5/4/09

Solana en el Rastro

De paseo por las calles del Rastro ("las de más carácter de Madrid") aún se pueden percibir las huellas de Solana. De hecho, al doblar una esquina, me encuentro con los cuadros de un tal Antonio Pan, imitación evidente de los de nuestro patrón:

Subes una cuesta o cruzas una calle y te imaginas perfectamente a Solana, con su figura un poco contrahecha, mirando las baratijas, asomado a un escaparate, agachado ante una hilera de libros o charlando con la gente, con las manos metidas en los bolsillos. Todavía queda algo de la atmósfera solanesca de los objetos arrumbados, aunque menos lúgubre y tremebunda: "Hay tiendas de baúles, pilas de sillas y muebles, mezclados con los más diversos objetos; cabezas de toro disecadas y algún esqueleto articulado y metido en su urna que ha pertenecido a un médico difunto, fotografías de delincuentes y criminales que han estado en las paredes de algún gabinete de antropología, álbumes de mujeres de mala vida, y de enfermedades de la piel y venéreo, con cabezas de niños llenos postillones, de sangre y de pus, de males heredados de sus padres; caimanes, culebras y gatos disecados." (Madrid callejero)

7/2/09

Noticias literarias

Hola, queridos amigos: Hace siglos que no asomo por aquí, pero la verdad es que estamos todos un poco perdidos, aunque a veces cuentos como el de Teresa nos ponen las pilas de nuevo (o eso espero, porque las buenas historias como esta dan ganas de ponerse a escribir).
Os tengo que dar buenas noticias, porque en primavera saco una nueva novela con Ediciones del Viento. Se llama "El chico de las cigüeñas" y es un trabajo que tenía muchas ganas de dar a la luz. Aparte de eso, el cuento "Mayo" que ya conocéis ha salido en un libro colectivo, TRENTACUENTOS, de la editorial Casa Abierta, al lado de otros cuentos de gente muchísimo más laureada y publicada que yo, lo que, por otra parte, no es difícil. Y hace unos días la editorial Bartleby ha sacado los CUENTOS AFRANCESADOS, en los que se supone que seis autores teníamos que hablar en tono satírico o cuando menos festivo del bicentenario del año pasado. Os incluyo el mío, que se llama La perfidia francesa, a ver si os hace aunque sea sonreír un poco.
Bueno, así van las cosas, te pasas tres años esperando y luego salen varias cosas a la vez. Me encantaría veros en alguna o varias de las presentaciones, os avisaré de todas, que ya hay ganas de que nos conozcamos.
Os dejo con Ginesa la Barragana y los demás:
LA PERFIDIA FRANCESA


Tal vez el hecho de que la tía abuela de la cuñada del postillón que hace doscientos años salió de Móstoles a uña de caballo hubiera nacido en Villapardillos, el pueblo donde soy maestro y concejal, pueda parecer insuficiente para celebrar ningún tipo de conmemoración. Y tal vez los que así opinen consideren que nos estuvo bien empleado lo que nos sucedió. Este mundo se divide entre los que pueden y los que no pueden. Y los primeros son bastante quisquillosos a la hora de ampliar su círculo. Pero los que pertenecemos al segundo grupo, los del Ayuntamiento de Villapardillos, quiero decir, estábamos ya cansados de ver pasar centenarios, bicentenarios y tricentenarios de cosas que habían sucedido siempre en otra parte; estábamos hartos de sentir envidia por las mejoras que dejaban en esos sitios los aniversarios del nacimiento o de la muerte de las lumbreras que nunca nacieron aquí; y nos moríamos de rabia, por qué no decirlo, con los viajes que se pegaban el alcalde y los concejales de Villalinces, el pueblo vecino, con el pretexto de hermanarse con los sitios más exóticos. Así que cuando a Mariano, mi alcalde, se le ocurrió la idea, no pensamos más que en lo bien que iba a salir la conmemoración del segundo centenario de aquel 1808 en el que el cuñado de la sobrina nieta de la tía Ginesa, de la familia de las Barraganas, se echó al monte con el recado que le dieron: “Españoles, la Patria está en peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa. Españoles, acudid a salvarla”.

