27/6/08

En aquel tiempo abrieron la casa grande

En aquel tiempo abrieron la casa grande. No fue de un día para otro. Seis meses antes, una mañana, se juntaron en la esquina de enfrente dos forasteros. Los forasteros, uno al lado del otro, señalaban la casa y movían la cabeza asintiendo. Con las manos trazaban formas en el aire o destruían, tajantes, esas formas para crear otras nuevas. Siempre mirando la casa. Sin perder nunca su aire de señores. Unos días más tarde llegó la cuadrilla.
Eran diez obreros, capitaneados por uno de los forasteros que llevaba un traje, un casco en la cabeza, un rollo de papeles bajo el brazo. Fue él quien abrió el candado de la vieja verja. Los otros esperaban detrás. "Cuidado", dijo el forastero, "está perdida de óxido". Y dos de los obreros empujaron las puertas, que gemían, hasta dejarlas totalmente abiertas. Luego se internaron en el jardín.
Pocos recordaban a los dueños de la casa grande, y esos pocos eran tan viejos que nadie les escuchaba. La casa servía de escenario a la imaginación de los niños; a los ensueños de los románticos. Los padres la usaban para infundir en sus hijos los primeros miedos; algunas parejas, para entrevistas clandestinas sobre los helechos del roto invernadero; los locos, para fingir otras vidas; los tristes, para refugiarse en su abandono.
Y todos, para acunar en lo profundo de la mente un misterio, un sueño, un temor, una duda. Un deseo.
Pero la verja fue abierta un día y los obreros desbrozaron el jardín y en él expusieron sin recato las tripas que fueron sacándole a la casa grande.
Aparecieron bañeras desportilladas, viejos fogones, un espejo roñoso, un candil roto, cañerías corroídas, estremecidas e indefensas frente al ruido de los piquetes, el sol y las canciones.
Alrededor de la verja se agolpaban todos para presenciar la autopsia. Y vieron arreglar los arrayanes, y reponer el cristal del invernadero; y vieron restaurar las maderas, con su olor picante, y componer las escayolas de los techos a través de los huecos de las violentadas ventanas. Y, apelotonados en dos filas, abriendo calle, presenciaron la llegada de un gran camión con muebles nuevos que parecían antiguos, una cama con volutas, un gramófono, una palmera enana en su tiesto de bambú.
La casa amaneció un día aderezada y lista, el jardín florecido, la verja recién pintada. Y todos los que habían asistido a su metamorfosis se quedaron allí mirando. Y esperando.
Por la tarde, un gran automóvil se paró delante de la verja. Un chófer uniformado salió, dio la vuelta al coche por delante, abrió la puerta de atrás y ofreció su brazo. Y apoyada en él, adelantando un bastón tembloroso, apareció la señora. Miró a todos sin verlos y miró, sin verla, a la casa grande. Estuvo un rato así, mirando en medio del silencio, con el temblor en su cuerpo y los ojos de agua. Tenía las manos abultadas de venas, el rostro rígido, la voz amarga y dura.
La señora dijo: "Imposible volver."
Se metió en el auto, el chófer cerró la puerta, dio la vuelta al coche por detrás, ocupó su sitio, puso el motor en marcha y se fueron. La casa grande se quedó allí con todos, viéndolos marchar.
Hoy es un museo. En ella se exponen fotografías de cuando fue habitada. Todos recorren sus estancias esperando encontrar al volver una esquina, al abrir una puerta, el imposible pasado.

21/6/08

Perder un pie

Cuando dormía en su casa andaba descalzo. Había moqueta. Sus padres estaban de viaje. El ambiente oscuro, con las persianas bajadas, y un montón de cortinas y estores, que había que apartar una tras otra para ver la calle. La terraza, la calle; un piso alto. Los coches como aplastados allá abajo; al fondo la ría, y grúas, en el puerto. El edificio de enfrente, macetas en las ventanas. En invierno dormía con una camiseta y sólo una sábana en la cama. La calefacción mantenía la casa a veinte o más grados. Todo era silencio menos mi voz, que me salía muy ronca. Al hablar ronroneaba. Se me ponía voz de macarra y en cambio a ella la confundían por teléfono con una niña. Y es verdad, parecía una niña. Los ojos, inquietos, vagaban a veces buscando algo cuando la miraba fijamente, como si se pusiera nerviosa. Sonreía como una persona muy inocente, pero no era inocente. Yo tampoco. Comía con apetito y hacía pis con la mirada perdida, como si recordara algo triste.

