16/1/08

El narrador oculto


Se supone que hay un narrador dentro de nosotros, ahí encerrado el pobre, un esclavo al que ponemos a escribir. Ha de tomar nota de todo y no puede descansar nunca, que para eso está. Se supone que él hace su trabajo en silencio sin molestarnos mucho cuando salimos por ahí. Todo esto es en teoría, porque en realidad no deja de tocarnos las pelotas como si en lugar de un narrador llevásemos un perro hambriento que ve huesos en todas partes.

Al llegar a casa lo sacamos del armario como quien dice y lo ponemos delante del ordenador, o lo que es lo mismo, ponemos la oreja a ver si lo escuchamos y qué es lo que nos tiene que decir. A ver, hoy qué... Pasa a veces que no nos dice nada. Está como muerto. ¿Habrá fallecido el narrador que llevamos dentro? Siempre pensamos lo mismo, y no es que haya fallecido, es que es muy cabrón y muy chulo y no quiere dejarse aconsejar ni guiar por una mano experta, aunque el experto sea él en realidad. Se hace el muerto. Basta que uno le imponga algo para que el tío se niegue en redondo a soltar unas frases de verdad. Y no solo eso; si, hartos, nos ponemos nosotros a la tarea aparece siempre para burlarse de lo que hacemos, razonándolo todo demasiado y destrozándonos los párrafos que hayamos acometido solos. El narrador, que debe ser mala persona, sabe lo que necesitamos y nos tiene cogidos por el saco testicular. Lo último que haría en su jodida vida de narrador sería dejarse aconsejar. Antes muerto que aconsejado. Uno se sienta para cumplir con sus tareas, autoimpuestas o no, y le dice, sin decir nada (no es necesario dialogar con nuestro narrador, con el pensamiento es suficiente), que quiere esto o lo otro, pero el tipo se resiste. No hay manera de indicarle por dónde queremos ir, pues él siempre irá por otro camino, aunque solo sea por llevar la contraria.

El narrador es así. Qué a gusto nos quedaríamos a veces si pudiéramos darle unas leches o mandarlo al cuerno y contratar a otro. Y es que tampoco hay forma de deshacerse de él. Ya son algunos años conviviendo con este sujeto y ya sabemos a lo que atenernos. Si le da uno la espalda y dice; a la mierda, a partir de hoy no vas a escribir ni una puñetera reclamación en una tienda de todoacien, a ver si explotas. Voy a hacer como que no existes. Pero es inmune a las amenazas, y además, un maestro en minar la paciencia de uno, pues según va pasando el tiempo sin que le hagan caso, se hace notar cada vez más, perturbándonos con sus locuras en los lugares más insospechados y comiéndonos el tarro a cada momento como si fuésemos unos esquizofrénicos que oyen voces amenazadoras que les dan mucho la vara y no les dejan vivir en paz. Nos vuelve irritables e impacientes y acaba uno solo deseando una cosa; un papel, un lápiz y un momento tranquilo, para librarnos del desgraciado que vive como un parásito en nuestro cuerpo. Acaba ganando él, y ya puede uno conformarse con lo que hay, pero así a todo es difícil ponerse de acuerdo con él. Hay que dejarlo en paz, no pedirle nada, no ser muy exigente ni obligarlo de malos modos a hacer esto u aquello, porque se negará y no sacaremos nada en limpio, ni en sucio.

Pasado el tiempo, la relación con nuestro narrador es parecida a uno de esos matrimonios mayores que se soportan con paciencia y un algo de resignación. Ni se quieren ni se dejan de querer; les une algo que no comprenden ni ganas que tienen de comprender. Están juntos porque así son las cosas, ni buenas ni malas; las cosas son como son. Se tienen el uno al otro.

4/1/08

HISTORIAS PARA INSOMNES

Os voy a contar la historia del hombre que se descarnó los huesos
y les prendió fuego en lo alto de una colina.

¿La conocéis?
No es una historia de amor,
porque un hombre descarnado no soporta el soplo del aire
y hay que salir a la luz del campo para mirarse lo hondo del corazón.

