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6/2/08

ELOGIO DE LAS CIUDADES PEQUEÑAS




Sólo las ciudades pequeñas pueden ser la imagen del universo. Porque sólo las ciudades pequeñas caben abrazadas en un sueño, en una almohada, abarcadas por un solo recuerdo, rememoradas por una calle, un escaparate, una tienda de sombreros, una glorieta o una única piedra. Porque sólo ellas devuelven con eco las pisadas solitarias en la noche y retornan endomingadas cada mañana de primavera. Sólo las ciudades pequeñas entran en una maleta. Y cuando las abandonas, después de haber vivido durante años en ellas, te parece que aquellos años fueron una vida entera y que ya no eres el mismo ahora que viajas por otras ciudades, sino una hormiga trasteando por el infinito o una mota de polvo en medio del desierto.
Todo cabe en las ciudades pequeñas, que son el universo de confines familiares y cotidianos. Los pobres a dos vueltas de manzana y los ricos tomando el vermú en la mesa de al lado, en la terraza de la plaza, donde también rondan los pobres, aunque no tengan para vermú ni para pan tierno ni para sentir vergüenza siquiera del hambre, de la ropa vieja y la escarcha en la madrugada. Todo tan a mano; las almas arracimadas a lo largo del tiempo como si hubieran nacido de una única hornada.
En las ciudades pequeñas el cielo no es el mismo que en el resto de la tierra; donde acaba la ciudad se termina el firmamento. Las estrellas que alumbran el tejado de la catedral –ni muy antigua ni demasiado soberbia- no son las mismas que lucen multitudinariamente en la metrópoli; porque la pequeña ciudad no tiene una catedral grandiosa ni imponentes palacios, pero duerme bajo sus estrellas particulares, y a la sombra de su propia luna sueñan los vecinos como niños acunados en el regazo de una madre.
En las ciudades pequeñas la fraternidad y la envidia, el odio y el amor son el mismo viento que igual sopla para el norte que para el sur, de este a oeste y a la inversa, y atrapa al huraño oteando el bullicio del parque desde detrás de una ventana y a tres mujeres murmurando junto al mercado y a un escuadrón de niños persiguiéndose entre los árboles y a un anciano roncando en un banco de madera, a todos en el centro de la tolvanera de sentimientos que se mezclan y se posan en los corazones como sedimentos de río. Los ciudadanos de las pequeñas ciudades encuentran que los periódicos y los noticiarios de televisión hablan de sucesos de otros planetas que a ellos en nada les afectan. Porque no puede conmover la política de la corte ni las guerras lejanas al que sabe de la adolescente que ha parido un hijo del que se desconoce el padre, del concejal que se emborracha como una cuba en el bar de la estación o del oficinista que fulminó un infarto al salir de su casa. Aquí cada barrio es un continente, cada edificio una patria y cada familia una estirpe.
En las ciudades pequeñas la soledad es un anhelo o una condena; los otros acechan. Y allá donde alcance tu vista, un semejante te estará mirando al mismo tiempo que lo miras.



Ricardo Rodríguez

4/1/08

HISTORIAS PARA INSOMNES

Os voy a contar la historia del hombre que se descarnó los huesos
y les prendió fuego en lo alto de una colina.

¿La conocéis?
No es una historia de amor,
porque un hombre descarnado no soporta el soplo del aire
y hay que salir a la luz del campo para mirarse lo hondo del corazón.

Os voy a contar la historia del hombre que no era capaz de verse las manos
y se arrancó los brazos,
para no seguir viviendo sin tocarse el rostro.

No es un relato de esos que se narran
con el fin de aliviar el sofoco de las madrugadas en verano.
Sé que no os gustará;
el dolor de los árboles talados y el gemido de los bosques
no son leyendas que agrade saborear en compañía.

Os he de contar la historia del hombre al que se tragó la tierra,
y no hubo nadie que lo buscara ni que lo añorase en la superficie,
no hubo nadie que arañase el pellejo del suelo para encontrarlo,
ni nadie siquiera que cegara el hoyo y clavase una estaca,
allí mismo, allí donde se esfumó como una voluta de alma y humo.

No es una historia para poder dormir.
Ni tampoco una fábula que debáis enseñar a vuestros hijos
para que mañana sean adultos de provecho
y víboras con cordura.
La historia que yo os cuento debéis guardarla en la memoria,
esta noche, mañana, pasado mañana y la semana que viene,
durante un mes o un año o un puñado de lustros,
el tiempo que sea necesario
para que se empequeñezca y se vuelva maciza en vuestro interior
como una astilla de pedernal,
hasta que veáis a un hombre solo y os haga daño el solo verlo,
hasta que la soledad de los otros os sangre por los ojos y por la boca.

Por eso,
y no para que me sonriáis igual que tontos felices,
os cuento la historia del hombre que se descarnó
y se arrancó los brazos y se sepultó en la tierra,
que es, a fin de cuentas,
más o menos la historia de todos nosotros,
aunque a ninguno nos guste escucharla
si no somos capaces de conciliar el sueño.

Pero tampoco hay de qué asustarse.
¿No habéis danzado nunca como los indios alrededor de la lumbre?
No sabéis entonces gran cosa de la vida.
Se danza cuando cae la noche y arde la luna.
Para que el resplandor sea visible desde la ciudad,
para que quienes contemplan el horizonte negro
ocultos tras las ventanas
se miren las manos,
salgan al campo
y se toquen la cara.


Ricardo Rodríguez
Leganés, 3 de enero de 2008