30/9/08

El luthier

Espinho está a 18 kilómetros de Oporto. Y después esa calle anotada y ese número que son lugares misteriosos para nosotros, y no sabemos qué vamos a encontrarnos allí.

Lo que era ciudad de provincias, pueblo somnoliento y rectilíneo, se vuelve aldea de interior solo unas calles a la derecha. Es una calle larga sin aceras; preguntamos a una señora que camina con unos cartuchos (esas flores como de plástico) entre las tetas, como si le saliesen de ahí, dónde está el número 713. Nos dice, muy amable, que al final, hacia arriba, una curva y un poco más allá aparece la plaza de la iglesia, que ella también va para allí, al cementerio, y le queda detrás de la iglesia. Le decimos que se suba y unas curvas más adelante nos topamos con la plaza. Unos árboles darían sombra si hiciese sol, pero este ya se tapa tras unas nubes y los árboles están amarillos y un poco desnudos. Son troncos desperezándose, pues son horas de desperezarse, y algunos viejos debajo de estos plataneros nos miran al pasar. No se sabe si hacen la digestión en la plaza del pueblo o si esperan también ellos su cáncer o sólo que la comida este hecha y ellos hambrientos.

Buscamos la casa del luthier. Una placa sobre el cemento de una casa baja y el número sobre el portal nos quitan de dudas. Hay al otro lado, saliendo de la plaza hacia el norte unos chalets adosados muy modernos que nada tienen que ver con esta casa que tenemos delante. Ni siquiera es una casa vieja y venerable de piedra. De aspecto vulgar y pobre, abandonado, con el cemento a la vista, sin pintar. La puerta es de madera y muy descolorida e hinchada. El portal es de la misma madera agrietada. No hay aceras. Del asfalto pasamos directamente a la vivienda, pero aun no hemos llamado. No nos precipitemos. Estamos indecisos. ¿Será aquí? Me acerco a la ventana; un viejo en lo que parece un taller está sentado con algo en las manos. Parece un zapatero. Llamamos al timbre. Escuchamos unos ruidos dentro. Abre el viejo.

- Boa tarde

Tiene aspecto de dentista de pobres. Nos invita a pasar. Hay un patio descubierto, con unas parras que lo cubren sólo unos pasos tras el portal. A la izquierda la puerta del taller, de madera y cristal, que cruje al abrirse. El luthier lleva una bata blanca que abrocha por detrás. Calza unas pantuflas de cuadros manchadas con serrines y lleva unas gafas enormes que le bajan por la nariz y le hace mirarnos por encima de la montura, dándole un aspecto de viejo sabio de dibujos animados.

Lo observo todo; el taller parece que no ha cambiado un ápice desde que en 1929 su padre lo montó en ese mismo lugar. Solo unos carteles de algún festival o de concursos de luthier, en japonés, en inglés, en francés, muestran que por allí también pasaron los años sesenta, setenta, y en algunas fotos vemos a alguno de las tres generaciones de luthiers posando. En una, el padre, el primero de la saga, parece enseñar a su hijo Antonio que atiende concentrado a la explicación y a las manos del maestro. Veo la foto y veo al Antonio real, ahora venerable viejo en el que apenas queda nada del joven aprendiz con orejas muy destacadas, como alerones, y la frente demasiado estrecha. Obediente y ambicioso.

No hay un centímetro de madera, y todo es madera en ese taller, que no haya sido taladrado por las polillas. Toda mesa, estantería, mueble, suelo, es rugoso y formado por millones de pequeños agujeritos que son como celdas de algún insecto monacal, de una superpoblación de insectos. Pero son los años de todo un siglo casi que han pasado por allí en forma de polilla, y todo eso aguanta dando un aire casi sagrado al lugar. Cuelgan de unos ganchos en el techo y cerca de las paredes (como patas de ternera colgadas) violines, chelos, violas, sin acabar la mayoría y en estado de espera, o como abandonados otros, como si algo les impidiera convertirse en buenos o malos instrumentos. Por el suelo, apoyados en las paredes por todas partes, un buen número de fundas de todo tipo, sucias de polvo, y que parecen contener armas de otra época, trabucos y rifles y pistolas de bandoleros antiguos y asaltacaminos. Si alguien decidiese que el taller necesitara un adecentamiento higiénico, despojando del polvo a cualquier objeto o superficie, y recogiendo las virutas y restos de las esquinas y todo lo que ya es fósil y desechable, tendría que tirar todo y montar un nuevo taller, empezar de nuevo. Son tantos los objetos y minucias que colman cualquier mesa, estantería o esquina que la impresión sería la de tirar la propia vida y todo el pasado a la basura. Eso será lo que le impide a don Antonio deshacerse de todo lo inútil que quedó muerto en este taller.

