señas para que pase. Cierro la puerta y se amortigua el ruido del exterior.

—Siéntate—me dice.

Pero durante un rato no habla. Asiente con la cabeza y me observa como si yo estuviera actuando de una forma que él hubiera previsto. Da un trago de un vaso de agua que hay sobre la mesa. A su lado, el estadillo mensual.

Por fin dice:

—No estás rindiendo. Tienes un porcentaje altísimo de piezas invalidadas por Control de Calidad.

—Son piezas de precisión. No dispongo de herramientas apropiadas—me excuso.

—¿Cómo que no dispones de herramientas apropiadas?

—Las piezas que se me encargan se fabrican en la nave dos, con herramienta apropiada.

—¿Quién ha ordenado que fabriques esas piezas en esta nave?—pregunta.

—Usted.

—Pues yo soy tu jefe. Si te lo he ordenado debes hacerlas.—Sonríe. Se acaricia la corbata con la yema de los dedos.

—Yo hago lo que usted ordena.

—De acuerdo. Pero haz las piezas bien. No quiero ni una devuelta por Control de Calidad.

—Eso es imposible—protesto.

—No es imposible. Esfuérzate.

—Lo haré.

—¿Qué harás?

—Esforzarme.

—Tengo todas tus estadísticas a mano. Voy a por ti. Que lo sepas. Voy a machacarte.

Entonces veo que los dos estamos solos. La puerta del despacho está cerrada. Podría decirle cuatro cosas. Preguntarle el motivo de todo esto. Quedaría entre nosotros. También, si quisiera, podría agarrarle del cuello y retorcérselo. Pero caigo en la cuenta de que esto podría ser una trampa, podría tener un micrófono escondido, por ejemplo, así que hago un esfuerzo, debo hacerlo, doy un volantazo y salgo de la autopista por la salida del Bronx. Este camino es muy peligroso. Abandono el coche en el cruce entre la Cuarta y la Séptima. Corro. Suena música trepidante a mi espalda. Procuro esquivar a los transeúntes. Derribo el carrito de un bebé, no puedo evitarlo. Subo por una escalera de incendios. El gángster abre la puerta de su coche y dispara contra mí con una metralleta. Me ha alcanzado. Cesa la música. Sangro. Ríe como una hiena. Pero los malos nunca ganan, así que me rehago, es solo un rasguño, y saco la pistola de la sobaquera. Apunto y le meto un tiro entre las cejas. Ya no sonríe el hijo de puta.

—¿Me has entendido?—dice.

Ahora los negocios de prostitución, los garitos de apuestas, la droga, todo, pasará a manos del orfanato al que estaba extorsionando. Quería especular con los terrenos, quería abusar de los pobres huérfanos, pero ya no podrá ser. Está muerto. Yo soy el bueno y él era el malo.

—Digo que si me has entendido.

Le miro. Da un poco de pena. Tan joven, con esa corbata tan bonita y ya está muerto.

Contesto que sí, que le he entendido.

Atravieso la nave. Los compañeros me miran. Preguntan con la mirada. Sonrío, porque otra vez he ganado la partida.

8/6/09

Naranjas y limones


Hacía mucho calor y tenía dolor de garganta. El mundo estaba a punto de acabarse, como siempre, aunque esta vez iba en serio. Ella ya se había marchado. Una nota atrapada por un imán en la nevera decía; comprar naranjas y limones.

Parecía que toda la ciudad dormía la siesta.

Oí un cric cric que salía de la hierba seca, y de los arbustos y hasta del asfalto caliente. Cogí las llaves de casa, la cartera (comprobé que había billetes), y metí un libro pequeño en el bolsillo trasero del pantalón. Era Verde agua de Marisa Madieri. Me sentaría a leer en una cafetería, y después compraría naranjas y limones. Al bajar pensé que quizá tenía fiebre, porque el calor de afuera me parecía lejano. Di dos pasos y sudé un poco.

Un sudor sin humedad; un sudor seco. Caminé en dirección contraria al centro, y como es una ciudad tan pequeña y yo vivía casi a las afueras pronto me vi caminando por un barrio de la periferia.

Ni un alma por la calle. Los edificios, casi todos iguales, parecían vacíos, y quizá lo estaban pues no hacía mucho que los habían terminado de construir. Pero los jardines secos y terrosos y los hierbajos saliendo de las grietas de las aceras le daban un aspecto fantasmal a todo aquello. Se veían cortinas en algunas ventanas. Bajé una pendiente de tierra por un carrero estrecho que parecía un atajo y llegué a una explanada enorme con un edificio grande y cuadrado en el medio. Todo era asfalto a su alrededor y ni siquiera había coches aparcados. El edificio era un cubo de espejos oscuros. Se veía el reflejo del cielo y de los edificios tristes y oxidados que había en la calle de enfrente. Seguí por la acera desierta. Vi que había una cafetería unos portales más allá, y estaba abierta.

