29/5/08

En aquel tiempo llegaron al pueblo las cocineras


En aquel tiempo llegaron al pueblo las cocineras. Un buen día, sin que nadie supiera quiénes eran ni de dónde venían, aparecieron en el pueblo tres mujeres jóvenes llevando cada una a un niño pequeño de la mano.
Al principio se acomodaron en la casa del Zagal, que estaba medio abandonada, y a media mañana bañaban a sus niños en un barreño de cinc que habían puesto al sol; tendían la ropa allí mismo, en el patio, y las sábanas gruesas azuleaban de puro blancas.
Al cabo de una semana se colocaron de cocineras en el colegio de los curas; desde entonces se les llamó así, las cocineras; a los niños, sin embargo, se les conoció por sus nombres: Rafa, Perico y Juan; a este Juan, como había muchos, se le llamaba a veces Juan el de las cocineras para distinguirlo de los demás Juanes.
Las cocineras y sus hijos se mudaron entonces al lado de las eras, a una casa que le alquilaron al sacristán. Allí plantaron rosales y pusieron gallinas, las gallinas más limpias de todo el pueblo y las mejor educadas: se decía que ponían los huevos por riguroso orden y que hacían sus necesidades en el mismo sitio del gallinero, como los gatos. Lo cierto era que los huevos de las gallinas de las cocineras se distinguían de todos los demás por el tamaño y el sabor, de la misma manera que sus rosales daban las rosas más grandes y más olorosas que nadie vio nunca en aquel tiempo.
Las cocineras llevaron a sus hijos al colegio de los curas, que era de pago, porque los curas se los cogieron gratis por trabajar allí. Rafa, Perico y Juan no se distinguieron de los demás chicos más que en su prodigiosa agilidad. Al igual que sus madres siempre andaban juntos. Nunca se supo con certeza quién era hijo de quién, no porque lo ocultaran, sino porque nadie se atrevió a preguntarlo y ellos no lo dijeron. Las cocineras no le dejaban a nadie el saludo colgado pero tampoco iniciaban ninguna charla. Cuando sus hijos iban a merendar a casa de algún chico, les iban a recoger a la anochecida y llevaban un obsequio, media docena de huevos o un pedazo de pastel. Fuera quien fuera de las tres siempre lo ofrecían con el mismo gesto y ponían la misma sonrisa.
Cuando los chicos se hicieron mayores se colocaron en la herrería. Su prodigiosa agilidad era ya proverbial. Por la tarde podía vérseles en el jardín de las rosas haciendo acrobacias delante de las modélicas gallinas; no quedó en el pueblo árbol o altura sin conquistar por ellos; en la Fiesta Mayor colgaban un alambre a lo largo de la plaza, a cuatro metros del suelo, y por ahí se paseaban Rafa, Perico y Juan como si estuviesen en su casa. A los diecisiete años los tres se echaron novia en el pueblo vecino. Las novias eran primas entre sí, y tan limpias y educadas como las gallinas de sus futuras suegras. Para entonces, los chicos ya habían pasado de aprendices a oficiales de la herrería, y la casa de sus madres florecía de rejas forjadas.
El mismo día de la triple boda se jubilaron las tres cocineras y se quedaron a vivir en la casa que le habían alquilado al sacristán, al lado de las eras, cuajada de rosales. Cada día iban a la compra por turnos en las bicicletas de sus hijos. Ellas mismas construyeron en el patio de atrás un estanque con peces colorados y tres cisnes que dormían en una caseta con verja de hierro forjado. Se dedicaron a hacer bordados para novias y pronto hubo cola a su puerta para encargarles ajuares; pero en el pueblo siguieron llamándoles las cocineras.
Antes de que naciera su primer hijo, Perico se mató en un accidente de coche; poco después una de las cocineras enfermó y murió. Entonces se supo que era su madre. Las otras dos cocineras continuaron cosiendo ajuares. Ahora tienen tres nietos: uno de Rafa, otro de Juan y el de Perico. La viuda de este pasa las tardes en la casa de los rosales, aprendiendo a coser.

