La literatura es detalle. La gran literatura es detalle. Toda gran literatura es descriptiva, minuciosa, de una u otra manera, con más o menos historia hilándolo todo, y bucea en un mundo de detalles recreados con palabras. No se puede escribir en general. O sí, pero sale una pasta, un cemento de palabras, un cementerio. El escritor primero ve y después escribe. En la literatura de verdad las palabras siempre van después; las palabras son pinceladas que construyen lo visto, lo sentido, lo vivido. Y si se hace bien, si las palabras adecuadas se dejan atrapar lo visto emerge otra vez, de otra manera, sobre el papel, o sobre la pantalla. Entonces, esa realidad se lee. Y eso nos emociona, como emocionó al autor, y lo vemos, como lo vio él. Lo vemos desde él, lo que ya es tomarse muchas confianzas con alguien que normalmente no conocemos en persona pero al que acabamos conociendo más que a muchos otros que nos rodean. Un libro, así, es como un monstruo de Frankenstein rematado por un sinfín de puntos y cosidos, que a pesar de todo a veces acaba levantándose y se va a asustar almas por ahí, con un andar más o menos torpe.
Las cosas son detalles unidos misteriosamente. En algún lugar del coco estos detalles se unen convirtiéndose en cosas. Pero poco a poco dejamos de ver esos detalles; las cosas aparecen enteras, hechas, de una pieza, porque es como si se gastaran de tanto verlas, y esos detalles otras veces se nos aparecen claros, a lo mejor por primera vez, y con suerte, con mucha suerte, podemos quizá encontrarles unas palabras que no los estropeen, que los respeten, que les permitan aparecer para siempre, escritos. Escribir debe ser volver a nombrar las cosas; volver a verlas. Se ve lo que ya hemos visto, lo reconocemos.
Son cosas escritas, son cosas leídas, son cosas reales. Es literatura, podríamos decir, realista. Aunque da igual la etiqueta. Las etiquetas están estropeadas por tantos sobreentendidos y tópicos que en lugar de facilitar la comunicación la enredan. Es cuando las palabras, con tantos sambenitos encima, apenas sirven para decir nada. Puede ser esta una.
En el cuento La carta robada de Poe la carta está a la vista (encima de un tarjetero, sobre la repisa de una chimenea, tan a la vista que se vuelve invisible). Se busca en todas partes, se escudriñan todos los cajones y hasta los travesaños de las sillas se revisan por si hay alguna grieta sospechosa; se ha mirado debajo de la cama, debajo de las alfombras, en todo los debajos posibles, pero la carta está a la vista, en el lugar más a la vista, y por lo tanto más escondido. Esta literatura que me gusta vuelve a ver donde ya no vemos. No es otra cosa. No es nada del otro mundo, de otros mundos, o de otros mundos que no estén en este, nada demasiado especial o subterráneo. La gran literatura mira y nombra. Pone nombres a las cosas; pone palabras a la imagen de las cosas. Esto no quiere decir que lo que se construye con palabras sea clavado a la realidad del que lee, tal palo para tal astilla. Es más, nunca es así. Es la mirada del que escribe la que leemos, la que vemos, por supuesto, y que puede variar tanto del que lee que el mismo objeto o persona sean completamente distintos, de distintos planetas.
Esa literatura, la que nos gusta a todos, aunque cada uno se declare incondicional de unos u otros autores, pues cada uno encuentra un mundo más cercano en unas u otras páginas, es la que nos permite siempre respirar dentro de sus páginas. Estamos cómodos. Es tan acogedor ese lugar que tan tranquilamente dejamos el nuestro, nuestra vida, para instalarnos allí, por unas horas, en esa otra vida que se levanta como un holograma en nosotros. La mala literatura es la primavera del asmático, un ahogo, un paraje lunar con unos cuantos cráteres y las huellas en el suelo polvoriento de un astronauta al que le pica un testículo y no se puede rascar. A veces es una selva frondosa, de plantas de plástico. Pero recordemos lo bueno, hasta de lo malo.
Todo se resume en lo que decía Pla; detrás de cada palabra una cosa.
(Si me he puesto un poco demasiado pedante pido perdón a mis amigos, en especial a Conde y don Antonio, que merecen envolver sus bocadillos con cosas más amenas. En mi defensa diré que estoy pagando ahora los excesos de una cena de churrasco, vino peleón, unas copas de garrafón y la lectura de Roland Barthes de ayer a la tarde.)