-Casi nada -dictaminó Eleonora Pascual cuando terminó de leerlo. Mariano y yo, sentados al otro lado de la mesa de su despacho, la habíamos estado mirando sin pestañear para ver el efecto que le hacía. Habíamos llevado con nosotros a Casilda, nuestra cuota femenina, que, incólume a nuestras discretas pataditas por debajo de la mesa, llevaba un rato dormitando al calorcillo de su respetable edad y del abrigo de visón que se ponía para aquellas ocasiones, con independencia de la estación.
-De manera que este héroe popular tenía parientes en su pueblo…
Mariano y yo asentimos con la cabeza, igualmente emocionados. A Eleonora Pascual nos la había recomendado Goyete, el alcalde de Villamiga. Ella se había encargado de prepararle, con gran éxito, el quinto centenario de la Pernoctación Imperial. Eleonora, que prefería que la llamaran Yiya, era una argentina viuda del que fue durante muchos años el diputado de zona, don Agapito Cienfuegos. Y, con relaciones por todas partes, había montado hacía diez años una empresa especializada en preparar eventos institucionales, La Ilustre Efemérides, que, según nos dijo, no daba abasto.
-Qué bestia hermosa -exclamó Yiya sobresaltándonos no poco respecto al destino de su exclamación. Casilda despertó con un respingo y dijo “claro, claro”, como solía hacer en los Plenos. Después supimos que, en boca de Yiya, esta expresión era tan común como halagadora-. Vean, yo ahora mismo estoy desbordada. Desbordada, desbordada. Pero es tan lindo lo que ustedes me proponen, tan no sé, tan heroico y entrañable, que yo les voy a hacer un hueco, un huequecito chiquitín, chiquitín, ¿okey?
-Claro, claro -dijo Casilda; y Mariano quiso saber cómo era de chiquitín ese huequecito.
-Porque nosotros no vamos a pararnos en barras. Nosotros, doña Eleonora…
-Yiya, por favor…
-Yiya, nosotros queremos un centenario como Dios manda. Con extranjeros que den conferencias, con cantantes, con cenas y con lo que haga falta.
-Y claro, mi querido alcalde. Ustedes van a tener una ilustre efemérides, algo que no van a olvidar nunca. Déjenme que lo estudie, que vaya a su pueblo. ¿Cuántos son ustedes?
-Unos ciento y pico…
-Perfecto. Esto tiene que ser algo muy, muy, popular. El pueblo en armas de nuevo… en armas amistosas, claro está. Ya lo estoy viendo. Tiene que ser un abrazo de los antiguos enemigos, una batalla florida con los franceses… ese arrojo viril del postillón, esa tía suya la Barragana, qué bestia hermosa…
-Perdone usted, Yiya, pero eso de la Barragana no se puede decir.
-¿?
-Es que…eso se les llamaba por mal nombre, no sé si usted me entiende… que parece que alguien de la familia hace muchos años, pues que fue el ama del párroco y se dijo lo que se dijo y de ahí que la familia…
-Comprendido. Es una pena porque es un nombre con fuerza, con energía… pero podemos sustituirlo por otro igualmente nutricio, yo lo voy a pensar. Lo importante es que este aniversario sirva para estrechar lazos.
-Si nos hermanáramos con algún otro pueblo de allí… -se atrevió a sugerir Mariano- París, tal vez…
Pero Yiya se había puesto de pie y nos acompañaba hasta la puerta.
-En diez días les doy presupuesto, alcalde. Vaya usted trabajándose las subvenciones.



-Eso es una mamarrachada -dijo Ginesa la Barragana, última de su linaje, sexagenaria, potente y solterísima, cruzando los brazos sobre su busto ilimitado.
-Mira, Ginesa, si te vas a poner así…
-Me pongo como me da la gana, porque estás hablando de mi familia, Mariano. Y yo con mi familia soy ciega. Y ese postillón de las narices que ahora resulta que se ha vuelto tan famoso fue un zascandil, que ni siquiera pisó este pueblo; y lo que tú ahora quieres hacer es mangonearnos a todos para hacerte famoso tú y traer por los pelos a esa señora que era la tía abuela de su cuñada…
-Y tu tatarabuela, Ginesa, que hasta se llamaba como tú…
-Pues más a mi favor. A mí no me hacen falta aniversarios ni festejos y menos que nos signifiques a nadie y menos a mí, que vivo tan tranquila.
La cosa no pintaba bien, y el desánimo comenzaba a cundir. Aquella mañana habíamos estado en Diputación esperando en vano ser recibidos. Necesitábamos una subvención para pagar a La Ilustre Efemérides y necesitábamos un poco más de colaboración popular. Pero el pueblo permanecía, como siempre, en indiferencia absoluta hacia las celebraciones, los franceses o los parentescos con los héroes populares. Teniendo en cuenta que el setenta por ciento de la población tenía más de sesenta años, no era de extrañar. Así y todo, el día que Yiya desplegó ante nosotros el programa de Las Jornadas de la Amistad Bicentenaria, Mariano y yo volvimos a animarnos y hasta Casilda exclamó “claro, claro” con un cierto calor.
La cosa duraba dos días, en los que hospedaríamos a una comisión de profesores franceses que darían cuatro conferencias, todas ellas con el común denominador de la concordia. El acto principal consistiría en el abrazo simbólico que Mariano, como alcalde español, se daría con uno de los historiadores franceses (Yiya estuvo buscando un alcalde francés, pero ya estaban todos reservados, nos dijo, para actos de este tipo a lo largo de todo el año). Habría un mercado de época, bailes populares y una pequeña dramatización. En ella, y merced a varias licencias poéticas, la tía abuela de la cuñada del postillón era en realidad la tía carnal de este. Y poco antes de que el muchacho partiera hacia su patriótica misión, le hacía ver en emotivas palabras que algún día franceses y españoles serían pueblos hermanos. El texto del mensaje había sido levemente variado, omitiendo toda referencia a la perfidia francesa y quedaba algo así como “Españoles, la Patria nos reclama. Acudamos todos juntos para que la democracia y la libertad triunfen”. Un encargo ejemplar, aunque no se comprendía muy bien cuál era exactamente la heroicidad del postillón ni qué pintaba en todo eso. Pero lo importante, según nos dijo Yiya, era que se notara la energía femenina y pacificadora de aquella insigne mujer cuyo papel, nos sugirió, debería recaer justamente en su descendiente, qué bestia hermosa…