15/5/08

En aquel tiempo el hombre pisó la luna

En aquel tiempo el hombre pisó la luna. Lo decía así el maestro, "el hombre", como si él no lo fuera. Polo el del bar, en cambio, decía: "Hemos pisao la luna", de la misma manera que los domingos en los que ganaba su equipo decía: "Hemos ganao", mientras limpiaba el mostrador con un trapo grisáceo.
Dos o tres meses antes avisaron por la radio de que tres astronautas partirían hacia la luna y una vez en su órbita, uno de ellos se quedaría dando vueltas y los otros dos bajarían. También dijeron que se podría ver por televisión.
Polo fue terminante: "Eso es imposible", dijo. Y no fueron bastantes a convencerle Don Florián el maestro, Fidel el cura y Don Lázaro, que era médico.
Tuvo que ser el mercenario quien le hiciera cambiar de opinión. Polo, después de pasar dos días malhumorado y esquivo, se fue a verle al molino viejo y lo encontró haciendo cestos. "¿Es verdad eso que dicen de que van a echar lo de la luna por la televisión?" El mercenario levantó la cabeza, sonrió a Polo y asintió en silencio. Entonces Polo lanzó un juramento, le dio una patada a una pila de cestos y explotó al fin: "Entonces, me cago en mi estampa, voy a tener que comprar un aparato".
En el pueblo sólo tenían televisor Doña Luisa, el médico y el alcalde; pero como estos dos últimos eran una misma persona, marido a su vez de Doña Luisa, resultaba que en el pueblo sólo había un televisor. Polo, pues, hizo recaer sobre sus hombros la responsabilidad de que sus convecinos fueran testigos de un momento histórico. Y a pesar de sus dudas y de sus rabias, cumplió.
El aparato apareció un día en el bar, reluciente y enorme, encima de una repisa esquinera cercana al techo. Polo accedía a él mediante una escalerilla desde la que manipulaba los botones con suma concentración. Todos se agolpaban a su espalda formando un círculo de expectación, y los más cercanos transmitían las novedades a los siguientes que, a su vez, pasaban la información hasta la puerta de la calle y más allá.
Los primeros días el televisor sólo emitió rayas transversales. Vinieron dos técnicos, lo pusieron del derecho y del revés con gran sobresalto de Polo, y al final se marcharon diciendo con aire de pésame que no llegaba la señal.
Polo se quedó en su bar, rodeado del silencio afligido de todos los hombres del pueblo. Las rayas transversales ondulaban, blancas y negras, como peces en un acuario.
Entonces Polo lanzó un juramento, una maldición y un zapato. El zapato dio en mitad de la pantalla y al instante las rayas dieron paso a una señorita que anunciaba medias de nylon. La celebración duró hasta la noche.
La de la retransmisión, todo el pueblo se apiñaba en el bar de Polo. Celsa, su mujer, se había echado laca en el peinado y les recibía en la puerta, como una reina. Habían sacado las aceitunas adobadas de las Fiestas. Los niños jugaban a las chapas por debajo de las mesas, entre el serrín y las colillas. Las mujeres iban, como la Celsa, arregladas y con laca en el moño. Los del dominó no jugaban esa noche la partida y mareaban un palillo entre los dientes con un vaso de vino siempre mediado entre las manos gruesas. Don Florián el maestro explicaba que el momento era semejante a cuando Colón descubrió América; Carmina la modista respondía: "Qué cosas, señor, qué cosas".
La luna, en su sitio de siempre, brillaba haciendo guiños; pero sólo el mercenario, en el molino viejo, la respondía sonriendo.
Comenzó la retransmisión y todos contemplaron un planeta leproso contra un cielo negro; una nave espacial de juguete, unos muñecos que se desplazaban torpemente, una bandera lacia clavada con desmayo. El comentarista daba cifras que no entendían con una excitación que no entendían tampoco.
Al acabar, Manolo el capador dijo: "Es un decorao; nos han tomao el pelo". Y Polo le dio un puñetazo en la nariz.
Cuando los separaron, todos se marcharon pensativos a sus casas.
Y no volvieron a hablar del tema.
El televisor siguió allí, transmitiendo ficciones. Y ellos recuperaron a su luna de siempre.
Siempre había estado allí. Todos la amaban.
Y nunca como entonces la vieron tan lejos.

