Ya que no llegan nuevos textos, al menos algunas imágenes como éstas, de otro espíritu solanesco.

A trancas y barrancas...
Porque el viaje es vida y cambio y movimiento y, por eso mismo, alegría, porque viajar es transformarse y dejar de ser el mismo de antes y despedirse de uno mismo en la estación: sacas el brazo y te dices adiós; allí se queda el otro yo, el mustio y rutinario, en el andén, con cara de tonto, y mientras uno se despide de su otro yo, el lúgubre y grisáceo, a veces tiene ganas de soltar el pañuelo y hacerle un corte de mangas, ahí te quedas, gilipollas, saluda al jefe de mi parte y muérete de asco porque te lo mereces, porque ya estás muerto, te lo digo, y como sigas así a la vuelta te mato.
El caso es que yo envidiaba a mis primos porque se quedaban a ver las monedas aplastadas y ellos me envidiaban a mí porque yo viajaba y me iba del andén para siempre. Pues sí, ya ves, siempre es lo mismo: nos pasamos la infancia y el resto de la vida deseando hacer lo que hacen los demás, queriendo tener sus cosas, vivir sus vidas, ser amados por quien lo son. Siempre envidias a los otros, y ese otro que es uno es envidiado por los otros, y nunca se da el caso de que tú, el envidioso, seas simultáneamente el envidiado por ese mismo, o sea, tú. Que tú te envidies a ti: me temo que eso nunca se da; quizás es imposible. Todos queremos ser otros pero no nos dejan. Lo ideal sería alcanzar cierta disciplina ascética, ojo, no el éxtasis místico, que después nos volvemos locos y nadie nos entiende porque usamos otro lenguaje; sí, lo ideal sería llegar a ese estado neutro, puro, limpio, esforzado, ascético, no místico, que alcanzó Fray Luis de León en la cárcel de Valladolid: ni envidiado ni envidioso. Quién sabe, quizás en eso consiste la felicidad.
Pues bien, el tren partía y nos asomábamos a la ventanilla del compartimento y nos despedíamos de la familia. Poco a poco se iban alejando los brazos y las caras se emborronaban y los primos se agachaban para presenciar el aplastamiento sucesivo de las monedas, una rueda tras otra, soportando los miles de toneladas del tren sobre su diminuto cuerpo, como en una acuñación mágica de un nuevo valor de cambio. Y yo pensaba: «¿Cómo se quedarán las monedas aplastadas? ¿Se seguirá viendo el perfil del rey, del dictador, del escudo?». Pero no era momento de preguntas, era momento de nostalgias, porque todo se acababa, dejábamos atrás el verano, el mar, la playa, las croquetas de la abuela, los juegos en la orilla, las siestas en la toalla, digamos la felicidad, dos meses y pico de no pensar en el tiempo, de dejar que éste pasase sin ni siquiera mirarlo, ni envidiados ni envidiosos. El viaje está muy bien, sí, pero el fin del viaje es lo más cruel de la vida. Todo es culpa del tiempo; quien inventó el tiempo debería morir y no obtener más dosis de su invento. Sí, ya sé, siempre es lo mismo: las cosas empiezan y acaban, todo pasa, selaví. Cuando uno sale de viaje ya casi empieza a acordarse del que será cuando vuelva, y siente compasión por ese ser desgraciado que lleva su mismo nombre, su misma cara pero más cansada, y que el único error que ha cometido es viajar, vivir, desviarse de la rutina, dejar pasar el tiempo sin casi ni mirarlo, sin ser consciente de la agonía. Sssccchhhsss, no se lo digas a nadie, que pronto todo se sabe, no mires hacia los lados, no varíes el gesto, que nadie nos escuche, que este minuto transcurra sin que se dé cuenta el tiempo. [...] Pero nada: ahí está el tiempo. Y el instante transcurre y se acaba y el viaje se termina y las vacaciones bajan la persiana metálica como las tiendas, y es la hora de la siesta y el sopor te invade, y lo que en realidad te invade es el tiempo, que se aletarga, y los párpados de tus ojos se van cayendo, como las persianas, y hace calor y sudas, sudas mucho, sudas minutos, segundos, gotas que caen desde la frente y se secan en el paño de la toalla. Y la playa es el reloj de arena. Y al fondo, en la otra parte del sueño, suena la marea y los gritos de los niños, que quieren que vayas a seguir jugando.
