5/2/08

La aventura de la finca de Cooper Beeches

Sherlock Holmes, dejando a un lado la página de anuncios del Daily Telegraph, hizo el siguiente comentario:

-Es frecuente que el hombre que ama el arte por sí mismo saque los más vivos deleites de sus manifestaciones menos importantes y más humildes. Me resulta agradable observar, Watson, que usted se halla tan poseído de este verdad, que en los pequeños relatos de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, embelleciéndolos de cuando en cuando (no tengo más remedio que decirlo), ha dado usted la preeminencia no tanto a las muchas causes célèbres y a los procesos sensacionales en que yo he figurado, como a esos otros sucesos que en sí mismos eran triviales, pero que proporcionaron ocasión para el empleo de las facultades de deducción y de síntesis lógica en las que yo me he especializado.

-Sin embargo –le dije, sonriendo-, no me considero completamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis relatos.

-Quizá usted se equivocó –dijo él a modo de comentario, agarrando con las tenazas una brasa del fuego y encendiendo con ella la larga pipa de cerezo que solía sustituir a la de arcilla cuando le dominaba el humor polemista más que el reflexivo-, quizá usted se equivocó al intentar inyectar colorido y vida a cada una de sus exposiciones, en vez de limitarse a la tarea de poner por escrito el severo razonar de causa a efecto, que es verdaderamente el único rasgo notable del asunto.

-Yo creo haberle hecho a usted plena justicia en ello –le contesté con algo de frialdad, porque me inspiraba una especie de repulsión el egoísmo que más de una vez había podido comprobar que constituía un factor preponderante en el extraordinario carácter de mi amigo.

-No, no se trata de egoísmo o de presunción –me dijo Holmes, contestando, como tenía por costumbre, a mis pensamiento más bien que a mis palabras-. Si yo pido plena justicia para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, una cosa que está más allá de mí mismo. El crimen es cosa vulgar. La lógica es cosa rara. Por consiguiente, usted debería hacer más hincapié en la lógica que en el crimen. Usted ha rebajado lo que debería haber sido un curso de conferencias hasta reducirlo a una serie de novelas.

Ocurría esto en una fría mañana de principios de primavera, y nos hallábamos sentados, después de desayuno, a uno y otro lado de un fuego acogedor, en nuestra vieja habitación de Backer Street. Una niebla espesa flotaba a ras del suelo entre las hileras de casas color pardo, y las ventanas de enfrente se percibían como manchones oscuros e informes a través de las espesas espirales amarillas. Teníamos encendido el gas, y éste brillaba sobre el blanco mantel y sobre la superficie tersa de la vajilla de porcelana y de metal, porque aún no había sido desocupada de la mesa. Sherlock Holmes había permanecido silencioso durante toda la mañana, sumiéndose constantemente en las columnas de los anuncios de una serie de periódicos hasta que, al fin, pareciendo renunciar a su búsqueda, había salido a flote, de humor no muy templado, para darme una conferencia acerca de mis defectos literarios.

-Al mismo tiempo –comentó después de una pausa, durante la cual estuvo dando chupadas a su larga pipa y mirando fijamente al fuego-, difícilmente puede alcanzarle una acusación de sensacionalismo, porque, entre los casos en que usted ha tenido la amabilidad de interesarse, hay un importante proporción que no tratan en modo alguno de crímenes, en el sentido legal de la palabra. […] Pero yo me temo que al evitar lo sensacional, haya usted bordeado lo trivial.

-Quizá haya sido ése el resultado –le contesté-, pero yo sostengo que los métodos han sido nuevos y de interés.

-¡Bah, querido compañero, el público, el gran público distraído, incapaz casi de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un compositor por el pulgar de su mano izquierda, se preocupa muy poco de los matices delicados del análisis y de la deducción! Pero, en efecto, si usted es trivial, yo no puedo censurarlo, porque los tiempos de los grandes sucesos pertenecen al pasado. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda iniciativa y originalidad. En cuanto a mi pequeño consultorio, parece que está degenerando en una agencia de recuperación de lápices perdidos y de consejos a jovencitas de internados escolares. Sin embargo, creo que, al fin, he tocado fondo. Me imagino que esta carta que he recibido esta mañana señala mi punto cero. Léala.

Me echó desde donde estaba una carta arrugada. Estaba fechada en la plaza de Montague la tarde anterior, y decía así:

"Querido señor Holmes: tengo grandísimo interés en consultar con usted si debo o no aceptar un empleo que me ofrecen como institutriz. (...)"

1/2/08

Mvdlm

Le dio vueltas sin fortuna a la primera frase, en un esfuerzo de siglos, y luego de escribirla salió a la calle a que le diese el sol blando de aquel verano en sus mejillas resplandencientes. Uxío había heredado de su padre cierta continencia gestual y una nariz simpática que elevaba con gracia cuando creía ver algo decisivo, en su única licencia al destino, y así debió hacerlo al dejarse caer con la espalda pegada al primer muro de piedra desconchado y gris que encontró camino del Ayuntamiento. Respiraba ruidosamente, como una locomotora que empieza a fallar, y trató de darse aire moviendo las manos con violencia cerca de la cara. No sabía si ir a la playa o morir: era tal su aspereza. Pero llegado el momento se subió al coche sin decir palabra y ya en Areas, pateando alguna desolada piedra en aquel resplandor azul insomne, dijo a quien quisiera escucharle que Petra le había dejado por otro. No hizo aspavientos ni levantó la voz. Sólo daba vueltas alrededor de sí mismo, muy despacio y sin rabia, y de vez en cuando maldecía a las gitanas: las llamaba putas infames, enviadas del diablo y cosas aún peores, y ocultamente pasaba revista a su alrededor.

Al día siguiente se encontró con la respuesta a su email, y contestó sin perder tiempo que dónde se había visto a una gitana en internet: a una gitana limpiadora de casas, añadió casi gritando. Y qué persona en sus cabales contrataba a una gitana para que le limpiase la casa, salvo que fuese una limpieza estricta. Lo envió casi sin pensarlo, en un frío golpe de ratón (el índice apoyándose sin fisuras, obedeciendo una orden oscura y lejana) y la tecnología hizo el resto. Pasaron tres horas antes de que le rompiesen los pies con un método que aún en su dolor pensó demasiado sofisticado para ser gitano: entre tres lo tuvieron sujeto para que un hermano de la agraviada estirase los tobillos en el desnivel de la acera. De hacerlos pedazos se encargó el padre con unas botas de invierno. “Estos gitanos: qué respeto por la jerarquía”. Cuando acabó, cuando lo encontraron sin haber perdido aún el conocimiento echado en un suelo de piedras, pensó en lo que pensaría cualquiera: seguía enamorado, porque el amor no es algo que uno lleve en los tobillos, pero había sido mejor que le partiesen ahora los pies y no la cabeza si le llegan a sacar de los pétalos perfumados de su gitana el pañuelo aún más blanco de lo que había entrado.

