Espinho está a 18 kilómetros de Oporto. Y después esa calle anotada y ese número que son lugares misteriosos para nosotros, y no sabemos qué vamos a encontrarnos allí.
Lo que era ciudad de provincias, pueblo somnoliento y rectilíneo, se vuelve aldea de interior solo unas calles a la derecha. Es una calle larga sin aceras; preguntamos a una señora que camina con unos cartuchos (esas flores como de plástico) entre las tetas, como si le saliesen de ahí, dónde está el número 713. Nos dice, muy amable, que al final, hacia arriba, una curva y un poco más allá aparece la plaza de la iglesia, que ella también va para allí, al cementerio, y le queda detrás de la iglesia. Le decimos que se suba y unas curvas más adelante nos topamos con la plaza. Unos árboles darían sombra si hiciese sol, pero este ya se tapa tras unas nubes y los árboles están amarillos y un poco desnudos. Son troncos desperezándose, pues son horas de desperezarse, y algunos viejos debajo de estos plataneros nos miran al pasar. No se sabe si hacen la digestión en la plaza del pueblo o si esperan también ellos su cáncer o sólo que la comida este hecha y ellos hambrientos.
Buscamos la casa del luthier. Una placa sobre el cemento de una casa baja y el número sobre el portal nos quitan de dudas. Hay al otro lado, saliendo de la plaza hacia el norte unos chalets adosados muy modernos que nada tienen que ver con esta casa que tenemos delante. Ni siquiera es una casa vieja y venerable de piedra. De aspecto vulgar y pobre, abandonado, con el cemento a la vista, sin pintar. La puerta es de madera y muy descolorida e hinchada. El portal es de la misma madera agrietada. No hay aceras. Del asfalto pasamos directamente a la vivienda, pero aun no hemos llamado. No nos precipitemos. Estamos indecisos. ¿Será aquí? Me acerco a la ventana; un viejo en lo que parece un taller está sentado con algo en las manos. Parece un zapatero. Llamamos al timbre. Escuchamos unos ruidos dentro. Abre el viejo.
- Boa tarde
Tiene aspecto de dentista de pobres. Nos invita a pasar. Hay un patio descubierto, con unas parras que lo cubren sólo unos pasos tras el portal. A la izquierda la puerta del taller, de madera y cristal, que cruje al abrirse. El luthier lleva una bata blanca que abrocha por detrás. Calza unas pantuflas de cuadros manchadas con serrines y lleva unas gafas enormes que le bajan por la nariz y le hace mirarnos por encima de la montura, dándole un aspecto de viejo sabio de dibujos animados.
Lo observo todo; el taller parece que no ha cambiado un ápice desde que en 1929 su padre lo montó en ese mismo lugar. Solo unos carteles de algún festival o de concursos de luthier, en japonés, en inglés, en francés, muestran que por allí también pasaron los años sesenta, setenta, y en algunas fotos vemos a alguno de las tres generaciones de luthiers posando. En una, el padre, el primero de la saga, parece enseñar a su hijo Antonio que atiende concentrado a la explicación y a las manos del maestro. Veo la foto y veo al Antonio real, ahora venerable viejo en el que apenas queda nada del joven aprendiz con orejas muy destacadas, como alerones, y la frente demasiado estrecha. Obediente y ambicioso.
No hay un centímetro de madera, y todo es madera en ese taller, que no haya sido taladrado por las polillas. Toda mesa, estantería, mueble, suelo, es rugoso y formado por millones de pequeños agujeritos que son como celdas de algún insecto monacal, de una superpoblación de insectos. Pero son los años de todo un siglo casi que han pasado por allí en forma de polilla, y todo eso aguanta dando un aire casi sagrado al lugar. Cuelgan de unos ganchos en el techo y cerca de las paredes (como patas de ternera colgadas) violines, chelos, violas, sin acabar la mayoría y en estado de espera, o como abandonados otros, como si algo les impidiera convertirse en buenos o malos instrumentos. Por el suelo, apoyados en las paredes por todas partes, un buen número de fundas de todo tipo, sucias de polvo, y que parecen contener armas de otra época, trabucos y rifles y pistolas de bandoleros antiguos y asaltacaminos. Si alguien decidiese que el taller necesitara un adecentamiento higiénico, despojando del polvo a cualquier objeto o superficie, y recogiendo las virutas y restos de las esquinas y todo lo que ya es fósil y desechable, tendría que tirar todo y montar un nuevo taller, empezar de nuevo. Son tantos los objetos y minucias que colman cualquier mesa, estantería o esquina que la impresión sería la de tirar la propia vida y todo el pasado a la basura. Eso será lo que le impide a don Antonio deshacerse de todo lo inútil que quedó muerto en este taller.
