26/10/08

Galdós, Juan Martín "El Empecinado"

Dice el señor Conde que a lo mejor quedaban bien aquí en este ropero las crónicas de lectura que estoy escribiendo de Galdós. Son eso, crónicas de lectura, un poco precipitadas, por lo menos en el caso que el señor Conde me pide que cuelgue aquí.




Ha sido un alivio dejar los salones de sesiones, las damas pazguatas y los héroes reaccionarios de Cádiz para echarse al monte con la partida del Empecinado. Nada más empezar me he vuelto a acordar de Baroja y El escuadrón del Brigante. Hay un cura en este Episodio, mosén Antón Trijueque, que es un salvaje de la misma laya que el cura Merino que pinta Baroja. Me pasa en todos: cuando no es Baroja es Valle-Inclán, y cuando no atisbos de Unamuno, aunque esto me ocurre más bien con las últimas novelas. La historiografía literaria tiene una deuda con Galdós, la de suturar la brecha que unos planes de estudio sin sentido infligieron durante muchos años en esa relación de maestría efectiva, esto es, bien aprovechada, que se estableció entre Galdós y los del 98, que no eran los nietos del Cid sino los hijos de don Benito. Todos querían matar al padre pero todos se quedaron con algún rasgo suyo. Y a todos les favorece.Pero este Antón Trijueque (quien, por cierto, es de Botorrita) no es una figura episódica como el cura Merino, un ente histórico y por lo tanto plano, sino un personaje que se desarrolla patéticamente cuando el retrato de El Empecinado ha llegado a su fin. A mitad de novela, huyendo de la emboscada que, después de pasarse a las tropas francesas, le han tendido los hombres del traidor Trijueque, El Empecinado salta por una sima nevada, en plan doctor Moriarty, y ahí dejamos de saber de él. Es entonces cuando Galdós trae a las damas folletinescas hasta Cifuentes (menudo trajín el de las condesas noveleras) para que estén cerca del lugar donde Gabriel Araceli cae preso. Aparece por allí Santorcaz, su afrancesdo futuro suegro, que aprovecha para contar su vida; el propio Antón da un exhaustivo repaso a sus penas de guerrillero, e incluso un simpático personaje, el carcelero francés, Plobertin, participa con una escena que parece de Walt Disney.
El arranque había sido formidable. El cuadro de las partidas de guerrilleros da una tensión a la novela que no tuvo en toda la entrega anterior. Es interesante conocer la vida cotidiana de los guerrilleros, y apasionante su condición de héroes salvajes, de generales bruscos y descamisados. La historia de la traición de Albuín y después de Trijueque le sirve a Galdós para poner de manifiesto su desconfianza última del método de la guerrilla: aquello es un caos sin disciplina previa y plenamente asumida. Todos quieren mandar, o rapiñar, y muchos son capaces de venderse por un vaso de vino. Son, en definitiva, patriotas bandoleros, y ello hace que la figura del Empecinado cobre dimensión dramática: debe ser justo en un mundo de bandidos, ser general en un caos de desharrapados, imponer la disciplina por la fuerza y confiar en que el patriotismo pueda más que la avaricia. Debe transigir con los desmanes de sus soldados pero también atender a las reclamaciones de los perjudicados, como aquel señor que lo conoció de pequeño y le reclama que le devuelvan el dinero que le han robado los hombres del Empecinado. Ahí se desata el conflicto, las traiciones, el patetismo de un personaje que lucha por no perder un gramo de su dignidad.Pero hay un niño, una mascota, un recién nacido que se cría entre la tropa, y entre él y Santurrias van tramando un contrapunto amable a la cruda vida del guerrillero. Ese niño viene con un pan debajo del brazo, pero ni él ni mosén Antón, que son los encargados de sostener la trama cuando desaparece El Empecinado, pueden desarrollarse por el momento (sobre todo el cura), porque de pronto Galdós retoma la trama general, la de Inés y Amaranta, y ahora Santorcaz. La sensación es que decide un final a lo Cartuja de Parma, con un ilustrado conde Mosca (no tan noble Santorcaz, desde luego) y la sensual Amaranta tomando las riendas de su destino, más una joven amada, Inés, que es como aquella muchacha que veía Fabrizio desde las mazmorras.La pericia de Galdós y su sentido de las proporciones hace que pronto la cosa se resuelva en un entretenido suspense sobre cómo va a huir Araceli de la cárcel, donde espera su ejecución acompañado del niño de marras. Los personajes episódicos que contaron su vida un poco de matute se convierten en candidatos a la liberación, y la sombra potente del Empecinado aún no termina de esfumarse. Todavía esperamos su presencia imponente en el desenlace de la novela.Todo indica que después de la traición de Antón Trijueque Galdós cedió paso a otra novela, la de la primera serie, cuyo final había que ir preparando. Desde Cádiz, con la reaparición de Amaranta e Inés, se va preparando un final que deje atados los cabos folletinescos (el reconocimiento de la madre, el amor recobrado, la liberación de la clausura, etc.) y pueda recrearse en La batalla de los Arapiles. Si Galdós es siempre muy previsor en los finales, hasta el punto de concederles el protagonismo de toda la segunda mitad de la novela, las proporciones aconsejan que en una novela de diez tomos y más de dos mil páginas el final debe irse preparando como mínimo setecientas páginas antes de acabar.

