7/2/09

Noticias literarias

Hola, queridos amigos: Hace siglos que no asomo por aquí, pero la verdad es que estamos todos un poco perdidos, aunque a veces cuentos como el de Teresa nos ponen las pilas de nuevo (o eso espero, porque las buenas historias como esta dan ganas de ponerse a escribir).
Os tengo que dar buenas noticias, porque en primavera saco una nueva novela con Ediciones del Viento. Se llama "El chico de las cigüeñas" y es un trabajo que tenía muchas ganas de dar a la luz. Aparte de eso, el cuento "Mayo" que ya conocéis ha salido en un libro colectivo, TRENTACUENTOS, de la editorial Casa Abierta, al lado de otros cuentos de gente muchísimo más laureada y publicada que yo, lo que, por otra parte, no es difícil. Y hace unos días la editorial Bartleby ha sacado los CUENTOS AFRANCESADOS, en los que se supone que seis autores teníamos que hablar en tono satírico o cuando menos festivo del bicentenario del año pasado. Os incluyo el mío, que se llama La perfidia francesa, a ver si os hace aunque sea sonreír un poco.
Bueno, así van las cosas, te pasas tres años esperando y luego salen varias cosas a la vez. Me encantaría veros en alguna o varias de las presentaciones, os avisaré de todas, que ya hay ganas de que nos conozcamos.
Os dejo con Ginesa la Barragana y los demás:
LA PERFIDIA FRANCESA


Tal vez el hecho de que la tía abuela de la cuñada del postillón que hace doscientos años salió de Móstoles a uña de caballo hubiera nacido en Villapardillos, el pueblo donde soy maestro y concejal, pueda parecer insuficiente para celebrar ningún tipo de conmemoración. Y tal vez los que así opinen consideren que nos estuvo bien empleado lo que nos sucedió. Este mundo se divide entre los que pueden y los que no pueden. Y los primeros son bastante quisquillosos a la hora de ampliar su círculo. Pero los que pertenecemos al segundo grupo, los del Ayuntamiento de Villapardillos, quiero decir, estábamos ya cansados de ver pasar centenarios, bicentenarios y tricentenarios de cosas que habían sucedido siempre en otra parte; estábamos hartos de sentir envidia por las mejoras que dejaban en esos sitios los aniversarios del nacimiento o de la muerte de las lumbreras que nunca nacieron aquí; y nos moríamos de rabia, por qué no decirlo, con los viajes que se pegaban el alcalde y los concejales de Villalinces, el pueblo vecino, con el pretexto de hermanarse con los sitios más exóticos. Así que cuando a Mariano, mi alcalde, se le ocurrió la idea, no pensamos más que en lo bien que iba a salir la conmemoración del segundo centenario de aquel 1808 en el que el cuñado de la sobrina nieta de la tía Ginesa, de la familia de las Barraganas, se echó al monte con el recado que le dieron: “Españoles, la Patria está en peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa. Españoles, acudid a salvarla”.

