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10/5/12

Historias en tipos móviles

1
En el Barrio Alto de Lisboa, al final de un callejón iluminado al mediodía, estaba el taller de imprenta de Magda do Campo. Las fachadas de las casas, de color marrón amarillento, se hallaban todas desconchadas, como si alguien se dedicase a rascarlas con una espátula o les echase disolvente por las noches. Infinitas capas de papel superpuestas que se iban arrancando según la moda de los tiempos. El taller de Magda estaba en un bajo confortable, fresco y húmedo, o al menos eso parecía en aquella asfixiante mañana de agosto. Al entrar noté una ligera corriente que provenía del patio interior, y me paré un instante, remolón, a disfrutar del relente. Los viejos tenemos frío casi siempre, pero cuando el calor nos vence podemos quedarnos pajaritos con gran facilidad. Algo parecido ocurrió en París hace unos años, en verano, cuando la ola de calor: miles de viejos murieron de infarto y tuvieron que guardar sus cadáveres en alargados camiones frigoríficos, a las afueras de la ciudad, esperando a que sus familiares volvieran de las vacaciones.
Magda do Campo era una mujer mayor, muy delgada, con muchas arrugas en la cara y en las manos y con enormes venas verdes recorriéndole la piel como cables eléctricos. Los ojos negros le brillaban como ascuas en las fotos. También en las que no tenían flash. Debía de haber sido muy guapa, o eso me quise imaginar desde el primer momento, por el bien de la literatura, de mi triste literatura de librero de lance en horas bajas. Tenía ganas de darle la mano, por fin, y sentir el frío o el calor de sus huesos. El calor me prometería una estancia feliz en las calles de Lisboa; el frío, suponía, me haría recordar a mi difunta.
Al traspasar la puerta la vi. Estaba sentada en una silla de mimbre, y se había quedado dormida. Un vestido azul de encaje y zapatos de poco tacón completaban su escueta figura. Seguía pareciendo una foto. Pensé que no debía importunarla y decidí andar un poco por el taller, con sigilo. Sólo de vez en cuando la miraba de reojo, para calibrar la densidad del sueño; del suyo y del mío. Se veía que, como me había reiterado en sus cartas, la imprenta apenas funcionaba. Tenían poco trabajo, me contaba siempre; sólo algunas revistas literarias y catálogos de exposiciones seguían confiando en las técnicas lentas y cuidadosas de la tipografía antigua. El polvo cubría las mesas de hierro, donde enormes placas de impresión aguardaban a ser dispuestas bajo los rodillos de hierro. Me empezó a entrar cierto temor de que estuviera muerta y golpeé suavemente con los nudillos en el mostrador.
—¡Magda! ¡Magda! —susurré.
Abrió los ojos y me sonrió.
Con la mano derecha agitó el manifiesto incendiario de Fernando de Campos que había aparecido en el primer y único número de la revista Portugal Futurista, impresa en el Taller Do Campo en 1917. En él Pessoa arremetía con saña contra todos los “mandarines” de la literatura europea de su tiempo: Anatole France, Barrés, Kipling, Bernard Shaw, Chesterton... Por fin, tras años de infructuosa búsqueda, tenía a la vista un ejemplar del Ultimátum.

2
Hacía tanto calor aquel día que la camisa se adhería a la espalda y había que ir pegado a las paredes. Fuimos a comer a un pequeño restaurante del barrio, donde tomamos vino tinto y bacalao con natas. Era un lugar apacible: manteles de cuadros, servilletas de papel, pocas mesas, apenas ruido y un camarero muy amable que parecía conocer a Magda de toda la vida.
Mientras tomábamos el café, le pregunté por su hija Valéria. Pareció ponerse un poco triste.
—Está en Nueva York. Me temo que se va a quedar por allí unos meses.
Me explicó que Valéria era diseñadora gráfica. Empezó haciendo collages de pequeña, sentada en el suelo junto a las piernas de su madre, rodeada de pilas de revistas ilustradas. Cortaba las siluetas de las fotos y las pegaba en folios en blanco, unas al lado de las otras, componiendo historias llenas de misterio. Su madre componía historias en tipos móviles y ella hacía lo mismo con fotos de revistas. Ahora Valéria hacía algo muy parecido pero en ordenador. Sus diseños consistían en figuras geométricas adornadas con fotos antiguas.
—Sus ilustraciones son preciosas… —sentenció melancólica Magda.
Al salir del restaurante estuvimos visitando a varios de sus amigos libreros. Disfruté enormemente de sus conversaciones, hasta me solté con un portugués bastante fluido. Debo reconocer que traté de forjar una imagen más orgullosa y valiente de la que tengo, como de hombre de acción atrapado fatalmente en la red de los libros.
Al final de la tarde, subimos en el elevador de Santa Justa. Cuando contemplas Lisboa desde lo alto sólo ves el horizonte del océano que se pierde, como lo haría un vigía desde el palo mayor de su galera. Es una niebla de luz azul, un destello nuclear que te ciega y que sólo te permite mirar a tu acompañante. Bajar de allí fue volver a la realidad de las cosas.
Ya anochecía cuando nos despedimos junto a la estación del Rossio. Nos dimos la mano (la suya estaba templada) y prometió que algún día vendría a verme a Madrid.
—Nos seguimos escribiendo… —remarqué antes de darme media vuelta.

3
Por el pasillo del tren cruza una niña tambaleante.
El hombre del sombrero oscuro se asoma a la ventanilla y ve el paisaje huyendo veloz, difuminándose a impulsos de su propia inercia: postes telefónicos, árboles, puentes, casas…
En la retina de la viajera se acumulan los recuerdos: el mercadillo de telas, las legumbres de colores, los animales muertos. Tantas cosas que no quiso decir en el momento de la verdad.
Tumbado en la litera, sólo noto una mano caliente y venosa que me acaricia el pelo para que me duerma. Soñaré un sueño blanco, muy blanco, como las ristras de bacalaos desalados que cuelgan en las tiendas de Lisboa.