Os voy a contar la historia del hombre que no era capaz de verse las manos
y se arrancó los brazos,
para no seguir viviendo sin tocarse el rostro.

No es un relato de esos que se narran
con el fin de aliviar el sofoco de las madrugadas en verano.
Sé que no os gustará;
el dolor de los árboles talados y el gemido de los bosques
no son leyendas que agrade saborear en compañía.

Os he de contar la historia del hombre al que se tragó la tierra,
y no hubo nadie que lo buscara ni que lo añorase en la superficie,
no hubo nadie que arañase el pellejo del suelo para encontrarlo,
ni nadie siquiera que cegara el hoyo y clavase una estaca,
allí mismo, allí donde se esfumó como una voluta de alma y humo.

No es una historia para poder dormir.
Ni tampoco una fábula que debáis enseñar a vuestros hijos
para que mañana sean adultos de provecho
y víboras con cordura.
La historia que yo os cuento debéis guardarla en la memoria,
esta noche, mañana, pasado mañana y la semana que viene,
durante un mes o un año o un puñado de lustros,
el tiempo que sea necesario
para que se empequeñezca y se vuelva maciza en vuestro interior
como una astilla de pedernal,
hasta que veáis a un hombre solo y os haga daño el solo verlo,
hasta que la soledad de los otros os sangre por los ojos y por la boca.

Por eso,
y no para que me sonriáis igual que tontos felices,
os cuento la historia del hombre que se descarnó
y se arrancó los brazos y se sepultó en la tierra,
que es, a fin de cuentas,
más o menos la historia de todos nosotros,
aunque a ninguno nos guste escucharla
si no somos capaces de conciliar el sueño.

Pero tampoco hay de qué asustarse.
¿No habéis danzado nunca como los indios alrededor de la lumbre?
No sabéis entonces gran cosa de la vida.
Se danza cuando cae la noche y arde la luna.
Para que el resplandor sea visible desde la ciudad,
para que quienes contemplan el horizonte negro
ocultos tras las ventanas
se miren las manos,
salgan al campo
y se toquen la cara.


Ricardo Rodríguez
Leganés, 3 de enero de 2008

2/1/08

Calle Val de Dios



La calle Val de Dios está situada a los pies del Monasterio de San Martín Pinario. Bajando por la Travesa dúas Portas accedemos a ella por unos escalones resbaladizos y verdosos. Esta calle es casi tan estrecha como una cuerda marinera elevada del suelo unos metros. Una cuerda de trapecista.

A un lado; una hilera de casas bajas, de dos pisos como máximo. Al otro; el monasterio, muy alto, con muchas ventanas enrejadas de hierros, por las que no cabe una cabeza y quizá ni una mano. La calle sube al principio y baja después. Pero esto casi no se nota. Las paredes, además de musgo y hierbas, tienen meadas, y lagartijas en verano, que corren como la luz, chispazos verdes. En invierno hay caracoles; algunos pisados como mocos con costras. Las meadas son obra de borrachos que caminan a tumbos contra las paredes, y alguno se queda dormido, en esta calle tan recogida, con la pilila fuera y el pantalón mojado, como un niño con bigotes negros. Tumbado, esperando la patadita de un municipal que lo despierte, si despierta.

Por los calores, y por los humos de las cocinas, los vecinos abren las ventanas de sus casas, pero estas son tan bajas que al sacar las cabezas, se quedan a la altura de las rodillas del que pasa. Estas cocinas, estas salitas oscuras, pequeñas, miserables, con cristos y estampas viejas y cromos sagrados con marcos apolillados, y sonido de transistores con poca pila, le roban el alma al que cruza la calle. Al echar el ojo a través de las rejas, menos brutas que las del monasterio, nos parece estar viendo el interior habitable de un nicho. Un nicho triste. Dentro; una señora hace ganchillo, con unas gafas enormes que le tapan la cara, y un chal lleno de bollos por los hombros, que no sabemos dónde acaba la señora y dónde empieza el sofá; una chica estudia al lado de la ventana, por dónde no entra ni una sombra de luz, y los papeles están amarillos, de la bombilla de la lamparita que los alumbra; otra mujer en la cocina, de pie, mirando la pota en el fuego, y otra con la cara fija en uno, mientras pasa. Parece que va a decir algo, a saludar, y no dice nada; se queda mirándonos como una muñeca antigua desde un escaparate.