Si la volvió a ver, nada dijo. Pontevedra es una ciudad tan pequeña que parece una trampa. Tampoco hubo más represalias: dio la paliza por buena y no recurrió a los juzgados. Otros se paseaban por ahí con la cara estropeada y aún seguían llevando gitanos entre denuncias felices a la Parda: la furgoneta los vaciaba en los juzgados y a los tres días lo vaciaban a él en Montecelo. Se tiró tres meses de baja y aquel verano se le veía conduciendo una silla de ruedas dejando caer los párpados al sol, marchitando la oportunidad de un amor perdido con brío, y se le veía en ocasiones cercano al tedio junto a una copa de vino blanco muy fría, casi helada, y el periódico todavía por abrir.

En aquella etapa sólo se permitió elevar una vez la nariz, ya a finales de agosto. Pontevedra se había cubierto de ese espesor casi otoñal: niebla baja alguna mañana como aquella, presagiando el frío, y tipos arrogantes de traje y maletín caminando sin rumbo de un lado a otro mientras las terrazas de A Verdura y A Leña comenzaban un declive hermoso, casi fantástico, que entusiasmaba a los excursionistas de la tercera edad. Él se secaba el sudor de la frente, de sus gordas mejillas y la esponjosa carne de su nuca en un movimiento continuo y circular, con una íntima pesadez que remitía a un profundo desasosiego. Se había puesto en los noventa kilos y pensó que aquello era el final: que nunca más volvería a caminar, no al menos por su propio pie.

Cuando estaba a punto de embargarse por esa emoción desconocida (la emoción que asalta a los discapacitados por lesión o por mera obesidad a la hora de enfrentarse al drama de su fiel destino) creyó verme entre la desolada multitud que cruzaba a las horas del mediodía la Peregrina para desembocar en la tristeza de una oficina o un bar. La multitud desperdigada, informe y serena que camina por una ciudad a ciertas horas cargando el dolor de una vida echada a los cerdos. Elevó entonces la nariz de una forma tan graciosa que mismo parecía el rabo de un perro dando aire a su alrededor. Cuando me tuvo delante estiró el brazo de repente, y al atrapar mi mano (su mano enorme, como un guante de beisbol empapado en sudor y desidia, y el murmullo insípido de la gente alrededor rumiando su desgracia) me tiró hacia él con violencia y caímos los dos rodando, inseparables, en una escena imposible.

Pensé que yo no podía hacer más por él que eso: rodar por el suelo como un ovillo de lana que va dejando su penoso rastro mientras se deshace a los ojos de la gente. No se lo dije porque durante años fue mi mejor amigo y todavía algo se agitaba en mi interior. Algo entre el asco y la nostalgia, cierto, y el atisbo de cierta indolencia compartida que ya había sepultado los años. Estaba acabado: eso ya lo decidía él mismo al renquear su nariz contra la copa de cristal sin que yo diese nada por seguro. En aquel sopor del final del verano, con la luz desagradable del mediodía batiéndose en la ciudad perfectamente triturada, contó su amor gitano y la luna de miel que le había regalado su suegro. La primera línea de su email, y la última de su epílogo. Se enamoraba de mujeres y luego las mujeres lo abandonaban a él, resumió sin ganas. Llevaba una vieja camiseta de Fido Dido y los pantalones abiertos por la bragueta, en un gesto muy suyo al sentarse. Estaba sentado en lo que parecía su bar de siempre, detrás de la Peregrina, y la parroquia (empleados de banca en la hora del vino, comerciales ya borrachos y algún jubilado gracioso que se entretenía haciendo bolas con la miga del pan del pincho) lo trataba con desdén. Se sabía miserable pero había decidido, quizás aleteando brevemente aquella nariz regordeta y sin forma, cubierta por una gruesa película de sudor, no tener ningún empeño en disimularlo.

Yo no estaba mejor que él, pero callé por prudencia. Llevaba conmigo la fatiga y el desaliento, y sólo a su lado pude recuperarme durante unos instantes. En el silencio esperábamos algo que nos rescatara, instalados en la desolación de no saber qué más contarnos después de ser uña y carne (y entonces, tantos años después, supe que yo había sido la uña). Como permanecía de pie, pensando en lo que sólo un hombre puede pensar cuando está profundamente triste, él me extendió una silla junto a él: el futuro de una tarde prometedora al pie de la Peregrina, viendo desfilar las cervezas y las mujeres en un tibio ejercicio de nostalgia. Una conversación tranquila y nada desesperada, en franca hermandad: lo mío y lo tuyo, sin los apuros de la vergüenza. Sus negociados, más bien. Aquellas propuestas del infierno que te planteaba en cuanto te veía descuidado. Las había aceptado y las recordaba con amargura. Otros antes que yo habían ido por el mismo camino. Y mientras le buscaba uno los ojos y él los agachaba o los desviaba (la mera culpa, hollándole con furia), no dejaba de canturrear: “Nada bueno, nada bueno”.

Tuve que haber dicho que no, de ninguna manera.

Tuve que haber apoyado mi mano en su hombro, apretárselo con ese cariño que uno le reserva sólo a ciertos momentos de la infancia y decirle la verdad, aunque sólo fuera por una vieja lealtad aún no traicionada. Mirarle a sus ojillos pequeños, que sobresalían de las bolsas de grasa que se le habían ido acumulando en la cara de un año para otro, y esperar aquella comprensión desnaturalizada con la que él brindaba a los sinceros. “Me esperan mis padres para comer, llevo varios días durmiendo fuera y necesito descansar una semana. Mírame: te he dicho que me mires. ¿Ves mi mano? Este anillo es una impostura desde hace meses. Paula vive en Madrid no porque trabaje en Madrid, sino porque allí alguien ha conseguido metérsela mucho mejor que yo”. Le habría finalmente dado un abrazo, nos hubiéramos ido al suelo si a él le seguía haciendo tanta gracia, y después de rodar varios segundos me levantaría, me sacudiría el pantalón mirando de reojo alrededor y me iría calle arriba, sumergido felizmente en aquella aplastante, deliciosa rutina.