5/6/10

De cuando mi abuelo inventó una cámara fotográfica distinta a todas las demás

Cuando mi abuelo se compró su primera cámara a los fotógrafos aún se les llamaba “retratistas”. Eran tiempos lejanos en los que hacerse una foto era un pequeño acontecimiento en la vida de una persona, un capricho caro, para el que la gente elegía los momentos clave de sus vidas, y acudía al estudio con sus mejores galas para ser inmortalizados. Chicas guapas con su vestido de domingo recién estrenado, quintos uniformados que no querían que sus novias les olvidaran, niños vestidos de marinerito a punto de comulgar, o bebés rollizos con faldones llenos de puntillas. Las fotos de mi abuelo quizás no fuesen técnicamente perfectas, pero sí que conseguían sacar lo mejor de los retratados. La sonrisa encantadora de la chica sosita y tímida, el perfil con menos acné del recluta, la carcajada descontrolada del niño que había entrado al estudio llorando en brazos de su madre, y que mi abuelo sabía calmar con su paciencia infinita y un poco de ayuda extra. La jirafa Rafa y el pollito Pito pasaron de nuestro cajón de los juguetes a compartir espacio con un peine, un bote de laca y un espejo del tocador de la abuela Beatriz. Su marido no necesitaba mucho más para conseguir resultados tan buenos que lo que empezó siendo un pasatiempo para las tardes que le dejaba libres su trabajo en el Ministerio de Agricultura, terminó convirtiéndose en su verdadera profesión. Hasta el punto de terminar alquilando un pequeño local al lado de la panadería del barrio. El taller de un zapatero remendón al que atropelló un tranvía se convirtió en el estudio donde mi hermano y yo pasamos las mejores tardes de nuestra infancia.
A los sesenta y cinco años, el abuelo Bruno aún era un tipo atlético y ágil, de facciones tan aniñadas que poca gente le echaba más de cincuenta. El retiro le pilló en plenitud de facultades y energía, así que en lugar de aburrirse y deprimirse por haber dejado en el armario el uniforme de conserje, fue como si rejuveneciera quince años. Empezó a abrir la tienda también por las mañanas, y se pasaba allí todo el día, salvo el rato del medio día en el que se iba a comer, y se echaba la siesta. La jubilación coincidió con la época en la que las fotografías de estudio empezaban a escasear: la gente había descubierto el gusto por hacer sus propias fotos, y las cámaras encontraban su hueco en las maletas de los veraneantes. Así que los retratos empezaron a ser sustituidos por el revelado de carretes y las fotos de carnet. Tareas demasiado mecánicas para el espíritu creativo de mi abuelo, pero que también le dejaban mucho tiempo libre. Unas horas muertas que no tardó en ocupar con un proyecto secreto, un misterio incluso para su propia esposa. Como antes de dejar el ministerio, volvió a abrir el estudio sólo por las tardes: las mañanas, a puerta cerrada, las dedicaba a trabajar en el cuarto de revelado. Ni siquiera la abuela Beatriz consiguió sacarle una sola palabra en los dos años que tardó en preparar el prototipo.
La tarde que lo terminó, mi hermano y yo merendábamos un bocadillo de mortadela, mientras hacíamos los deberes sobre el mostrador de la tienda. El abuelo estaba encerrado con el invento, como casi siempre en los últimos meses: cada vez dedicaba más horas a sus experimentos y menos al negocio, se quejaba mi madre. Aquella tarde aún no le habíamos visto, pero siguiendo instrucciones de la abuela, no nos habíamos atrevido a molestarle. Cuando salió, se acercó a nosotros y nos dio un beso a cada uno, como hacía siempre. La abuela, que hacía ganchillo en una sillita baja, levantó la vista de la labor, y sonrió. “¿Ya está?”, le preguntó. “Sí”, respondió él. Fue todo. Ella siguió tejiendo, como si nada. Félix y yo nos miramos, y decidimos seguir también a lo nuestro. Y no por falta de curiosidad: pero si mi abuela sólo había conseguido arrancarle un sí a su marido, nuestros intentos por saber más serían un fracaso. Así que yo le pegué otro mordisco a mi bocadillo, y mi hermano siguió coloreando. Y nos olvidamos del tema. Hasta el fin de semana.
Aquel domingo, como todos, iríamos a comer paella en casa de los abuelos. También estarían mis tíos, y mi prima Lourdes, que ya estudiaba en el instituto. Sin embargo, la noche antes, el abuelo nos llamó por teléfono para decirnos que en lugar de llegar a la una para el aperitivo, como siempre, quería vernos en el estudio, a eso de las once. Todos sabíamos que aquella irregularidad tenía que ver con su proyecto. Pero lo que nadie esperaba, por muy seguros que estuviéramos de que el ingenio del abuelo tenía que haber parido algo grande, era lo que terminamos encontrándonos.
El fotomatón era idéntico a los que empezaban a verse en las estaciones de tren y en el metro. La decepción apareció, en mayor o menor grado, en las caras de todos nosotros. ¿Tanto rollo para terminar poniendo un aparato de ésos en el estudio? Era evidente que la robustez de mi abuelo sólo era aparente: debía estar perdiendo facultades. La primera en verbalizar lo que todos pensábamos fue mi madre. “Pero papá, ¿necesitas eso en la tienda? Si a ti te encanta hacer fotos de carnet… Son lo más parecido a los retratos de antes…”. El abuelo sonrió con picardía, y le dijo que no se dejara engañar por las apariencias: aquello parecía un fotomatón, pero no lo era. “¿Cómo que no? ¿Acaso no hace fotos?”, exclamó mi tío Ramón. Hacía fotos, claro que sí, pero los resultados no tenían nada que ver con lo que la gente esperaba cuando cerraba la cortinilla y se sentaba en la banqueta redonda. “Vamos a ver, Bruno… Podrán ser de mejor calidad, con mejor color, sin tanta cara de presidiario, pero poco más. Una foto es una foto, a fin de cuentas”, dijo mi padre. Pues no. Una foto podía ser mucho más. La única pega, le explicó el abuelo, era que el aparato no era recomendable para cierto grupo de personas. “¿Estás diciendo que tiene algo así como efectos secundarios, como las medicinas? A ver si nos va a pasar algo… Quítate de ahí, Lourdes”. Mi tía Mercedes, tan aprensiva como siempre, cogió del brazo a mi prima y las dos se fueron lo más lejos posible del fotomatón. ”No entiendo nada, Bruno”, le interrumpió la abuela. “Explícate de una vez, hazme el favor, ya está bien de tanto misterio y tanta tontería”.
Entonces, el abuelo sonrió, y se me quedó mirando. Yo levanté la mano, como en el colegio, ofreciéndome voluntaria para probarlo. Entré en la caseta, y me senté en el taburete. El abuelo la hizo girar conmigo encima, hasta que me vi reflejada en el espejo de enfrente. Con suavidad, me apartó el flequillo de los ojos, y me acarició la cara. Luego cerró la cortina, y me dijo que no me moviera hasta que terminara de contar hasta treinta. Así lo hice.
Nueve pares de ojos parecían empujar con el pensamiento al cartoncito alargado con mis fotos, que aparecieron de repente, sobresaltándonos a todos. El abuelo se acercó a la máquina, y lo cogió. Todos nos abalanzamos sobre él, pero fue a mí a quien puso en la mano la tira de cuatro fotos. Quemaba todavía, y desde el cartón tibio un niño rubio y sonriente me miraba. Mi hermano me quitó las fotos de la mano, y gritó “Abu, que éstas no son. Deben ser del último que se las hizo, que no salieron”. El abuelo sonrió enigmáticamente, y no dijo nada. Mis fotos, es decir, las del chico de pelo claro y ojos chispeantes, pasaron de mano en mano, mientras todos miraban la tira de papel, y me miraban a mí. “Eh, que yo he hecho lo que me ha dicho el abuelo. Estarme quieta y contar. No es culpa mía”.
“Claro que no, bonita. ¿Qué va a ser culpa tuya?”, me tranquilizó el abuelo, dándome un beso. “Ya os dije que no era un aparato como los demás”. “¿Quién es ese niño, papá?, preguntó la tía Mercedes. “Es el hombre de su vida, hija. Esta máquina no saca fotos de quien se sienta frente a ella, sino de su pareja ideal”. Durante un minuto, nadie dijo nada. Todos nos miramos con una mezcla de miedo e incredulidad. Miedo a que el abuelo hubiese perdido la cabeza por completo, así, de repente y sin remedio. No podía ser, pero sin embargo, ahí estaban las fotos. Yo me había puesto frente a la cámara, tan seria como siempre que me retrataban, pero la cara risueña que veíamos multiplicada por cuatro era la de otra persona. Nada menos que la del hombre con el que, de encontrarnos algún día, yo sería más feliz que con ningún otro.
Fue mi hermano el que rompió el silencio. “Prueba conmigo, Abu”. A los pocos minutos, volvíamos a arremolinarnos en torno a mi hermano, que sostenía tembloroso una serie de fotos que mostraban a una chica de su misma edad, vestida a la manera africana, de rasgos bastos, pero sonrisa deslumbrante. ¿”Una negra?” gimió Félix. “Yo no quiero tener que casarme con una negra, jooooo”.
 “Papá, ¿quieres decir que si yo me hago la foto, aparecerá Antonio?”, preguntó mi madre. “Puede ser, hija, pero sólo si tu marido es el hombre de tu vida. Si te has casado con el hombre correcto, Antonio será el que salga en las fotos. Si no, aparecerá otro. Por eso no es recomendable que usen este aparato personas ya emparejadas. Es arriesgado”.
El abuelo nos explicó que aquel invento podía usarse para saber quién era la mujer o el hombre perfecto para ti. Y que lo había perfeccionado hasta el punto de poder elegir la zona de búsqueda a gusto del consumidor. Pulsando unas teclas con los colores del parchis, podías encontrar a tu media naranja en tu propia ciudad (botón rojo), en tu provincia (verde), en tu país (amarillo) o en el extranjero (azul). Una promesa encerrada en un rectángulo de cuatro por tres centímetros, un rostro sin nombre que te miraba invitándote a ser feliz,  con quien, seguramente, jamás te cruzarías o que quizás te estaba esperando a la vuelta de la esquina, en el portal de al lado. El aturdimiento era general. Mis padres se miraban, mis tíos se miraban, y mi prima Lourdes, con una tira de fotos en cada mano, nos miraba a Félix y a mí. Todo era demasiado raro. Y todos nos hacíamos la misma pregunta. ¿Cómo podía estar tan seguro el abuelo de que las personas que salían en las fotos eran precisamente eso, la mujer o el hombre de tu vida, y no tu potencial asesino, por ejemplo?
“Bruno. Enséñanos las fotos que salieron cuando probaste tú”. La abuela había dicho lo que todos queríamos saber. Y su marido estaba preparado. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa, y sacó tres tiras de papel. “Probé con misma ciudad, misma provincia y mismo país. Y saliste tú, Beatriz. En las tres. La mujer de mi vida. ¿O no?”. La abuela sonrió. “¿Y la extranjera?”, preguntó mi hermano. “Pues no lo sé. La verdad es que sólo hice esas tres. ¿Probamos a ver qué sale?”. Su mujer asintió, y él desapareció detrás de la cortinilla.
Cuando el cartón salió por la ranura, nadie podía contener su impaciencia. Entre las manos de mi abuelo, una mujer morena, de ojos verdes y piel de nácar sonreía con tristeza, aceptando su destino, lejos del hombre que nunca conocería y que, quizás éste sí, le hubiese hecho feliz.
Sí. La máquina funcionaba perfectamente. Porque todos sabíamos que a mi abuelo, desde jovencito, siempre le encantó Ava Gardner…

27/5/10

La carta


El sobre le esperaba sobre la mesa, encima de la pila de la correspondencia que su secretaría había dejado como cada día, al lado de la impresora, junto con un montón de facturas, recibos bancarios y folletos de publicidad. La carta destacaba entre las demás por su color tostado y por una caligrafía que hubiese reconocido entre miles de páginas manuscritas por miles de manos.

Nunca quiso guardar sus cartas. Ni las que recibía de ella, ni las que él enviaba, cuando se trataba de correo electrónico. Sus mensajes, los de los dos, estaban a buen recaudo en un lugar donde incluso cuando el papel se pudre y los bites se volatilizan, las palabras permanecen. Y lo hacen para siempre. O al menos, mientras él viviera. Eso era para siempre. Su ahora. “La eternidad es ahora”, le dijo ella un día. En ese instante descubrió de golpe y en su justa medida el valor del ahora. Y le asustó lo efímera que puede ser la eternidad.