Es una calle muy silenciosa. Tanto, que impone un poco. Los ruidos siempre vienen de otra parte. Los que viven aquí cosen y leen en silencio, no hablan, y pegan a la oreja el aparato diminuto de radio. O están sentados sin moverse, y a veces se rascan la garganta con un gorjeo. Puede que la luz, escasa, de galería subterránea de piedra, les afecte y los paralice, sin que se den cuenta.

Acaba esta calle en escaleras, también, como empezó. Enfrente tenemos la Iglesia de San Francisco, aburrida, seca, cuadriculada, y nos parece que pesa muchísimo.

Miramos atrás y sentimos alivio por dejar atrás este cementerio de vivos. O de muertos.

Fotografía tomada de aquí.

29/12/07

EL PERRO EN EL TEJADO



Un perro en un tejado está en la situación de quien ha accedido con esfuerzo al lugar que otros ocupan por naturaleza. Es una situación extraña, o más bien que provoca extrañeza a los que ven asomar del tejado la cabeza canina.
El perro con vocación tegulística tiene que ejercitar sus músculos, afinar su equilibrio y compensar con aplomo la ausencia de garras. Dicho de otra manera, un gato en un tejado puede ser el más vulgar de los mininos, pero un perro en un tejado es, cuando menos, un perro muy especial.
En el tejado, el perro goza de una perspectiva doblemente privilegiada: ve desde allí lo que podrían ver los gatos, sin perder el punto de vista de los perros. Y digo lo que podrían ver los gatos, porque estos suelen limitarse a pasear por el tejado sin observar lo que desde allí se contempla.
El perro, por el contrario, ha subido al tejado para mirar desde allí y contárselo a los otros perros, a los gatos y a quien quiera escucharle. Esta intención informativa -y acaso redentora- del perro suele ser mal comprendida por los habitantes del tejado, que no son solamente gatos, sino también antiguos perros que en su día subieron allí y, a base de no mirar hacia abajo, parecen más gatos que los gatos propiamente dichos. Por lo que si el perro en el tejado desea ser inmune a tal mutación, deberá desarrollar pronto un escepticismo a tono con su condición de perro, de vigía, de solitario y de hereje.
He asistido en los últimos tiempos a la presentación de un libro que tenía todos los ingredientes de una fiesta de cumpleaños: discursos de los allegados, adhesiones inquebrantables, actuaciones artísticas y sorpresa del homenajeado, que no se lo esperaba; y, como en las fiestas de cumpleaños, invitados íntimos, menos íntimos y algunos que miraban, aplaudían e intentaban comprender las bromas privadas entre unos y otros. Eran los lectores. Pobres perros invitados a una fiesta de gatos.
He leído libros muy bien escritos, premiados y promocionados, elogiados por la crítica con generalizaciones altamente intercambiables. Y sin embargo los temas de los libros, su tratamiento, su estilo sumen a los lectores en un estupor intelectual considerable, en una espiral hipnótica hacia el aburrimiento, en un árido desamparo del espíritu. Primera posible consecuencia: los libros serán comprados por los incondicionales de las revistas culturales y los suplementos literarios, que propenden cada vez más al pensamiento único. Segunda posible consecuencia: gran parte de los compradores no terminarán su lectura, con lo que los laureados títulos pasarán a engrosar la Ingente Biblioteca Colectiva de Excelentes Libros sin Leer. Así se habrá dado un paso más en el camino de disociar calidad e interés.
Con los escritores de oficio escribiendo los unos para los otros y los críticos y editores pensando que imponen el gusto cuando lo que imponen es el disgusto, el lector, deseoso de ser seducido, se arroja en brazos de cualquiera capaz de hilvanar doscientas páginas con un mínimo interés.
He visto últimamente estas y otras cosas, que ni son las únicas ni las peores, y he meditado sobre ellas, que es lo único que puede hacerse ante el lógico devenir de la vida. Como no hay bien ni mal que cien años dure, llegará también el momento en el que los lectores, hartos de tener que elegir entre calidad correosa y bazofia de evasión, se declaren en huelga de ojos cerrados. Habrá entonces que regalarles los oídos con romances y trovas. Y el Precursor de los Editores de la Nueva Era dirá: “Pues que lo pide el vulgo es justo / fablar en prosa para darle gusto”. Esas palabras marcarán la feliz reinvención de la literatura.
Son cosas que aún están lejos, muy lejos, pero que ya asoman por el horizonte. Ya pueden ser intuidas, olidas, divisadas por el perro en el tejado.