En el caso de no apetecerme dar muchas explicaciones también podía llamar a los gitanos a que le diesen una paliza.

Pero las cosas nunca suceden como uno las piensa años después.


Noviembre, 2007

29/1/08

MAYO



Y un día se perdió mayo. Lo busqué donde siempre, a continuación de abril, antes de junio. Pero no estaba. Miré en los otros cajones del escritorio, incluso saqué el cajón donde dormía con los demás meses esperando su turno, por si se había colado por detrás y estaba arrugado en el hueco... Nada.
Que se perdiera mayo era una cosa insólita. Nunca en toda mi vida se me había perdido ningún mes. Nunca, desde que con doce años estrené la primera agenda. Cada octubre salían al mercado los recambios del año siguiente y yo lo sabía porque precisamente el día uno de octubre había una anotación que se perpetuaba de año en año: Comprar recambios. Así que iba a la sección de papelería de El Corte Inglés y compraba el paquete con el planning anual, la libreta de direcciones y la agenda propiamente dicha, a día por página. Llegaba a casa y lo guardaba en el cajón, justo debajo de los meses restantes (noviembre y diciembre). El último día del año desenvolvía con mano trémula el pequeño paquete de celofán y procedía a actualizar mi agenda de anillas renovando direcciones, sustituyendo el planning anual y, por fin, separando enero y febrero del resto de los meses y enganchándolos en las anillas de mi agenda. Era el momento cumbre de las Navidades. Mi momento. A mi alrededor, Lucía me metía prisa para que me arreglara para la fiesta de Fin de Año. Iban a venir sus padres, decía, y todo el mundo, y ya estaba todo listo, hasta ella estaba casi arreglada, gruñía mientras se ponía un pendiente y un zapato en precario equilibrio, a pesar de que como siempre toda la organización había ido a sus espaldas, y se ponía el otro zapato y enseñaba los dientes al espejo y se limpiaba un diente manchado de carmín, porque lo que era yo, sentado toda la tarde y jugando con mi agenda... “Estoy desenvolviendo un año de mi vida”, le decía yo y ella me miraba de lejos, tomando distancia, y me preguntaba si al final me había acordado de comprar el foie y yo le decía que sí, que por supuesto, lo tenía allí apuntado, treinta y uno de diciembre, comprar el foie, “Dichosa agenda -decía ella-, menos mal que sirve para algo”.
El día veinte de abril -sacar mayo y junio-, abrí el cajón y cogí el pequeño bloque de hojas. Uno de junio, ponía la primera; ¿uno de junio? Me puse a buscar mayo por todas partes, pero como si nada: mayo había desaparecido. Pasé los últimos diez días de abril en una creciente perplejidad. En el planning anual, mayo aparecía cuajado de citas y compromisos anteriormente adquiridos, así que intenté arreglármelas con eso. Me fabriqué un mes de mayo en hojas blancas, en cada una de las cuales escribí de mi puño y letra el día de la semana y el del mes. Pero no conseguía creérmelo. Había un mayo por ahí que era mi mayo, y ese se había perdido.
El veintisiete de abril llegué a la conclusión de que iba a morirme tres días más tarde, y me metí en la cama, preso de una aprensión como nunca he sentido. “Tiene gripe”, le dijo Lucía a su madre, y le llevó a los niños a su casa, a pesar de que yo le decía con voz ahogada que quería tenerlos cerca en los últimos momentos. “Qué últimos momentos ni qué ocho cuartos -decía Lucía mientras les ponía las mochilas-, desde luego, qué malos enfermos sois los hombres, venga decidle adiós a papá, no, sin besitos, de lejos, que no os pegue nada”. Mis hijos saludaban con la mano desde el umbral de la puerta y se iban, con sus mochilas a la espalda, disolviéndose en mis ojos llorosos. Sabía sus cumpleaños, siete de agosto, cumpleaños de Luisito, doce de octubre, cumpleaños de Almudena, pero apenas nada más: que tenían entre siete y cinco años, que tocaban el violín, jugaban al tenis y montaban a caballo, creo. Me pregunté si habría violines y raquetas suficientemente pequeños para ellos, me pregunté cómo demonios podrían subirse mis hijos a un caballo y luego me quedé allí llorando el resto del día porque no quería morirme el treinta de abril, treinta de abril, morirme. Me hubiera masturbado, pero no tenía ganas.
El veintiocho era lunes y acudí como pude a mis citas, y el veintinueve y el treinta. Y el treinta por la noche le dije a la espalda de Lucía que la quería y ella me dijo que a qué venía eso y yo le pregunté que si ella no me quería a mí y ella se quedó con el tarro de crema en una mano y el algodón en la otra y me miró a través del espejo con sus ojos tan negros en la cara blanqueada, y me dijo que claro que me quería, que para eso era mi mujer, ¿o no?, pero que yo estaba muy raro, que a ver si lo que tenía era la famosa crisis de los cuarenta, que a ver si lo que pasaba era que se me había cruzado alguna de esas, dijo, de esas lagartas, y yo sonreí, pero muy triste, y le dije que no, que lo que pasaba es que no quería morirme, pero que se me había perdido mayo y no sabía cómo llegar hasta junio y al llegar ahí me eché a llorar, y entonces ella se quitó la crema de la cara con el algodón y vino hacia mí y puso mi cabeza en su pecho y dijo que trabajaba demasiado y empezó a bajar la mano hacia mi pantalón y yo entonces lloré más fuerte, y ella se separó de mí y se metió en la cama sin volver a decirme nada más.
Pero el uno de mayo no me había muerto. Me dormí sin darme cuenta y me desperté de pronto, a las ocho y media, uno de mayo y estaba vivo. Me puse tan contento que fui a hacerle el amor a Lucía, pero ella me dijo que no eran horas, y que eso, ayer. Así que me vestí y salí a la calle, y como no tenía nada que hacer me senté en el banco de la esquina y conté los pocos coches que pasaban. A las once y media gritaron mi nombre y era Lucía desde la terraza. Subí y me dijo que menudo susto, que dónde me había metido, que estaba muy raro y que nos íbamos al chalet. Pero como no había ninguna hoja que pusiera Uno de mayo, Fiesta del Trabajo, ir al chalet, yo no me sentía tan obligado como otras veces, así que le propuse que nos fuéramos al zoo con los niños, “Tú estás loco”, me dijo ella, y los niños dijeron que ya habían ido al zoo con el cole, y a una reserva natural de animales también y al parque de bomberos y a una fábrica de galletas, “Ay, Señor -murmuró Lucía mientras le ponía a Almudena unos lazos en las trenzas-, haciendo de padre a estas alturas, lo que nos faltaba”.