Hacía mucho calor y tenía dolor de garganta. El mundo estaba a punto de acabarse, como siempre, aunque esta vez iba en serio. Ella ya se había marchado. Una nota atrapada por un imán en la nevera decía; comprar naranjas y limones.
Parecía que toda la ciudad dormía la siesta.
Oí un cric cric que salía de la hierba seca, y de los arbustos y hasta del asfalto caliente. Cogí las llaves de casa, la cartera (comprobé que había billetes), y metí un libro pequeño en el bolsillo trasero del pantalón. Era Verde agua de Marisa Madieri. Me sentaría a leer en una cafetería, y después compraría naranjas y limones. Al bajar pensé que quizá tenía fiebre, porque el calor de afuera me parecía lejano. Di dos pasos y sudé un poco.
Un sudor sin humedad; un sudor seco. Caminé en dirección contraria al centro, y como es una ciudad tan pequeña y yo vivía casi a las afueras pronto me vi caminando por un barrio de la periferia.
Ni un alma por la calle. Los edificios, casi todos iguales, parecían vacíos, y quizá lo estaban pues no hacía mucho que los habían terminado de construir. Pero los jardines secos y terrosos y los hierbajos saliendo de las grietas de las aceras le daban un aspecto fantasmal a todo aquello. Se veían cortinas en algunas ventanas. Bajé una pendiente de tierra por un carrero estrecho que parecía un atajo y llegué a una explanada enorme con un edificio grande y cuadrado en el medio. Todo era asfalto a su alrededor y ni siquiera había coches aparcados. El edificio era un cubo de espejos oscuros. Se veía el reflejo del cielo y de los edificios tristes y oxidados que había en la calle de enfrente. Seguí por la acera desierta. Vi que había una cafetería unos portales más allá, y estaba abierta.
Dos tipos dentro. Entré sin pensármelo y fui a la barra. Cogí un periódico y le pedí un cortado a uno con la camisa por fuera y los brazos muy anchos que estaba tras la barra. Parecía sudado y tenía el pelo húmedo. La camisa también estaba abierta hasta el pecho, sin pelos, un pecho de goma. Me miró como si no pasara nada. Algunas mesas, todas vacías, estaban ocupadas por tazas y platillos y ceniceros colmados de envoltorios y colillas. Escogí una mesa al lado de la ventana. En la televisión (una pantalla enorme en lo alto) no se veía nada, a no ser un menú fijo que no podía leer, pero algo horrible como un zumbido de un despertador o una alarma anti-incendios sonaba muy alto. El tipo apoyado en la barra llevaba el pelo muy corto y hablaba de unos chupitos, que le habían invitado a unos chupitos, que les habían invitado a unos chupitos, que tomaron unos chupitos, y repitió tantas veces la palabra chupitos que empecé a marearme literalmente, y creí oír chepitos, chopitos y algunas variantes extrañas.
Tenía una sombra de barba muy marcada y las cejas gruesas, dejándole poco párpado a la vista. El rostro brillante, como encerado, de sudor secándose. Hablaba a gritos con el barman, que iba y venía de las mesas a la barra recogiendo taza a taza con las manos (quizá llevaban días allí, pues algunas parecían despegarse de la superficie), y charlaba con su cliente con mucha confianza; ¿os invitaron a unos chupitos?
Hablaban tan alto que me pareció que de seguir así tendrían, a la fuerza, que caerse muertos de un momento a otro, reventándoles las cabezas de tanto aguantar aquel barullo. Aparté el periódico (era del lunes pasado), que también gritaba a su manera (con unos titulares que parecían escritos por alguien que se rascaba la cara con las uñas de desesperación), y saqué el libro. Era tan fino lo que me proponía; tan civilizado, tan irrazonable, tan mariquita. ¿Qué hacía con eso allí? ¿Qué iba a hacer? No podía hacer nada, lo sabía, pero no me conformaba, pues en ningún sitio podía hacer nada. De fondo, el mármol negro, y mis manos sujetando el libro. Sólo en aquel estado de insensibilidad intentaba aislarme con el libro de los demás. El libro de Madieri es un diario y al mismo tiempo un relato del pasado. Leía: “La profundidad del tiempo es una reciente conquista mía. En el silencio de la casa, cuando durante la mañana me quedo sola, reencuentro la felicidad de pensar, de recorrer el pasado adelante y atrás, de escuchar el fluir del presente.”