23/12/07

Endogamia poética

En el número de Septiembre-Octubre de la revista Clarín hay algo muy interesante y que viene al caso. El caso es este debate, no tanto verso/prosa, como lo que es la poesía hoy en día, y si tiene sentido leer y escribir poesía actualmente. Por supuesto, aquí nadie es tan tonto como dudar de la pertinencia de leer a un Pessoa (en verso y en prosa), un Cernuda, Rosalía, cierto Juan Ramón, y ya no digamos un Dante, un Virgilio, los sonetos de Shakespeare.
El autor del texto sin desperdicio, hasta en las malevolencias, es Martín López-Vega y tuvo su polémica. Se titula "Si escribiera una poética diría más o menos algo así".

"Cada vez me gusta menos la poesía. En general, cada vez me gustan menos los gremios, y la poesía lo es, no solo de una forma social (congresos, lecturas, copas...): también los libros de poesía apiñados en las estanterías de mi casa son un gremio, y, si uno se descuida, acaban relacionándose más entre ellos que con el resto del mundo. Eso se nota en los libros de casi todos (incluidos los propios): más que lo que el libro nos dice sobre el mundo pesa lo que nos dice de la poesía. Y a mí la poesía solo me interesa por aquello que es capaz de decirme del mundo, por lo que puede explicarme de mi lugar en él, no por lo que diga del resto de la poesía. (...)
Escribo poesía porque quiero ser feliz, porque cuando una experiencia se pone por escrito se convierte en un escalón que ya hemos ascendido. Todo lo demás es literatura: o sea, palabrería, basura.
El problema de la poesía no es tanto lo que es capaz de decir como lo que no es capaz de decir. (...) Por eso no me interesa la poesía que se recrea en sí misma, que da vueltas una y otra vez sobre los mismos tópicos."

Y sigue. Tampoco voy a copiar todo. Pues esto era lo que uno entendía de la rivalidad verso/prosa comentada en el anterior post.

18/12/07

Prosa Vs verso

"Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es -lo creo de verdad- una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo."
(Fernando Pessoa, Libro del desasosiego)