Dos tipos dentro. Entré sin pensármelo y fui a la barra. Cogí un periódico y le pedí un cortado a uno con la camisa por fuera y los brazos muy anchos que estaba tras la barra. Parecía sudado y tenía el pelo húmedo. La camisa también estaba abierta hasta el pecho, sin pelos, un pecho de goma. Me miró como si no pasara nada. Algunas mesas, todas vacías, estaban ocupadas por tazas y platillos y ceniceros colmados de  envoltorios y colillas. Escogí una mesa al lado de la ventana. En la televisión (una pantalla enorme en lo alto) no se veía nada, a no ser un menú fijo que no podía leer, pero algo horrible como un zumbido de un despertador o una alarma anti-incendios sonaba muy alto. El tipo apoyado en la barra llevaba el pelo muy corto y hablaba de unos chupitos, que le habían invitado a unos chupitos, que les habían invitado a unos chupitos, que tomaron unos chupitos, y repitió tantas veces la palabra chupitos que empecé a marearme literalmente, y creí oír chepitos, chopitos y algunas variantes extrañas.

Tenía una sombra de barba muy marcada y las cejas gruesas, dejándole poco párpado a la vista. El rostro brillante, como encerado, de sudor secándose. Hablaba a gritos con el barman, que iba y venía de las mesas a la barra recogiendo taza a taza con las manos (quizá llevaban días allí, pues algunas parecían despegarse de la superficie), y charlaba con su cliente con mucha confianza; ¿os invitaron a unos chupitos?

Hablaban tan alto que me pareció que de seguir así tendrían, a la fuerza, que caerse muertos de un momento a otro, reventándoles las cabezas de tanto aguantar aquel barullo. Aparté el periódico (era del lunes pasado), que también gritaba a su manera (con unos titulares que parecían escritos por alguien que se rascaba la cara con las uñas de desesperación), y saqué el libro. Era tan fino lo que me proponía; tan civilizado, tan irrazonable, tan mariquita. ¿Qué hacía con eso allí? ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, lo sabía, pero no me conformaba, pues en ningún sitio podía hacer nada. De fondo, el mármol negro, y mis manos sujetando el libro. Sólo en aquel estado de insensibilidad intentaba aislarme con el libro de los demás. El libro de Madieri es un diario y al mismo tiempo un relato del pasado. Leía: “La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente.

Pronto vi que allí estaba perdiendo el tiempo, o simplemente que allí no había tiempo. Que no podría leer y que me acabarían tirando un chupito por la cabeza y me plantarían fuego con un mechero, sólo para verme correr convertido en una antorcha humana. Durante unos minutos los miré por encima del libro y parecía que se movían y hablaban (los ojos entornados) como si les doliese la cabeza y ya no pudiesen librarse del mal a no ser huyendo hacia adelante, insistiendo en el ruido, en el alcohol y en los gritos.

Entraron tres personas; una señora, con una gran sonrisa que parecía fija en su cara y un tipo que debía ser el marido y un chico de unos treinta. Se adaptaron perfectamente al tono del local, a grandes voces. Hablaban de un coche. Parecían bastante animados. Se quedaron en la barra.

Retorné al libro y en unos segundos sucedió lo más extraño. Escuché como todos los sonidos se unieron para formar distorsionado un corral de gallinas que se volvían locas, y quizá con otros animales salvajes no identificados unidos al jaleo. Un corral de gallinas gigantescas enchufado a un amplificador. Oí perfectamente los cacareos altísimos, y en cambio la imagen de los que me rodeaban era de agitación pero nada en sus bocas aparentaba que emitieran cacareos exactamente. ¿Cómo oía lo que oía? En total el sonido era el de un lugar en el que hubieran metido a distintos animales muy agitados y ruidosos, hambrientos, salvajes, pero por encima de ese fondo resaltaban los cacareos de unas sopranos con plumas e histéricas. Como el color negro es la suma de todos los colores, aquel sonido era el clímax de todas las voces y ruidos que se habían reunido allí en aquel momento, y de algo más.

Ya sin esperar ni un minuto más me levanté y me acerqué a la barra. Pagué el euro y pico que costaba el café y salí de allí con la certeza de haber fracasado una vez más. Quizá la última. Guardé el libro otra vez en el bolsillo y busqué la frutería para comprar naranjas y limones. Caminé bajo el sol. Notaba el sudor en las ingles y dentro del cráneo.

La fruta estaba en un sótano al que se accedía por una rampa. Las dependientas cuchicheaban. Al verlas me desperté. Metí limones retorcidos en una bolsa pequeña y trasparente y naranjas en otra más grande. Eran unas naranjas enormes, mucho más que pelotas de tenis. La chica que me cobró, de ojos saltones y de piel muy blanca, me miró. Por un momento estuve a punto de decirle algo. Tenía unos pechos que respiraban bajo la blusa y el mandilón. 

Volví a casa. No había nadie. Me hice un zumo.

6/6/09

Un nuevo miembro para el Círculo

Gran noticia, amigos: incorporamos un nuevo miembro a nuestro Círculo, que ríete tú de los fichajes galácticos de Florentino Pérez. En cuanto estén resueltos los trámites técnico-informáticos, lo veremos aquí a la derecha.
Se trata de José Manuel Martín Peña, nuestro Luz Tenue. En realidad siempre ha sido de "los nuestros", pero hasta ahora no nos habíamos atrevido a preguntarle si quería unirse formalmente al club. Todos conocemos y admiramos mucho su escritura. Hasta el momento ha publicado dos magníficos libros de relatos (Zeppelín y Parejas) y en su blog comparte con todos su manera de ver el mundo.
Como no tenemos reglas ni estatutos oficiales, no sé cuál es la fórmula de bienvenida. Digamos simplemente: Bienvenido, José Manuel. Siempre fuiste de los nuestros. Ahora aún más.