Con el tiempo nos odiamos. Sobre todo cuando no la tenía delante. Sabía que no era nada. Quería no volver a verla, y disfrutaba pensando eso. O me daba igual. Miento: era un placer no querer volver a verla.

Un día cualquiera decidimos dejarlo. ¿Lo dejamos? En un bar; mirábamos la pantalla (quizá un partido de fútbol, que no nos interesaba nada). Vale, de acuerdo. Así está bien. No había rencor, ni nada que se pareciese al dolor. En realidad no había nada. Quizá un vértigo que daba un poco ganas de reír. Nos reímos, como nerviosos. Si acaso un poco de extrañeza ante lo improvisado de la situación. Lo fácil que era decidir de mutuo acuerdo no volver a vernos. Aunque no se dijo, pero era eso; no volver a saber nada uno del otro. De distintas ciudades, o de distintos mundos. Decidimos no volver a saber nada uno del otro. Bebimos Martini, y brindamos, por perdernos de vista. Y así fue.

Al día siguiente me sentí un poco raro. Como si hubiese perdido un zapato, o un pie, o los dos.

16/6/08

Entrevista a Trapiello

Queridos míos, dejo aquí el enlace de una entrevista que le hice la semana pasada a Trapiello, y que publiqué este domingo. El making-off es muy corriente, pero por supuesto hablé de esta docta casa, del respeto que le profesan algunos de sus miembros (si no todos) y recordó el escritor a "un joven muy amable" que hacía unas semanas le entregó un libro para que fuese dedicado al Círculo Solana. Puedo decir que se entusiasmó, y hasta se desvío un momento de la entrevista para ponerme al día de las novedades solanescas y dos libros que o bien acaban de salir o bien están a punto de hacerlo. Se expandió Trapiello: el encuentro duró más de una hora y, desafortunadamente, lo más enjundioso para el lector y el gallinero se dijo con la grabadora apagada. Como se hace siempre y como, supone uno, debe ser. Algunos compañeros me reprocharon no haber entrado más en sangre, pero aquello me hubiera parecido más una entrevista para el Qué me dices: sé que interesa más, por la cosita del morbo, pero también sé que es una incomodidad, cuando no falta de respeto, al entrevistado, y éste puede cortar por lo sano en cualquier momento (algo terrible para quien tenía dos páginas comprometidas que cerrar con la entrevista ese mismo día). Por lo tanto, sólo de pasada solté como quien no quería la cosa el nombre de Marías, y también al final le hice ver lo de sus enemigos. Hubo una pregunta más con su respuesta, que era sobre Juan Cruz, y la grabadora se lo comió entero. Como no me gusta escribir de oídas, ni poner en boca de nadie un pensamiento que no sea con sus palabras exactas, lo dejé fuera muy a mi pesar, pero vamos: no era irrespetuoso ni faltón, ni tampoco estaba ahí el titular. El titular, por cierto, que tuve que elegir no me convenció nada, pero no cabía una palabra más. El periodismo, jo, está esclavizado por el diseño. Por lo demás, sé que no llevo leyendo a Trapiello media vida ni soy un experto en él, así que la entrevista queda coja por ahí. Pero en fin: si se la he hecho es porque ya me he acercado a sus libros, y a su vida, y eso es por vosotros, así que va por ustedes.