8/12/07

UNOS ZAPATOS DE ANTE AMARILLO



Otra vez estaba allí sin saber qué hacía. Otra vez no había sabido decir dos veces no. Se miró a sí mismo y se encontró miserable y perdido. Ajeno a todo. La visión física que tenemos de nosotros mismos cuando no media un espejo es parcial y en escorzo superior. Él veía la cazadora que cubría su cuerpo y una perspectiva de piernas flacas que se perdía en los enormes zapatos amarillos. Le gustaban sus zapatos. Era lo único que le gustaba de él esa noche. Procuraba olvidarse de la conciencia de su cabecita desmedrada y despeluchada como la de un pollo recién nacido, y de su rostro débil e incierto y de la gran nuez que se paseaba arriba y abajo de su garganta. Se concentraba en sus zapatos de ante amarillo porque le parecía que esos eran los pies de aquel que siempre había querido ser. Un codazo y un rostro excitado y sudoroso ya. Se preguntó por qué todos sudaban menos él: ¿Quieres tomar algo? No, pensó. Una cerveza, dijo. Ramón le trajo la cerveza y se puso a su lado a beber otra. Detrás de ellos, las máquinas tragaperras, la de tabaco, la de juegos. Detrás aún la pared. Y detrás de la pared el pueblo desierto y frío con las estrellas congeladas contra el cielo de mayo. Las había visto al bajarse del coche, antes de entrar en el local que vibraba en la fila de casas de adobe. “La Panera de Benito” lo habían llamado, porque era así como se la conocía en el pueblo. El dueño era sobrino del tal Benito, le había dicho Ramón mientras iban de camino. Había hecho un buen trabajo. No había semana que no tocase algún grupo. Qué bien, había respondido él aunque no le parecía ni bien ni mal, ni tampoco sentía esa oscura emoción de Ramón por escuchar música en las paneras de los tíos ajenos. Pero las cosas eran así, Ramón era su amigo desde primero de EGB (tenían treinta y dos años ahora) y siempre se había ocupado de llevarle aquí y allá y él iba a donde le llevara Ramón porque era su amigo desde primero de EGB y aquí se cerraba el círculo y así eran las cosas.
El grupo de esa noche hacía música a un volumen diez veces superior al que él podía soportar, eso era lo único que sabía y la única opinión que podía abrirse paso a través de su cerebro devastado. Pero siempre era igual. Todos los grupos hacían música a ese volumen y él pasaba las noches de los sábados apoyado en la máquina de tabaco con sucesivas cervezas en la mano izquierda, llevando el ritmo con la cabeza y meneando la rodilla derecha, un alzamiento de cejas ante la llegada de los conocidos, poco más. Se preguntaba a veces, en las interminables veladas, si al resto de la gente le pasaría lo mismo que a él. Si soportarían el rito semanal de cerveza y estruendo pensando en las estrellas congeladas que habían entrevisto antes de entrar; imaginando que se prolongaba el silencio que les había acariciado a lo largo de la calle, desde que salieron del coche hasta que entraron en el vibrante local. Y les veía entregados y seguros. Tan convincentes. Al terminar, la excitación de Ramón, Son una caña estos tíos, ¿has visto como tocan? El batería es la hostia, tío. Y él, La hostia, ya lo creo. Sin pensar que mentía ni que dejaba de mentir.
La vio entre la gente, apoyada en una esquina, con una botella de cerveza en la mano izquierda y moviendo la cabeza al ritmo de las vibraciones. Los ojos, perdidos. El batería iniciaba en ese momento una brutal escalada hacia la demencia, que los aullidos del cantante intentaban ahogar. El teclado alternaba dos notas chirriantes como en un trance hipnótico y el bajo parecía no estar allí. Y ella, entre el humo, llevaba el ritmo con una placidez autista. El cuerpo allí, moviéndose de forma automática. La mente, muy lejos. ¿Otra cerveza? Pero no contestó a Ramón. En vez de eso, la señaló con la barbilla. ¿Esa?, dijo Ramón, Es una tía muy rara, amiga de no sé quién. Gritaba, y apenas podía oírle. Bueno, había dicho lo suficiente. La miró de nuevo. Su nariz la hacía parecer un extraño pájaro marítimo. Un pájaro sordo o tal vez atraído por chillidos que le resultaban familiares. Un pájaro que no sabía decir dos veces que no. Se preguntó cómo haría para que se fijara en sus zapatos amarillos. En esa panera reconvertida en manicomio, cualquier aproximación era incompatible con un buen comienzo. Las parejas se gritaban al oído frases cortas como lemas sin dejar por eso de llevar el ritmo con la cabeza. Todo era inmediato y todo se desvanecía al instante en el intento inconsciente de sobrevivir al ruido. Pero ella era rara, lo había dicho Ramón. Y eso era casi prometedor. Tal vez no habría que hacer nada, después de todo. Tal vez sólo mirarla de vez en cuando, su extraño perfil de alcaraván y sus ojos amarillos tan ausentes. Amarillos como los zapatos de ante. Permanecer allí toda la noche o todas las noches o toda esa enorme noche que eran las noches de sábado con Ramón, permanecer allí llevando el ritmo, imaginando silencio, alimentando la certeza de que en algún momento ella se fijaría en sus zapatos de ante amarillo.