Acabar. Hay algo que Galdós ya tiene muy claro. Araceli está exhausto como personaje. La primera persona narrativa no está hecha para el borbotón de personajes y de situaciones que le salen constantemente. Araceli se pasa el tiempo detrás de las cortinas o en una esquina de la mesa, escuchando a los verdaderos personajes, que deben renunciar a su autonomía porque sólo son lo que sabe de ellos Gabriel. La primera persona, en definitiva, se le queda estrecha, y de ahí que a veces se presenten personajes sin comerlo ni beberlo que reclamaban unos cuantos episodios para sí. El resultado es que queda una novela partida en dos. Magnífica la primera parte, tanto que el amaneramiento de la segunda nos viene un poco mal. Hay un momento que tenía que producirnos admiración por el hábil argumentista y sin embargo nos deja fríos: me refiero a cuando aparece la lima con la que Araceli puede serrar los barrotes del calabozo. Es un caso claro de lo que yo llamo barrer a los centrales. Forma parte del suspense parecer previsible, hacer creer al lector que el desenlace será uno concreto, verlo venir, y entonces hacer progresar la trama saliendo por peteneras. Los finales con suspense provocan el placer de fallar en nuestras predicciones. Queremos equivocarnos. Si cuando está en la cárcel llega a aparecer el Empecinado para liberar a Gabriel Araceli, cierro el libro y lo dejo. Pero no. Estaba lo único que no había dejado de estar: el niño. Está bien la salida, pero no nos conmueve. Es un brillante final rutinario. Muy bien que no haya sido El Empecinado.

Pero, a todo esto, ¿dónde está el Empecinado? Los héroes se engrandecen con su ausencia. Así como al principio Galdós nos prepara con unos cuantos capítulos antes de presentárnoslo, aquí llega no para liberar a Araceli sino para cerrar el círculo narrativo. Entretanto, un detalle queda suelto: ¿quién puso la lima entre las ropas del niño? Se lo merecía Plobertin, el carcelero bueno, pero a Galdós da la sensación de que se le olvida. En todo caso, la escapada de Araceli está muy bien contada; sus calamidades bizantinas tienen la fuerza que echábamos de menos desde que se deshizo la partida de guerrilleros y mosén Antón se echó doblemente al monte. Sólo queda un reencuentro con Amaranta, con discursos demasiado largos para mi gusto. Después de las páginas de aventura, tan rápidas, este encuentro debería haberse resuelto con esticomitias en vez de con discursos.El que sí está bien contado es el encuentro, al final, entre El Empecinado y mosén Antón, mucho más intenso. Mosén Antón es a fin de cuentas un ejemplo de dignidad y otro de testarudez. El Empecinado es generoso, como corresponde al héroe bueno, al Cristo magnánimo que tiene que ser para que su tropa de fanáticos y facinerosos le siga sin rechistar. Mosén Antón es Judas, y como Judas termina, mientras Araceli sigue buscando a Inés, que ha huido con el hipócrita de Santorcaz.
Es mucho mejor novela que la anterior, desde luego, y mucho más entretenida. Galdós ha cambiado los lamentos de salón por las aventuras montuosas. La mezcla, a veces, chirría un poco, pero no porque esté mal engastada sino porque la inercia de la aventura nos lleva siempre a más aventura, y es la prueba de que ha sido bien contada.