-Casi nada -dictaminó Eleonora Pascual cuando terminó de leerlo. Mariano y yo, sentados al otro lado de la mesa de su despacho, la habíamos estado mirando sin pestañear para ver el efecto que le hacía. Habíamos llevado con nosotros a Casilda, nuestra cuota femenina, que, incólume a nuestras discretas pataditas por debajo de la mesa, llevaba un rato dormitando al calorcillo de su respetable edad y del abrigo de visón que se ponía para aquellas ocasiones, con independencia de la estación.
-De manera que este héroe popular tenía parientes en su pueblo…
Mariano y yo asentimos con la cabeza, igualmente emocionados. A Eleonora Pascual nos la había recomendado Goyete, el alcalde de Villamiga. Ella se había encargado de prepararle, con gran éxito, el quinto centenario de la Pernoctación Imperial. Eleonora, que prefería que la llamaran Yiya, era una argentina viuda del que fue durante muchos años el diputado de zona, don Agapito Cienfuegos. Y, con relaciones por todas partes, había montado hacía diez años una empresa especializada en preparar eventos institucionales, La Ilustre Efemérides, que, según nos dijo, no daba abasto.
-Qué bestia hermosa -exclamó Yiya sobresaltándonos no poco respecto al destino de su exclamación. Casilda despertó con un respingo y dijo “claro, claro”, como solía hacer en los Plenos. Después supimos que, en boca de Yiya, esta expresión era tan común como halagadora-. Vean, yo ahora mismo estoy desbordada. Desbordada, desbordada. Pero es tan lindo lo que ustedes me proponen, tan no sé, tan heroico y entrañable, que yo les voy a hacer un hueco, un huequecito chiquitín, chiquitín, ¿okey?
-Claro, claro -dijo Casilda; y Mariano quiso saber cómo era de chiquitín ese huequecito.
-Porque nosotros no vamos a pararnos en barras. Nosotros, doña Eleonora…
-Yiya, por favor…
-Yiya, nosotros queremos un centenario como Dios manda. Con extranjeros que den conferencias, con cantantes, con cenas y con lo que haga falta.
-Y claro, mi querido alcalde. Ustedes van a tener una ilustre efemérides, algo que no van a olvidar nunca. Déjenme que lo estudie, que vaya a su pueblo. ¿Cuántos son ustedes?
-Unos ciento y pico…
-Perfecto. Esto tiene que ser algo muy, muy, popular. El pueblo en armas de nuevo… en armas amistosas, claro está. Ya lo estoy viendo. Tiene que ser un abrazo de los antiguos enemigos, una batalla florida con los franceses… ese arrojo viril del postillón, esa tía suya la Barragana, qué bestia hermosa…
-Perdone usted, Yiya, pero eso de la Barragana no se puede decir.
-¿?
-Es que…eso se les llamaba por mal nombre, no sé si usted me entiende… que parece que alguien de la familia hace muchos años, pues que fue el ama del párroco y se dijo lo que se dijo y de ahí que la familia…
-Comprendido. Es una pena porque es un nombre con fuerza, con energía… pero podemos sustituirlo por otro igualmente nutricio, yo lo voy a pensar. Lo importante es que este aniversario sirva para estrechar lazos.
-Si nos hermanáramos con algún otro pueblo de allí… -se atrevió a sugerir Mariano- París, tal vez…
Pero Yiya se había puesto de pie y nos acompañaba hasta la puerta.
-En diez días les doy presupuesto, alcalde. Vaya usted trabajándose las subvenciones.



-Eso es una mamarrachada -dijo Ginesa la Barragana, última de su linaje, sexagenaria, potente y solterísima, cruzando los brazos sobre su busto ilimitado.
-Mira, Ginesa, si te vas a poner así…
-Me pongo como me da la gana, porque estás hablando de mi familia, Mariano. Y yo con mi familia soy ciega. Y ese postillón de las narices que ahora resulta que se ha vuelto tan famoso fue un zascandil, que ni siquiera pisó este pueblo; y lo que tú ahora quieres hacer es mangonearnos a todos para hacerte famoso tú y traer por los pelos a esa señora que era la tía abuela de su cuñada…
-Y tu tatarabuela, Ginesa, que hasta se llamaba como tú…
-Pues más a mi favor. A mí no me hacen falta aniversarios ni festejos y menos que nos signifiques a nadie y menos a mí, que vivo tan tranquila.
La cosa no pintaba bien, y el desánimo comenzaba a cundir. Aquella mañana habíamos estado en Diputación esperando en vano ser recibidos. Necesitábamos una subvención para pagar a La Ilustre Efemérides y necesitábamos un poco más de colaboración popular. Pero el pueblo permanecía, como siempre, en indiferencia absoluta hacia las celebraciones, los franceses o los parentescos con los héroes populares. Teniendo en cuenta que el setenta por ciento de la población tenía más de sesenta años, no era de extrañar. Así y todo, el día que Yiya desplegó ante nosotros el programa de Las Jornadas de la Amistad Bicentenaria, Mariano y yo volvimos a animarnos y hasta Casilda exclamó “claro, claro” con un cierto calor.
La cosa duraba dos días, en los que hospedaríamos a una comisión de profesores franceses que darían cuatro conferencias, todas ellas con el común denominador de la concordia. El acto principal consistiría en el abrazo simbólico que Mariano, como alcalde español, se daría con uno de los historiadores franceses (Yiya estuvo buscando un alcalde francés, pero ya estaban todos reservados, nos dijo, para actos de este tipo a lo largo de todo el año). Habría un mercado de época, bailes populares y una pequeña dramatización. En ella, y merced a varias licencias poéticas, la tía abuela de la cuñada del postillón era en realidad la tía carnal de este. Y poco antes de que el muchacho partiera hacia su patriótica misión, le hacía ver en emotivas palabras que algún día franceses y españoles serían pueblos hermanos. El texto del mensaje había sido levemente variado, omitiendo toda referencia a la perfidia francesa y quedaba algo así como “Españoles, la Patria nos reclama. Acudamos todos juntos para que la democracia y la libertad triunfen”. Un encargo ejemplar, aunque no se comprendía muy bien cuál era exactamente la heroicidad del postillón ni qué pintaba en todo eso. Pero lo importante, según nos dijo Yiya, era que se notara la energía femenina y pacificadora de aquella insigne mujer cuyo papel, nos sugirió, debería recaer justamente en su descendiente, qué bestia hermosa…