Pronto vi que allí estaba perdiendo el tiempo, o simplemente que allí no había tiempo. Que no podría leer y que me acabarían tirando un chupito por la cabeza y me plantarían fuego con un mechero, sólo para verme correr convertido en una antorcha humana. Durante unos minutos los miré por encima del libro y parecía que se movían y hablaban (los ojos entornados) como si les doliese la cabeza y ya no pudiesen librarse del mal a no ser huyendo hacia adelante, insistiendo en el ruido, en el alcohol y en los gritos.
Entraron tres personas; una señora, con una gran sonrisa que parecía fija en su cara y un tipo que debía ser el marido y un chico de unos treinta. Se adaptaron perfectamente al tono del local, a grandes voces. Hablaban de un coche. Parecían bastante animados. Se quedaron en la barra.
Retorné al libro y en unos segundos sucedió lo más extraño. Escuché como todos los sonidos se unieron para formar distorsionado un corral de gallinas que se volvían locas, y quizá con otros animales salvajes no identificados unidos al jaleo. Un corral de gallinas gigantescas enchufado a un amplificador. Oí perfectamente los cacareos altísimos, y en cambio la imagen de los que me rodeaban era de agitación pero nada en sus bocas aparentaba que emitieran cacareos exactamente. ¿Cómo oía lo que oía? En total el sonido era el de un lugar en el que hubieran metido a distintos animales muy agitados y ruidosos, hambrientos, salvajes, pero por encima de ese fondo resaltaban los cacareos de unas sopranos con plumas e histéricas. Como el color negro es la suma de todos los colores, aquel sonido era el clímax de todas las voces y ruidos que se habían reunido allí en aquel momento, y de algo más.
Ya sin esperar ni un minuto más me levanté y me acerqué a la barra. Pagué el euro y pico que costaba el café y salí de allí con la certeza de haber fracasado una vez más. Quizá la última. Guardé el libro otra vez en el bolsillo y busqué la frutería para comprar naranjas y limones. Caminé bajo el sol. Notaba el sudor en las ingles y dentro del cráneo.
La fruta estaba en un sótano al que se accedía por una rampa. Las dependientas cuchicheaban. Al verlas me desperté. Metí limones retorcidos en una bolsa pequeña y trasparente y naranjas en otra más grande. Eran unas naranjas enormes, mucho más que pelotas de tenis. La chica que me cobró, de ojos saltones y de piel muy blanca, me miró. Por un momento estuve a punto de decirle algo. Tenía unos pechos que respiraban bajo la blusa y el mandilón.
Volví a casa. No había nadie. Me hice un zumo.
(Gyula Illyés, Gente de la pusztas, editorial Minúscula, Barcelona, 2002)
Es un libro lleno de realismo, de poesía y de recuerdos familiares, entre el tratado histórico-sociológico y el libro de memorias; por momentos, me recuerda a la película El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi.
Ya en su día cuadramos el círculo descubriendo a un Solana homosexual y austríaco (aunque, por lo que he leído después, lo de la homosexualidad podría ser mera licencia literaria), así que no sé por qué no íbamos a admitir a un político húngaro, pese a que sean dos palabras esdrújulas. Bienvenido al club, don Gyula.
“El que muere paga todas sus deudas” - William Shakespeare
Tarde o temprano, todos tenemos que hacer frente a nuestras deudas. Cerrar nuestras cuentas al final del ejercicio, sacar un balance y que todo cuadre. El estaba tardando demasiado en pararse, tomar aire y ordenar un caos que no sólo le engullía a él, sino que también me arrastraba a mí. Pero es que Alfonso nunca fue bueno con los números: lo suyo eran las ventas, las sobremesas prolongadas hasta media tarde, el viento empaquetado y envuelto en lazos brillantes y papel de regalo. Era el mejor haciéndose el olvidadizo, siempre tan ocupado: ¿a quién, si no a mí, se le ocurría venir precisamente ahora con una bobada semejante, cuando lo que tenía entre manos era la venta del año? Ya hablaríamos cuando cobrara la comisión. Sabía dejar pasar el tiempo con esa elegancia que tienen los malos pagadores para hacer correr los días, las semanas y los meses, y conseguir que el que les prestó y no ellos sea quien se sienta culpable y estúpido a partes iguales. Creándome una desazón paralizante, incapaz de reclamar lo que era mío, volviendo del trabajo cada día, de lunes a viernes, con la sangre golpeándome en las sienes pero, otra vez, sin mi dinero. Mi mujer, que no sabía nada, se echaba a temblar cuando me veía entrar, otra vez, de mal humor. En su inocente inopia preguntaba y preguntaba, estirando mis nervios como una goma elástica que terminaba golpeándola a ella y haciendo que me sintiera un poco peor todavía. Lo único que conseguía era que descargara mi furia contra lo más cercano, ella, algo que en lugar de aliviarme recrudecía mi tormento, porque aún en mi miserable estado mental, todavía era capaz de ver mi cobardía y lo injusto de mi conducta.