Pero el sobre estaba ahí. Esperándole. Palpable y real. Sobre la mesa de su despacho, donde tantos otros se amontonaban cada día. Diciéndole “Ábreme. Soy tuyo”.

Supo que nada volvería a ser lo mismo si rasgaba la solapa de papel color mostaza, donde no aparecía el nombre del remitente, ni falta que hacía. Fue consciente de que estaba dando un paso que no permitía ser desandado…

No le importó.

13/5/10

Cosas que pasan

“Lo que ha de suceder, sucederá.” - Virgilio

Recuerdo que llegamos a urgencias a la una del mediodía. Era un domingo gris, plomizo, de ésos que invitan a gandulear en casa. Pero ya se sabe: las enfermedades no saben de aguaceros, ni de aperitivos dejados a medio terminar cuando tu hija se está asfixiando delante de tus narices. Deprisa, pero sin nervios, entramos en el hospital con el aplomo del que pisa terreno conocido: demasiados ataques de asma nos habían llevado allí otras veces, a esos pasillos siempre poco iluminados y tristones, a la merced de un personal sanitario cordial y atento, aunque siempre demasiado apresurado, haciendo equilibrios al borde del caos. La niña se sometía dócilmente a los tratamientos, como lo hacen los enfermos que lo han sido desde la cuna: con resignación y entereza, con el estoicismo fatalista del que sabe que las cosas son como son y no hay más que hablar. Andrea, con sus cuatro añitos, era consciente que sólo los aerosoles permitían que volviese a respirar con normalidad, y que las inyecciones de corticoides también ayudaban a que sus pulmones se recuperaran, así que la pobre no chistaba cuando la dejaba sola con las enfermeras. Como otras veces, yo me quedé en la sala de espera, y abrí el libro. Aunque las urgencias son un buen sitio para entretenerse mirando a los demás, observar y escuchar conversaciones ajenas, lo que veo y oigo siempre termina deprimiéndome. Por eso, porque soy curiosa, pero no masoquista, siempre llevo un libro en el bolso. Sin embargo, ese día me resultaba imposible concentrarme en la lectura. ¿Por qué, si la sala estaba prácticamente vacía, y todo el mundo estaba callado? Éramos sólo seis personas contándome a mí. Dos ancianas cabizbajas acompañaban a otra que iba en silla de ruedas. Tres asientos más allá, una mujer se abrazaba a su bolso, con la mirada perdida. A su lado, un adolescente ponía los cinco sentidos en morderse los padrastros. “Se va a pelar el dedo entero, qué daño…”, pensé con grima, mientras me obligaba a apartar la vista de sus manos. El chaval tenía el pelo revuelto y sudoroso, pegado a la frente. Debía venir de hacer deporte, porque aún llevaba puesto el pantalón corto y las zapatillas, aunque debía estar muriéndose de calor con el anorak, un plumas con la cremallera subida hasta el cuello. La calefacción, igual que ocurría en verano con el aire acondicionado, estaba excesivamente alta.
- Quítate el anorak, hijo, que te va a dar algo.
El chico se sobresaltó, igual que la señora de la silla de ruedas y yo misma, cuando la voz de la mujer rompió el silencio. El muchacho al fin se olvidó de su pulgar y se bajó la cremallera, dejando al descubierto una camiseta de tirantes. “Atletismo. Estos han venido con otro que se ha lesionado, me apuesto lo que quieras”, dije para mí.
- Mamá. Pregunta otra vez, anda.
Entonces fue ella la que pegó un respingo. Seguía aferrada al bolso como si fuese un salvavidas, y las palabras de su hijo parecieron traerla de vuelta, de muy lejos. Era una treinteañera guapetona, excesivamente joven para tener un hijo tan mayor, ahora me daba cuenta. Tenía unos ojos bonitos, pero la mirada mustia de quien ha sufrido mucho en muy poco tiempo. Hizo ademán de levantarse, cuando su móvil empezó a sonar.
-Hola.
- (…)
- Pues no sabemos nada todavía. Cuando le trajeron estaba inconsciente. (…) Ya, pero es que ha sido un golpe muy fuerte. Y en la cabeza.
- (…)
- Bueno… más o menos. Preocupado, claro. Ya le he dicho que no ha sido culpa suya, pero ya le conoces. (…) Sí, sí que es mala suerte. Y mira que estuvo a punto de no participar hoy, porque tenía la muñeca dolorida todavía. Pero el entrenador insistió. Sí, son cosas que pasan.
- (…)
- ¿Y yo qué sé? Estamos a seiscientos kilómetros de su casa. Si mi padre apenas ha salido de su pueblo en toda su vida, la alcaldía le ha tenido atado allí siempre. Por lo visto había venido aquí con los jubilados. Mientras los otros se iban al Museo del Queso, él se plantó en el polideportivo. El también lanzaba el disco en su juventud, y quiso verlo, hoy era la final del campeonato. Sí, el de comunidades autónomas. Te juro que casi me da un infarto cuando vi que era él. Lo que no sé es cómo consiguió meterse en la grada de los padres. Dios mío, qué trago… Ten en cuenta que hacía más de diez años desde la última vez. (…) Sí, entonces, cuando intentó matarnos al niño y a mí. (…) Ya, ya lo sé, no hace falta que me lo recuerdes: mi padre me ha hecho la vida imposible. Siempre. Primero a mí. Y cuando ya no tenía remedio, también al niño. Por eso, joder… dios mío… pobrecito mío… no sabes lo mal que lo está pasando…
- (…) Ya. (…) Sí. (…) Pues claro que no es sencillo vivir con algo así. Eso no se deja atrás, nunca, aunque ahora parezca que está muy lejos, que llevamos una vida normal. Que tu padre haga todo lo posible por evitar que vivas tu vida, y sólo porque una chiflada le predijo que su nieto le terminaría matando… eso es una pesadilla que no se acaba en la vida. Aunque pongas mucha tierra de por medio. Aunque pasen años. Y lo más irónico es que al final el viejo se va a salir con la suya, toda su puta vida acojonado, intentando por todos los medios controlarlo todo, y zas. Nunca mejor dicho, lo de zas. Jajjajja (…) Hombre, gracioso, gracioso no es, pero si no me río, directamente me echo a llorar, y no quiero, ni puedo. (…) En fin, es todo tan absurdo… Parece mentira, un hombre con estudios, un señor como él, creyéndose esas paparruchas, toda su vida sufriendo y haciendo sufrir a los demás por el pronóstico de una bruja… Y lo que son las cosas, que va a tener razón, después de todo. (…) Ya. (…) Espera, tengo que dejarte. Los médicos acaban de salir. Luego te llamo.
Durante cinco minutos, un médico jovencito y otro canoso hablaron en voz baja con la madre y el hijo. La cara de ella pasó de mostrar un claro alivio a un pánico que le hizo tambalearse, hasta el punto de que el residente la cogió del brazo en el último momento, evitando que se cayera redonda al suelo. Cuando los médicos se marcharon, el chico se apoyó en la pared, cerró los ojos durante unos segundos y volvió a abrirlos, clavando en su madre una mirada tan triste como la de ella. “Mamá, soy un asesino. ¿Qué va a pasarme?” La anciana de la silla de ruedas se santiguó a toda prisa, y miró con pavor al muchacho. La mujer suspiró, se acercó al chico, y pasándole con suavidad el brazo por la cintura le arrastró hasta la zona de los asientos. “Ya has oído al médico, Perseo. Ha sido un accidente. Da igual lo que les haya dicho tu abuelo. Tú a quien tienes que escuchar es a mí. Ha sido un accidente. Tú no eres ningún asesino. Tranquilízate”.
No pude oír más. En ese momento, mi hija apareció dando saltos, de la mano de una enfermera. Las explicaciones de una y los tirones de la manga de la otra me impidieron seguir escuchando. Mientras le abrochaba el abrigo a Andrea, ya en la puerta, dos policías nacionales se cruzaron con nosotras.

11/5/10

Tiene razón Teresa. El Círculo Solana debería preocuparse un poco más por sus papeles póstumos. Así que se me ocurre traer aquí un cuento que igual alguno vio por mi blog. Lo escribí poco antes de Navidad. Se iban a publicar Los toros en invierno pero el editor dijo que harían falta un par de cuentos más para que no fuera una novela corta sino una colección de cuentos. Así que añadí otro cuento que ya colgué aquí, Los galgos y los podencos, y este lo escribí a propósito para no salirme mucho del tono rústico general. Al enviarlo le añadí una dedicatoria, A Félix Rodríguez de la Fuente. Luego la quité por exceso de sinceridad.



Animales heridos

El ganado ya se iba. Llevaba toda la mañana en un bancal de tierra parda que se estaba despertando del barbecho. Las ovejas iban ya dejando las faldas ásperas de la muela, se movían con más brío entre rastrojos y rebrotes de ababol, como si alguien les hubiera dicho que había llegado la hora de beber o fuera más prudente protegerse bajo los chopos cabeceros junto al río. La mañana era fría pero estaba despejada y no soplaba el viento. El sol calentaba un poco. Las ovejas caminaban cabizbajas, un mastín negro al que se le veía la carne viva de los lacrimales las iba acompañando sin ladrarles.