4/5/08

DISCURSO

Al gran maestre de esta logia se le ha ocurrido que estos devaneos improvisados podían ir bien aquí. Sólo puedo justificar el desorden de lo que sigue como un acto de coherencia con lo que dice. Os pongo una foto Winkler que he tirado este puente (por este puente).




Acabo de leer el discurso de ingreso de Javier Marías y la contestación de Francisco Rico. Poco antes había apañado la bernardina del ingresante para que salga mañana jueves en el Diario de Teruel, de modo que, entre pitos y flautas, llevo toda la tarde metido en el Reino de Redonda.
El discurso de Marías es una hermosa pieza literaria pero bastante floja para tratarse del tema del que trata: la imposibilidad de describir la realidad para cualquier escritor y las ventajas de la novela en tanto que se trata de una realidad en sí misma, un mundo cerrado con principio y fin. Desde el momento en que la realidad es infinita (y, si no lo es en absoluto, sí para la finita, disgregada y cambiante percepción humana), ningún retrato podrá ser perfecto, es decir, completamente acabado.
Eso es decir bien poco, la verdad, y Marías emplea muchas y muy hermosas e interesantes páginas en decirlo, matizarlo y repetirlo, aparte de nombrar a los amigos. Y Rico, después, de puro tiquismiquis, tampoco colabora en profundizar mucho. Quizá la ocasión sólo exigía el género de la literatura de circunstancias a la que tampoco se le puede pedir un docto tratado de epistemología.
Pero sin necesidad de acudir tan lejos sí podría haber avanzado algo más. Marías parte de la idea clásica de que las palabras son la primera forma de traducción, es decir, la primera forma de distorsión del conocimiento. No nombramos las cosas para conocerlas sino para, a través de la traducción, hacernos una idea de lo que representan. Como muchas veces acertamos (sobre todo en cuestiones prácticas), damos la versión por buena. Lo que buscamos en una novela no es que nos represente la realidad, porque la realidad ya la conocemos, sino alguien que mire esa misma realidad, alguien que nos deje su agujero como cuando los niños o los ancianos se acercan a mirar una obra desde las vallas cubiertas con toldos o con chapas: todos sospechan que desde otro agujero distinto al suyo se ve mejor, por la sencilla razón de que en todos ellos se ve poco y mal. Es la visión de la hostia, por citar una ocurrencia de Vila-Matas, la que nos mueve a curiosear, a querer saber (uno de los temas favoritos de Marías, por cierto, es el de no querer saber), a ver lo que otros han visto o que por la sola presencia del agujero nos reclama. Leemos una novela para mirar por un único y espléndido agujero, situado y abierto en la lona de la valla por alguien con más perspicacia o más arte para contar que nosotros. Las verdades informan, pero las ficciones invitan a fingir. No hay instrumento más secreto y menos sospechoso que un libro, a pesar de que sirva para luchar contra la tediosa realidad-real, para desatar los delirios de grandeza, para prestar nuestro pensamiento, para ser otro por momentos, para ser testigos de la gran obra que se construye al otro lado de la valla. Igual que los niños y los ancianos quedan atraídos menos por el edificio ya hecho que por el edificio en construcción, nosotros nos sentimos atraídos por ver las entrañas de alguna historia, el relato que no supimos ver, y cuando está terminada nos damos cuenta de que el placer era estar leyéndola, mucho más que haberla leído.
Eso es, y nada más, un novelista: un placer presente, un edificio en construcción. Los libros de historia y la inmensa mayoría de nuestras deleznables noveluchas hablan de lo ya sabido, de la historia ya vivida, de la dichosa guerra civil, de una experiencia memorable, de su adolescencia, de sus adulterios o de sus fracasos, por decirlo en el tono más acumulativo y mariano posible. Y son pocos los novelistas que respetan la condición ficticia de su trabajo. Pocos los que, sin idear ni planear, ni tampoco recordar o copiar de los libros de historia, se arrojan a la ficción con una mano delante y otra detrás, son cronistas de su imaginación y no testaferros de sus memorias; pocos dejan que sean las palabras y, sobre todo, el arte de narrar, lo que vaya dando forma a ese mundo alternativo y falso, que sin embargo sirve como ninguno para entender el mundo real. La novela es la éntasis de las columnas, esa ondulación (ese fraude) que ayuda a que parezcan rectas. Ser o no buen novelista no depende sólo del oficio. Bucear en una novela, escucharla, transcribirla, traducirla, es más parecido a asistir al parto que a parir, en el hipotético caso de que diésemos forma al destino según pusiésemos de un modo u otro nuestras manos para extraer a la criatura; pero exige la bizarría literaria de no empalmar cosas de otros, ni recurrir a tópicos ni a escenas de probado efecto. En ningún ámbito es tan ostentoso y desagradable mentir como en la pura ficción. Qué mal rollo nos dan esos novelistas a los que de pronto se les nota que se lo están inventando todo, y sin embargo qué placer suponen aquellos otros que saben de lo que va a ocurrir lo mismo que tú que los estás leyendo, pero ellos lo saben contar.
Marías lo sabe contar. De todos los experimentos con la realidad que llevamos padeciendo en las dos últimas décadas, de la glorificación de Sebald a la insoportable vulgaridad de las autobiografías encubiertas, el de Marías ha consistido en usar la realidad no más que como referente de un mundo completamente ficticio. La prestancia de un novelista se mide en su capacidad de apropiarse de esa realidad sin ser fiel a nada previsible por él, no por la historia. La carga real de su última trilogía es una simple conversión al universo del Redonda, una traducción que admiramos por la pericia del traductor y por la perspicacia del traducido. Yo he ido a muchas librerías como la que salía en Negra espalda del tiempo, pero verlas así exigiría recordarlas al tiempo que las veo. Son tiempos distintos, no tanto como los de Stern, que cita en el discurso, pero casi. Forma parte de la realidad el que no te dé tiempo a comprenderla sino retrospectivamente. Aunque seas un lince, el piélago de hipótesis y alternativas y suposiciones por el que navega Marías no puede ser vivido, y por lo tanto no es real. No se puede vivir así. Su carácter ejemplar procede de su éntasis, de su falsedad.
Y de esto, en lo que Marías me sigue pareciendo muy superior a la media y a la altura del mejor (Pombo), Marías no habló. Su hermoso discurso fue tocando las cosas, tanteándolas más bien, como si también navegara por ellas, como si también su pieza oratoria se hubiese atenido a las exigencias del ensayo: pensar por escrito, sin saber muy bien adónde se va a parar, como han hecho siempre los descubridores, porque iban a la ventura.