Portarme mal con ella mientras agachaba la cabeza frente al responsable de todos mis males, me dolía casi tanto como la burla que suponía no sólo no recuperar lo mío, sino perder cada día un poco más. Sin embargo nunca le conté a mi esposa cómo caí en la trampa, de qué manera Alfonso consiguió engatusarme, jugando con mi legendaria incapacidad de saber decir que no. Cuando debí hacerlo no me atreví, y cuando quise hacerlo, ya era demasiado tarde. Hubiese perdido el respeto que ella me tenía, el que más me ha importado siempre, el que todavía hoy me pregunto cómo conseguí ganarme. Yo no soy un triunfador. No lo fui nunca, y ése fue mi segundo gran error: creer que podía serlo, que yo también tenía derecho. El primero de mis fallos fue confiar en él. Me había ido bien no fiándome de casi nadie, pero él me pareció distinto cuando no lo era. Bueno, en realidad sí que lo era. Alfonso era diferente a cualquiera, porque era peor que nadie. Apareció en el momento justo, y supo decirme lo que quería escuchar, de una manera en la que hacía mucho que nadie me hablaba, de igual a igual, como si yo fuese tan bueno como él. Las palabras justas para crearme la sensación de que, después de todo, el que estaba en deuda con él era yo. Sabía de sobra que el solo hecho de haberse fijado en mí, de tenderme su mano, de conseguir que dejara de sentirme transparente en la oficina y empezar a ser popular por el simple hecho de ir con él, ya era suficiente. Podría hacer de mí lo que quisiera. Y lo hizo. Primero fueron los cafés de la pausa de las once; nunca tenía suelto para la máquina. Más tarde, el menú del restaurante de la plaza; ¿cómo iba a pagar con un billete de cien una cuenta de ocho euros? A la salida del trabajo, conseguía liarme para que le acompañara siempre, con ganas o sin ellas, e invariablemente me tocaba pagar a mí nuestras consumiciones, salvo la última ronda. Cuando le empezaban a entrar las ganas de volver a casa, era él quien invitaba, recalcando lo rumboso de su gesto hasta conseguir que se me agriase la cerveza en el estómago. Me sentía incómodo, imbécil, pero no era capaz de enfrentarme a él, de encontrar el valor para plantarme, y decirle “Hasta aquí”.
Una tarde, me esperó a la salida. Yo me había retrasado, tenía que terminar unas cosas, y me entretuve media hora más. Lo último que imaginaba era encontrármelo allí. ¿”Unas cañitas?”, me dijo. A la tercera ronda me lo soltó: necesitaba que le dejara dinero, tenía que cambiarle las ruedas al coche, y no podía seguir tirando de tarjeta. “¿Y no puedes esperarte a la próxima nómina?” Imposible, salía de viaje a Galicia al día siguiente, y con las lluvias se exponía a pegarse un golpe con unos neumáticos al límite. Yo no llevaba encima más que doscientos, pero me acompañó al cajero para sacar otros cuatrocientos euros. Fue al taller esa misma tarde. Cobramos a la semana de aquello, pero no me devolvió el dinero. Me contó que su mujer tenía que operarse de la miopía, y no lo cubría el seguro privado. Lo recuerdo bien, porque a pesar de las ruedas nuevas, cuatro días más tarde se salió de la autopista al volver de Orense, y sobre todo porque fue la primera vez que le presté tanto dinero.