El pastor terminó de comer y se limpió las migas, pasó el filo de la navaja por la pernera de los pantalones y la plegó mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Cogió un morral de tela azul y se lo colgó atravesado por encima de la zamarra, y cuando se agachó a recoger el cayado vio que detrás de él, detrás de una mata de cardos, una oveja se quedaba retrasada. En realidad no podía caminar. Estaba a punto de parir, es posible que hubiese ya empezado. El cielo se había cubierto y por detrás de las crestas del otro lado del valle asomaban nubarrones negros. La primera volada de aire vino al mismo tiempo que se ocultó el sol.

Una oveja que se para porque ya no aguanta más puede tardar segundos en echar la cría, pero a veces se resiste. A veces hay que coger la cabeza o las patas del cordero y estirar. El cielo era una bóveda de plomo. El pastor intentó arrear a la oveja para que lo siguiese, pero vio que abría las patas de atrás y trataba de flexionarlas. Balaba porque no podía. De modo que volvió a descolgarse el morral y sacó la navaja. Al incorporarse vio cómo de las peñas peladas que había dejado a su espalda salía un buitre y volvía a desaparecer. Su silueta sobrevolaba parsimoniosa los peñascos de la cima y se alejaba planeando sin más movimiento que el de las plumas de las puntas de las alas.

Había que darse prisa, llevar las ovejas al río y meterlas en la paridera antes de que empezase a helar, o se desatase una tormenta. La silueta del buitre había vuelto a ser un mal agüero. Ya no había muladares y en la sierra se dieron casos de vacas recién paridas atacadas por los buitres. El gobierno quiso limpiar el campo de carroña, de los burros muertos que se descomponen en el fondo de un barranco y las vacas enfermas que quedaron atascadas en las charcas. Los ganaderos estaban muy preocupados.

El rebaño había traspuesto la loma que lo separaba del río. Detrás de un horizonte de rastrojos sólo se veían las ramas más altas de los chopos con algunas hojas amarillas y la nube de polvo que iba levantando el ganado por el camino. Se rumoreaba que en la peña habían puesto un comedero controlado. Antes estaba descontrolado pero no había buitres, decían los pastores. Lo más seguro era que los buitres estuviesen arremolinados al otro lado de la peña, arriba de la pared caliza, en los yermos pelados donde antiguamente se subían las ovejas en verano, atadas con una cuerda.

El pastor cogió a la oveja por una pata trasera y venció sobre ella el peso del cuerpo para tumbarla. Luego le agarró las patas delanteras. La oveja estaba exhausta, no hacía por levantarse. El pastor presionó varias veces con el puño en la vagina tumefacta. Palpó la cría con los dedos pero no reconocía la cabeza ni las patas. La oveja balaba entrecortadamente, cuando reunía fuerzas, un solo balido lastimero con el que no bastaba para parir. De modo que el pastor metió la mano entera para darle la vuelta dentro del útero y sacarla porque si no la madre se podría reventar. Alguna vez más lo había tenido que hacer, el tacto sedoso y caliente de las paredes del útero le acariciaba los nudillos y con los dedos iba palpando las costillas del cordero hasta que dio con las patas de atrás y poco a poco fue cambiándolo de posición. Sacó la mano llena de sangre y de un líquido blanquecino y turbio como el suero y jirones de placenta pegajosa. La pezuña de una de las patas asomaba. Volvió a meter los dedos para coger la pata de más arriba de la rodilla y estiró sin detenerse, adaptándose al ritmo con que los propios esfínteres empezaban a expulsarlo. Nada más asomar la cabeza el cordero salió entre telas ensangrentadas. El pastor sacó la bota del zurrón, la puso boca abajo entre las rodillas y con ellas presionó para que saliera un chorrillo con el que se lavó las manos.

Al levantar la vista al cielo, por encima de donde debía haber llegado ya el rebaño, vio que a lo lejos las nubes se deshacían en cortinas de hilos grises y una niebla cuajada velaba las ramas de los chopos. La oveja no podía ponerse de pie. Tuvo que ayudarla el pastor y a empujones apenas consiguió que caminase unos pasos con el cordón blanco brillante de flujos colgando entre las patas. Así anduvo unos metros, hasta que de pronto la oveja se arrancó a trotar, y cuando el pastor se volvió para recoger el corderillo se dio un susto que casi le da un infarto.

Nunca antes había visto un buitre tan de cerca. Vio planear su silueta perfecta recortada en la pared caliza de la muela, y cómo bajaba el vuelo y unos metros antes de una encina seca dejaba caer las patas, sus muslos de oca, y bajaba la cabeza e inspeccionaba las ramas con su largo cuello como si una culebra estuviera saliéndole del cuerpo. Vio la pechuga gorda de gallina gigantesca, las blancas plumas moteadas, los plumones con cañones como tubos de metal, que se recogían hacia dentro para amortiguar el aterrizaje. Parecía un animal compuesto del despojo de otros muchos, un cuerpo de pavo con un cuello de culebra, y las alas como dos perchas gigantes de las que colgara una alfombra de plumas desordenadas.

El buitre se posó en la rama, a unos quince metros de donde estaba el pastor. Parecía un rey medieval arropado por un manto de plumones grises. Había doblado el cuello sobre la pechuga con la curvatura de una tripa y de su cráneo peludo salía un pico desproporcionado, una callosidad córnea descolorida con un gancho afilado en la punta. El pastor podía incluso ver las garras por encima de la rama sin color, la piel de saurio de las patas de gallina pero con muchas más bulbosidades negras. Incluso le vio la cara, la piel fina gris brillante y arrugada, los ojos redondos y muy negros escondidos en las cuencas, hundidos por debajo de los huesos.

El pastor sacó sus cosas, unas cuerdas de plástico rojo y una bolsa con comida, y metió al cordero en el zurrón con la cabeza fuera. Llevaba el garrote pero eso no era suficiente. Lo había visto posarse, su descomunal envergadura que ocupaba casi la rama entera antes de plegar las alas y quedarse a la expectativa, sus garras como garfios de hierro viejo. El pastor ató una cuerda al cuello de la oveja y la obligó a caminar sin detenerse cada pocos pasos. Conforme se alejaban el buitre inmóvil era un bulto sobre las ramas muertas al que el viento movía las plumas. El pastor caminaba mirando atrás, oteando las cejas de las peñas, la posibilidad de que viniesen más buitres. A veces agarraba unos metros a la oveja pasándole un brazo por el pecho y volvía a dejarla y estiraba de la cuerda roja. El buitre no se movía.

Por delante iban surgiendo las ramas de los chopos cabeceros por entre la bruma, las vigas dejadas crecer que acaban rajando las zocas y la pelambrera de las ramas nuevas. El pastor se fue metiendo entre la lluvia. Las gotas iban despegando hilachas de placenta que aún colgaban de los ojos de la cría. Llevaba la cabeza gacha, sólo la subía para mirar atrás. Una de las veces vio cómo a lo lejos el buitre sacudía las alas y arrancaba el vuelo en dirección adonde él estaba. El pastor volvió a posar en el suelo a la oveja, sacó la navaja del bolsillo de la zamarra, la abrió y la empuñó con la mano izquierda mientras con la derecha blandía el garrote como si lo estuviera sopesando. El buitre pronto ganó altura, sus alas enormes volvieron a planear. El pastor se llevó atrás el garrote, como para coger impulso si se acercaba, pero el buitre aleteó pesadamente y pasó por encima del pastor, en dirección a los chopos desnudos del río. No hizo giros, no dio ningún rodeo, voló directo hacia la bruma densa donde ya estarían bebiendo las ovejas, a menos de quinientos metros de donde estaba el pastor, al otro lado de la loma.

El rebaño era lo primero. Dejó la oveja parturienta y corrió con la cría metida en el morral entre bancales de cascajo que atajaban las curvas del camino. El cordero de ojos cerrados iba dando botes y balaba. No tardó ni cinco minutos en llegar al río, pero allí no había ningún buitre. Las ovejas estaban juntas entre dos viejos muñones de chopo erizados de ramas tiernas. No se veía el buitre en el amplio horizonte de ricios al otro lado del río. El pastor barrió el paisaje en círculo con la mirada. El buitre no había regresado a las montañas, y si nuevamente apareciese por el otro lado del río lo vería entre las cortinas de lluvia que azotaban ahora la sierra muy lejos de allí. Inspeccionó con cuidado el ramaje de los chopos cabeceros, las vigas gordas y las varas tiernas, y las piedras blancas esmeradas que se amontonaban aguas abajo.

No vio al buitre, pero entre los balidos de las ovejas escuchó un aullido. Caminó entre zarzas y hierbajos que le llegaban a la cintura hasta más allá de los chopos, donde se abre de nuevo el campo abierto. Vio al mastín que se alejaba del río con su andar cansino y agitaba la cabeza para sacudirse el agua de la cara. Aullaba como los lobos. El pastor lo llamó con un silbido pero el perro seguía ladrando y aullando y agitando la cabeza como si quisiera espantar la lluvia. El pastor abandonó la chopera y fue tras él, pero nada más salir de los últimos arbustos, los juncos secos y las hierbas de la primera linde, caído sobre los terrones de un labrado, vio al buitre con las alas abiertas y las patas encogidas, como si lo hubieran clavado al suelo. Lo menos tenía cuatro metros de envergadura. Al principio se asustó, pero al acercarse un poco se dio cuenta de que le faltaba la cabeza. Se la habían arrancado por el buche, quedaban minúsculas piedras amarillentas mezcladas con detritus y esparcidas por las plumas de la pechuga. La cabeza estaba un poco más adelante. Tenía los ojos y el pico muy abiertos, le salía una lengua negra que brillaba con la humedad. El pastor corrió al encuentro del mastín, que seguía dando tumbos muy despacio y aullaba y el pastor veía el aliento del animal y las gotas que despedía al sacudir la cabeza.