Se mueve con lentitud, habla sin prisas. Entre las fotos y lo que nos va contando uno va pillando la historia del lugar y de la familia. Primero fue Domingos, el primer luthier, y después siguieron sus pasos Antonio, que ya tiene 75 años, y ahora Joaquim, con 39. Llegaría más tarde este último y como un ocioso que se dedica con mucho gusto a su afición cogería una tabla y se pondría a lijarla. Sin bata de dentista. El hijo de Joaquim, de unos once o doce años, y que se supone va a seguir la tradición familiar, aparecería también después. Tres generaciones reunidas en el taller. Hay algunos dibujos infantiles de violines expuestos en lo que queda libre de una pared.
Para don Antonio, un figura en lo suyo, son años de reconocimientos, según vemos después en un folleto con el historial de cada uno de los luthiers de la familia. Medallas de oro, vicepresidencias del colegio de luthiers europeo y de alguna cosa más, jurado de grandes premios que ya en su momento ganó. Ha vendido instrumentos en todo el mundo y ha recibido encargos de grandes intérpretes, Rostropovich entre ellos.
Mientras ella prueba varios arcos y los canarios de una jaula que hay cerca de la puerta cantan como viejas sopranos pechugonas, uno charla con el viejo y le entretiene los trabajos que hace, o que hacía, pues deja todo y se dedica a hablar. Como presume bastante del mucho mundo que vio y como a uno le interesa oír y no hablar, el luthier continua su discurso sobre sus etapas en distintos países. Notamos que no parece tener mucha simpatía hacia lo español. En eso no es muy original, pues le pasa a muchos portugueses. También prefiere el gallego de antes, más auténtico, y según él, menos castellanizado en la pronunciación. Hace amagos a veces de seguir lijando algo, lo que quizá sea un violino (como dice él) en el futuro, pero no empieza porque otra vez vuelve sobre un tema y uno se vuelve todo oídos.
Una vieja peta en el cristal de la ventana y parece que se va a desmontar toda la vieja madera que sostiene los cristales y hasta el taller. No es nada, dice, pues quizá me vio la cara de susto. Atienden a la llamada de la vieja como a una señal que les avisa de algo. A veces se calla y sigue a lo suyo. Visto así lo mismo parece que pudiera estar fabricando un juguete de madera, una silla o uno de esas artesanías de decoración que venden los jipis en las ferias. El hijo, callado, sigue raspando algo más pequeño.
Ya nos vamos; nos despedimos y le agradezco la atención. Los negocios han quedado en nada, por ahora. Me trae un folleto con los perfiles de los tres luthiers de la casa; el padre, muerto hace más de treinta años, él y el hijo. Tres violines por la parte de atrás del folleto, cada uno de ellos hecho por uno, como la joya de cada generación. El del hijo tiene una historia triste; ese violín pertenecía a una violinista que tuvo un accidente. El violín está dentro de un estuche hecho añicos (me señala una esquina con varios estuches). Ella murió, me dice. No sabe uno si para él tan terrible es lo del violín como lo de su muerte. Parece incluso que le brillan más esos ojos hundidos bajo las cejas melenudas. Dejamos a don Antonio en su taller, con la idea de volver otro día a reparar el mástil, un poco gastado de los dedos que lo recorren al tocar.
Tomamos un café en un bar de la plaza. Dos viejas vestidas de negro de pies a cabeza, con una pañoleta que les acaba en pico por detrás, charlan tranquilas, con las manos encima de la mesa de formica. Nos saludan cuando nos marchamos.
- Boa tarde.