18/2/08

El libro


"De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría, se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro. [...]

Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria. [...]

Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. [...]

El libro es una cosa entre las cosas, un objeto entre los objetos que coexisten en las tres dimensiones, pero es también un símbolo como las ecuaciones del álgebra o las ideas generales. Podemos así equipararlo a un juego de ajedrez, que es un tablero negro y blanco y las piezas y la cifra casi infinita de maniobras posibles. También es evidente la analogía de los instrumentos de música, la del arpa que Bécquer entrevió en un ángulo del salón y cuyo silencioso mundo sonoro compararía con un ave que duerme. Tales imágenes son meras aproximaciones y sombras: el libro es harto más complejo. Los símbolos escritos son un espejo de símbolos orales, que a su vez lo son de abstracciones o de sueños o de memorias. Quizá baste dejar escrito que el libro, como el hombre que lo creó, se compone de alma y de cuerpo. De ahí el deleite múltiple que nos brinda: felicidad de la vista, del tacto y de la inteligencia. Cada cual imagina a su modo el Paraíso; yo, desde la niñez lo he concebido como una biblioteca. No como una biblioteca infinita, porque hay algo de incómodo y de enigmático en todo lo infinito, sino como una biblioteca hecha a la medida del hombre. Una biblioteca en la que siempre quedarán libros (y tal vez anaqueles) por descubrir, pero no demasiados. En suma, una biblioteca que permitiera el placer de la relectura, el sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto".

10/2/08

Sueltos

Una tristeza viscosa empañaba sus ojos al abrirlos, y al acabar de bostezar (un bostezo largo y seco, con sus pliegues de fatiga) sonaba el despertador y lo apagaba dulcemente. El odio le había procurado sensaciones inéditas: entregaba su amor a las cosas con una paciencia infinita y dolorosa, y de repente parecía otra persona. Tanteaba en la oscuridad el despertador para acogerlo entre sus manos frías y tenerlo junto a sus pechos unos segundos, y pensaba que así sería de haber tenido un hijo y así sería de haberlo tenido sano y bien. Luego, al apoyar los pies en el suelo, brotaba de ella un equilibrio antes no asumido. Era el día que avanzaba, aún en la noche, y ella paseaba por el pasillo envuelta en nostalgias y tristezas inacabables, buscando entre lágrimas una cómoda, un sillón al que abrazarse y con el que gemir a través del espanto.

La escuchaba ir y venir alrededor de las siete de la madrugada en aquel piso de muebles antiguos que su padre le había dejado en Curros Enríquez. Como todas las rutinas, no podía precisar en qué momento comenzó, ni si entonces hubo conmoción por la ferocidad de la estampa. La tortura no tardaba un segundo: ella sollozaba en silencio y caminaba dando pasitos inútiles por la madera fría de aquel invierno, y desde ese momento ya no había forma de volver atrás, incluso al sueño: alguien había abierto las puertas del infierno. Todo era temible, desde un portero martilleando un cigarro en la puerta hasta el bullicio del palomar al mediodía. Incluso su imagen reflejada en el espejo: el verse despedazada día a día por una imagen vagamente cercana a su madre.

En el baño se recogía el pelo con tristeza, ahuyentado moscas, y acercaba sus rasgos a sus propios rasgos. Todavía se le acumulaban las legañas junto a los ojos (azules, plateados) y sus pómulos permanecían fuera de foco, punzantes y oscuros. Tenía la nariz corta y chata, y los labios inmóviles hinchados por el sueño. No era bella, pero tampoco el monstruo que pretendía. Gesticuló varias veces y movió la cabeza. Volvió a separar el pelo de la frente con las manos, como un océano partiéndose a la mitad, y tuvo de nuevo enfrente aquel rostro lejano que había ocultado media vida secuestrado por el pánico y la vergüenza.

El odio se repartía no en esas oscuras rutinas, no en ese desentendimiento progresivo de lo cotidiano, no en los días iguales como paletadas de tierra ni en el aire infesto de pantano que recubría la vida, sino en el odio mismo, alimentándose como un Cronos que va devorando a sus hijos bajo una férrea disciplina matriuska: un odio cada vez más grande comiéndose al anterior, y así y así y así, a menudo día a día. Si uno prestaba atención hasta podía escucharlo dentro, como una tenia brutal, arrastrándose por los confines del cuerpo. Era el odio de ella, y también era el odio de él, más joven y por eso más furioso. Y peor aún: no era un odio que tuviese una causa justa y un destino concreto. Era un odio inútil, terrible.