-Otra mamarrachada -dijo la Barragana una vez que, mirándonos de hito en hito, lo hubo escuchado todo-. Ni ese pelamanillas pisó nunca por aquí, ni mi tatarabuela era su tía ni si lo hubiera sido le hubiera dado otro consejo que el que nos han dado a todos de padres a hijos: “¡Sus y a ellos!”
Estábamos reunidos en el Ayuntamiento con Pedrito el del bar, único empresario de Villapardillos, a quien Mariano intentaba interesar en el tema por sus evidentes implicaciones económicas.
-Ginesa, parece mentira que te importe tan poco tu pueblo -decía en ese momento mi alcalde casi al borde de la desesperación-. Si conseguimos celebrar este bicentenario, comenzará para Villapardillos una nueva era. Vendrían turistas, crearíamos la Ruta del Postillón, Pedrito tendría más clientes y quién sabe si con el tiempo podría ampliar el bar.
-Ampliarlo o hacer una casa rural, como en Villalinces -añadí yo, mirando con una cierta ansiedad a Pedrito, que no mostraba en su rostro emoción de ninguna clase.
-Anda, una casa rural aquí -reaccionó al fin, sonriendo como ante una broma-… ¿Y a qué va a venir aquí la gente?
-A nada, hijo -le apoyó la Barragana, abanicando su poderoso busto-. Esas son fantasías de este, que tiene la cabeza a pájaros como su padre y su abuelo, si lo sabré yo…
-Ginesa, no me faltes -saltó Mariano, que ya estaba más que amoscado-. No me faltes, que todos tenemos cosas que callar.
Y la reunión acabó cinco minutos más tarde, el tiempo justo para que Mariano sacase a colación a las Barraganas, Ginesa le llamase gañán y Pedrito se evadiese liándose el penúltimo canuto del día. El tipo de situaciones que ponen a prueba mi vocación por el mundo rural.



Quedaba el último paso, tan delicado que ambos lo habíamos ido eludiendo sin decir nada. Pero con el programa del evento hecho, y aunque con Ginesa en contra, ya no había más pretextos para no ir a hablar con el hidalgo.
El hidalgo era, para decirlo pronto, la puerta de la financiación. Y, teniendo en cuenta que, desde hacía ya casi un cuarto de siglo, “financiación” era un concepto que se aunaba al de “subvención” hasta el punto de confundir ambos, el hidalgo era la puerta a la Diputación y a sus riquezas.
La razón de que el hidalgo fuera la llave que abría el Tesoro Público era uno de los arcanos de la comarca. Hijo de una de las familias principales de Villalinces, y destinado por ello a ser una gloria del foro, el hidalgo mostró desde su primera juventud una considerable resistencia a los estudios reglados, que sustituyó con su gran afición a investigar la historia local. Se hizo, con ello, primero cronista de Villalinces y más tarde del resto de la región. Desde las costumbres de las tribus neolíticas que acamparon en nuestras tierras, sorprendentemente parecidas a las que lo hicieron en el resto del planeta, hasta la repercusión local de la pérdida de las Colonias, fecha en la que el hidalgo consideraba prudentemente concluida su aportación a la Historia, no había en todo el contorno pueblo que no hubiera sido escrito por él. Esta noble ocupación, a la que dedicó su soltería, le valió la consideración de la Diputación, que le convirtió en la punta de lanza de la cultura rural. A él se debía la gestión de las subvenciones para la ingente cantidad de aniversarios, jornadas y efemérides de los que Villalinces gozaba, así como sus hermanamientos con varias localidades del Midi, de la Toscana y del Japón. Ahora bien, el hidalgo no era santo de la devoción de ninguno de los villapardillanos desde que, en su Historia de Villalinces, hizo nacer allí al eminente fray Deodato de la Cruz, único hijo de Villapardillos que había alcanzado notoriedad histórica al ser devorado por los caribes en el curso de la evangelización de La Española. Por ese rencor patriótico tan arraigado en los villapardillanos, Mariano y yo hubiéramos preferido no ponerle al corriente de nada, pero también sabíamos que, después de nuestro frustrado intento de hacerlo por nosotros mismos, no nos quedaba otra que recurrir a él si queríamos que la Diputación abriera sus arcas para bendecir, junto a los franceses, la hora en que el postillón más patriota de todos los tiempos fue engendrado por la suegra de la sobrina nieta de la Barragana.
El hidalgo nos recibió con su amabilidad habitual y con ese aire distraído del que, seas quien seas y se hable de lo que se hable, sabe más que tú. Se interesó por la marcha de nuestro pueblo, nos reiteró la promesa de una visita que nunca hacía para catalogar un abrevadero que nos habíamos encontrado en la era y que Mariano consideraba, contra toda evidencia, de tiempos visigóticos, y nos preguntó el motivo de nuestra visita. Era el momento adecuado para ser breve, convincente y digno. Pero, por desgracia, nada más lejos de la actitud de Mariano. Entre el resquemor y la adulación, mi alcalde desarrolló un discurso que reptaba ante el hidalgo de forma tan meliflua como ininteligible. Entre complicadas referencias, que nadie más que yo entendía, al escamoteo de que había sido objeto nuestro fray Deodato y fantásticos ditirambos a la Diputación, las palabras de Mariano y las improbables conexiones de Villapardillos con el Levantamiento del Dos de Mayo naufragaban abyectamente en la exquisita sala del caserón desde donde el hidalgo impartía cultura a la zona. Yo, que notaba en mi alcalde un progresivo nerviosismo, una ansiedad creciente por salir de allí con la promesa de un dinero concedido por la munificencia del administrador de subvenciones, intenté varias veces interrumpir un discurso que ya se hacía incoherente. Pero, en cada ocasión, Mariano me atajaba con un gesto y continuaba desbarrando sobre Barraganas y postillones, sobre perfidias francesas y lazos de amistad. Al fin, el hidalgo alzó una de sus elegantes manos en un gesto patricio y Mariano, sudando copiosamente, calló, anhelante.
-Y, ¿ya contáis con alguien que organice todo esto?
-Contamos con la mejor -se apresuró a decir Mariano y a mí, no sé por qué, me dio mala espina tanto la pregunta como la entregada respuesta-. Eleonora Pascual, bueno, Yiya -añadió, encima, jactándose de familiaridades-, la conoce, ¿verdad? Nos lo va a hacer todo. Ella está entusiasmada, así que la cosa va a ser un éxito.
A estas alturas pude observar dos cosas que me alarmaron por igual. Los ojos apagados del hidalgo comenzaron a relucir como los de un gato ante una presa. Y la facundia de Mariano derivó francamente en histeria comunicativa. Le contó todo: la comisión de profesores franceses, el mercado de época, la obra de teatro, el abrazo simbólico… El hidalgo sonreía casi con ternura, asintiendo con la cabeza como un cura en confesión.
-Yiya es una gran amiga -comentó cuando Mariano, por fin, tomó aliento. Y levantándose, nos acompañó hasta la puerta-. Dejadlo todo de mi cuenta.
-Ha estado majísimo, ¿verdad? -dijo Mariano, todavía sofocado, en cuanto salimos a la calle.
Nunca tuve más claro un presentimiento de catástrofe.