El día dos de mayo me fui a pasear por la calle de Alcalá y llegué hasta la plaza de toros. Me compré un abono para las corridas de San Isidro y eso me hizo recordar a Mónica, que es vegetariana y está contra la Fiesta Nacional. También yo, pero sin mi mayo me sentía caminando en el aire; llamé a Mónica, de todas formas, y quedamos en su casa. Hacía unos ocho años que no nos veíamos porque yo nunca tenía tiempo. “Eso no es verdad -me dijo ella-, lo que ocurre es que pasas tu tiempo con tu familia o trabajando, pero tenerlo, lo tienes”. “Ahora no tengo mayo”, le dije yo, y ella me preguntó y yo le conté la historia de mi mayo perdido. “Estás loco”, me dijo ella, y es en lo único que coincidía con Lucía desde que yo las conocía a ambas. Así que como no tenía apuntado en el dos de mayo ninguna cosa en particular, es más, como no tenía dos de mayo propiamente dicho, le propuse a Mónica que nos fuéramos a Cuba esa tarde y que por favor no mirase su agenda para ver si podía, no fuera a ser que saltara de allí su dos de mayo y se instalase en la mía, porque ya empezaba yo a encontrarle gusto a eso de habitar en un mes inexistente. Mónica dijo que lo de Cuba era imposible, pero que podíamos acostarnos juntos como antes, ahora que tenía tiempo para ella. Le dije que lo que no tenía, justamente, era tiempo, que me faltaba un mes, un mes menos un día hasta llegar a junio, que era como caminar por un puente de cristal por encima del vacío de la vida. “Es la coca, ¿verdad? -me respondió-, la coca o alguna mierda de esas, lo veía venir -dijo-, no soportas ni la tensión, ni la competitividad ni la falta de ética del mundo en el que te has metido”. Pero yo le dije que no era nada de eso, que no tomaba coca -¿día quince de enero, comprar coca? ¡absurdo!-, que era sólo que me faltaba un mes, el mes de mayo, no era tan difícil de entender, creo. Me dijo que no gritara, que no me pusiera nervioso, y me fue empujando hasta la puerta. Lloraba cuando cerró, “Cuídate”, me dijo antes de hacerlo.
El día tres me llamó Carlos al móvil, “¿Te has olvidado de la reunión? Te estamos esperando”. Yo estaba en el Retiro comiendo unos barquillos. Había pasado la noche debajo de un banco, porque hacía buena temperatura y la tierra estaba blanda y permitía acomodar la cadera en un pequeño hueco, como nos habían enseñado a hacer en aquel curso de supervivencia, cuando el viaje de objetivos a Cartagena de Indias. Le dije que no me constaba ninguna reunión, “¿Has perdido la agenda?”, “Sólo mayo - le contesté-, pero no es tan malo como parece”. Se rió con ganas al otro lado del teléfono, “Bueno, vale ya de coñas -me dijo luego-, ¿vienes o qué? He llamado a tu casa y Lucía está con un ataque de nervios, yo en eso no me meto pero el trabajo es el trabajo”. Intenté visualizar la página del tres de mayo, tres de mayo, sábado, diez de la mañana, reunión; pero en lugar de eso vi como unos chicos botaban una canoa en el estanque. “Te llamo luego, Carlos”, dije, y colgué el teléfono, y como le conozco desde hace mucho tiempo -a Carlos, digo- y sé que es muy pesado, lo fui desmenuzando -al teléfono, claro-, le quité la pila, la carátula, la pantalla -que salió fácilmente después de golpearla contra la esquina de mármol de un quiosco- y fui sembrando de trocitos el Parque del Retiro.
Hoy es treinta y uno de mayo y estoy sentado delante de mi casa, con maletas y cajas a los pies, esperando un taxi. Ayer llegué de Cuba, pero antes estuve viviendo en la gruta del estanque del Retiro, donde conocí a un profesor de filosofía que se gana la comida diaria haciendo papiroflexia; juntos fuimos a las corridas de la feria de San Isidro y luego nos despedimos en el aeropuerto: yo, camino del Caribe; él, de su gruta. El profesor me dijo que a él, hace bastante tiempo, se le perdió inexplicablemente el día de su cumpleaños y desde entonces no ha envejecido. “Es una pena que yo cumpla los años en junio”, le dije, “Nunca se sabe”, me contestó el profesor. Ayer, pues, llegué de Cuba y me presenté en mi casa, donde Lucía estaba con sus padres y los dos niños. Al verme se pusieron a gritar, tal vez porque no he vuelto a afeitarme desde que me fui de casa ni a cortarme el pelo desde el quince de marzo, quince de marzo, peluquería. En la confusión que siguió, me pareció entender que estaba loco, que era un irresponsable, que Lucía se quería separar de mí y que mis hijos estaban muy avergonzados. Les dije que no era para tanto, que simplemente había perdido mayo y el forro de la vida se había descosido durante un mes, pero yo había conseguido sortearlo o casi, que pasado mañana sería junio y yo volvería, con cierta pena pero volvería, esperando tal vez el regalo de otro mes perdido algún tiempo más tarde, pero allí estaba, uno de junio, limpieza dental y revisión del dentista; acompañar a Lucía, y eso es lo que haría. No podría asegurarlo, pero creo que fue entonces cuando mi suegra me mordió. Así que salí de allí, me busqué un apartamento y hoy he vuelto a recoger mis cosas. A partir de mañana tengo apuntadas varias gestiones urgentes: uno de junio, anular la visita al dentista, ordenar las cajas de la mudanza, dos de junio, buscar nuevo trabajo, tres de junio, ir a ver al abogado para lo de la separación. Es curioso porque allí en Cuba, como en el Retiro, no apuntaba nada, pero las cosas me venían a las manos antes de que tuviera que recordarlas. Y sin embargo, aquí voy perdiendo la memoria de lo que allí pasó. Se me ha ocurrido que tal vez si pudiera encontrar por algún sitio este mayo que ahora acaba, aparecerían escritas en sus páginas notas o referencias de lo que hice, a modo de diario. He llamado a Lucía por el telefonillo y le he encarecido que, si por casualidad, en alguna limpieza o ahora que va a cambiar la decoración, se encuentra con mi mayo traspapelado y perdido, que por favor no deje de avisarme. “Esto te cuesta la custodia de los niños”, me ha parecido entender que decía antes de colgar.