-Otra mamarrachada -dijo la Barragana una vez que, mirándonos de hito en hito, lo hubo escuchado todo-. Ni ese pelamanillas pisó nunca por aquí, ni mi tatarabuela era su tía ni si lo hubiera sido le hubiera dado otro consejo que el que nos han dado a todos de padres a hijos: “¡Sus y a ellos!”
Estábamos reunidos en el Ayuntamiento con Pedrito el del bar, único empresario de Villapardillos, a quien Mariano intentaba interesar en el tema por sus evidentes implicaciones económicas.
-Ginesa, parece mentira que te importe tan poco tu pueblo -decía en ese momento mi alcalde casi al borde de la desesperación-. Si conseguimos celebrar este bicentenario, comenzará para Villapardillos una nueva era. Vendrían turistas, crearíamos la Ruta del Postillón, Pedrito tendría más clientes y quién sabe si con el tiempo podría ampliar el bar.
-Ampliarlo o hacer una casa rural, como en Villalinces -añadí yo, mirando con una cierta ansiedad a Pedrito, que no mostraba en su rostro emoción de ninguna clase.
-Anda, una casa rural aquí -reaccionó al fin, sonriendo como ante una broma-… ¿Y a qué va a venir aquí la gente?
-A nada, hijo -le apoyó la Barragana, abanicando su poderoso busto-. Esas son fantasías de este, que tiene la cabeza a pájaros como su padre y su abuelo, si lo sabré yo…
-Ginesa, no me faltes -saltó Mariano, que ya estaba más que amoscado-. No me faltes, que todos tenemos cosas que callar.
Y la reunión acabó cinco minutos más tarde, el tiempo justo para que Mariano sacase a colación a las Barraganas, Ginesa le llamase gañán y Pedrito se evadiese liándose el penúltimo canuto del día. El tipo de situaciones que ponen a prueba mi vocación por el mundo rural.