Lo demás fue tan rápido como fácil de adivinar. Y si lo menciono es, únicamente, para que en este testimonio verídico no quede ninguna laguna entre nuestros heroicos intentos y lo que todo el mundo sabe que pasó.
Porque las Jornadas Bicentenarias de la Amistad Franco-Española, organizadas en Villalinces por La Ilustre Efemérides con el patrocinio de la Diputación, merecieron una cobertura mediática sin precedentes en la comarca y fueron, en palabras del hidalgo, “la visión indispensable e irremplazable que necesitaba la historia para reinterpretar unos difíciles tiempos en una clave más comunicativa y por qué no decirlo, más femenina”.
“En ese sentido”, añadió el periódico local, “fue tan imprescindible como entrañable la colaboración de la descendiente de aquella primera matriarca, Ginesa la Barbacana (llamada así por descender de una familia de artilleros al servicio del Rey) que, con una gran simpatía, encarnó la figura de su antepasada en una dramatización que, junto al abrazo simbólico en el que se fundieron el presidente de la Diputación y el profesor Duchamp, renombrado historiador del país vecino, constituyeron el momento cumbre de las Jornadas, celebradas en el marco incomparable de Villalinces, un municipio que tuvo un pequeño pero fundamental papel en aquella interacción francoespañola, no siempre bien entendida, que en estos días se ha conmemorado”.
-Vae victis -le dije a Mariano aquella noche saliendo del bar de Pedrito. Estábamos bastante borrachos ya, y por eso no me preguntó, como suele, qué quería decir ese latinajo. Pero algo tiene el vino que trasciende las lenguas; o tal vez sea la comunicación de corazones en la hora decisiva del fracaso. El caso es que mi alcalde asintió con la cabeza y respondió mientras, apoyados el uno en el otro, tirábamos calle abajo: “Di que sí, majo. Mucha perfidia francesa, pero bien que nos la han metido los de aquí al lado…”