Cuando pasaban diez minutos escuchaba el ruido del agua cayendo en el suelo de la ducha. “Se está lavando con rabia, frotándose la esponja contra la piel como si se la frotase contra la culpa, y al salir tendrá el cuerpo cruzado de marcas rojas y en algún lugar se habrá hecho sangre. Como es tarde se vestirá a toda prisa con cualquier ropa, casi sin mirarla al meter la mano en el armario, y luego escucharé el portazo y sus pasos en la escalera bajando a toda prisa. Al salir a la calle hará frío, y será de noche. Si en ese momento, sola en la calle y abrigada con un chal negro sobre el abrigo, quizás con el gorro de lana blanco y los guantes viejos herencia de alguna amiga, nota el aliento de alguien en su espalda y siente que la tocan, que la violentan o peor aún, le dirigen la palabra entre gritos y amenazas, ella lo matará. Con sus propias manos. De forma brutal, en apenas dos o tres segundos. Eso es el odio”.

6/2/08

ELOGIO DE LAS CIUDADES PEQUEÑAS




Sólo las ciudades pequeñas pueden ser la imagen del universo. Porque sólo las ciudades pequeñas caben abrazadas en un sueño, en una almohada, abarcadas por un solo recuerdo, rememoradas por una calle, un escaparate, una tienda de sombreros, una glorieta o una única piedra. Porque sólo ellas devuelven con eco las pisadas solitarias en la noche y retornan endomingadas cada mañana de primavera. Sólo las ciudades pequeñas entran en una maleta. Y cuando las abandonas, después de haber vivido durante años en ellas, te parece que aquellos años fueron una vida entera y que ya no eres el mismo ahora que viajas por otras ciudades, sino una hormiga trasteando por el infinito o una mota de polvo en medio del desierto.
Todo cabe en las ciudades pequeñas, que son el universo de confines familiares y cotidianos. Los pobres a dos vueltas de manzana y los ricos tomando el vermú en la mesa de al lado, en la terraza de la plaza, donde también rondan los pobres, aunque no tengan para vermú ni para pan tierno ni para sentir vergüenza siquiera del hambre, de la ropa vieja y la escarcha en la madrugada. Todo tan a mano; las almas arracimadas a lo largo del tiempo como si hubieran nacido de una única hornada.
En las ciudades pequeñas el cielo no es el mismo que en el resto de la tierra; donde acaba la ciudad se termina el firmamento. Las estrellas que alumbran el tejado de la catedral –ni muy antigua ni demasiado soberbia- no son las mismas que lucen multitudinariamente en la metrópoli; porque la pequeña ciudad no tiene una catedral grandiosa ni imponentes palacios, pero duerme bajo sus estrellas particulares, y a la sombra de su propia luna sueñan los vecinos como niños acunados en el regazo de una madre.
En las ciudades pequeñas la fraternidad y la envidia, el odio y el amor son el mismo viento que igual sopla para el norte que para el sur, de este a oeste y a la inversa, y atrapa al huraño oteando el bullicio del parque desde detrás de una ventana y a tres mujeres murmurando junto al mercado y a un escuadrón de niños persiguiéndose entre los árboles y a un anciano roncando en un banco de madera, a todos en el centro de la tolvanera de sentimientos que se mezclan y se posan en los corazones como sedimentos de río. Los ciudadanos de las pequeñas ciudades encuentran que los periódicos y los noticiarios de televisión hablan de sucesos de otros planetas que a ellos en nada les afectan. Porque no puede conmover la política de la corte ni las guerras lejanas al que sabe de la adolescente que ha parido un hijo del que se desconoce el padre, del concejal que se emborracha como una cuba en el bar de la estación o del oficinista que fulminó un infarto al salir de su casa. Aquí cada barrio es un continente, cada edificio una patria y cada familia una estirpe.
En las ciudades pequeñas la soledad es un anhelo o una condena; los otros acechan. Y allá donde alcance tu vista, un semejante te estará mirando al mismo tiempo que lo miras.