El pastor lo llamó por su nombre, y el perro se volvió. Aullaba y tenía los ojos vacíos. Un hilo de sangre le corría por el hocico, un colgajo al final del que brillaba el blanco del ojo le golpeaba la boca cada vez que trataba de quitárselo y levantaba la cabeza para aullar. Los aullidos se quebraban en gañidos, el mastín cabeceaba como un toro de lidia que quiere sacarse la espada, la sangre manaba de sus ojos. El pastor trató de calmar al mastín con voces, lo cogió de la carlanca y le acarició la cabeza y le limpió la sangre del morro con los dedos y con la navaja que llevaba abierta en un tajo rápido cortó la hilacha sanguinolenta que le colgaba y tapó con las manos las cuencas de los ojos. La sangre le salía entre los dedos, la lluvia la limpiaba. Cogió al mastín por la carlanca y lo puso a andar hacia donde se guarecía el rebaño. El bicho entonces pareció tranquilizarse, ahora giraba la cabeza como si encontrase alivio en las manos del pastor sobre los agujeros negros. Mientras lentamente lo acercaba hasta la chopera para poder curarlo mejor el pastor fue contando las ovejas. No faltaba ninguna.

De las siete ovejas preñadas tres habían parido, pero tenían a su lado los corderos. El pastor buscó el cordero recién nacido, que andaba balando entre las zarzas, y volvió a meterlo en el zurrón. Una oveja lo había terminado de limpiar. Con una manga de la camisa improvisó una venda y tapó los ojos vacíos al mastín y la sujetó con un trozo de plástico manchado de placenta que aún llevaba en el morral. A voces arreó al rebaño de regreso a las majadas, por allí por donde debió de quedarse la oveja recién parida. Al vencer los taludes del río, mucho antes de llegar a las faldas de la peña, vio cómo una bandada de buitres se amontonaba entre los rastrojos. Unos subían encima de los otros y aleteaban y soltaban plumas, o corrían como pavos con una piltrafa de carne muy roja colgando del pico.


18/9/09

Feligreses

A J. M. Martín Peña
Desde el púlpito un cura de gafas oscuras y grandes cejas declina las bienaventuranzas. A su espalda hay una mesa amplia, un reclinatorio, las manchas de humedad en la pared, el retablo, la débil luz que atraviesa las vidrieras. Al hablar, al cura se le marcan las venas de las sienes y se le abren los agujeros de la nariz. Parece un dragón, pienso que piensa el niño de la primera fila.
—Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra...
A mi lado, Teresa lamenta su mansedumbre, su ineficacia, su estéril desposesión de la tierra. Teresa lleva quince años conmigo. No tenemos perro, ni gato, ni hijos. Teresa ha desperdiciado su vida conmigo, y yo la mía con ella. Lo sabemos. No hay duda. El viaje desde casa ha sido largo, sombrío, monótono. El coche cumplió su función sin sobresaltos (tiene demasiados años: la suspensión está rota y la culata hace un ruidito extraño), aunque no podíamos pasar de ciento diez. Casi no hemos hablado durante el camino. Fue ella la que se empeñó en venir al pueblo de sus padres. «Una visita corta, para limpiar la casa y respirar aire puro», me dijo. No se me ocurrió ninguna excusa rápida para evitar este error, esta demorada catástrofe. Sus padres murieron hace dos años; casi seguidos, ella después de él, como cumpliendo un orden preestablecido, una cadena inevitable. Desde entonces no habíamos vuelto. La puerta de la iglesia permanece abierta, al fondo; por allí entra la corriente, heladora; el mundo espera detrás de ella, pero no sé si tendremos la valentía de atravesarla solos. Estoy sentado aquí y, misteriosamente, puedo verlo y oírlo todo. Lo demás lo intuyo, sin más.
Hace frío. El niño de la primera fila se remueve en el banco, balancea las piernas: medias altas, pantalones cortos y botas de cordón. Podría ser yo de pequeño. Le flanquean sus padres. Se diría que la madre del niño, con la mirada torcida y la nariz respingona como un tobogán, necesita mucho sexo. Lo demuestra su forma de abanicarse los muslos con el forro interior del abrigo. El marido contempla el suelo, humillado. Su aspecto es irreprochable: anillo en el dedo, corbata anudada, bufanda al cuello, pañuelo en la solapa. El paño del abrigo, sin embargo, está desgastado. Tose una tos con grumos. Mi mujer me odia, el jefe me maltrata, ya no se me levanta, se mortifica para sus adentros el padre-marido.
Teresa y yo nos conocimos en el instituto. Se sentaba detrás de mí en clase. Seguramente fue ésa la clave: el azar del orden alfabético, el destino casual (y férreo) de los apellidos. Era muy guapa, como casi todas las chicas de su edad. Solía llevar melena ondulada hasta los hombros, camisas ceñidas al pecho y faldas que le marcaban las caderas; era tímida y hablaba poco, pero siempre sonreía; cuando le hablabas te miraba fijamente, le brillaban los ojos y daba gusto verla; además, su voz era muy suave. Mientras estoy pensando esto, estornudo violentamente, sin poder evitar el escándalo: se oye el estruendo en toda la iglesia y retumba en las naves laterales. Todo estornudo suena ridículo, pienso. Teresa me mira con gesto de reproche y se saca un clínex del bolso: «Toma, anda», me dice. Me sueno. Siempre parece molesta o enfadada conmigo. No sé cómo hemos llegado a esto.
A nuestra espalda, la señora loca de abrigo de visón y ojos negrísimos sostiene el misal entre las manos. Pasa las diminutas hojas, una tras otra. No encuentra el Salmo en cuestión: el Salmo que su padre rezaba, el mismo que pronunció antes de morir. En el cristal de sus gruesas gafas se reflejan las luces de las velas de Santa Catalina, distorsionadas. Se le pega a la frente el flequillo grasiento. Se le marcan las comisuras de los labios. Algo le duele, y no es el estómago. Parece que lleva mucha gente dentro, y todos sus huéspedes gritan.
Al llegar a la casa de los padres de Teresa, por la mañana, tuvimos que hacer limpieza general, antes incluso de abrir las maletas. Todo estaba lleno de polvo, el suelo, los muebles, las paredes, y en las esquinas habían puesto sus huevos los más variados bichos. Resonaban nuestros zapatos en el pasillo, multiplicados por el vacío, como una presencia inquietante. Me dio la sensación de que alguien que ya no estaba nos había estado esperando durante siglos. Quién sabe, pensé, quizás el espacio también tiene memoria. Al abrir los grifos oxidados del lavabo, rugieron las cañerías. Tardó en salir el agua, que primero tenía color terroso y después ya empezó a aclararse. En el armario del dormitorio seguían colgados los trajes de mis difuntos suegros. Me dio pena, o grima, o extrañeza, verlos allí tan perfectamente dispuestos y planchados… para nadie. En esto se queda todo, pensé. Ahí está el verdadero esqueleto que dejamos.
El organista disfruta sentado ante su instrumento. Es su gran momento del día, y de la semana. Las notas flotan bajo los arcos, entre las columnas, subiendo hacia la cúpula de la capilla. Teresa me da la paz con la mano, ni siquiera me mira a los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que me dio un beso? Las notas del órgano caen sobre el anciano del fondo, que cobija su cabeza en una boina. Tiene las manos enlazadas en un puño, y el puño apoyado en el borde del banco. Su voz se superpone a la del cura; mejor dicho, el anciano mueve los labios sin voz y parece que le sale una voz ronca, que es la del cura. En perfecta sincronía. Tiene cicatrices en las manos y un mendrugo de pan duro en el bolsillo, para las palomas. Lleva luto por la mujer ausente.
Aseada la casa, abiertas las maletas, colocadas las cosas en su sitio, salimos al jardín. Sería mediodía. Cogí los guantes y la podadora. Y un rastrillo para las malas hierbas. Teresa se sentó a fumarse un cigarro en una de las sillas metálicas, después de limpiarla concienzudamente con un paño. Mientras cortaba las hojas secas de un arbusto, vi que en el poyete del muro había un gato. De ojos apagados y pelaje marrón clarito, tenía la cabeza ancha, las orejas pequeñas y la cola gruesa. Me acerqué despacio y no se inmutó. Se dejó acariciar el lomo. «No lo toques tanto, que lo mismo tiene la tiña», me advirtió Teresa, que echaba el humo del cigarro por la boca. «Pero si tengo los guantes puestos», protesté. Le cogí una de las patas delanteras, como si le estrechase la mano para presentarme. Estaba blandita. Es gracioso, pensé, ¿de quién será?
La loca del visón ha encontrado, por fin, el Salmo que buscaba. Lo lee en voz baja, aprovechando el interludio del organista: «Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron. El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras. Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios. Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres». Su voz se va acercando poco a poco a mis oídos, casi como un susurro que me humedece la oreja. Giro la cabeza y veo que está mirándome fijamente. Se muerde el labio y me guiña un ojo. Me doy media vuelta, asustado.
La iglesia está medio en penumbra. Se puede decir que cada uno cumple su cometido: el organista toca a Bach, el niño juega con sus botones, el padre se suena los mocos, la loca se ríe por dentro, el viejo respira con dificultad, la madre se remueve en el asiento, el cura abre el sagrario y destapa el cáliz. Teresa parece cansada, aburrida, ya no sonríe casi nunca. Yo la miro y me odio. Me odio. Alrededor la secuencia sigue su planificación: el cura comulga, después toma el vino y se limpia la boca. Por el pasillo avanza, de su mano, el plato con las sagradas hostias. En fila, las van recibiendo uno a uno de mano del cura. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén. El cuerpo de Cristo. Amén.
Teresa y yo nos levantamos. Salimos de la iglesia, dejando atrás el rumor del cura con sus fieles. Me pongo el gorro de lana. Teresa se frota los guantes. Al fondo del camino se ve una casa triste, de tejado triangular. Como en los dibujos a lápiz de los niños, las ventanas son ojos y la puerta es una boca. El resto del paisaje no varía: árboles pelados sobre un manto blanco. En la nieve se ve la marca de las ruedas de los coches, rumbo a muchas partes, a ningún lugar. Sopla el viento y hace frío. Nos agarramos del brazo con firmeza, para no resbalarnos, para darnos calor. Pienso que quizás el gato siga merodeando por el jardín. Caminamos hacia casa, lentamente.