18/10/08

Y...en aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo

En aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo. Lo venía diciendo Carmina la modista desde hacía una temporada, que soñaba que los ángeles bajaban al pueblo. Pero nadie la creía; decían, simplemente, que era una cursi y una chiflada.
Lo dijo Lope el borracho más de mil veces, que los ángeles se paseaban arriba y abajo por la era de Don David, que tenían el pelo largo y que iban en cueros como Dios los echó al mundo; lo dijo Juan el pastor, que pasaba las noches al raso y juró que había visto otra luna que se desprendía de la primera y se acercaba al pueblo casi hasta chocar con la loma roja; y que de esa luna salían aparatos redondos, como los coches de choque de la feria, y se dispersaban por el horizonte hasta perderse de vista; pero como Juan el pastor pasaba tanto tiempo solo, todos sospecharon que se le estaba yendo la cabeza como le pasó a su padre y antes a su abuelo, que aseguraban hablar con gnomos y conocer el escondite del tesoro del cadí.
Y así hasta que Don José Miguel, el aviador, aseguró un día que, paseando de noche por la orilla del río, había visto a los ángeles bajar del cielo. Entonces todos le creyeron.
Don José Miguel había sido aviador en tres guerras y conservaba en la repisa de la chimenea tres fotos suyas con sus tres aviones. Conocía los cielos como Juan el pastor los montes y se había cruzado con toda clase de seres voladores. Era por lo tanto una autoridad en la materia. A partir de ese momento, comenzó en el pueblo la caza del ángel.
De nada sirvió que Don Eulogio dijese que los ángeles eran espíritus puros y por tanto invisibles a los ojos de los humanos; ni que Fidel asegurase que lo que hacía falta no eran ángeles sino gobernantes justos; ni que el maestro los llamase "marcianos". El pueblo, de noche, se vaciaba de gente, y las riberas del río, la era de Don David, los aledaños de la loma roja, se plagaban de pequeñas luciérnagas y cuchicheos entrecortados: hubo más de dos y más de tres nacimientos inesperados nueve meses después del verano en el que los ángeles visitaron el pueblo.
Pero pasaba el tiempo y los ángeles no aparecían. Ya, ni Lope los veía retozar por las eras, ni Juan observaba sus pequeños vehículos volantes, ni Carmina soñaba con ellos. Don José Miguel andaba perplejo y taciturno por la ribera del río, y el maestro observaba decepcionado las últimas estrellas de Junio.
Se apoderó del pueblo un malestar difuso, una decepción, un desánimo. Las noches pasadas bajo la luna menguante, en las que habían intercambiado comida, bebida y esperanzas, les parecían ahora una broma de mal gusto. Polo se peleó cuatro veces en dos semanas, y hasta las gallinas de las tres cocineras andaban melancólicas y poco ponedoras.
El día de Santiago, al salir de misa, Polo dijo: "Yo esta noche voy"; y la voz se fue corriendo, de modo que aquella noche la luna llena alumbró un pueblo de casas vacías. Hasta Don Eulogio, apoyado en Fidel, se llegó hasta las eras con su hisopo lleno de agua bendita.
A las dos de la mañana, la luna se desdobló y se acercó al pueblo, y de ella brotaron pequeños vehículos voladores que se posaron sin ruido en la era de Don David. Los mil trescientos siete habitantes del pueblo salieron de sus escondites y avanzaron hacia la era sin temor, sin angustia, sólo con un dulce anhelo que les hermanaba, de manera que muchos se cogieron de las manos. Y entonces salieron los ángeles.
Les dijeron que ya habían terminado lo que habían ido a hacer, pero que antes de marcharse habían querido que todos pudieran verlos: porque ellos, con su deseo y su tristeza, les habían llamado. Les dijeron que aunque lo contaran nadie les creería. Les dijeron que, aunque lo pareciera, no estaban soñando.
Les dijeron todo eso sin hablar, y todos supieron que se lo habían dicho porque, al mirarse, tuvieron la certeza de que a todos les habían sonado dentro las mismas palabras.
A Don Eulogio se le cayó el hisopo de las manos y dos lagrimones de los ojos, los mismos que a Polo, a la Mucho y Bueno, a Fidel... Todos se quedaron en la era hasta que la luna volvió a ser una, con lágrimas en las mejillas y el corazón esponjado. Los padres acariciaban a sus hijos, las parejas se abrazaban, los amigos se miraban a los ojos. Nunca como entonces se sintieron parte de algo fundamental, más importante que sus propias vidas y que sus rencillas e intereses; nunca después volvieron a sentir con tanta fuerza que eran parte de la era y de la loma roja y de la ribera del río: que eran parte unos de otros por encima de todo. Para siempre.
Y al día siguiente, y muchos días después, la vida de cada día tuvo otro significado.
Porque no iban a creerles o a pesar de eso, nadie habló nunca de los ángeles; ni siquiera unos con otros, porque todos sabían que los demás también habían estado allí y eso bastaba.
Hubo amistades nacidas en la noche de la doble luna que perduraron a través de los años; hubo antiguas querellas que, aunque rebrotaron más tarde con la tenacidad del absurdo, encontraron una pequeña tregua aquel cándido verano. Hubo intenciones buenas, hubo arrepentimientos, renuncias, propósitos que se estrellaron contra la realidad, y otros que lograron salvar el desaliento de lo cotidiano.
Y lo cotidiano al final se impuso; murieron unos, otros marcharon, llegaron nuevas gentes y, con el tiempo, los que fueron quedando comenzaron a dudar de lo que habían visto y lo inscribieron en un sueño común, en la alucinación colectiva de una noche de calor que dejó en los corazones la nostalgia de una inocencia imposible.
Pero a las niñas que nacieron nueve meses después de los días de la búsqueda, sus padres las llamaron María de los Ángeles. Y ellas, a su vez, han llamado así a sus hijas. Mientras viva alguna de ellas, mientras alguien en el pueblo las llame por su nombre, no se extinguirá del todo el eco de la voz silenciosa de los mensajeros.