Cultivemos

Murakami en su bar de jazz, en el barrio de Sendagaya, Tokio, 1978.

Vagando por la Red me encuentro un texto de Haruki Murakami, ese adalid de las letras niponas. Ahora, con calma (saboreándolo) y alternándolo con otras cosas, tengo en la mesilla un tocho que se intitula Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, y la verdad me tiene prendado. Sólo lamento estar a años luz de poder leer un texto literario en japonés y conformarme con la traducción, pero tampoco está nada mal. Lo que os pongo a continuación es un texto bonito, más que agudo u original. Es, digamos, la poética de este autor explicada por sí mismo (las negritas son mías):

"Nunca tuve ninguna intención de convertirme en un novelista, al menos no hasta que cumplí 29. Esto es absolutamente cierto.

"Leí mucho desde chico, y siempre me metí tanto en los mundos de las novelas que estaba leyendo que mentiría si dijera que nunca tuve ganas de escribir nada. Pero jamás creí que tuviera talento para escribir ficción.

En mi adolescencia me encantaban escritores como Dostoievsky, Kafka y Balzac, pero nunca me imaginé que pudiera escribir nada que estuviera a la altura de las obras que ellos nos legaron. Por lo tanto, a temprana edad simplemente abandoné mi esperanza de escribir ficción. Decidí seguir leyendo libros como hobby, y buscar otra manera de ganarme la vida.