7/9/09

A sangre fresca

«Me llamo Armin Meiwes, nací en 1961, soy ingeniero informático, de Rottenburgo, Alemania. Maté a un hombre, lo descuarticé y me lo comí. Desde entonces, lo llevo siempre conmigo». Aún no he logrado olvidar esas horribles palabras, tan claras y seguras, pronunciadas con una pavorosa naturalidad, sin aire solemne, como si revelasen los datos más comunes y cotidianos de una persona normal. Me las dijo el propio Armin Meiwes en la celda 345 del Módulo B de la Prisión de Alta Seguridad de Kassel, en el transcurso de una entrevista que duró varias horas y cuyo contenido fue tan espantoso que, si un feliz golpe de amnesia no lo remedia, me ha destrozado la vida para siempre.
Es posible que todo empezara en 1969, año simbólico en lo social y en lo meramente numérico-sexual, cuando Armin Meiwes tenía ocho años. En realidad las cosas no «empiezan» ni «acaban» nunca, las cosas simplemente suceden, empiezan cuando suceden y acaban cuando suceden, simplemente, las cosas suceden en el momento en que suceden, ni antes ni después. Sólo cuando algo ocurre podemos decir que ha pasado, y todo lo que hagamos después, todo lo que digamos, todo lo que hurguemos en el pasado y busquemos en el futuro para encontrar las causas o las consecuencias será una mentira, una falsificación, una mitificación de los hechos que repercute en la simple facticidad de otros hechos, falsificándolos, una mentira a costa de otra —quizás no menos— mentira. Probablemente sea absurdo buscar los antecedentes, las motivaciones, los complejos, los traumas de la infancia, etcétera, pero aquí estamos, en la Era Freud, y resulta inevitable chapotear en el fango. Por otro lado, aquí estamos para contar, para relatar lo que se nos ha contado, para jugar con la realidad sin juzgarla (pero inevitablemente la juzgamos), para mentir con la máscara de la realidad y del, así llamado por algunos, Nuevo Periodismo. Nos han contratado para entrevistar al personaje en su celda y escribir una crónica verídica con tintes literarios de unos hechos que, se mire como se mire, son espantosos. Armin Meiwes me cuenta su historia y yo, inevitablemente, me convierto en una especie de psicoanalista-neurólogo-investigador que trata de hurgar en el cubículo de su mente supuestamente deformada, en sus recuerdos, en sus ideas, en sus palabras, buscando las raíces de la violencia, del mal, del horror, de ese canibalismo atroz lleno de significación sexual y que, sin embargo, no está tipificado como delito en Alemania. Meiwes es delgado, elegante, cortés, algunos dirían que hasta resulta atractivo, se muestra serio, decidido, habla con seguridad, con una cadencia monótona pero normal, sin estridencias, no se da aires de nada, tiene los ojos claros y los labios finos, apenas varía el gesto. Lo más aterrador de todo es que, viéndolo comportarse, oyéndolo hablar, no parece un loco. Esa no-locura nos asusta y nos desasosiega porque no es posible que este hombre no esté loco. Habla del sabor de la carne humana como quien habla del sabor de un filete de ternera, pareciera que está dando una conferencia, literaria o científica, quizás más científica que literaria, porque la literatura lo embadurna todo, lo pringa, lo desvirtúa, y este hombre habla con la exactitud de un analista de laboratorio, Meiwes tiene aspecto de profesor de universidad alemana, serio, reposado y distinguido, con su cartera de piel y la corbata siempre recta. Es imposible que nos hagamos una idea de a qué sabe la carne humana, no podemos, y aunque lo hiciéramos tampoco podríamos explicarlo. Armin Meiwes trata de explicarme a qué sabe la carne humana y lo único que alcanza a decir es que sabe a cerdo, que es como comer cerdo, la carne humana sabe a cerdo pero un poco más fuerte, y es algo más sustanciosa. Y uno piensa: claro, la carne es carne, es carne de cerdo, de ternera, de hombre, pero esa idea de que la carne es carne nos asusta, nos desasosiega, porque hay un valor distinto, inapelable, ponemos un valor delante de esa carne de modo que, dependiendo de dónde provenga, será una cosa o será otra, será un rico manjar o una atrocidad absoluta, será un banquete o un crimen horrendo, es cuestión de valor, de metafísica humana, si se quiere, de mentira o automitificación, no de hechos, no de cosas, no de carnes. Cuando, de pequeño, Meiwes y los demás niños del pueblo presenciaban la matanza de docenas y docenas de animales, cuando veían cómo los despellejaban y los desangraban y después los limpiaban, cuando a la noche se los comían, todos juntos, como gran banquete final de las fiestas, cuando asistían a estas orgías de sangre, de tradición y folklore, de exquisita e ineludible gastronomía, todo era bueno. Y después resultó, para el adulto y desconfiado Meiwes, que eso mismo pero en otro cuerpo ya no era tan bueno.
Es posible, decía (hace un rato, ya casi ni me acuerdo), que todo empezara en 1969: el pequeño Meiwes, de ocho años, jugaba con los vecinos cuando vio que su padre se marchaba en coche. Nunca más volvió. Este abandono, unido a la huida de casa de sus hermanastros, sería decisivo en el diagnóstico del doctor Freud, y mientras me lo cuenta, Meiwes hace de Freud de sí mismo, quizás ha leído o estudiado algo de psicoanálisis, pero no le servirá como treta para encontrar atenuantes de su crimen: Meiwes está juzgado y bien juzgado, ya nunca saldrá de la cárcel. «Tras el abandono de mi padre, me sentí muy solo. Mi madre se encerró en sí misma y no hablaba con nadie; se pasaba las horas, los días, los meses metida en casa». Waltrud Meiwes, que así se llamaba la madre, rompió completamente su relación con el mundo exterior y, poco a poco, fue sustituyendo la realidad por un mundo absurdo de fantasía: se veía a sí misma como la señora de la mansión y a su hijo como el paje; se vestía con ropajes medievales y hacía lo mismo con el pequeño Armin. Éste se dejaba controlar totalmente por su madre, digamos que vivía una existencia vicaria, la que representaba la voluntad de su madre; no era autónomo, independiente; hacía todo lo que ella decía, la obedecía en todo. Armin Meiwes siempre quiso tener un hermano más pequeño, y su único consuelo era la compañía de un amigo imaginario, que acabaría convirtiéndose pronto en su primera fantasía homosexual. Freud ha hecho mucho daño en este sentido. En poco tiempo Armin tuvo conciencia clara de la gran tarea de su vida, la que le acompañaría siempre: quería que los demás se convirtieran en una parte de él, y para conseguirlo tendría que comérselos. Era el deseo de comerse a alguien para que siempre estuviera con él lo que le consumía. «El mejor antídoto contra la soledad», me dice el Freud que se esconde en el propio Meiwes, que a continuación teoriza: «El fetiche es la carne masculina. Matar a un chico y comérmelo, ésa era mi fantasía. Pero sin obligar, tenía que ser voluntariamente». Y ahí fue donde, años después, aparecería el segundo protagonista de esta historia, del horror: Bert Brandes.
«Abreviemos la parte aburrida», me dice Meiwes, que por primera vez se muestra algo inquieto: «Me alisté en el ejército. Regresé a casa. Murió mi madre. A través de internet conseguí establecer contacto con unas 400 personas (caníbales o posibles víctimas). Frecuenté los chats sobre canibalismo: eran muchas las personas que querían ser comidas, pero sólo Bert Brandes quiso llevarlo a cabo». Brandes era un ingeniero berlinés homosexual que había alcanzado gran éxito en el mundo de los negocios; también era un constante aventurero sexual, masoquista hasta el extremo. No sólo le gustaba sentir dolor, sino que además atesoraba un gran sueño: que le cortasen el pene. Contactó por Meiwes por Internet y le dijo: «Te ofrezco la oportunidad de comerme vivo». Aquello era casi impensable, un inaudito caso de simbiosis: dos ideales de felicidad monstruosos que convergían y encajaban en un mismo punto: comer y ser comido.
El 9 de marzo de 2001 a las 11.14 horas Bert Brandes llegó en tren a la tranquila ciudad de Rottenburgo. En el andén le esperaba Armin Meiwes. Tal y como habían acordado por Internet, fueron en coche a la casa de éste. Apenas hablaron en el camino. Llegaron a la casa y se dirigieron al salón. Inmediatamente, Brandes se desnudó: «Ya puedes contemplar tu cena», le dijo. Meiwes colocó una cámara de vídeo para grabar toda la escena, e incluso la conectó al televisor para que el propio Brandes pudiera verla, para cumplir así su sueño inmortal e inabarcable de felicidad, de presenciarse a sí mismo en la más intensa y excitante experiencia sexual imaginable, el mayor placer nunca alcanzado, el éxtasis que rasgaría la membrana del universo. Ser devorado vivo era para él la mayor felicidad. En realidad, la Consumación Absoluta del Placer, el ser comido por otro, él no podría verlo, naturalmente, pero la antesala se presentaba lo suficientemente atractiva para él: quería ver con sus propios ojos cómo se le quedaba el pene cuando se lo amputaran. Se ofrecía en sacrificio, se inmolaba en la realización de una eucaristía oscura y tremenda, que coincidía exactamente con su principal fantasía sexual, recurrente hasta la obsesión. Brandes puso su pene sobre la mesa y Meiwes se lo cortó de un tajo con un cuchillo. Brandes pegó un grito, pareció dolerse, pero enseguida —como se apreciaba en la copia de vídeo que me prestaron en el Juzgado— empezó a disfrutar viendo cómo la sangre manaba de su cuerpo, como un surtidor. Gozaba viendo su miembro deshecho y sangrante. El motivo de tantas desdichas, por fin, cercenado. Al rato ya no le dolía, pero Brandes quería experimentar más dolor. Le pidió a Meiwes que lo ayudara a incorporarse y lo acompañara a la bañera. Allí estuvo varias horas desangrándose. Mientras tanto, Meiwes intentó comerse el pene, pero no resultaba comestible (tendría que cocinarlo más adelante). «Sólo veo oscuridad», decía Brandes. Así lo relató el propio Meiwes: «Se iba desangrando en la bañera. Se sentía feliz por estar inmerso en su propia sangre. Se murió. Recé (¿al diablo o a Dios?, me pregunté)». Fue una agonía lenta, muy lenta, e inimaginablemente dolorosa, placentera.
Después empezaría la labor de despiece del cuerpo. No es tan sencillo. ¿Cómo se descuartiza un cuerpo humano? «Le separé la cabeza del cuerpo. Lo colgué del techo. Le quité los órganos y le corté por la mitad, vertí agua caliente sobre las dos partes y las lavé», etcétera. Cocinó algunos trozos: por fin, tras cuarenta años de espera, de vida triste y sin sentido, Meiwes probó su primer trozo de carne humana. Durante varios meses (hasta que alguien dio la señal de alarma y la policía acudió a su casa) Meiwes siguió cenando a diario la carne de Brandes, que permanecía escondida en un congelador en el sótano. Esta ceremonia solitaria, repetida cada noche y convertida, por tanto, en rutina, resulta para mí lo más aterrador de todo. Con ritmo pausado y aire solemne, Armin Meiwes disponía la mesa en el comedor, se servía un buen vino y traía la carne de Bert Brandes cocinada en una bandeja, con una guarnición de patatas. Era todo un ritual, como un gran espectáculo para sí mismo y para los dioses que nos vigilan, esos ojos que asoman en la naturaleza. Un hombre solo, en una granja de Alemania, comiéndose el cuerpo de otro.
Y ahora, aquí, yo solo, en mi casa de Wisconsin, sentado en el sofá como un vegetal frente a la televisión (he dejado el periodismo, el Viejo y el Nuevo: me niego a seguir conociendo el horror), aquí sentado, digo, ya de noche, pienso en la frialdad de Armin Meiwes, en la cadencia monótona de sus palabras, en su gesto inmóvil, en su mirada azul, en su mandíbula masticando carne… y no consigo conciliar el sueño.