Ricardo Rodríguez

5/2/08

La aventura de la finca de Cooper Beeches

Sherlock Holmes, dejando a un lado la página de anuncios del Daily Telegraph, hizo el siguiente comentario:

-Es frecuente que el hombre que ama el arte por sí mismo saque los más vivos deleites de sus manifestaciones menos importantes y más humildes. Me resulta agradable observar, Watson, que usted se halla tan poseído de este verdad, que en los pequeños relatos de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, embelleciéndolos de cuando en cuando (no tengo más remedio que decirlo), ha dado usted la preeminencia no tanto a las muchas causes célèbres y a los procesos sensacionales en que yo he figurado, como a esos otros sucesos que en sí mismos eran triviales, pero que proporcionaron ocasión para el empleo de las facultades de deducción y de síntesis lógica en las que yo me he especializado.

-Sin embargo –le dije, sonriendo-, no me considero completamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis relatos.

-Quizá usted se equivocó –dijo él a modo de comentario, agarrando con las tenazas una brasa del fuego y encendiendo con ella la larga pipa de cerezo que solía sustituir a la de arcilla cuando le dominaba el humor polemista más que el reflexivo-, quizá usted se equivocó al intentar inyectar colorido y vida a cada una de sus exposiciones, en vez de limitarse a la tarea de poner por escrito el severo razonar de causa a efecto, que es verdaderamente el único rasgo notable del asunto.

-Yo creo haberle hecho a usted plena justicia en ello –le contesté con algo de frialdad, porque me inspiraba una especie de repulsión el egoísmo que más de una vez había podido comprobar que constituía un factor preponderante en el extraordinario carácter de mi amigo.

-No, no se trata de egoísmo o de presunción –me dijo Holmes, contestando, como tenía por costumbre, a mis pensamiento más bien que a mis palabras-. Si yo pido plena justicia para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, una cosa que está más allá de mí mismo. El crimen es cosa vulgar. La lógica es cosa rara. Por consiguiente, usted debería hacer más hincapié en la lógica que en el crimen. Usted ha rebajado lo que debería haber sido un curso de conferencias hasta reducirlo a una serie de novelas.

Ocurría esto en una fría mañana de principios de primavera, y nos hallábamos sentados, después de desayuno, a uno y otro lado de un fuego acogedor, en nuestra vieja habitación de Backer Street. Una niebla espesa flotaba a ras del suelo entre las hileras de casas color pardo, y las ventanas de enfrente se percibían como manchones oscuros e informes a través de las espesas espirales amarillas. Teníamos encendido el gas, y éste brillaba sobre el blanco mantel y sobre la superficie tersa de la vajilla de porcelana y de metal, porque aún no había sido desocupada de la mesa. Sherlock Holmes había permanecido silencioso durante toda la mañana, sumiéndose constantemente en las columnas de los anuncios de una serie de periódicos hasta que, al fin, pareciendo renunciar a su búsqueda, había salido a flote, de humor no muy templado, para darme una conferencia acerca de mis defectos literarios.

-Al mismo tiempo –comentó después de una pausa, durante la cual estuvo dando chupadas a su larga pipa y mirando fijamente al fuego-, difícilmente puede alcanzarle una acusación de sensacionalismo, porque, entre los casos en que usted ha tenido la amabilidad de interesarse, hay un importante proporción que no tratan en modo alguno de crímenes, en el sentido legal de la palabra. […] Pero yo me temo que al evitar lo sensacional, haya usted bordeado lo trivial.

-Quizá haya sido ése el resultado –le contesté-, pero yo sostengo que los métodos han sido nuevos y de interés.

-¡Bah, querido compañero, el público, el gran público distraído, incapaz casi de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un compositor por el pulgar de su mano izquierda, se preocupa muy poco de los matices delicados del análisis y de la deducción! Pero, en efecto, si usted es trivial, yo no puedo censurarlo, porque los tiempos de los grandes sucesos pertenecen al pasado. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda iniciativa y originalidad. En cuanto a mi pequeño consultorio, parece que está degenerando en una agencia de recuperación de lápices perdidos y de consejos a jovencitas de internados escolares. Sin embargo, creo que, al fin, he tocado fondo. Me imagino que esta carta que he recibido esta mañana señala mi punto cero. Léala.

Me echó desde donde estaba una carta arrugada. Estaba fechada en la plaza de Montague la tarde anterior, y decía así:

"Querido señor Holmes: tengo grandísimo interés en consultar con usted si debo o no aceptar un empleo que me ofrecen como institutriz. (...)"