Se mueve con lentitud, habla sin prisas. Entre las fotos y lo que nos va contando uno va pillando la historia del lugar y de la familia. Primero fue Domingos, el primer luthier, y después siguieron sus pasos Antonio, que ya tiene 75 años, y ahora Joaquim, con 39. Llegaría más tarde este último y como un ocioso que se dedica con mucho gusto a su afición cogería una tabla y se pondría a lijarla. Sin bata de dentista. El hijo de Joaquim, de unos once o doce años, y que se supone va a seguir la tradición familiar, aparecería también después. Tres generaciones reunidas en el taller. Hay algunos dibujos infantiles de violines expuestos en lo que queda libre de una pared.

Para don Antonio, un figura en lo suyo, son años de reconocimientos, según vemos después en un folleto con el historial de cada uno de los luthiers de la familia. Medallas de oro, vicepresidencias del colegio de luthiers europeo y de alguna cosa más, jurado de grandes premios que ya en su momento ganó. Ha vendido instrumentos en todo el mundo y ha recibido encargos de grandes intérpretes, Rostropovich entre ellos.

Mientras ella prueba varios arcos y los canarios de una jaula que hay cerca de la puerta cantan como viejas sopranos pechugonas, uno charla con el viejo y le entretiene los trabajos que hace, o que hacía, pues deja todo y se dedica a hablar. Como presume bastante del mucho mundo que vio y como a uno le interesa oír y no hablar, el luthier continua su discurso sobre sus etapas en distintos países. Notamos que no parece tener mucha simpatía hacia lo español. En eso no es muy original, pues le pasa a muchos portugueses. También prefiere el gallego de antes, más auténtico, y según él, menos castellanizado en la pronunciación. Hace amagos a veces de seguir lijando algo, lo que quizá sea un violino (como dice él) en el futuro, pero no empieza porque otra vez vuelve sobre un tema y uno se vuelve todo oídos.

Una vieja peta en el cristal de la ventana y parece que se va a desmontar toda la vieja madera que sostiene los cristales y hasta el taller. No es nada, dice, pues quizá me vio la cara de susto. Atienden a la llamada de la vieja como a una señal que les avisa de algo. A veces se calla y sigue a lo suyo. Visto así lo mismo parece que pudiera estar fabricando un juguete de madera, una silla o uno de esas artesanías de decoración que venden los jipis en las ferias. El hijo, callado, sigue raspando algo más pequeño.

Ya nos vamos; nos despedimos y le agradezco la atención. Los negocios han quedado en nada, por ahora. Me trae un folleto con los perfiles de los tres luthiers de la casa; el padre, muerto hace más de treinta años, él y el hijo. Tres violines por la parte de atrás del folleto, cada uno de ellos hecho por uno, como la joya de cada generación. El del hijo tiene una historia triste; ese violín pertenecía a una violinista que tuvo un accidente. El violín está dentro de un estuche hecho añicos (me señala una esquina con varios estuches). Ella murió, me dice. No sabe uno si para él tan terrible es lo del violín como lo de su muerte. Parece incluso que le brillan más esos ojos hundidos bajo las cejas melenudas. Dejamos a don Antonio en su taller, con la idea de volver otro día a reparar el mástil, un poco gastado de los dedos que lo recorren al tocar.

Tomamos un café en un bar de la plaza. Dos viejas vestidas de negro de pies a cabeza, con una pañoleta que les acaba en pico por detrás, charlan tranquilas, con las manos encima de la mesa de formica. Nos saludan cuando nos marchamos.

- Boa tarde.