2/7/09

El fin del viaje

El tren partía de la estación y los primos ponían monedas en los raíles para que las ruedas las aplastaran. Yo nunca llegué a ver las monedas aplastadas, se quedó como uno más de esos misterios insolubles de la infancia, en la infancia hay muchos misterios insolubles y casos sin resolver y mitos vacíos e ilusiones rotas y sesiones de magia en plena calle y cosas que no entiendes porque están demasiado claras, la infancia es un continuo salirse por la tangente del mundo y sacar el cuello por la curva y ver las cosas desde el otro lado, estirando la cabeza como un chicle, saludando a los fantasmas, y así es imposible entender nada, ni falta que hace, y todo es nebulosa. La razón por la que nunca llegué a ver, como mis primos, las monedas aplastadas era porque siempre iba montado en el tren: era el viaje de vuelta, el regreso desde el norte, cada verano, el regreso, sí, el viaje de regreso a casa. Pero a veces me habría gustado bajarme del tren y quedarme en el andén y despedir a los viajeros y, cuando el tren hubiese desaparecido, cuando las manos y los pañuelos y los vagones se hubiesen esfumado, bajarme a las vías y recoger las monedas aplastadas y admirarlas como un tesoro recién acuñado; eso era algo que mis primos veían y yo no, el misterio de las monedas aplastadas (las de cinco pesetas, las de veinticinco, hasta las doradas de veinte duros), pero supongo que ellos tenían más envidia del que viajaba siempre, seguramente ellos nunca habían montado en tren y soñaban con despedirse de la gente que se quedaba, aburrida y tristona, en el andén, en el mismo sitio donde habían estado siempre, sin cambiar para nada, sin movimiento ni pasión, dejándose morir.


Porque el viaje es vida y cambio y movimiento y, por eso mismo, alegría, porque viajar es transformarse y dejar de ser el mismo de antes y despedirse de uno mismo en la estación: sacas el brazo y te dices adiós; allí se queda el otro yo, el mustio y rutinario, en el andén, con cara de tonto, y mientras uno se despide de su otro yo, el lúgubre y grisáceo, a veces tiene ganas de soltar el pañuelo y hacerle un corte de mangas, ahí te quedas, gilipollas, saluda al jefe de mi parte y muérete de asco porque te lo mereces, porque ya estás muerto, te lo digo, y como sigas así a la vuelta te mato.
El caso es que yo envidiaba a mis primos porque se quedaban a ver las monedas aplastadas y ellos me envidiaban a mí porque yo viajaba y me iba del andén para siempre. Pues sí, ya ves, siempre es lo mismo: nos pasamos la infancia y el resto de la vida deseando hacer lo que hacen los demás, queriendo tener sus cosas, vivir sus vidas, ser amados por quien lo son. Siempre envidias a los otros, y ese otro que es uno es envidiado por los otros, y nunca se da el caso de que tú, el envidioso, seas simultáneamente el envidiado por ese mismo, o sea, tú. Que tú te envidies a ti: me temo que eso nunca se da; quizás es imposible. Todos queremos ser otros pero no nos dejan. Lo ideal sería alcanzar cierta disciplina ascética, ojo, no el éxtasis místico, que después nos volvemos locos y nadie nos entiende porque usamos otro lenguaje; sí, lo ideal sería llegar a ese estado neutro, puro, limpio, esforzado, ascético, no místico, que alcanzó Fray Luis de León en la cárcel de Valladolid: ni envidiado ni envidioso. Quién sabe, quizás en eso consiste la felicidad.
Pues bien, el tren partía y nos asomábamos a la ventanilla del compartimento y nos despedíamos de la familia. Poco a poco se iban alejando los brazos y las caras se emborronaban y los primos se agachaban para presenciar el aplastamiento sucesivo de las monedas, una rueda tras otra, soportando los miles de toneladas del tren sobre su diminuto cuerpo, como en una acuñación mágica de un nuevo valor de cambio. Y yo pensaba: «¿Cómo se quedarán las monedas aplastadas? ¿Se seguirá viendo el perfil del rey, del dictador, del escudo?». Pero no era momento de preguntas, era momento de nostalgias, porque todo se acababa, dejábamos atrás el verano, el mar, la playa, las croquetas de la abuela, los juegos en la orilla, las siestas en la toalla, digamos la felicidad, dos meses y pico de no pensar en el tiempo, de dejar que éste pasase sin ni siquiera mirarlo, ni envidiados ni envidiosos. El viaje está muy bien, sí, pero el fin del viaje es lo más cruel de la vida. Todo es culpa del tiempo; quien inventó el tiempo debería morir y no obtener más dosis de su invento. Sí, ya sé, siempre es lo mismo: las cosas empiezan y acaban, todo pasa, selaví. Cuando uno sale de viaje ya casi empieza a acordarse del que será cuando vuelva, y siente compasión por ese ser desgraciado que lleva su mismo nombre, su misma cara pero más cansada, y que el único error que ha cometido es viajar, vivir, desviarse de la rutina, dejar pasar el tiempo sin casi ni mirarlo, sin ser consciente de la agonía. Sssccchhhsss, no se lo digas a nadie, que pronto todo se sabe, no mires hacia los lados, no varíes el gesto, que nadie nos escuche, que este minuto transcurra sin que se dé cuenta el tiempo. [...] Pero nada: ahí está el tiempo. Y el instante transcurre y se acaba y el viaje se termina y las vacaciones bajan la persiana metálica como las tiendas, y es la hora de la siesta y el sopor te invade, y lo que en realidad te invade es el tiempo, que se aletarga, y los párpados de tus ojos se van cayendo, como las persianas, y hace calor y sudas, sudas mucho, sudas minutos, segundos, gotas que caen desde la frente y se secan en el paño de la toalla. Y la playa es el reloj de arena. Y al fondo, en la otra parte del sueño, suena la marea y los gritos de los niños, que quieren que vayas a seguir jugando.