28/1/08

ALMENDRAS

Nunca me gustó el sabor de las almendras. Bueno, quizás sí, en algún momento de mi niñez más temprana pude disfrutar del gusto de unos almendrucos recién machacados con una piedra al pie del árbol, o de unas almendras tostadas, servidas en el bar del pueblo junto al botellín de cerveza de mi padre, un domingo a mediodía. Pero no lo recuerdo. Y todo, por culpa de mi hermana. A los nueve años, Elisa era una pequeña arpía, una bruja en miniatura, aunque nadie, excepto yo, fuese capaz de darse cuenta. Los demás sólo veían su melena incendiaria, su tez blanca, salpicada de unas cuantas pecas en los lugares precisos para hacerla irresistible, y sus ojazos azules, en los que daba la impresión de poder zambullirse. Pero yo, con tan sólo tres años menos que ella, era la víctima ideal de sus calculadas travesuras, de sus crueles experimentos y, sobre todo, de sus venganzas implacables. Mi hermana Elisa era mala, enrevesadamente malvada, sin una pizca de compasión ni piedad en todo su ser, y con una capacidad de disimulo que no parecía posible que pudiera concentrarse en una personilla tan diminuta. En la edad en que los padres aún son poco menos que Dios, todopoderosos e infalibles, yo llegué a la conclusión de que Elisa le daba mil vueltas a mi madre, y que tan sólo mi padre tenía el poder sobrehumano de frenar sus impulsos malévolos. Pero eso fue solamente hasta el día en que intentó envenenar a nuestra hermana pequeña, con una mezcla de polvos de talco y harina de cinco cereales con miel. Casi logró hacer creer a mi padre que había sido nuestra madre la que se había equivocado al preparar la papilla. Creo que fue entonces, al sentir los retortijones después de rebañar el cazo donde mi madre había preparado el desayuno a la pequeña Angela, cuando fui totalmente consciente de que Elisa no bromeaba. Y lo que aún me aterró más, tuve la certeza de que había pasado de ser el hermanillo pequeño al que mangoneaba y pegaba pellizcos por debajo de la mesa, a convertirme en su enemigo más detestado y, por añadidura, en su víctima número uno.

Fue una semana después de que mi madre le levantara el castigo por lo de la papilla cuando Elisa me retó. Era habitual en ella intentar buscarme las cosquillas así, hurgando en mi incipiente orgullo masculino, para luego humillarme públicamente, sirviéndose de su innata picardía y de la ventaja de ser la mayor. Pero aquella vez fue distinto. Supongo que aún estaba fresca en su memoria la cara desencajada de mi madre, abrazada a Angela, gritando a mi padre que se llevase a Elisa lejos, donde no pudiera verla. O el silencio hiriente de mi padre, inmune por primera vez a sus súplicas durante los dos días en que permaneció encerrada en su cuarto, junto a dos litros de leche, dos barras de pan y el orinal desportillado de la bisabuela Rosalía. ¿Y quién era el responsable de todo aquello, si no el idiota goloso que había tenido que rechupetear la cuchara y el cazo antes de que la llorona mofletuda hubiese tenido tiempo para empezar a tragarse su papilla asquerosa? Yo estaba convencido de que Elisa haría algo contra mí, y que nada ni nadie podría evitarlo. No esta vez. Cuarenta y ocho horas de encierro dan para mucho, y más en el interior del cerebro retorcido y maquinador de mi hermana. Por eso, cuando me propuso lo de las almendras, supe que no podía decir que no, porque era su venganza, y nadie que yo conociese había podido escapar hasta entonces de la ira vengadora de Elisa. La satisfacción de haber salvado la vida a mi otra hermana gracias a mi afición obsesiva a lamer platos y cacerolas antes de hacerlos pasar por el fregadero, únicamente me sirvió para hacerme más temerario y olvidar por un momento que, aunque esa vez había perdido, Elisa siempre terminaba por ganar. Así que, borracho de amor fraternal y con la autoestima por las nubes, acepté. A fin de cuentas ¿por qué no podía ganar a mi hermana comiendo almendras? Vomitar era algo que siempre podía terminar haciendo, y una derrota vergonzante para Elisa era algo tan tentador que bien valía pasar un mal rato con la cabeza dentro de la taza del water.

La cita era en su habitación, después de cenar. Esa noche mi madre nos había preparado unas natillas con isla flotante, mi postre favorito, que con todo el dolor de mi corazón rechacé por primera y última vez en mi vida. La cara de mi madre cuando me oyó decir que no tenía más hambre sólo fue más elocuente que mis miradas lastimeras a las copas rebosantes de crema color vainilla y esponjosas claras a punto de nieve bañadas de caramelo. Creí morirme cuando mi padre la emprendió con mis natillas, después de liquidar las suyas, pero con un estoicismo que dejó a todos con la boca abierta, pedí permiso para retirarme de la mesa y jugar un rato con Elisa en su cuarto antes de acostarnos. Mi hermana se había sacado de la manga un oportuno dolor de tripa, y no había cenado, así que no fue difícil que mis padres me permitieran pasar un rato haciéndola compañía. Cuando abrí la puerta, la encontré sentada en la cama, con dos cuencos llenos de almendras crudas. Elisa volvió a sugerirme la posibilidad de retirarme, reconociendo que era incapaz de ganar a una niña en lo de comer almendras, pero yo le respondí con impaciente brío que me diese mi tazón, que tenía sueño y quería acostarme cuanto antes. Con una lentitud de movimientos que no hizo sino exasperarme aún más, mientras el recuerdo de mis natillas en el estómago de mi padre aún me escocía, Elisa me puso el cuenco entre las manos y me dijo que no tuviera tanta prisa, que había unas reglas, como en toda apuesta seria. Teníamos que comernos por turno las almendras, de una en una, hasta que uno de los dos reconociera ser incapaz de comer ni una sola más.”Pero si tampoco hay tantas, vaya apuesta más tonta”, exclamé, sintiendo al mismo tiempo el terrible presentimiento de que mi hermana escondía algo diabólico tras la fachada de un desafío tan estúpido. “Empiezo yo, que soy la mayor, y tu eres un mico”, me espetó, y se comió la primera almendra. Yo me abracé a mi tazón, y mirándola a los ojos intenté encontrar algo que me diera una pista de por dónde me iba a venir esta vez el golpe. Pero ella se limitó a sonreír, y poco pude sacar en claro del mar embravecido que esa noche me parecieron sus pupilas. Sosteniéndole con ímpetu la mirada, me metí una almendra en la boca; no necesité más de dos segundos para darme cuenta de que tenía ante mi el nauseabundo reto de comerme cerca de treinta almendras amargas. La piel se me erizó cuando me la tragué, y Elisa cogió su segunda almendra. Apenas tuve tiempo para recuperarme del espantoso gusto de la primera cuando me vi con la segunda almendra entre los dedos. No recuerdo cuántas veces la endiablada risita de mi hermana me anunció que tenía que masticar y lograr tragarme otra almendra amarga, porque pronto perdí la cuenta por culpa de los escalofríos y las arcadas, que me atenazaban el estómago y me obligaban a cerrar los ojos. Era la única forma de conseguir tragar la pasta repugnante que amenazaba con salirse de mi boca, y de paso dejar de ver durante unos instantes la socarrona expresión con que Elisa anticipaba la celebración de su victoria. Paramos porque mi madre entró de repente, y, zarandeándonos por el pasillo, nos obligó a lavarnos los dientes ipso facto, mientras maldecía y juraba que no volvería a perder el tiempo haciendo postres primorosos cuando lo que nos gustaba era inflarnos a almendras a escondidas antes de dormir.

