
ZAMORA
En el vagón de tercera en que viajamos van algunos labradores y cabreros, otra vez sentimos de nuevo en las rodillas los pliegues duros y recortados de sus capas, miramos sus pesadas botas llenas de barro endurecido.
Las cribas del asiento las palpamos con los dedos como hacen los ciegos: aquí una hendidura, aquí un papel de grasa o la espina de una sardina y algún mendrugo de pan duro como una piedra.
Cuando nos asomamos a la ventanilla, dentro del túnel hace borrar nuestro cuerpo el humo de la máquina. Vemos los chorros de agua que manan de las junturas de las piedras. Un farol, de tarde en tarde, nos da idea de lo largas que son estas cuevas.
¡Cómo sentimos los pitidos desesperados de la locomotora!, al poco tiempo de encontrarse en pleno campo, al respirar el viento sano y recordar la niebla espesa, y aquel fuerte olor de carbón que parecía nunca acabar. Otras veces, cuando vamos a llegar a un pueblo, notamos el cansancio de la máquina. Parece que la faltan fuerzas para llegar. Al pararse no vemos la estación, pues está interrumpida por un largo tren de mercancías. Mientras la máquina en la que vamos toma agua de una gruesa manga, primero vemos la mancha negra e imponente de una locomotora parada; luego los vagones, en los que están sujetos con argollas y cadenas unos cajones pintados de gris con refuerzos de hierro, donde van los toros que casi no se pueden mover. Éstos patean y bufan rabiosos, destinados para las corridas de los pueblos y que proceden de los campos de Salamanca.
El estribo de nuestro coche está tan alto sobre el acero de los rieles, llenos de aceite y carbonilla, que aunque tenemos ganas de apearnos, no lo hacemos por lo juntos que están los dos trenes. Un hombre, con traje azul de obrero y muy agachado, da unos fuertes golpes en las ruedas con unos martillos de hierro y desaparece misteriosamente.
Cuando el tren se vuelve a poner en marcha vemos, con algunas interrupciones, los vagones-jaulas llenos de corderos, cabras y carneros, van muy molestos. Entre los hierros asoman el cuello y balan. Luego los coches llenos de sacos de trigo y de troncos de árboles atados con cuerdas.
Cuando se para en alguna estación lejana al pueblo, parece que se cuentan los segundos y que el silencio tiene hasta sonido, como la máquina de un reloj.
De pronto sentimos sobre nuestras cabezas las fuertes pisadas de un hombre sobre el techo del coche que renueva las luces ya muy mortecinas al volver a colocar los faroles. Por su grueso cristal resbalan las gotas de aceite. Pasa un tren, y van desfilando delante de nuestros ojos los diferentes coches: unos de mercancía con cubiertas de encerados, amarrados fuertemente los bultos, cruzados y anudados a las argollas, de trecho en trecho; alguno ocupado por viajeros, donde van soldados cantando y tocando la guitarra. El último vagón, con un farol rojo, le vemos perderse a lo lejos. Vemos la esfera iluminada del reloj (estos relojes de las estaciones, que son tan puntuales y todos tienen la hora fija). Todo el camino del andén está lleno de vagones sueltos que tapan las primeras casas del pueblo que están alrededor de la estación. En estos vagones vacíos la luz de los faroles hace brillar sus cristales, cruzados de gotas de escarcha, y las sombras misteriosas de su interior semejan siluetas sin vida e incorpóreas de viajeros caídos de nuca y durmiendo sentados.
En la velocidad del tren las maderas del coche se estremecen y parecen abrirse y volver a cerrarse con grandes crujidos en el techo, y el suelo parece querer desfondarse, quedando limpio de tabiques y sólo con las ruedas. El viento brama en dilección contraria a que caminamos. Se ve la espesa nube negra del humo de la máquina, que se esparce por el cielo. Vemos desfilar pueblos y más pueblos. El suelo, los hilos del telégrafo y los árboles nos siguen como si corrieran. Cuando pasamos por los puentes su estruendo de hierro y el vértigo de sus arcos nos hace meternos dentro del vagón. El ramaje de los árboles, que se suceden como una exhalación, tiene un ruido sonoro y trae un viento fresco y húmedo que se nos mete en los huesos. El tren va acelerando su marcha. El cielo clarea y empieza a despuntar el día. El sol es como un redondel rojo, que poco a poco se extiende e incendia las nubes con rayos deslumbrantes. La llanura agranda a las personas y las esbeltece. Esas caravanas de labradores que vemos desde las ventanillas se destacan enteras, y el horizonte parece más limpio. Entre la panza y finas patas de las mulas, arrastrando los arados, y parece algo gigante ese hidalgo que sale de su pueblo montado en su caballo, envuelto en la capa, que tapa, paternalmente, el trasero de su cabalgadura. Estamos delante de Zamora. Al cruzar el tren su estación y pasar por las planchas giratorias de hierro, van dando brincos los coches y topetazos, metiendo mucho ruido. Con este sobresalto vemos las primeras casas de la ciudad.