Eran diez obreros, capitaneados por uno de los forasteros que llevaba un traje, un casco en la cabeza, un rollo de papeles bajo el brazo. Fue él quien abrió el candado de la vieja verja. Los otros esperaban detrás. "Cuidado", dijo el forastero, "está perdida de óxido". Y dos de los obreros empujaron las puertas, que gemían, hasta dejarlas totalmente abiertas. Luego se internaron en el jardín.
Pocos recordaban a los dueños de la casa grande, y esos pocos eran tan viejos que nadie les escuchaba. La casa servía de escenario a la imaginación de los niños; a los ensueños de los románticos. Los padres la usaban para infundir en sus hijos los primeros miedos; algunas parejas, para entrevistas clandestinas sobre los helechos del roto invernadero; los locos, para fingir otras vidas; los tristes, para refugiarse en su abandono.
Y todos, para acunar en lo profundo de la mente un misterio, un sueño, un temor, una duda. Un deseo.
Pero la verja fue abierta un día y los obreros desbrozaron el jardín y en él expusieron sin recato las tripas que fueron sacándole a la casa grande.
Aparecieron bañeras desportilladas, viejos fogones, un espejo roñoso, un candil roto, cañerías corroídas, estremecidas e indefensas frente al ruido de los piquetes, el sol y las canciones.
Alrededor de la verja se agolpaban todos para presenciar la autopsia. Y vieron arreglar los arrayanes, y reponer el cristal del invernadero; y vieron restaurar las maderas, con su olor picante, y componer las escayolas de los techos a través de los huecos de las violentadas ventanas. Y, apelotonados en dos filas, abriendo calle, presenciaron la llegada de un gran camión con muebles nuevos que parecían antiguos, una cama con volutas, un gramófono, una palmera enana en su tiesto de bambú.
La casa amaneció un día aderezada y lista, el jardín florecido, la verja recién pintada. Y todos los que habían asistido a su metamorfosis se quedaron allí mirando. Y esperando.
Por la tarde, un gran automóvil se paró delante de la verja. Un chófer uniformado salió, dio la vuelta al coche por delante, abrió la puerta de atrás y ofreció su brazo. Y apoyada en él, adelantando un bastón tembloroso, apareció la señora. Miró a todos sin verlos y miró, sin verla, a la casa grande. Estuvo un rato así, mirando en medio del silencio, con el temblor en su cuerpo y los ojos de agua. Tenía las manos abultadas de venas, el rostro rígido, la voz amarga y dura.
La señora dijo: "Imposible volver."
Se metió en el auto, el chófer cerró la puerta, dio la vuelta al coche por detrás, ocupó su sitio, puso el motor en marcha y se fueron. La casa grande se quedó allí con todos, viéndolos marchar.
Hoy es un museo. En ella se exponen fotografías de cuando fue habitada. Todos recorren sus estancias esperando encontrar al volver una esquina, al abrir una puerta, el imposible pasado.