25/11/07

COMADREJAS

Ese año hubo muchas comadrejas. Se las podía ver por todas partes, como relámpagos entre los trigos, asomando en la cuneta, cruzando veloces la carretera como las propias liebres. Su silueta alargada persistía un momento en la retina, proyectada en los párpados cerrados contra el sol. Yo sacaba la cabeza por la cabina del tractor para que me diera un poco el aire mientras subía la cuesta camino del pueblo. Era a la vuelta, cuando el atardecer ya era largo y daba tiempo a ducharse y pasarse por el bar de Emiliana antes de cenar. Se hablaba allí de las muchas comadrejas que había. Y también de cómo estaba la dueña.

Emiliana siempre había sido rara, de esas que parece que se lo debes y no se lo pagas, muchos aires de reina, lo de siempre cuando se ha sido y ya no se es. Cuando se murieron los padres de Agustín, sus suegros, ella se hizo cargo del bar. Decían que era para ganarse la vida, decían que era por entretenerse en algo cuando le venían los nervios. Total, lo mismo era.

El verano aquel hizo más calor que en veinte años. Salieron topillos por todas partes, y esa era la razón de las comadrejas según decía Vicente, que sabe de todo. Los topillos le gustaban mucho a Rafa. Se pasaba el tiempo espiándolos a la salida de sus madrigueras. Les ponía al alcance gusanitos, pequeños insectos. A veces conseguía que alguno se le pasease por el brazo hasta el hombro y entonces él se reía silenciosamente, en sacudidas emocionadas. Tanto como le gustaban los topillos odiaba Rafa a las comadrejas. Cada vez que enganchaba a una, la agarraba de la cola y la sacudía contra una piedra hasta que la reventaba. Una tarde trajo una, o lo que quedaba de ella. Entró en el bar y la puso de un golpe encima de la barra. Emiliana, que estaba sirviendo vino de la botella, lo tiró todo al suelo y se puso a chillar como una loca. Se la tuvieron que llevar adentro pataleando.

Rafa era, como se suele decir, un poco inocente. En invierno le tenían en un colegio especial, y en verano venía al pueblo. Se dedicaba a buscar topillos y a pedir a todo el mundo revistas de mujeres. Se entretenía recortando con unas tijeras la parte de las bragas, todas las fotos las recortaba igual a ver si encontraba algo debajo del papel. Si en un momento así lo interrumpías, se ponía muy violento. El resto del tiempo era un buen tío.

Fue un verano agobiante, el de las comadrejas. Las moscas no daban reposo ni dentro ni fuera. En el bar de Emiliana se arracimaban encima de las mesas, incordiaban posándose en la cara, en las piernas… y luego, el calor. Comentábamos los escotes de Emiliana cuando se inclinaba sobre la barra, comentábamos lo zalamera que estaba este verano ella que era tan altiva, y los sofiones que se llevaba el Agus, asomando a veces por detrás de la barra con su gorrilla de visera y su sonrisa de ojos guiñados. Hablar por hablar, para no hundirnos del todo en aquellos pozos de bochorno que nos mantenían presos y paralelos en nuestros sitios a lo largo de la barra. Matar el tiempo.

Que era la edad, opinaba Vicente. Que por fin había entendido Emiliana que le quedaba poco y había que disfrutarlo todo junto antes de que fuese demasiado tarde. Guiñaba un ojo cuando decía las palabras “todo junto” y Rafa iniciaba a la vez una risilla temblona y afilada que venía como de muy lejos a morir a sus labios. Parecía que entendía, el muchacho, comentábamos riéndonos. Y volvíamos a sucumbir a la modorra de aquellas largas horas.