Me he pasado más de veinte años sin comer almendras. Por eso no me explico por qué esta noche he tenido que coger una del platito que ese camarero avinagrado nos ha puesto con las cañas. He dejado de toser, pero ya no puedo respirar, y tan sólo un hilillo de aire consigue abrirse paso hasta mis pulmones. Alguien me golpea inútilmente en la espalda. Mi cabeza suena horriblemente hueca cuando, desvanecido, caigo como un saco de patatas contra una papelera metálica inexplicablemente vacía en un bar que siempre he visto lleno a reventar. Mi jefe grita que llamen a una ambulancia. Nunca le había visto así, él, siempre tan dueño de sí mismo, y ahora al borde de la histeria. Sonrío interiormente por haber sido capaz de hacerle perder los nervios. El camarero me mira como si ya me hubiese muerto y fuese un estorbo que le va a tocar barrer antes de cerrar. Pero aún no debo ser cadáver, porque les oigo chillar, aunque cada vez menos fuerte, hasta que de pronto, el silencio lo invade todo, y sólo veo las caras desencajadas de mis compañeros de trabajo, moviéndose con insoportable lentitud, con una parsimonia que me recuerda a las imágenes a cámara lenta de los atletas en las llegadas a meta. El suelo está lleno de cáscaras de gambas, palillos usados y servilletas pringosas de grasa. Ayer no me cambié de calzoncillos. Mi mujer me había encargado recoger el traje azul del tinte. Espero que no se enfade mucho, porque creo que me he desnucado.


Bautizo

"Alguna vez me contaron en la casa familiar, en Sevilla, cómo durante la fiesta que siguió a mi bautizo, al arrojar mi padre desde un balcón al patio lo que allí llamaban 'pelón', mis primos y primas, que eran numerosos, se arrojaron sobre el montón de monedas, mientras mi hermana Ana, segunda hermana mía, se quedaba en un rincón, mirando el espectáculo y sin participar en él. Al preguntarle alguno por qué no entraba ella también en la refriega, respondió: 'estoy esperando a que acaben'. En su respuesta veo no tanto la tontería inocente como la muestra de cierta cualidad insobornable, rasgo característico del temperamento familiar, que también existe en mí. Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas, fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi hermana, a que acabaran, porque sé que nunca acaban o, si acaban, que nada dejan, sino por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla".

Historial de un libro, Luis Cernuda

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Es el final de este libro de Cernuda que compré un día después de leer el pasaje, felizmente espigado, siguiendo un foro por el que en días de asueto me dejo caer. Había allí una sangrienta turbamulta entre nicks (unos agraviados por la entrada principal, otros satisfechos por la humillación), y cuando se le preguntó a uno de los grandes enemigos de los agraviados por qué no iba a él a degüello en aquella ocasión, que tan fácil se lo habían puesto, contestó magnífico: "Hoy es uno de esos días en los que uno tiene que tener cierta grandeza". Me maravilló, porque yo tampoco me encuentro cómodo con el viento a favor, especialmente si de lo que se trata es de usar el cuchillo. La frase, por lo demás, inspiró a otro, que copió el texto que ahora cito.

21/1/08

Casals

"Barcelona, año 1890. Un joven estudiante de violoncelo, de trece años, merodea en compañía de su padre por viejas tiendas de música en busca de partituras. Tras no encontrar nada que le entusiasme, el azar quiere que dé con un legajo polvoriento que permanece olvidado en el anaquel de una de esas tiendas. Contiene: Seis Suites para Violoncelo Solo, de Johann Sebastian Bach. El muchacho mira las partituras sorprendido; no sabía de la existencia de tales obras. Su maestro no le ha hablado de ellas, quizás tampoco las conozca; a nadie jamás ha oído nombrarlas... Su padre paga una modesta suma por ellas y los dos salen de la tienda. El joven estudiante está contento por su hallazgo, pero aún no sabe que esa música dormida que lleva bajo el brazo habrá de cambiarle la existencia.

Efectivamente, fue ese niño, llamado Pau Casals, que con el tiempo habría de convertirse en uno de los violoncelistas más virtuosos de la historia, quien descubrió, o mejor, redescubrió, aquel tesoro musical que permanecía en el olvido.

Como otras obras de J.S. Bach, las seis suites para violoncelo fueron tenidas por algunos como tedioso sejercicios para estudiantes. Hasta el feliz momento del hallazgo de Casals, apenas fueron interpretadas y, desde luego, nunca tocadas en serie. Fue el intérprete catalán quien, tras años de profundo estudio de todas las suites, las interpretó en público por vez primera. Entonces asombró a la humanidad con aquella música intemporal y abstracta, severa a la vez que elegante, dulce y honda... Aquella música que había despertado rebosante de vida a un mundo que ya nunca podría olvidarla."
(Juan Montil Goy)

NO todo van a ser libros. Cuelgo esto aquí porque tiene mucho que ver, esta interpretación, con lo que se viene hablando por estos pagos de la literatura. Relaciono la interpretación de Casals con la escritura de Cervantes, Baroja, Galdós. Podéis escuchar interpretaciones más dulces, melodiosas, amables, limpias, brillantes, pero estos almíbares no son sino disfraces que entretienen lo que tiene que decir la música. Resumiendo; que toca de puta madre, no hay mejor interpretación que esta, aunque todo violonchelista se pasa la vida ahora tocando una y otra vez estas suites de Bach y desde Casals ha habido unos cuántos notables. Pero el maestro es el maestro.