30/1/09

SALDO DEUDOR

“El que muere paga todas sus deudas” - William Shakespeare

Tarde o temprano, todos tenemos que hacer frente a nuestras deudas. Cerrar nuestras cuentas al final del ejercicio, sacar un balance y que todo cuadre. El estaba tardando demasiado en pararse, tomar aire y ordenar un caos que no sólo le engullía a él, sino que también me arrastraba a mí. Pero es que Alfonso nunca fue bueno con los números: lo suyo eran las ventas, las sobremesas prolongadas hasta media tarde, el viento empaquetado y envuelto en lazos brillantes y papel de regalo. Era el mejor haciéndose el olvidadizo, siempre tan ocupado: ¿a quién, si no a mí, se le ocurría venir precisamente ahora con una bobada semejante, cuando lo que tenía entre manos era la venta del año? Ya hablaríamos cuando cobrara la comisión. Sabía dejar pasar el tiempo con esa elegancia que tienen los malos pagadores para hacer correr los días, las semanas y los meses, y conseguir que el que les prestó y no ellos sea quien se sienta culpable y estúpido a partes iguales. Creándome una desazón paralizante, incapaz de reclamar lo que era mío, volviendo del trabajo cada día, de lunes a viernes, con la sangre golpeándome en las sienes pero, otra vez, sin mi dinero. Mi mujer, que no sabía nada, se echaba a temblar cuando me veía entrar, otra vez, de mal humor. En su inocente inopia preguntaba y preguntaba, estirando mis nervios como una goma elástica que terminaba golpeándola a ella y haciendo que me sintiera un poco peor todavía. Lo único que conseguía era que descargara mi furia contra lo más cercano, ella, algo que en lugar de aliviarme recrudecía mi tormento, porque aún en mi miserable estado mental, todavía era capaz de ver mi cobardía y lo injusto de mi conducta.

Portarme mal con ella mientras agachaba la cabeza frente al responsable de todos mis males, me dolía casi tanto como la burla que suponía no sólo no recuperar lo mío, sino perder cada día un poco más. Sin embargo nunca le conté a mi esposa cómo caí en la trampa, de qué manera Alfonso consiguió engatusarme, jugando con mi legendaria incapacidad de saber decir que no. Cuando debí hacerlo no me atreví, y cuando quise hacerlo, ya era demasiado tarde. Hubiese perdido el respeto que ella me tenía, el que más me ha importado siempre, el que todavía hoy me pregunto cómo conseguí ganarme. Yo no soy un triunfador. No lo fui nunca, y ése fue mi segundo gran error: creer que podía serlo, que yo también tenía derecho. El primero de mis fallos fue confiar en él. Me había ido bien no fiándome de casi nadie, pero él me pareció distinto cuando no lo era. Bueno, en realidad sí que lo era. Alfonso era diferente a cualquiera, porque era peor que nadie. Apareció en el momento justo, y supo decirme lo que quería escuchar, de una manera en la que hacía mucho que nadie me hablaba, de igual a igual, como si yo fuese tan bueno como él. Las palabras justas para crearme la sensación de que, después de todo, el que estaba en deuda con él era yo. Sabía de sobra que el solo hecho de haberse fijado en mí, de tenderme su mano, de conseguir que dejara de sentirme transparente en la oficina y empezar a ser popular por el simple hecho de ir con él, ya era suficiente. Podría hacer de mí lo que quisiera. Y lo hizo. Primero fueron los cafés de la pausa de las once; nunca tenía suelto para la máquina. Más tarde, el menú del restaurante de la plaza; ¿cómo iba a pagar con un billete de cien una cuenta de ocho euros? A la salida del trabajo, conseguía liarme para que le acompañara siempre, con ganas o sin ellas, e invariablemente me tocaba pagar a mí nuestras consumiciones, salvo la última ronda. Cuando le empezaban a entrar las ganas de volver a casa, era él quien invitaba, recalcando lo rumboso de su gesto hasta conseguir que se me agriase la cerveza en el estómago. Me sentía incómodo, imbécil, pero no era capaz de enfrentarme a él, de encontrar el valor para plantarme, y decirle “Hasta aquí”.

Una tarde, me esperó a la salida. Yo me había retrasado, tenía que terminar unas cosas, y me entretuve media hora más. Lo último que imaginaba era encontrármelo allí. ¿”Unas cañitas?”, me dijo. A la tercera ronda me lo soltó: necesitaba que le dejara dinero, tenía que cambiarle las ruedas al coche, y no podía seguir tirando de tarjeta. “¿Y no puedes esperarte a la próxima nómina?” Imposible, salía de viaje a Galicia al día siguiente, y con las lluvias se exponía a pegarse un golpe con unos neumáticos al límite. Yo no llevaba encima más que doscientos, pero me acompañó al cajero para sacar otros cuatrocientos euros. Fue al taller esa misma tarde. Cobramos a la semana de aquello, pero no me devolvió el dinero. Me contó que su mujer tenía que operarse de la miopía, y no lo cubría el seguro privado. Lo recuerdo bien, porque a pesar de las ruedas nuevas, cuatro días más tarde se salió de la autopista al volver de Orense, y sobre todo porque fue la primera vez que le presté tanto dinero.