Después de cenar nos íbamos al patio de Vicente. Su mujer sacaba clarete del que hacían ellos y nos quedábamos hasta las tantas. Se estaba bien allí con la trasera abierta, viendo pasar la gente. La mujer de Vicente se ponía en la calle a hablar con las vecinas. A veces venía Emiliana y se sentaba en una silla baja con mucho cruce de piernas y unas risas muy altas. “Ya está ahí tu novia”, le decía alguien a Rafa entonces. Y él parece que la venteaba y luego se quedaba enfurruñado y triste, al ver que nos reíamos. “No te preocupes, hombre. Cualquier día de estos se muere el Agus y te casas con ella”. Muchas noches Vicente sacaba un libro y nos leía trozos de novelas. Se acercaban entonces las mujeres y Emiliana suspiraba en los trozos que eran de amor. Un día, Rafa la ofreció un topillo de esos que siempre llevaba con él y ella se retiró con muchos gestos de asco “Qué pena de criatura -le dijo a la mujer de Vicente- un hombretón así con ese cerebro de mosquito…” Pero desde entonces, se arrimaba a él en el patio de Vicente. Hacía como si no, pero todos lo notamos.

Transcurría el verano, pero el calor no pasaba. Malhumor y hastío a lo largo del día, el campo recogido, casi nada por hacer. Bebíamos y volvíamos siempre sobre lo mismo. Los ojos y los escotes de Emiliana cada vez más hondos, Rafa pegado a ella con su mirada ida... La mujer de Vicente nos prohibió hablar de eso en su patio. “Cualquier día tenemos un disgusto -nos dijo-. Qué loca ha sido siempre la Emiliana. Yo no sé en qué está pensando esa mujer”. La mirábamos con una media sonrisa, cachondos e incrédulos, agotados de tedio y de calor. “No es para tanto, mujer…” “Sois unos insensatos, tenéis agua en los sesos…” “No es para tanto, maja…” “Al tiempo…”

El alboroto nos pilló en el bar, en uno de esos ratos entregados al sopor. Chillidos de Emiliana en la parte de atrás, alaridos como cuando Rafa le puso en el mostrador la comadreja. No pudimos conseguir que Rafa soltase al Agus hasta que vinieron los guardias, pero al menos evitamos que le siguiera golpeando la cabeza contra el tronco de la higuera. Aunque a veces me pregunto para qué. Ahora sigue asomándose a la barra con su gorrilla de visera que oculta los costurones, pero su sonrisa babea, y los ojos guiñados merodean en sus órbitas con una turbadora expresión indagatoria. De Rafa no sacamos nada en claro. Luego nos dijeron que lo habían internado. No lo hemos vuelto a ver. Emiliana ha vuelto a ser la de siempre. Altiva detrás de la barra, sin zalamerías ni escotes ya. Vicente, al que no se le escapa una, dice que del susto se le pasaron las ganas. Y que ella es la única que tiene la culpa de todo: del encierro de Rafa, de la baba en la sonrisa del Agus. Lo hablamos a veces en voz baja, apiñados en la barra como moscas de agosto. Nos dice Vicente que nos fijemos en Emiliana, en el gesto que hace sin querer: Emiliana se alisa la falda muy deprisa por encima de las bragas, muy deprisa y como con miedo, con sus manos finas de comadreja. Lo hace desde aquella tarde, que antes no lo hacía. Y eso que ha pasado tiempo ya…

Porque todo esto fue el año del calor, ese verano en el que el campo se llenó de topillos como los que le gustaban a Rafa.

15/11/07

Seis ideas de Pla sobre el realismo

Antes de que se nos muera el Círculo Solana por inanición, echaré mano de estas seis ideas de Josep Pla sobre el realismo. Que siga viva la llama del Manifiesto...


- Escribir una determinada impresión, sentimiento o idea teniendo en cuenta la totalidad del objeto y a la vez con la menor cantidad posible de palabras, con la mayor claridad, precisión y sobriedad.

- Una literatura de observación, de visión, de materialización, de alguna forma de conocimientos, de realismo, fina.

- Una literatura sin retórica, sin declamación, sin ínfulas.

- Nuestra estética está llena de limitaciones y su campo es la vida humana. Somos partidarios de la normalidad.

- El realce, el grafismo de las impresiones.

- La realidad es un fabuloso prodigio que se presenta ante nuestros ojos y ante nuestra sensibilidad, que no tiene límites, es inacabable.

(Diccionario Pla de literatura, Destino, 2001)

4/11/07

Veamos

Aquí.

Cupletistas de pueblo.