1/2/08

Mvdlm

Le dio vueltas sin fortuna a la primera frase, en un esfuerzo de siglos, y luego de escribirla salió a la calle a que le diese el sol blando de aquel verano en sus mejillas resplandencientes. Uxío había heredado de su padre cierta continencia gestual y una nariz simpática que elevaba con gracia cuando creía ver algo decisivo, en su única licencia al destino, y así debió hacerlo al dejarse caer con la espalda pegada al primer muro de piedra desconchado y gris que encontró camino del Ayuntamiento. Respiraba ruidosamente, como una locomotora que empieza a fallar, y trató de darse aire moviendo las manos con violencia cerca de la cara. No sabía si ir a la playa o morir: era tal su aspereza. Pero llegado el momento se subió al coche sin decir palabra y ya en Areas, pateando alguna desolada piedra en aquel resplandor azul insomne, dijo a quien quisiera escucharle que Petra le había dejado por otro. No hizo aspavientos ni levantó la voz. Sólo daba vueltas alrededor de sí mismo, muy despacio y sin rabia, y de vez en cuando maldecía a las gitanas: las llamaba putas infames, enviadas del diablo y cosas aún peores, y ocultamente pasaba revista a su alrededor.

Al día siguiente se encontró con la respuesta a su email, y contestó sin perder tiempo que dónde se había visto a una gitana en internet: a una gitana limpiadora de casas, añadió casi gritando. Y qué persona en sus cabales contrataba a una gitana para que le limpiase la casa, salvo que fuese una limpieza estricta. Lo envió casi sin pensarlo, en un frío golpe de ratón (el índice apoyándose sin fisuras, obedeciendo una orden oscura y lejana) y la tecnología hizo el resto. Pasaron tres horas antes de que le rompiesen los pies con un método que aún en su dolor pensó demasiado sofisticado para ser gitano: entre tres lo tuvieron sujeto para que un hermano de la agraviada estirase los tobillos en el desnivel de la acera. De hacerlos pedazos se encargó el padre con unas botas de invierno. “Estos gitanos: qué respeto por la jerarquía”. Cuando acabó, cuando lo encontraron sin haber perdido aún el conocimiento echado en un suelo de piedras, pensó en lo que pensaría cualquiera: seguía enamorado, porque el amor no es algo que uno lleve en los tobillos, pero había sido mejor que le partiesen ahora los pies y no la cabeza si le llegan a sacar de los pétalos perfumados de su gitana el pañuelo aún más blanco de lo que había entrado.

Si la volvió a ver, nada dijo. Pontevedra es una ciudad tan pequeña que parece una trampa. Tampoco hubo más represalias: dio la paliza por buena y no recurrió a los juzgados. Otros se paseaban por ahí con la cara estropeada y aún seguían llevando gitanos entre denuncias felices a la Parda: la furgoneta los vaciaba en los juzgados y a los tres días lo vaciaban a él en Montecelo. Se tiró tres meses de baja y aquel verano se le veía conduciendo una silla de ruedas dejando caer los párpados al sol, marchitando la oportunidad de un amor perdido con brío, y se le veía en ocasiones cercano al tedio junto a una copa de vino blanco muy fría, casi helada, y el periódico todavía por abrir.

En aquella etapa sólo se permitió elevar una vez la nariz, ya a finales de agosto. Pontevedra se había cubierto de ese espesor casi otoñal: niebla baja alguna mañana como aquella, presagiando el frío, y tipos arrogantes de traje y maletín caminando sin rumbo de un lado a otro mientras las terrazas de A Verdura y A Leña comenzaban un declive hermoso, casi fantástico, que entusiasmaba a los excursionistas de la tercera edad. Él se secaba el sudor de la frente, de sus gordas mejillas y la esponjosa carne de su nuca en un movimiento continuo y circular, con una íntima pesadez que remitía a un profundo desasosiego. Se había puesto en los noventa kilos y pensó que aquello era el final: que nunca más volvería a caminar, no al menos por su propio pie.

Cuando estaba a punto de embargarse por esa emoción desconocida (la emoción que asalta a los discapacitados por lesión o por mera obesidad a la hora de enfrentarse al drama de su fiel destino) creyó verme entre la desolada multitud que cruzaba a las horas del mediodía la Peregrina para desembocar en la tristeza de una oficina o un bar. La multitud desperdigada, informe y serena que camina por una ciudad a ciertas horas cargando el dolor de una vida echada a los cerdos. Elevó entonces la nariz de una forma tan graciosa que mismo parecía el rabo de un perro dando aire a su alrededor. Cuando me tuvo delante estiró el brazo de repente, y al atrapar mi mano (su mano enorme, como un guante de beisbol empapado en sudor y desidia, y el murmullo insípido de la gente alrededor rumiando su desgracia) me tiró hacia él con violencia y caímos los dos rodando, inseparables, en una escena imposible.