Escucharlo casi es aprender a escribir, o desaprender, que casi es mejor.

(Por supuesto os saltáis al franchute...)



17/1/08

YO SÍ LO HICE

La primera vez que sentí que las palabras tenían poder y que yo sabía usarlo no fue porque gracias a ellas consiguiera tocarle el corazón a alguien, ni porque fueran capaces de hacerme viajar por tierras desconocidas sin moverme del escritorio de mi habitación. Yo ya había experimentado esa fuerza de las letras impresas leyendo, desde muy pequeña, pero siempre como parte receptora, nunca como emisora. Por eso me sorprendió tanto cuando ocurrió. Me pilló por sorpresa, pero sobre todo me asustó. Porque las palabras, las que yo había usado tan ingenuamente para hacer los deberes de historia, como la empollona cumplidora que era, hicieron que alguien desconfiara de mi y que pensara que era una mentirosa.

Estaba yo por aquel entonces recién llegada al instituto, aún con el armario medio vacío de ropa normal después de diez años con el uniforme del colegio de monjas, y con la mirada maravillada de quien descubre que los chicos también existen fuera del descampado donde jugábamos al rescate o al balón prisionero, y puedes ir con ellos a clase, y algunos hasta son listos, brillantes incluso. El instituto era otro mundo, El Mundo, y ya resultaba bastante difícil moverse con soltura por allí como para que una de las primeras cosas que me pasara en mi nueva vida, la de adolescente mayorcita, fuese que me llamaran embustera.

Porque así me lo dijo la profesora, con todas las letras, cuando terminé de leer en voz alta, ante ella y todos mis compañeros. Primero intentó que lo confesara, quitándole importancia. "Venga, no pasa nada, reconócelo: te han ayudado a escribirlo. Eso no lo has hecho tú sola. ¿Quién ha sido? ¿Tu padre? ¿O quizás tienes algún hermano mayor que te ha echado un cable?" Ante mis negativas continuadas a confesar lo que no era cierto, la mujer lo intentó por una vía más coactiva. "Mira, Teresa, si no lo dices terminarás por conseguir que este trabajo te reste dos puntos al próximo examen. Sólo tienes que decir la verdad, a todos nos han hecho los deberes en algún momento, no es ninguna vergüenza". Pero yo no podía decirle lo que ella quería oír, que ese escrito no lo había hecho yo, porque sí que lo hice. Mi hermano por aquel entonces tenía cinco años, apenas sabía aquello de "ma-me-mi-mo-mu", y ni mi padre ni mi madre tienen estudios, así que difícilmente podían sacarse de la manga la entrevista imaginada a un asistente al Concilio de Trento que yo sí que inventé. Así que no, incluso a riesgo de suspender injustamente la próxima evaluación, no me dio la gana confesar. A pesar de las presiones y el apuro que me hizo pasar la señorita Amelia, de pie ante toda la clase, con el folio primorosamente mecanografiado en mi Olivetti Studio 46 en la mano y negando que lo ahí escrito no fuera mío. Mi cabezonería, tuvo, por supuesto, su precio. Y bien alto. Porque la amenaza no se quedó ahí: el ocho que logré en el siguiente examen se convirtió en un seis. De Notable a Bien.

Fue la primera gran injusticia de la que me sentí víctima en mi vida. Y la culpa la tuvieron las palabras. El saber usarlas demasiado bien. Sospechosamente bien. Pero yo tenía claro que ese texto, con toda su fuerza, aunque se revolviese contra mí, era mío. Y no estaba dispuesta a renegar de él, incluso si eso suponía hundirme y que los demás pensaran que no sólo era mentirosa, sino también orgullosa y soberbia.

Hace ya veinticinco años de aquello. Muchas cosas han pasado desde entonces. Las palabras me han permitido vivir intensamente. Como lectora y también como escritora. Descubriendo mundos a través de las de otros, pero también consiguiendo llevar lejos a los demás, a través de las mías.

Ellas han sido la llave que me han abierto las puertas del Círculo Solana.

A pesar de la señorita Amelia…

16/1/08

El narrador oculto


Se supone que hay un narrador dentro de nosotros, ahí encerrado el pobre, un esclavo al que ponemos a escribir. Ha de tomar nota de todo y no puede descansar nunca, que para eso está. Se supone que él hace su trabajo en silencio sin molestarnos mucho cuando salimos por ahí. Todo esto es en teoría, porque en realidad no deja de tocarnos las pelotas como si en lugar de un narrador llevásemos un perro hambriento que ve huesos en todas partes.

Al llegar a casa lo sacamos del armario como quien dice y lo ponemos delante del ordenador, o lo que es lo mismo, ponemos la oreja a ver si lo escuchamos y qué es lo que nos tiene que decir. A ver, hoy qué... Pasa a veces que no nos dice nada. Está como muerto. ¿Habrá fallecido el narrador que llevamos dentro? Siempre pensamos lo mismo, y no es que haya fallecido, es que es muy cabrón y muy chulo y no quiere dejarse aconsejar ni guiar por una mano experta, aunque el experto sea él en realidad. Se hace el muerto. Basta que uno le imponga algo para que el tío se niegue en redondo a soltar unas frases de verdad. Y no solo eso; si, hartos, nos ponemos nosotros a la tarea aparece siempre para burlarse de lo que hacemos, razonándolo todo demasiado y destrozándonos los párrafos que hayamos acometido solos. El narrador, que debe ser mala persona, sabe lo que necesitamos y nos tiene cogidos por el saco testicular. Lo último que haría en su jodida vida de narrador sería dejarse aconsejar. Antes muerto que aconsejado. Uno se sienta para cumplir con sus tareas, autoimpuestas o no, y le dice, sin decir nada (no es necesario dialogar con nuestro narrador, con el pensamiento es suficiente), que quiere esto o lo otro, pero el tipo se resiste. No hay manera de indicarle por dónde queremos ir, pues él siempre irá por otro camino, aunque solo sea por llevar la contraria.