Todo termina, y es hora de ir cerrando la persiana; el minutero está tocando a su fin, se acaba el viaje. Peor aún: se acaba el viaje de vuelta. Porque el viaje de vuelta es, sobre todo, el velatorio que te reservas a ti mismo. En los viajes de vuelta todos velamos nuestro propio cadáver, lloramos las ilusiones perdidas y rezamos ante nuestros pasados fallidos, de cuerpo presente. Y qué quieres que te diga, ahora que esto se acaba, ahora que se aproxima el fin y nos diremos adiós y escribiré un FIN en mayúsculas, ahora, me están entrando ganas de saltar a las vías del tren y morir aplastado como las monedas de mis primos o como el cuerpo lánguido de Ana Karenina, Ana cayéndose a las vías en el último párrafo del libro o en el último fotograma de la película, como tantos y tantos miles de personas que no han resistido la tentación de lanzarse a las vías del tren o del metro para morir atropellados y que ya nada más les doliera, las vías dicen ven, ven, ven, como en susurros, y tú, que no quieres ver la caída, estás ahí ante la inminente llegada de los vagones y piensas me lanzo ya, me tengo que lanzar, y entonces, sin pensarlo más, te dejas caer a las vías y eres aplastado por las ruedas del tren y tus huesos crujen y se aplanan como las monedas de tus primos (esas monedas que nunca viste) y empiezas a flotar en una nube ascética, no mística, que quiere decir que ya estás muerto, que ya has terminado de una vez por todas con este maldito viaje. Ni envidiado ni envidioso.

-FIN-

8/6/09

Naranjas y limones


Hacía mucho calor y tenía dolor de garganta. El mundo estaba a punto de acabarse, como siempre, aunque esta vez iba en serio. Ella ya se había marchado. Una nota atrapada por un imán en la nevera decía; comprar naranjas y limones.

Parecía que toda la ciudad dormía la siesta.

Oí un cric cric que salía de la hierba seca, y de los arbustos y hasta del asfalto caliente. Cogí las llaves de casa, la cartera (comprobé que había billetes), y metí un libro pequeño en el bolsillo trasero del pantalón. Era Verde agua de Marisa Madieri. Me sentaría a leer en una cafetería, y después compraría naranjas y limones. Al bajar pensé que quizá tenía fiebre, porque el calor de afuera me parecía lejano. Di dos pasos y sudé un poco.

Un sudor sin humedad; un sudor seco. Caminé en dirección contraria al centro, y como es una ciudad tan pequeña y yo vivía casi a las afueras pronto me vi caminando por un barrio de la periferia.

Ni un alma por la calle. Los edificios, casi todos iguales, parecían vacíos, y quizá lo estaban pues no hacía mucho que los habían terminado de construir. Pero los jardines secos y terrosos y los hierbajos saliendo de las grietas de las aceras le daban un aspecto fantasmal a todo aquello. Se veían cortinas en algunas ventanas. Bajé una pendiente de tierra por un carrero estrecho que parecía un atajo y llegué a una explanada enorme con un edificio grande y cuadrado en el medio. Todo era asfalto a su alrededor y ni siquiera había coches aparcados. El edificio era un cubo de espejos oscuros. Se veía el reflejo del cielo y de los edificios tristes y oxidados que había en la calle de enfrente. Seguí por la acera desierta. Vi que había una cafetería unos portales más allá, y estaba abierta.

Dos tipos dentro. Entré sin pensármelo y fui a la barra. Cogí un periódico y le pedí un cortado a uno con la camisa por fuera y los brazos muy anchos que estaba tras la barra. Parecía sudado y tenía el pelo húmedo. La camisa también estaba abierta hasta el pecho, sin pelos, un pecho de goma. Me miró como si no pasara nada. Algunas mesas, todas vacías, estaban ocupadas por tazas y platillos y ceniceros colmados de  envoltorios y colillas. Escogí una mesa al lado de la ventana. En la televisión (una pantalla enorme en lo alto) no se veía nada, a no ser un menú fijo que no podía leer, pero algo horrible como un zumbido de un despertador o una alarma anti-incendios sonaba muy alto. El tipo apoyado en la barra llevaba el pelo muy corto y hablaba de unos chupitos, que le habían invitado a unos chupitos, que les habían invitado a unos chupitos, que tomaron unos chupitos, y repitió tantas veces la palabra chupitos que empecé a marearme literalmente, y creí oír chepitos, chopitos y algunas variantes extrañas.

Tenía una sombra de barba muy marcada y las cejas gruesas, dejándole poco párpado a la vista. El rostro brillante, como encerado, de sudor secándose. Hablaba a gritos con el barman, que iba y venía de las mesas a la barra recogiendo taza a taza con las manos (quizá llevaban días allí, pues algunas parecían despegarse de la superficie), y charlaba con su cliente con mucha confianza; ¿os invitaron a unos chupitos?

Hablaban tan alto que me pareció que de seguir así tendrían, a la fuerza, que caerse muertos de un momento a otro, reventándoles las cabezas de tanto aguantar aquel barullo. Aparté el periódico (era del lunes pasado), que también gritaba a su manera (con unos titulares que parecían escritos por alguien que se rascaba la cara con las uñas de desesperación), y saqué el libro. Era tan fino lo que me proponía; tan civilizado, tan irrazonable, tan mariquita. ¿Qué hacía con eso allí? ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, lo sabía, pero no me conformaba, pues en ningún sitio podía hacer nada. De fondo, el mármol negro, y mis manos sujetando el libro. Sólo en aquel estado de insensibilidad intentaba aislarme con el libro de los demás. El libro de Madieri es un diario y al mismo tiempo un relato del pasado. Leía: “La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente.

Pronto vi que allí estaba perdiendo el tiempo, o simplemente que allí no había tiempo. Que no podría leer y que me acabarían tirando un chupito por la cabeza y me plantarían fuego con un mechero, sólo para verme correr convertido en una antorcha humana. Durante unos minutos los miré por encima del libro y parecía que se movían y hablaban (los ojos entornados) como si les doliese la cabeza y ya no pudiesen librarse del mal a no ser huyendo hacia adelante, insistiendo en el ruido, en el alcohol y en los gritos.

Entraron tres personas; una señora, con una gran sonrisa que parecía fija en su cara y un tipo que debía ser el marido y un chico de unos treinta. Se adaptaron perfectamente al tono del local, a grandes voces. Hablaban de un coche. Parecían bastante animados. Se quedaron en la barra.

Retorné al libro y en unos segundos sucedió lo más extraño. Escuché como todos los sonidos se unieron para formar distorsionado un corral de gallinas que se volvían locas, y quizá con otros animales salvajes no identificados unidos al jaleo. Un corral de gallinas gigantescas enchufado a un amplificador. Oí perfectamente los cacareos altísimos, y en cambio la imagen de los que me rodeaban era de agitación pero nada en sus bocas aparentaba que emitieran cacareos exactamente. ¿Cómo oía lo que oía? En total el sonido era el de un lugar en el que hubieran metido a distintos animales muy agitados y ruidosos, hambrientos, salvajes, pero por encima de ese fondo resaltaban los cacareos de unas sopranos con plumas e histéricas. Como el color negro es la suma de todos los colores, aquel sonido era el clímax de todas las voces y ruidos que se habían reunido allí en aquel momento, y de algo más.

Ya sin esperar ni un minuto más me levanté y me acerqué a la barra. Pagué el euro y pico que costaba el café y salí de allí con la certeza de haber fracasado una vez más. Quizá la última. Guardé el libro otra vez en el bolsillo y busqué la frutería para comprar naranjas y limones. Caminé bajo el sol. Notaba el sudor en las ingles y dentro del cráneo.

La fruta estaba en un sótano al que se accedía por una rampa. Las dependientas cuchicheaban. Al verlas me desperté. Metí limones retorcidos en una bolsa pequeña y trasparente y naranjas en otra más grande. Eran unas naranjas enormes, mucho más que pelotas de tenis. La chica que me cobró, de ojos saltones y de piel muy blanca, me miró. Por un momento estuve a punto de decirle algo. Tenía unos pechos que respiraban bajo la blusa y el mandilón. 

Volví a casa. No había nadie. Me hice un zumo.