Otra vez estaba allí sin saber qué hacía. Otra vez no había sabido decir dos veces no. Se miró a sí mismo y se encontró miserable y perdido. Ajeno a todo. La visión física que tenemos de nosotros mismos cuando no media un espejo es parcial y en escorzo superior. Él veía la cazadora que cubría su cuerpo y una perspectiva de piernas flacas que se perdía en los enormes zapatos amarillos. Le gustaban sus zapatos. Era lo único que le gustaba de él esa noche. Procuraba olvidarse de la conciencia de su cabecita desmedrada y despeluchada como la de un pollo recién nacido, y de su rostro débil e incierto y de la gran nuez que se paseaba arriba y abajo de su garganta. Se concentraba en sus zapatos de ante amarillo porque le parecía que esos eran los pies de aquel que siempre había querido ser. Un codazo y un rostro excitado y sudoroso ya. Se preguntó por qué todos sudaban menos él: ¿Quieres tomar algo? No, pensó. Una cerveza, dijo. Ramón le trajo la cerveza y se puso a su lado a beber otra. Detrás de ellos, las máquinas tragaperras, la de tabaco, la de juegos. Detrás aún la pared. Y detrás de la pared el pueblo desierto y frío con las estrellas congeladas contra el cielo de mayo. Las había visto al bajarse del coche, antes de entrar en el local que vibraba en la fila de casas de adobe. “La Panera de Benito” lo habían llamado, porque era así como se la conocía en el pueblo. El dueño era sobrino del tal Benito, le había dicho Ramón mientras iban de camino. Había hecho un buen trabajo. No había semana que no tocase algún grupo. Qué bien, había respondido él aunque no le parecía ni bien ni mal, ni tampoco sentía esa oscura emoción de Ramón por escuchar música en las paneras de los tíos ajenos. Pero las cosas eran así, Ramón era su amigo desde primero de EGB (tenían treinta y dos años ahora) y siempre se había ocupado de llevarle aquí y allá y él iba a donde le llevara Ramón porque era su amigo desde primero de EGB y aquí se cerraba el círculo y así eran las cosas.
El grupo de esa noche hacía música a un volumen diez veces superior al que él podía soportar, eso era lo único que sabía y la única opinión que podía abrirse paso a través de su cerebro devastado. Pero siempre era igual. Todos los grupos hacían música a ese volumen y él pasaba las noches de los sábados apoyado en la máquina de tabaco con sucesivas cervezas en la mano izquierda, llevando el ritmo con la cabeza y meneando la rodilla derecha, un alzamiento de cejas ante la llegada de los conocidos, poco más. Se preguntaba a veces, en las interminables veladas, si al resto de la gente le pasaría lo mismo que a él. Si soportarían el rito semanal de cerveza y estruendo pensando en las estrellas congeladas que habían entrevisto antes de entrar; imaginando que se prolongaba el silencio que les había acariciado a lo largo de la calle, desde que salieron del coche hasta que entraron en el vibrante local. Y les veía entregados y seguros. Tan convincentes. Al terminar, la excitación de Ramón, Son una caña estos tíos, ¿has visto como tocan? El batería es la hostia, tío. Y él, La hostia, ya lo creo. Sin pensar que mentía ni que dejaba de mentir.
La vio entre la gente, apoyada en una esquina, con una botella de cerveza en la mano izquierda y moviendo la cabeza al ritmo de las vibraciones. Los ojos, perdidos. El batería iniciaba en ese momento una brutal escalada hacia la demencia, que los aullidos del cantante intentaban ahogar. El teclado alternaba dos notas chirriantes como en un trance hipnótico y el bajo parecía no estar allí. Y ella, entre el humo, llevaba el ritmo con una placidez autista. El cuerpo allí, moviéndose de forma automática. La mente, muy lejos. ¿Otra cerveza? Pero no contestó a Ramón. En vez de eso, la señaló con la barbilla. ¿Esa?, dijo Ramón, Es una tía muy rara, amiga de no sé quién. Gritaba, y apenas podía oírle. Bueno, había dicho lo suficiente. La miró de nuevo. Su nariz la hacía parecer un extraño pájaro marítimo. Un pájaro sordo o tal vez atraído por chillidos que le resultaban familiares. Un pájaro que no sabía decir dos veces que no. Se preguntó cómo haría para que se fijara en sus zapatos amarillos. En esa panera reconvertida en manicomio, cualquier aproximación era incompatible con un buen comienzo. Las parejas se gritaban al oído frases cortas como lemas sin dejar por eso de llevar el ritmo con la cabeza. Todo era inmediato y todo se desvanecía al instante en el intento inconsciente de sobrevivir al ruido. Pero ella era rara, lo había dicho Ramón. Y eso era casi prometedor. Tal vez no habría que hacer nada, después de todo. Tal vez sólo mirarla de vez en cuando, su extraño perfil de alcaraván y sus ojos amarillos tan ausentes. Amarillos como los zapatos de ante. Permanecer allí toda la noche o todas las noches o toda esa enorme noche que eran las noches de sábado con Ramón, permanecer allí llevando el ritmo, imaginando silencio, alimentando la certeza de que en algún momento ella se fijaría en sus zapatos de ante amarillo.