El narrador es así. Qué a gusto nos quedaríamos a veces si pudiéramos darle unas leches o mandarlo al cuerno y contratar a otro. Y es que tampoco hay forma de deshacerse de él. Ya son algunos años conviviendo con este sujeto y ya sabemos a lo que atenernos. Si le da uno la espalda y dice; a la mierda, a partir de hoy no vas a escribir ni una puñetera reclamación en una tienda de todoacien, a ver si explotas. Voy a hacer como que no existes. Pero es inmune a las amenazas, y además, un maestro en minar la paciencia de uno, pues según va pasando el tiempo sin que le hagan caso, se hace notar cada vez más, perturbándonos con sus locuras en los lugares más insospechados y comiéndonos el tarro a cada momento como si fuésemos unos esquizofrénicos que oyen voces amenazadoras que les dan mucho la vara y no les dejan vivir en paz. Nos vuelve irritables e impacientes y acaba uno solo deseando una cosa; un papel, un lápiz y un momento tranquilo, para librarnos del desgraciado que vive como un parásito en nuestro cuerpo. Acaba ganando él, y ya puede uno conformarse con lo que hay, pero así a todo es difícil ponerse de acuerdo con él. Hay que dejarlo en paz, no pedirle nada, no ser muy exigente ni obligarlo de malos modos a hacer esto u aquello, porque se negará y no sacaremos nada en limpio, ni en sucio.

Pasado el tiempo, la relación con nuestro narrador es parecida a uno de esos matrimonios mayores que se soportan con paciencia y un algo de resignación. Ni se quieren ni se dejan de querer; les une algo que no comprenden ni ganas que tienen de comprender. Están juntos porque así son las cosas, ni buenas ni malas; las cosas son como son. Se tienen el uno al otro.

4/1/08

HISTORIAS PARA INSOMNES

Os voy a contar la historia del hombre que se descarnó los huesos
y les prendió fuego en lo alto de una colina.

¿La conocéis?
No es una historia de amor,
porque un hombre descarnado no soporta el soplo del aire
y hay que salir a la luz del campo para mirarse lo hondo del corazón.

Os voy a contar la historia del hombre que no era capaz de verse las manos
y se arrancó los brazos,
para no seguir viviendo sin tocarse el rostro.

No es un relato de esos que se narran
con el fin de aliviar el sofoco de las madrugadas en verano.
Sé que no os gustará;
el dolor de los árboles talados y el gemido de los bosques
no son leyendas que agrade saborear en compañía.

Os he de contar la historia del hombre al que se tragó la tierra,
y no hubo nadie que lo buscara ni que lo añorase en la superficie,
no hubo nadie que arañase el pellejo del suelo para encontrarlo,
ni nadie siquiera que cegara el hoyo y clavase una estaca,
allí mismo, allí donde se esfumó como una voluta de alma y humo.

No es una historia para poder dormir.
Ni tampoco una fábula que debáis enseñar a vuestros hijos
para que mañana sean adultos de provecho
y víboras con cordura.
La historia que yo os cuento debéis guardarla en la memoria,
esta noche, mañana, pasado mañana y la semana que viene,
durante un mes o un año o un puñado de lustros,
el tiempo que sea necesario
para que se empequeñezca y se vuelva maciza en vuestro interior
como una astilla de pedernal,
hasta que veáis a un hombre solo y os haga daño el solo verlo,
hasta que la soledad de los otros os sangre por los ojos y por la boca.

Por eso,
y no para que me sonriáis igual que tontos felices,
os cuento la historia del hombre que se descarnó
y se arrancó los brazos y se sepultó en la tierra,
que es, a fin de cuentas,
más o menos la historia de todos nosotros,
aunque a ninguno nos guste escucharla
si no somos capaces de conciliar el sueño.

Pero tampoco hay de qué asustarse.
¿No habéis danzado nunca como los indios alrededor de la lumbre?
No sabéis entonces gran cosa de la vida.
Se danza cuando cae la noche y arde la luna.
Para que el resplandor sea visible desde la ciudad,
para que quienes contemplan el horizonte negro
ocultos tras las ventanas
se miren las manos,
salgan al campo
y se toquen la cara.


Ricardo Rodríguez
Leganés, 3 de enero de 2008

2/1/08

Calle Val de Dios



La calle Val de Dios está situada a los pies del Monasterio de San Martín Pinario. Bajando por la Travesa dúas Portas accedemos a ella por unos escalones resbaladizos y verdosos. Esta calle es casi tan estrecha como una cuerda marinera elevada del suelo unos metros. Una cuerda de trapecista.

A un lado; una hilera de casas bajas, de dos pisos como máximo. Al otro; el monasterio, muy alto, con muchas ventanas enrejadas de hierros, por las que no cabe una cabeza y quizá ni una mano. La calle sube al principio y baja después. Pero esto casi no se nota. Las paredes, además de musgo y hierbas, tienen meadas, y lagartijas en verano, que corren como la luz, chispazos verdes. En invierno hay caracoles; algunos pisados como mocos con costras. Las meadas son obra de borrachos que caminan a tumbos contra las paredes, y alguno se queda dormido, en esta calle tan recogida, con la pilila fuera y el pantalón mojado, como un niño con bigotes negros. Tumbado, esperando la patadita de un municipal que lo despierte, si despierta.

Por los calores, y por los humos de las cocinas, los vecinos abren las ventanas de sus casas, pero estas son tan bajas que al sacar las cabezas, se quedan a la altura de las rodillas del que pasa. Estas cocinas, estas salitas oscuras, pequeñas, miserables, con cristos y estampas viejas y cromos sagrados con marcos apolillados, y sonido de transistores con poca pila, le roban el alma al que cruza la calle. Al echar el ojo a través de las rejas, menos brutas que las del monasterio, nos parece estar viendo el interior habitable de un nicho. Un nicho triste. Dentro; una señora hace ganchillo, con unas gafas enormes que le tapan la cara, y un chal lleno de bollos por los hombros, que no sabemos dónde acaba la señora y dónde empieza el sofá; una chica estudia al lado de la ventana, por dónde no entra ni una sombra de luz, y los papeles están amarillos, de la bombilla de la lamparita que los alumbra; otra mujer en la cocina, de pie, mirando la pota en el fuego, y otra con la cara fija en uno, mientras pasa. Parece que va a decir algo, a saludar, y no dice nada; se queda mirándonos como una muñeca antigua desde un escaparate.

Es una calle muy silenciosa. Tanto, que impone un poco. Los ruidos siempre vienen de otra parte. Los que viven aquí cosen y leen en silencio, no hablan, y pegan a la oreja el aparato diminuto de radio. O están sentados sin moverse, y a veces se rascan la garganta con un gorjeo. Puede que la luz, escasa, de galería subterránea de piedra, les afecte y los paralice, sin que se den cuenta.

Acaba esta calle en escaleras, también, como empezó. Enfrente tenemos la Iglesia de San Francisco, aburrida, seca, cuadriculada, y nos parece que pesa muchísimo.

Miramos atrás y sentimos alivio por dejar atrás este cementerio de vivos. O de muertos.

Fotografía tomada de aquí.