La música fue el área profesional en la que me instalé. Trabajé duro, ahorré dinero, pedí prestado mucho a amigos y parientes, y poco después de dejar la universidad abrí un pequeño club de jazz en Tokio. Servíamos café durante el día y tragos por la noche. También servíamos algunos platos sencillos. Pasábamos discos todo el tiempo y teníamos a jóvenes músicos tocando jazz en vivo los fines de semana. Lo mantuve durante siete años. ¿Por qué? Por una simple razón: me permitía escuchar jazz de la mañana a la noche.

Cuando cumplí 29, de pronto y de la nada tuve esta sensación de que quería escribir una novela; de que podía hacerlo. No podría escribir nada que estuviera a la altura de lo de Dostoievsky o Balzac, por supuesto, pero me dije a mí mismo que eso no importaba. No tenía que convertirme en un gigante literario. Aun así, no tenía idea de cómo escribir una novela ni sobre qué escribir. Después de todo, no tenía absolutamente ninguna experiencia, ni disponía de ningún estilo ready-made a mi alcance. No conocía a nadie que pudiera enseñarme cómo hacerlo, ni tenía amigos con los que pudiera hablar de literatura. Lo único que pensaba a esa altura era lo maravilloso que sería poder escribir como si tocara un instrumento.

Había estudiado piano de chico, y podía leer música lo suficiente como para sacar una melodía simple, pero no poseía el tipo de técnica que se necesita para convertirse en un músico profesional. En mi cabeza, no obstante, sí sentía a menudo que había algo parecido a una música propia que circulaba alrededor de un impulso rico y poderoso. Me pregunté si me sería posible traducir esa música en escritura. Así es como empezó mi estilo.

Ya sea en la música o en la ficción, lo principal es el ritmo. Tu estilo tiene que tener un ritmo bueno, natural, firme, o la gente no va a seguir leyéndote. Aprendí la importancia del ritmo de la música, y especialmente del jazz. A continuación viene la melodía, que en literatura viene a ser un ordenamiento apropiado de las palabras para que vayan a la par del ritmo. Si las palabras se acomodan al ritmo de una manera suave y bella, uno no puede pedir más. Lo siguiente es la armonía; los sonidos mentales que sostienen las palabras. Luego viene la parte que más me gusta: la libre improvisación. A través de algún canal especial, la historia fluye libremente desde el interior. Todo lo que tengo que hacer es sumergirme en la corriente. Finalmente viene lo que quizá sea lo más importante de todo: esa elevación, esa emoción que uno experimenta al completar su “interpretación” y al sentir que ha alcanzado un lugar nuevo y significativo. Y si todo sale bien, uno consigue compartir esa sensación de elevación con sus lectores (su audiencia). Es una culminación maravillosa que no puede obtenerse de ninguna otra manera.

Prácticamente todo lo que sé acerca de escribir, entonces, lo aprendí de la música. Sonará paradójico, pero si yo no hubiera estado tan obsesionado con la música, podría no haberme convertido en novelista. Incluso ahora, casi treinta años después, sigo aprendiendo mucho sobre la escritura de la buena música. Mi estilo está tan profundamente influido por los riffs salvajes de Charlie Parker, digamos, como por la prosa elegantemente fluida de F. Scott Fitzgerald. Y todavía tomo la permanente autorrenovación de la música de Miles Davis como modelo literario.

Uno de mis pianistas de jazz favoritos de todos los tiempos es Thelonious Monk. Una vez, cuando alguien le preguntó cómo hacía para obtener cierto particular sonido del piano, Monk señaló el teclado y dijo: “No puede ser ninguna nota nueva. Cuando uno mira el teclado, todas las notas ya están ahí. Pero si uno quiere una nota lo suficiente, sonará diferente. Uno debe elegir las notas que realmente le importan”.

A menudo recuerdo estas palabras cuando estoy escribiendo, y pienso para mí: “Es verdad. No hay palabras nuevas. Nuestro trabajo es darles nuevos significados y tonalidades especiales a palabras absolutamente ordinarias”. Esa idea me reconforta. Significa que aún yacen delante de nosotros alcances vastos y desconocidos, territorios fértiles que tan solo esperan que los cultivemos."

(Sacado de aquí)

Miles Davis and John Coltrane play one of the best renditions of SO WHAT ever captured on film-(Live in 1958)