Pensé que yo no podía hacer más por él que eso: rodar por el suelo como un ovillo de lana que va dejando su penoso rastro mientras se deshace a los ojos de la gente. No se lo dije porque durante años fue mi mejor amigo y todavía algo se agitaba en mi interior. Algo entre el asco y la nostalgia, cierto, y el atisbo de cierta indolencia compartida que ya había sepultado los años. Estaba acabado: eso ya lo decidía él mismo al renquear su nariz contra la copa de cristal sin que yo diese nada por seguro. En aquel sopor del final del verano, con la luz desagradable del mediodía batiéndose en la ciudad perfectamente triturada, contó su amor gitano y la luna de miel que le había regalado su suegro. La primera línea de su email, y la última de su epílogo. Se enamoraba de mujeres y luego las mujeres lo abandonaban a él, resumió sin ganas. Llevaba una vieja camiseta de Fido Dido y los pantalones abiertos por la bragueta, en un gesto muy suyo al sentarse. Estaba sentado en lo que parecía su bar de siempre, detrás de la Peregrina, y la parroquia (empleados de banca en la hora del vino, comerciales ya borrachos y algún jubilado gracioso que se entretenía haciendo bolas con la miga del pan del pincho) lo trataba con desdén. Se sabía miserable pero había decidido, quizás aleteando brevemente aquella nariz regordeta y sin forma, cubierta por una gruesa película de sudor, no tener ningún empeño en disimularlo.

Yo no estaba mejor que él, pero callé por prudencia. Llevaba conmigo la fatiga y el desaliento, y sólo a su lado pude recuperarme durante unos instantes. En el silencio esperábamos algo que nos rescatara, instalados en la desolación de no saber qué más contarnos después de ser uña y carne (y entonces, tantos años después, supe que yo había sido la uña). Como permanecía de pie, pensando en lo que sólo un hombre puede pensar cuando está profundamente triste, él me extendió una silla junto a él: el futuro de una tarde prometedora al pie de la Peregrina, viendo desfilar las cervezas y las mujeres en un tibio ejercicio de nostalgia. Una conversación tranquila y nada desesperada, en franca hermandad: lo mío y lo tuyo, sin los apuros de la vergüenza. Sus negociados, más bien. Aquellas propuestas del infierno que te planteaba en cuanto te veía descuidado. Las había aceptado y las recordaba con amargura. Otros antes que yo habían ido por el mismo camino. Y mientras le buscaba uno los ojos y él los agachaba o los desviaba (la mera culpa, hollándole con furia), no dejaba de canturrear: “Nada bueno, nada bueno”.

Tuve que haber dicho que no, de ninguna manera.

Tuve que haber apoyado mi mano en su hombro, apretárselo con ese cariño que uno le reserva sólo a ciertos momentos de la infancia y decirle la verdad, aunque sólo fuera por una vieja lealtad aún no traicionada. Mirarle a sus ojillos pequeños, que sobresalían de las bolsas de grasa que se le habían ido acumulando en la cara de un año para otro, y esperar aquella comprensión desnaturalizada con la que él brindaba a los sinceros. “Me esperan mis padres para comer, llevo varios días durmiendo fuera y necesito descansar una semana. Mírame: te he dicho que me mires. ¿Ves mi mano? Este anillo es una impostura desde hace meses. Paula vive en Madrid no porque trabaje en Madrid, sino porque allí alguien ha conseguido metérsela mucho mejor que yo”. Le habría finalmente dado un abrazo, nos hubiéramos ido al suelo si a él le seguía haciendo tanta gracia, y después de rodar varios segundos me levantaría, me sacudiría el pantalón mirando de reojo alrededor y me iría calle arriba, sumergido felizmente en aquella aplastante, deliciosa rutina.

En el caso de no apetecerme dar muchas explicaciones también podía llamar a los gitanos a que le diesen una paliza.

Pero las cosas nunca suceden como uno las piensa años después.


Noviembre, 2007