19/9/08

En aquel tiempo se enamoró Don David

En aquel tiempo se enamoró Don David. Nela no había nacido cuando Don David ya polleaba lo poco que polleó Don David antes de ser definitivamente Don David a la muerte de su padre, que se diría que reencarnó en él para continuar viendo pasar la vida desde su sillón de mimbre y sus bigotes engominados.
Y, sin embargo, cuando Don David se enamoró de ella, hacía ya mucho que Nela era una solterona.
El día de Año Nuevo, Nela recibió un ramo de rosas de la floristería del pueblo de al lado. En el pueblo no había floristería, ni rosas en enero. En abril apuntaban las de las tres cocineras pero a pesar de su belleza, morían en julio, expirando con suavidad de piadosas vírgenes. El pueblo de al lado, que era cabeza de partido, tenía en aquel tiempo dispensario, juzgados e instituto. Y una floristería con rosas de invernadero.
Las que Don David envió a Nela eran dos veces rosas, de nombre y de color, y llevaban adherida una tarjeta en la que le felicitaba su onomástica y firmaba: "Un admirador".
Don David comenzó a pasear a caballo por delante de la casa de Nela. El caballo de Don David era el único que quedaba en el pueblo y estaba añoso, pero aún conservaba su porte distinguido de caballo de recreo. Hacía siete años que Don David no lo montaba, y, juntos bajo el sol invernal, parecían evadidos de las ruinas de un mundo ya desvanecido.
La tercera tarde que Don David pasó por delante de la casa de Nela, la señora Flérida, su madre, se asomó al balcón y le invitó a tomar unas rosquillas.
Las relaciones de Don David y Nela fueron secretas en la intención pero conocidas por todos desde la segunda merienda en familia. De Nela se dijo que no se podía decir ni esto de Nela; de Don David, que estaba muy solo desde que murió su madre; de los padres de Nela, que descansarían viendo colocada a su hija; del caballo, que no estaba para muchos trotes.
El caballo duró menos que el noviazgo, que es como decir nada, porque al sexto día de paseo se quebró una pata y tuvo que ser sacrificado. Nela tardó dos semanas más en imponerse a sus padres y rechazar al pretendiente.
La señora Flérida se metió en la cama tres días, pasados los cuales recibió a Don David en el gabinete, con las persianas echadas luctuosamente, se disculpó del extravío de su hija y lamentó no tener más para ofrecerlas a quien tanto honor les había hecho.
Don David se puso tan pálido que sus bigotes engominados parecieron en la penumbra finos alambres vibrátiles, pero se repuso al instante y besó la mano de la señora Flérida con mundana entereza. Luego se marchó a su casa y no salió en un año.
De Nela se dijo que era orgullosa, o tonta, o loca, o mala; de sus padres, que no se merecían ese trato después de haberla educado como a una señorita a base de privaciones; de Don David, que se había trastornado tanto que hacía versos; de la Adriana, la vieja criada de Don David, que una cosa era ser discreta y otra no soltar prenda, y que quién se había creído que era.
Al cabo de un año, Don David se despidió de Don Lázaro, que era su primo, y se fue de viaje. Volvió casado con una vieja señorita muy parecida a Nela; tuvieron dos hijos en el término de once meses y jubilaron a la Adriana, que continuó muda hasta su muerte.
Hoy Nela vive con una amiga en los pisos que construyó sobre el solar de su casa a la muerte de sus padres. Escribe cuentos para niñas y viaja dos veces al año a los confines del mundo en viajes organizados. La viuda de Don David coincide con ella en la catequesis de los lunes; a la salida, suelen quedarse a merendar con las demás en la cafetería de la plaza, muy cerca de la esquina donde el caballo de Don David tropezó una tarde para no volver a levantarse.