Al principio me fié de mi memoria para recordar las cantidades. No era difícil, eran cifras redondas, trescientos, cien, quinientos, y siempre había un objeto concreto, una finalidad con nombre y precio, un gasto imposible de aplazar. Podía ser un fin de semana romántico para reflotar su matrimonio, o la ortodoncia del niño. Llegué a financiarle el entierro de su suegro, la reforma de la buhardilla, e incluso el regalo para su mujer en su décimo aniversario. Yo era una fuente de crédito inmediato que nunca oponía resistencia, que no reclamaba avales, y con el tipo de interés más bajo del mercado. Imbatible. Sin embargo, la frecuencia de los sablazos se espaciaba cada vez menos y, lo peor de todo, las cifras crecían peligrosamente, así que pronto tuve que empezar a apuntarlo todo. Ni siquiera cuando lo tuve por escrito, un cuadro de Excel con columnas de números y sumatorios mareantes, fui consciente de la magnitud del asunto. Fue en el momento en el que me vi marcando el número de “Dinero Urgente ¡Ya!” cuando vi la luz. Un latigazo eléctrico me hizo soltar el teléfono, como si quemara, y sentí una punzada en el pecho que me hizo temer lo peor: mi padre había muerto de un infarto cuando tenía mi edad. Cuando volví a respirar normalmente, cogí de nuevo el móvil, y decidí que todavía no había llegado el momento de morirme, mientras por primera vez en meses lo veía todo con una claridad tan brutal que me hizo guiñar los ojos. A pesar del tiempo transcurrido, más de veinticinco años, recordé sin problemas el número de Vicente con el mismo soniquete cantarín que en su día me permitió memorizarlo. No en vano fue mi mejor amigo, mi compañero de juegos desde la guardería hasta el instituto, el culpable del 90% de las broncas de mis padres, en parte porque terminó juntándose con lo peor del barrio, aunque sobre todo por gastar teléfono llamándole nada más llegar a casa, cuando me acababa de separar de él en el portal. Hacía por lo menos diez años que no hablábamos, pero yo sabía que no dudaría en ayudarme. Al contrario que yo, mi amigo seguía en el barrio, y según los puntuales informes de mi madre, conservaba la extraña habilidad de moverse entre la mierda sin mancharse. ¿Cuánto podía costarme? La verdad es que ya me daba lo mismo. Merecería la pena acudir a los de “Dinero Urgente ¡Ya!” para pagar lo que sería la última de mis aportaciones a un pozo sin fondo. Vicente pasó de la extrañeza de saber de mí después de tanto tiempo a la carcajada descontrolada cuando le dije lo que quería, aunque recuperó la compostura cuando vio que hablaba totalmente en serio. No, no bastaba con un susto, las piernas rotas se escayolan, y se curan. Mi plan para solucionar el problema no me permitiría recuperar mi dinero, al contrario, mi agujero financiero se haría más profundo con el importe del trabajo que le estaba encargando, pero había llegado a tal punto de desesperación que aquel era ya un detalle sin importancia. Quería librarme de Alfonso, como fuera, y después de darle muchas vueltas a la cuestión, sólo veía una manera: ésa. Conseguir que su nombre sólo fuese un mal recuerdo. Dejar que el tiempo borrase poco a poco la vergüenza que me ahogaba, esa humillación que me estaba quitando el sueño y la salud, y que, de no pararla, terminaría acabando con mi vida. El método era lo de menos, lo importante era el resultado. Porque lo que empezó como un asunto de amor propio se había convertido en una cuestión de supervivencia. Se trataba de él o de mí. Aún conservaba algunos restos de dignidad y la suficiente presencia de ánimo para elegir salvarme. A cualquier precio. Incluido el de condenarme.

Ahora duermo bien, como antes de todo esto, como siempre. Mi mujer, no sin esfuerzo, ha logrado perdonarme, no tanto por lo sucedido, sino por no haber confiado en ella. Debe quererme un montón, porque ahora tiene un marido delincuente, y además le debemos un dineral a mi suegra. Aún no sé los años que pasaré en la cárcel, pero francamente, me asombra comprobar lo poco que me importa. Desde que Vicente me llamó avisándome de que ya estaba hecho, y por mucho menos dinero de lo que me había dicho en un principio, me siento flotar dentro de una especie de burbuja mullida desde la que observo lo que me sucede, pero contra la que todo rebota, sin rozarme. Para ser sincero, lo único que lamento es no haber visto la cara de Alfonso en el instante en que fue consciente de que El Muelas le iba a meter una bala en la cabeza. Tal y como le pedí a Vicente que tenía que ser: sin mediar palabra, sin explicaciones, dejando que pareciese lo que en realidad era, un vulgar ajuste de cuentas. Alfonso se fue al otro barrio sin saber que aquel era el último favor que yo le hacía.

Ignorante de que, gracias a mí, nunca más tendría problemas de dinero.

31/12/08

El insomnio

Las horas se estiran, el universo da más de sí. El tiempo se dilata y se sostiene en el aire como una burbuja. Estás obligado a observarlo, analizarlo, a ver cómo fluye, cómo baila, cómo dibuja círculos en tu memoria resignada, vacía. El infinito a tus pies. Tu rostro demacrado en el espejo del baño, cada madrugada. Contemplas esos ojos que no miran. Detrás del iris, el abismo. Los párpados resecos, apergaminados, la piel agrietada en los labios y el paladar arenoso, como de desierto. Dando vueltas en el colchón, cumpliendo la peor condena. El cansancio incontable, la derrota. Gotea el grifo, cruje el suelo, el armarito del lavabo chirría. No quedan pastillas en el bote.
Te asomas a la ventana. Un cuadro abstracto oscuro con puntos brillantes. Formas geométricas escindidas de su significado. Edificios, azoteas, terrazas, calles, coches, farolas. Serpientes nocturnas reptando por los escalextric y desapareciendo en los túneles. Se apagan las oficinas. La ciudad desplegada, una sinfonía de luces y colores sin sentido. Fuegos de artificio por doquier. Todos fotografiándose, inmortalizando sus muecas de angustia, de odio, de pena. Todos van hacia algún lado. Nadie sabe adónde ir. Los árboles han muerto.
La pantalla parpadeando, el colacao con galletas, la barrita de cereales. Pasan las tramas, los paisajes enlatados, los mapas meteorológicos, las prostitutas más decadentes, los anuncios de la teletienda. Un libro que se cierra con la misma presteza con que se abre. No hay calma ni nervios. No hay resquicio para la concentración. Demasiado tiempo para el pensamiento: un pensamiento empachado de sí mismo, abotargado, enmohecido en la nada. La cabeza flotando en el aire, llena de vacío, inflada como un globo. No cabe más. Duermen los objetos, protestan las cañerías, la nevera sostiene su ronquido. Los perros se han suicidado.
El insomnio es el Aleph.