Quedaba el último paso, tan delicado que ambos lo habíamos ido eludiendo sin decir nada. Pero con el programa del evento hecho, y aunque con Ginesa en contra, ya no había más pretextos para no ir a hablar con el hidalgo.
El hidalgo era, para decirlo pronto, la puerta de la financiación. Y, teniendo en cuenta que, desde hacía ya casi un cuarto de siglo, “financiación” era un concepto que se aunaba al de “subvención” hasta el punto de confundir ambos, el hidalgo era la puerta a la Diputación y a sus riquezas.
La razón de que el hidalgo fuera la llave que abría el Tesoro Público era uno de los arcanos de la comarca. Hijo de una de las familias principales de Villalinces, y destinado por ello a ser una gloria del foro, el hidalgo mostró desde su primera juventud una considerable resistencia a los estudios reglados, que sustituyó con su gran afición a investigar la historia local. Se hizo, con ello, primero cronista de Villalinces y más tarde del resto de la región. Desde las costumbres de las tribus neolíticas que acamparon en nuestras tierras, sorprendentemente parecidas a las que lo hicieron en el resto del planeta, hasta la repercusión local de la pérdida de las Colonias, fecha en la que el hidalgo consideraba prudentemente concluida su aportación a la Historia, no había en todo el contorno pueblo que no hubiera sido escrito por él. Esta noble ocupación, a la que dedicó su soltería, le valió la consideración de la Diputación, que le convirtió en la punta de lanza de la cultura rural. A él se debía la gestión de las subvenciones para la ingente cantidad de aniversarios, jornadas y efemérides de los que Villalinces gozaba, así como sus hermanamientos con varias localidades del Midi, de la Toscana y del Japón. Ahora bien, el hidalgo no era santo de la devoción de ninguno de los villapardillanos desde que, en su Historia de Villalinces, hizo nacer allí al eminente fray Deodato de la Cruz, único hijo de Villapardillos que había alcanzado notoriedad histórica al ser devorado por los caribes en el curso de la evangelización de La Española. Por ese rencor patriótico tan arraigado en los villapardillanos, Mariano y yo hubiéramos preferido no ponerle al corriente de nada, pero también sabíamos que, después de nuestro frustrado intento de hacerlo por nosotros mismos, no nos quedaba otra que recurrir a él si queríamos que la Diputación abriera sus arcas para bendecir, junto a los franceses, la hora en que el postillón más patriota de todos los tiempos fue engendrado por la suegra de la sobrina nieta de la Barragana.
El hidalgo nos recibió con su amabilidad habitual y con ese aire distraído del que, seas quien seas y se hable de lo que se hable, sabe más que tú. Se interesó por la marcha de nuestro pueblo, nos reiteró la promesa de una visita que nunca hacía para catalogar un abrevadero que nos habíamos encontrado en la era y que Mariano consideraba, contra toda evidencia, de tiempos visigóticos, y nos preguntó el motivo de nuestra visita. Era el momento adecuado para ser breve, convincente y digno. Pero, por desgracia, nada más lejos de la actitud de Mariano. Entre el resquemor y la adulación, mi alcalde desarrolló un discurso que reptaba ante el hidalgo de forma tan meliflua como ininteligible. Entre complicadas referencias, que nadie más que yo entendía, al escamoteo de que había sido objeto nuestro fray Deodato y fantásticos ditirambos a la Diputación, las palabras de Mariano y las improbables conexiones de Villapardillos con el Levantamiento del Dos de Mayo naufragaban abyectamente en la exquisita sala del caserón desde donde el hidalgo impartía cultura a la zona. Yo, que notaba en mi alcalde un progresivo nerviosismo, una ansiedad creciente por salir de allí con la promesa de un dinero concedido por la munificencia del administrador de subvenciones, intenté varias veces interrumpir un discurso que ya se hacía incoherente. Pero, en cada ocasión, Mariano me atajaba con un gesto y continuaba desbarrando sobre Barraganas y postillones, sobre perfidias francesas y lazos de amistad. Al fin, el hidalgo alzó una de sus elegantes manos en un gesto patricio y Mariano, sudando copiosamente, calló, anhelante.
-Y, ¿ya contáis con alguien que organice todo esto?
-Contamos con la mejor -se apresuró a decir Mariano y a mí, no sé por qué, me dio mala espina tanto la pregunta como la entregada respuesta-. Eleonora Pascual, bueno, Yiya -añadió, encima, jactándose de familiaridades-, la conoce, ¿verdad? Nos lo va a hacer todo. Ella está entusiasmada, así que la cosa va a ser un éxito.
A estas alturas pude observar dos cosas que me alarmaron por igual. Los ojos apagados del hidalgo comenzaron a relucir como los de un gato ante una presa. Y la facundia de Mariano derivó francamente en histeria comunicativa. Le contó todo: la comisión de profesores franceses, el mercado de época, la obra de teatro, el abrazo simbólico… El hidalgo sonreía casi con ternura, asintiendo con la cabeza como un cura en confesión.
-Yiya es una gran amiga -comentó cuando Mariano, por fin, tomó aliento. Y levantándose, nos acompañó hasta la puerta-. Dejadlo todo de mi cuenta.
-Ha estado majísimo, ¿verdad? -dijo Mariano, todavía sofocado, en cuanto salimos a la calle.
Nunca tuve más claro un presentimiento de catástrofe.


Lo demás fue tan rápido como fácil de adivinar. Y si lo menciono es, únicamente, para que en este testimonio verídico no quede ninguna laguna entre nuestros heroicos intentos y lo que todo el mundo sabe que pasó.
Porque las Jornadas Bicentenarias de la Amistad Franco-Española, organizadas en Villalinces por La Ilustre Efemérides con el patrocinio de la Diputación, merecieron una cobertura mediática sin precedentes en la comarca y fueron, en palabras del hidalgo, “la visión indispensable e irremplazable que necesitaba la historia para reinterpretar unos difíciles tiempos en una clave más comunicativa y por qué no decirlo, más femenina”.
“En ese sentido”, añadió el periódico local, “fue tan imprescindible como entrañable la colaboración de la descendiente de aquella primera matriarca, Ginesa la Barbacana (llamada así por descender de una familia de artilleros al servicio del Rey) que, con una gran simpatía, encarnó la figura de su antepasada en una dramatización que, junto al abrazo simbólico en el que se fundieron el presidente de la Diputación y el profesor Duchamp, renombrado historiador del país vecino, constituyeron el momento cumbre de las Jornadas, celebradas en el marco incomparable de Villalinces, un municipio que tuvo un pequeño pero fundamental papel en aquella interacción francoespañola, no siempre bien entendida, que en estos días se ha conmemorado”.
-Vae victis -le dije a Mariano aquella noche saliendo del bar de Pedrito. Estábamos bastante borrachos ya, y por eso no me preguntó, como suele, qué quería decir ese latinajo. Pero algo tiene el vino que trasciende las lenguas; o tal vez sea la comunicación de corazones en la hora decisiva del fracaso. El caso es que mi alcalde asintió con la cabeza y respondió mientras, apoyados el uno en el otro, tirábamos calle abajo: “Di que sí, majo. Mucha perfidia francesa, pero bien que nos la han metido los de aquí al lado…”