15/6/08

En aquel tiempo Doña Luisa se enfadó con la Virgen

En aquel tiempo Doña Luisa se enfadó con la Virgen. Doña Luisa y la Virgen siempre habían tenido muy buenas relaciones desde que el abuelo de Doña Luisa, Don Agapito, encontrara a la Virgen escondida en la grieta de una roca en muy malas condiciones.
Don Agapito, que era el alcalde, colocó a la Virgen en su carro, entró con ella en el pueblo, se llegó a casa del cura y la depositó allí con toda clase de respetos y miramientos. Esa misma tarde echó cuentas y por la noche, en el casino, anunció que construiría una ermita en el mismo lugar en el que había encontrado a la madre de Dios. El cura, como es natural, bautizó a la Virgen y la llamó Nuestra señora del Amor Poderoso; pero en el pueblo todo el mundo continuó llamándola la Virgen.
La Virgen llegó al pueblo con lo puesto; pero en seguida las familias pudientes comenzaron a obsequiarla, y cuando la ermita quedó terminada tenía cinco o seis ajuares, una carroza con nubes doradas y querubines, pañitos para el altar, un manto de diario y otro para las Fiestas.
Cuando la guerra le robaron casi todo, y la Virgen quedó otra vez que daba pena verla. Por eso al terminar la guerra, en cuanto Doña Luisa se repuso de sus propias pérdidas, le encargó en la capital un manto como no se hubiera visto otro. Y así fue.
El día que llegó el manto, el alcalde declaró fiesta y todo el mundo salió a la calle con el traje de los domingos. Era un manto tan precioso, tan lleno de perlas y de oro, que tenían que llevarlo estirado entre ocho hombres. Cuando se lo colocaron a la Virgen y la sacaron en la carroza de los querubines, se pusieron a sonar las campanas y hasta los que en la guerra le habían robado cosas se santiguaron con los ojos llenos de lágrimas. Doña Luisa también lloró. Lloró más que nadie porque el manto lo regalaba ella.
Desde entonces, en las grandes festividades, ocho hombres le colocaban a la Virgen el manto de Doña Luisa y la sacaban en procesión. Venía gente a verlo de todas partes. Hasta que llegó Fidel.
Fidel era el nuevo cura pero no quería que nadie lo llamase padre o don Fidel. Había venido a sustituir a Don Eulogio, el cura viejo, que se había jubilado. Era muy flaco, tenía barba, hablaba muy deprisa; iba en una vespa de color gris y una vez recogió en ella a la hija del barbero, que era estudiante y había perdido el coche de línea: eso fue un disgusto muy grande.
A Fidel no le gustaron ni Doña Luisa, ni la Virgen, ni el manto. A Doña Luisa tampoco le gustó Fidel. Y por ahí vino la cosa: Doña Luisa opinaba que a la Virgen tampoco debería gustarle Fidel; pero la Virgen no se pronunciaba.
El día antes de la Fiesta, Fidel le dio a Doña Luisa un ultimátum: o el manto se vendía y se repartía el dinero entre los oprimidos, o él no sacaba a la Virgen en procesión. Doña Luisa también le dio un ultimátum a la Virgen: o hacía desaparecer a Fidel, o rompían las amistades.
El día de la Fiesta, Fidel continuaba en su sitio así que Doña Luisa se presentó en la ermita con ocho hombres y se llevó el manto. Esta vez no sonaron las campanas, pero otra vez lloraron todos en el pueblo, todos menos Doña Luisa y Fidel; dicen que hasta la Virgen lloró, pero Doña Luisa no quiso ni mirarla.
Esa tarde la procesión fue muy triste, y el balcón de Doña Luisa estuvo cerrado y sin colgaduras; ni el mantón de Manila quiso poner.
Poco después, Fidel se salió de cura y se casó con la hija del barbero, que era estudiante; se pusieron a trabajar de maestros en el pueblo de al lado.
Doña Luisa se confesó con el nuevo cura, que se llamaba Don Primitivo y no tenía barba ni vespa. Volvió a llevar el manto a la ermita y la Virgen se lo pone cada Fiesta Mayor.
Doña Luisa y la Virgen volvieron a ser amigas. Ella decía que la Virgen, aunque tarde, atendió su ruego de hacer desaparecer a Fidel.
También Fidel es amigo de la Virgen. Ahora se ha hecho folclorista y todos los años lleva a la procesión a sus alumnos y alumnas para que vean el manto. Dice que es una interesante muestra del sentir popular.