16/12/08

Yonquis

Caminan de noche por la ciudad iluminada. Tienen las calaveras adheridas al rostro, sustituyéndolo. Son muertos andantes, en busca de su dosis. Consumen en los portales, en los sótanos, en las escaleras.
Él va sin camisa, pantalones vaqueros cortos, botas militares desatadas, pelo rapado, gafas redondas y un tatuaje en la espalda. Ella tiene las facciones hinchadas, como si se hubiese operado los labios y los pómulos, nariz y párpados de boxeadora, minifalda roja, en su camiseta de tirantes se lee en letras rosas I Love New York. Van por una calle de Queens. Pasan los coches con sus luces, se cruzan con vecinos, escaparates, algunas tiendas abiertas.
Entran en un portal. Atraviesan un pasillo y acceden a las escaleras. Bob se pone en cuclillas, abre la papelina, la disuelve en el tapón de una botella de agua mineral, absorbe el líquido con la jeringuilla, mira el cristal al trasluz, lo golpea con la uña y empuja el émbolo hasta que sale una gota. Lo mira apenas a unos centímetros, quizás no ve bien del ansia que tiene, o porque se le superponen efectos anteriores, o por culpa de la escasa luz que sale de una bombilla agonizante. La pintura de las paredes se cae a trozos. Finalmente busca la vena con la jeringuilla. Y la encuentra.
No piensan en el futuro ni en el pasado. En esta supervivencia sólo existe una palabra: heroína. Todo vale con tal de conseguir la siguiente dosis: hurgan en la basura, roban, se prostituyen. La única felicidad está en ese lento suicidio, en la aguja, en el mechero que se enciende y el humo que se inhala por la boca, hondas y largas caladas, interminables caladas, las manos acercándose a la cara, como si soplasen una caracola de mar o el cuerno de guerra. Son gárgolas huesudas y sufrientes.
La sustancia llega rápidamente al cerebro. Sólo entonces descansan, dejan de deambular, de luchar, de morir.

27/11/08

A propósito de las ausencias

Desde luego que se han perdido muchas bibliotecas y muchas obras de arte. No hace falta incluir las que nunca se llevaron a cabo para que la cifra sea descomunal. Y eso si no prescindimos también de las que, aun habiéndose conservado, llevan siglos sin ser leídas o escuchadas o vistas por nadie, aunque en realidad habría que contar también las que, pese a seguir vivas, no han podido ser nunca comprendidas.
Se estima que no llega al 10 % la porción de obras de la antigüedad griega y latina que nos ha llegado. Aparte de lo mencionado por el Inventario, habría que añadir la mayor parte de la obra de aquellos autores que sí han quedado. Nos faltan pedazos enormes de obras maestras. Un montón de libros de Tito Livio, Salustio, Tácito, Polibio, Petronio y de infinidad de poetas antiguos. Sin embargo, en toda esta ruina quedan dos piedras curiosas.
A pesar de los cientos de manos cristianas que tocaron su contenido, se nos ha conservado entera la obra de Lucrecio, un monumento al ateísmo, y buena parte de la de Catulo, un monumento a la modernidad. De los muchos cómicos que hubo en la Atenas clásica, sólo ha quedado uno, Aristófanes, pero todas las fuentes coinciden en considerar que era el mejor. Del más influyente de los filósofos que ha habido nunca, Platón, nos ha quedado todo lo que escribió. De Virgilio sólo dudamos de unos cuantos poemas de juventud que tampoco nos aportan demasiado, pero sus tres grandiosas obras de arte nos han llegado intactas. De Petronio, a pesar de que por el túnel de la Edad Media se perdieron sus escenas más fuertes (se supone), nos quedó un manual de cómo se escribe una novela, amén de un modelo perfecto de realismo que todavía se imita.
Podemos seguir. Pero los datos indican que son pocas las obras, digamos, definitivas que hemos perdido. Es como la ley de Darwin aplicada a los libros y a las culturas. No hay en la Antigüedad ni una sola opción de vida o rama del saber que no haya dejado alguna huella. Lo poco que queda de Epicuro sigue protagonizando el centro del discurso ético. Los pecios que se recogieron de los cínicos siguen latiendo como la forma más descarnada de enfrentarse a la realidad. Parece ser que la evolución no se ha tragado obras que podrían haber cambiado el mundo, y además nos ha brindado indicios para que imaginemos lo que pudo haber, y de paso lo creemos.
Y sin embargo, y esa es la otra extraña piedra del asunto, de ese diez por ciento que nos ha quedado sólo hay otro diez por ciento que seguimos leyendo y nos sigue influyendo, o que, en todo caso, sigue disfrutando de un lugar en la memoria colectiva. Lo demás ha quedado para pasto de la erudición. Cada vez que voy a la Biblioteca Nacional tengo la sensación (muy placentera, por otra parte) de que me he metido en otra esfera de la realidad, en un hangar de tumbas que a veces ya no vuelven a ser abiertas jamás, y otras gozan de una minúscula existencia en el cuerpo de una nota a pie de página de un libro que va a correr la misma suerte pero mucho más deprisa.
Nos quedan suficientes frases de Heráclito para justificar que la misma mano que conservó algunas de aquellas joyas fue la que destruyó el resto. No destruimos: olvidamos, transformamos, digerimos, enterramos. No ha quedado el segundo libro de la Poética de Aristóteles, pero en su lugar nos entretuvimos con El nombre de la rosa. Su carácter de ruina forma parte de su condición humana.
Estas conjeturas borgianas suelen pecar de funesismo: casi sería peor que se hubiese conservado todo, y que el tener que conocerlo todo nos hubiese paralizado la capacidad de suponer.