6/9/08

En aquel tiempo murió Lope el borracho

En aquel tiempo murió Lope el borracho. Tenía setenta años, o eso decía desde siempre. Al principio, cuando su cabello era negro y su voz firme, todos se reían de él cuando lo aseguraba con énfasis etílico; después, su físico se fue adecuando a la edad que juraba tener, y en los últimos años su aseveración se tomaba como una bravata.
Lope el borracho tenía el cabello blanco como una aureola, los ojos de vidrio opaco y el cuerpo yerto y endeble, como sin alma dentro. Caminaba trotando menudamente, con los brazos colgando y un meneíllo dócil de cabeza, la sonrisa babosa perdida en su cara amoratada. Los niños se le quedaban mirando y las madres tiraban de ellos y se marchaban muy deprisa, sin volver la cabeza. Lope, que se pasaba la vida acobardado, infundía sin embargo un gran temor a todas las hembras del pueblo. A todas menos a la Mucho y Bueno que era además su patrona.
La Mucho y Bueno había enviudado dos veces: una legítimamente y la otra de un viajante de aceitunas que estaba de fijo en su pensión y que una noche murió, decían que en la cama de la patrona, decían que en la suya propia aunque bien acompañado.
Poco después a Lope se le murió la mujer, y las cuñadas le echaron de su casa y le pusieron sus cuatro cosas en la pensión de la Mucho y Bueno. Que pagaba el alojamiento puntualmente, era indudable. Sobre el cómo lo hacía había en el pueblo distintas opiniones, coincidentes todas en que no era con dinero.
Lope el borracho comenzaba su jornada a las ocho de la mañana. La Mucho y Bueno le expulsaba de su casa con autoridad conyugal y con el café bebido y el pan con aceite en la mano. Apostado en la esquina de los coches de línea veía pasar por delante de él a todos los que se iban a trabajar a la fábrica o al matadero. En la noche invernal, los vahos que salían de la boca de los hombres se mezclaban con el vaho que emitía Lope cuando respondía con su voz vinosa a los saludos de los habituales.
Para entonces ya estaban iluminadas la panadería y la pescadería; Pedro el de la tienda levantaba la persiana, y Celsa comenzaba a freír las primeras patatas. Entonces Lope entraba en el bar de Polo, pedía un Chinchón y se ponía detrás de la puerta con la frente pegada al cristal, a ver pasar a las mujeres.
Todos los hombres del pueblo se habían emborrachado por primera vez con Lope. Cuando los quintos volvían del sorteo, Lope les esperaba en la puerta del bar de Polo con los ojillos pícaros y la boca golosa. Esa noche los chicos le invitaban por turnos y no dejaban de hacerlo hasta que él se derrumbaba encima de la mesa; dependiendo de a cuantos mozos se hubiera llevado por delante, así era la fama de los quintos de aquel año.
En mitad de la juerga, alguno preguntaba: “¿Cuántos años tienes, Lope?” Y Lope respondía: “Setenta”. Celsa, que pasaba una y otra vez al lado de la mesa, les reñía. Polo le decía: “Déjalos, mujer”.
En aquel tiempo no había tonto en el pueblo, y Lope hacía sus veces. Las Fiestas las pasaba receloso, sobando dentro del bolsillo el duro que la Mucho y Bueno le obsequiaba para celebrar el día de la Virgen; vigilando a los grupos de mozos. Al final siempre acababa en la fuente de los peces, que a veces tenía agua y a veces no. De la última no se repuso.
El mercenario le encontró a las dos de la mañana vagando sin rumbo, completamente empapado. Despertó a Don Lázaro, y le estuvieron dando unas friegas. Coñac no pudieron darle para que entrara en calor, porque su cuerpo no admitía una gota más.
Salió de esa, Lope, pero ya no fue el mismo. Ese invierno fue muy crudo y Lope no aparecía en el bar de Polo hasta pasado el Ángelus, con temblor en todo el cuerpo y los vidrios de sus ojos cada vez más trágicos y opacados.
La Mucho y Bueno se portó, a pesar de su fiereza. Le mantuvo en su pensión y en su aprecio y hasta, de cuando en cuando, le pasaba la navaja por la barba rala y blanca. Cuando al fin murió, la Mucho y Bueno fue a visitar a don Florián el maestro. Le dijo que quería unas palabras de categoría para Lope, unas buenas palabras para ponerlas encima del nicho que él compró en su día, la única de sus posesiones que no se había bebido.
Don Florián estuvo pensando un buen rato y después escribió en un papel unas letras primorosas; le explicó el significado a la Mucho y Bueno y ella, después de dudar unos momentos, dijo: "Pues tiene usted razón". Se metió el papel en el escote y se fue taconeando.
Hoy, el nicho de Lope, que en aquel tiempo estaba en el extrarradio del cementerio, ha ganado en status con las sucesivas ampliaciones y se ha quedado en la zona central, a muy poca distancia relativa del panteón de Doña Luisa. Todavía puede leerse la inscripción que la Mucho y Bueno hizo poner:


A LOPE IN MEMORIAM
IN VINO VERITAS