7/10/08

En aquel tiempo salía "El As"

En aquel tiempo salía el "As". El "As" era un periódico deportivo, de papel basto y titulares agresivos plagados de signos de admiración. En primera plana, la instantánea de un futbolista de robustas rodillas chorreando sudor.
El "As" salía los lunes y era el anuncio de que comenzaba una nueva semana. Aún no era de día cuando en la esquina de la churrería, Lucio el topo se apostaba, se afianzaba en sus dos piernas, sacaba pecho y voceaba inmisericorde:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
En respuesta al vocerío, Lope el borracho salía de la pensión de la Mucho y Bueno, que volcaba sus abundancias asomada a la ventana, sacudiendo las alfombras; Matiucas, el de la Mari la pescadera, arrimaba la furgoneta a la pescadería de su madre y empezaba a descargar las barras de hielo y los helechos. Eusebio el rápido abría el taller después de orinar en el patio de atrás, y comenzaba a la vez sus muecas y el arreglo de las primeras medias suelas del día.
Y comenzaba a formarse, en la puerta de la churrería, la cola de las mujeres con el monedero en la mano.
En aquel tiempo se desayunaban churros y porras mojados en el café con leche; y las neveras eran de hielo, que repartía Matiucas por las casas, barras de hielo que refulgían como diamantes y se deshacían en esquirlas cuando Matiucas las partía con un martillo y un punzón. Los niños cogían las esquirlas del suelo para chuparlas; las madres, si los veían, se las quitaban y les daban una torta en la boca y un azote en el culo.
A las ocho salían los últimos tractores camino de las eras, y los hombres que esperaban el coche de línea en el bar de Polo pedían un Chinchón para matar el gusanillo y se cruzaban a la esquina de la churrería para comprarle el "As" a Lucio el topo. Lucio les miraba por encima de sus gruesas lentes y rebuscaba el cambio con sus manos eternamente sucias dentro del bolsillo de cuero que llevaba atado a la cintura. Después se acomodaba el pitillo en la comisura de los labios, y volvía a gritar desatentado:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
A las nueve se abría la escuela y Don Florián, el maestro, salía de su domicilio y cruzaba el patio de recreo para abrir las aulas. Por entonces entraba en la churrería la Heli, a buscar los churros de los señores, y Lucio el topo se la comía con los ojos detrás de sus lentes legañosos.
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!! -bramaba como ciervo en celo casi al oído de la chica.
Y la Heli, muy tiesa, agarrando altivamente el junquillo con los churros, sacudía los hombros despectivamente y murmuraba: "Qué tío más asqueroso".
En aquel tiempo, en el que sólo se descansaba el domingo, el lunes era la puerta del desierto, el inicio del tubo, el comienzo de una nueva eternidad. Fidel, el cura nuevo, cruzaba la calle con pasos presurosos, encendiendo un cigarrillo con sus manos nerviosas, y le compraba el "As" a Lucio el topo después de decirle: "Menuda chavala", señalando con la barbilla a la Heli que se alejaba. Doña Luisa salía de la iglesia guardando en el bolso su velo de blonda y saludando a diestro y siniestro. La Celsa terminaba de limpiar los higaditos de pollo, y los niños cantaban los ríos de España balanceando las piernas por debajo del pupitre.
Luego llegaba el correo, comenzaba a oler a comida; en la radio, una voz declamaba que el Ángel del Señor anunció a María, interrumpiendo una canción en inglés, y las madres cortaban chistando los reniegos de las hijas. A la una, Lucio el topo doblaba el último “As” que le quedaba y se marchaba a leerlo al bar de Polo donde ya la Celsa, al verlo cruzar la calle, comenzaba a servirle el menú en su mesa de siempre.
Lope el borracho se despedía con un gesto vago y subía trotandillo a la pensión de la Mucho y Bueno; los niños se desparramaban por las calles del pueblo, y Doña Luisa, suspirando, servía la sopa en el comedor de la luz siempre encendida, diciendo: “Un día más...”.
En aquel tiempo, en el que el hielo se vendía en pedazos, las mujeres hacían cola para comprar los churros del desayuno y los periódicos se voceaban en las esquinas, el "As" de Lucio el topo era la primera señal de que, después del sopor del domingo, la vida continuaba.