Al principio me fié de mi memoria para recordar las cantidades. No era difícil, eran cifras redondas, trescientos, cien, quinientos, y siempre había un objeto concreto, una finalidad con nombre y precio, un gasto imposible de aplazar. Podía ser un fin de semana romántico para reflotar su matrimonio, o la ortodoncia del niño. Llegué a financiarle el entierro de su suegro, la reforma de la buhardilla, e incluso el regalo para su mujer en su décimo aniversario. Yo era una fuente de crédito inmediato que nunca oponía resistencia, que no reclamaba avales, y con el tipo de interés más bajo del mercado. Imbatible. Sin embargo, la frecuencia de los sablazos se espaciaba cada vez menos y, lo peor de todo, las cifras crecían peligrosamente, así que pronto tuve que empezar a apuntarlo todo. Ni siquiera cuando lo tuve por escrito, un cuadro de Excel con columnas de números y sumatorios mareantes, fui consciente de la magnitud del asunto. Fue en el momento en el que me vi marcando el número de “Dinero Urgente ¡Ya!” cuando vi la luz. Un latigazo eléctrico me hizo soltar el teléfono, como si quemara, y sentí una punzada en el pecho que me hizo temer lo peor: mi padre había muerto de un infarto cuando tenía mi edad. Cuando volví a respirar normalmente, cogí de nuevo el móvil, y decidí que todavía no había llegado el momento de morirme, mientras por primera vez en meses lo veía todo con una claridad tan brutal que me hizo guiñar los ojos. A pesar del tiempo transcurrido, más de veinticinco años, recordé sin problemas el número de Vicente con el mismo soniquete cantarín que en su día me permitió memorizarlo. No en vano fue mi mejor amigo, mi compañero de juegos desde la guardería hasta el instituto, el culpable del 90% de las broncas de mis padres, en parte porque terminó juntándose con lo peor del barrio, aunque sobre todo por gastar teléfono llamándole nada más llegar a casa, cuando me acababa de separar de él en el portal. Hacía por lo menos diez años que no hablábamos, pero yo sabía que no dudaría en ayudarme. Al contrario que yo, mi amigo seguía en el barrio, y según los puntuales informes de mi madre, conservaba la extraña habilidad de moverse entre la mierda sin mancharse. ¿Cuánto podía costarme? La verdad es que ya me daba lo mismo. Merecería la pena acudir a los de “Dinero Urgente ¡Ya!” para pagar lo que sería la última de mis aportaciones a un pozo sin fondo. Vicente pasó de la extrañeza de saber de mí después de tanto tiempo a la carcajada descontrolada cuando le dije lo que quería, aunque recuperó la compostura cuando vio que hablaba totalmente en serio. No, no bastaba con un susto, las piernas rotas se escayolan, y se curan. Mi plan para solucionar el problema no me permitiría recuperar mi dinero, al contrario, mi agujero financiero se haría más profundo con el importe del trabajo que le estaba encargando, pero había llegado a tal punto de desesperación que aquel era ya un detalle sin importancia. Quería librarme de Alfonso, como fuera, y después de darle muchas vueltas a la cuestión, sólo veía una manera: ésa. Conseguir que su nombre sólo fuese un mal recuerdo. Dejar que el tiempo borrase poco a poco la vergüenza que me ahogaba, esa humillación que me estaba quitando el sueño y la salud, y que, de no pararla, terminaría acabando con mi vida. El método era lo de menos, lo importante era el resultado. Porque lo que empezó como un asunto de amor propio se había convertido en una cuestión de supervivencia. Se trataba de él o de mí. Aún conservaba algunos restos de dignidad y la suficiente presencia de ánimo para elegir salvarme. A cualquier precio. Incluido el de condenarme.
Ahora duermo bien, como antes de todo esto, como siempre. Mi mujer, no sin esfuerzo, ha logrado perdonarme, no tanto por lo sucedido, sino por no haber confiado en ella. Debe quererme un montón, porque ahora tiene un marido delincuente, y además le debemos un dineral a mi suegra. Aún no sé los años que pasaré en la cárcel, pero francamente, me asombra comprobar lo poco que me importa. Desde que Vicente me llamó avisándome de que ya estaba hecho, y por mucho menos dinero de lo que me había dicho en un principio, me siento flotar dentro de una especie de burbuja mullida desde la que observo lo que me sucede, pero contra la que todo rebota, sin rozarme. Para ser sincero, lo único que lamento es no haber visto la cara de Alfonso en el instante en que fue consciente de que El Muelas le iba a meter una bala en la cabeza. Tal y como le pedí a Vicente que tenía que ser: sin mediar palabra, sin explicaciones, dejando que pareciese lo que en realidad era, un vulgar ajuste de cuentas. Alfonso se fue al otro barrio sin saber que aquel era el último favor que yo le hacía.
Ignorante de que, gracias a mí, nunca más tendría problemas de dinero.