
Se supone que hay un narrador dentro de nosotros, ahí encerrado el pobre, un esclavo al que ponemos a escribir. Ha de tomar nota de todo y no puede descansar nunca, que para eso está. Se supone que él hace su trabajo en silencio sin molestarnos mucho cuando salimos por ahí. Todo esto es en teoría, porque en realidad no deja de tocarnos las pelotas como si en lugar de un narrador llevásemos un perro hambriento que ve huesos en todas partes.
Al llegar a casa lo sacamos del armario como quien dice y lo ponemos delante del ordenador, o lo que es lo mismo, ponemos la oreja a ver si lo escuchamos y qué es lo que nos tiene que decir. A ver, hoy qué... Pasa a veces que no nos dice nada. Está como muerto. ¿Habrá fallecido el narrador que llevamos dentro? Siempre pensamos lo mismo, y no es que haya fallecido, es que es muy cabrón y muy chulo y no quiere dejarse aconsejar ni guiar por una mano experta, aunque el experto sea él en realidad. Se hace el muerto. Basta que uno le imponga algo para que el tío se niegue en redondo a soltar unas frases de verdad. Y no solo eso; si, hartos, nos ponemos nosotros a la tarea aparece siempre para burlarse de lo que hacemos, razonándolo todo demasiado y destrozándonos los párrafos que hayamos acometido solos. El narrador, que debe ser mala persona, sabe lo que necesitamos y nos tiene cogidos por el saco testicular. Lo último que haría en su jodida vida de narrador sería dejarse aconsejar. Antes muerto que aconsejado. Uno se sienta para cumplir con sus tareas, autoimpuestas o no, y le dice, sin decir nada (no es necesario dialogar con nuestro narrador, con el pensamiento es suficiente), que quiere esto o lo otro, pero el tipo se resiste. No hay manera de indicarle por dónde queremos ir, pues él siempre irá por otro camino, aunque solo sea por llevar la contraria.
El narrador es así. Qué a gusto nos quedaríamos a veces si pudiéramos darle unas leches o mandarlo al cuerno y contratar a otro. Y es que tampoco hay forma de deshacerse de él. Ya son algunos años conviviendo con este sujeto y ya sabemos a lo que atenernos. Si le da uno la espalda y dice; a la mierda, a partir de hoy no vas a escribir ni una puñetera reclamación en una tienda de todoacien, a ver si explotas. Voy a hacer como que no existes. Pero es inmune a las amenazas, y además, un maestro en minar la paciencia de uno, pues según va pasando el tiempo sin que le hagan caso, se hace notar cada vez más, perturbándonos con sus locuras en los lugares más insospechados y comiéndonos el tarro a cada momento como si fuésemos unos esquizofrénicos que oyen voces amenazadoras que les dan mucho la vara y no les dejan vivir en paz. Nos vuelve irritables e impacientes y acaba uno solo deseando una cosa; un papel, un lápiz y un momento tranquilo, para librarnos del desgraciado que vive como un parásito en nuestro cuerpo. Acaba ganando él, y ya puede uno conformarse con lo que hay, pero así a todo es difícil ponerse de acuerdo con él. Hay que dejarlo en paz, no pedirle nada, no ser muy exigente ni obligarlo de malos modos a hacer esto u aquello, porque se negará y no sacaremos nada en limpio, ni en sucio.
Pasado el tiempo, la relación con nuestro narrador es parecida a uno de esos matrimonios mayores que se soportan con paciencia y un algo de resignación. Ni se quieren ni se dejan de querer; les une algo que no comprenden ni ganas que tienen de comprender. Están juntos porque así son las cosas, ni buenas ni malas; las cosas son como son. Se tienen el uno al otro.