18/11/08

Inventario de ausencias

Los Jardines Colgantes de Babilonia ** El templo de Salomón ** La obra escultórica de Apeles ** La antigua biblioteca de Alejandría, que pudo poseer 20.000 rollos de papiro, según algunos, y, según otros, 700.000 ** La Décima Sinfonía de Ludwig van Beethoven y la de Gustav Mahler ** La Biblioteca de Pérgamo, que pudo contener 250.000 rollos de papiro ** El Templo de Diana de Éfeso, donde estuvo el único ejemplar del famoso tratado de Heráclito ** La caja donde guardaba Alejandro Magno la Ilíada que le había editado Aristóteles ** El indoeuropeo y más de 600 idiomas y dialectos ** El Coloso de Rodas ** La pintura de Zeuxis sobre un racimo de uvas que hizo que los pájaros creyeran que eran reales ** El Mausoleo de Halicarnaso ** Los Budas de Bamiyán, en Afganistán, devastados por los talibanes ** 2700 monasterios en el Tibet ** El nombre que se esconde tras las siglas “W.H.” en los sonetos de William Shakespeare ** La música de Ariadna de Monteverdi ** El verdadero significado del texto que oculta el manuscrito Voynich ** Las últimas palabras de Albert Einstein, que no supo entender una enfermera ** Los rostros que borraron los iconoclastas en Bizancio ** La maleta de Walter Benjamin, que contenía uno de sus manuscritos fundamentales y que quedó en la frontera entre Francia y España cuando el autor se suicidó en 1940 por miedo a caer en manos de la GESTAPO ** La lección más importante y secreta de Platón sobre el bien ** La valija que Hemingway le encargó traer a su esposa con todos sus escritos y que un ladrón robó en la estación de trenes de Lyon ** El tratado Sobre el no ser o Sobre la naturaleza de Gorgias de Leontini, un sofista que logró convencer a todos sus lectores de que nada existe ** El lugar donde enterraron a Francisco de Miranda ** El final del poema anglosajón titulado La batalla de Maldon, el de la novela Almas Muertas de Nicolás Gogol, el de Bouvard y Pecuchet de Gustave Flaubert, el de Memorias de Dirk Raspe de Drieu La Rochelle, y el de 2066 de Roberto Bolaño ** La pintura Animales devorándose entre sí, de André Masson ** La novela de Gonzalo Torrente Ballester que dejó olvidada en una gaveta ** Lo que dijo Simón Bolívar a San Martin en su enigmático encuentro ** Los 47 libros de las Memorias Históricas de Estrabón de Amasia ** Las Semanas del Jardín de Miguel de Cervantes ** El segundo libro de la Poética de Aristóteles, y en particular sus diálogos, sobre todo su Protréptico que fue una pieza retórica modelo en el mundo antiguo ** Unas 113 obras del prestigioso Sófocles, del que hoy sólo se hallan 7 piezas en estado íntegro y cientos de fragmentos ** 188 bibliotecas, 1.200 mezquitas, 150 Iglesias Católicas, 10 Iglesias Ortodoxas, 4 sinagogas, 1000 monumentos culturales arrasados por los serbios ** Sobre las bibliotecas de Marco Terencio Varrón ** La Guerra en Germania de Plinio El Viejo ** Los textos completos de Basílides, jefe de una escuela gnóstica de Alejandría ** La Historia de Escitia de Dexipo de Atenas, que vio en una pesadilla el erudito bizantino Juan Tzetzés, hombre que detestaba su pobreza porque no le permitía comprar libros ** La biblioteca de Alamut, sede de la secta de los famosos asesinos del mundo árabe medieval ** Los códices mayas que quemaron los frailes cristianos ** La primera versión de Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence ** El paradero de los cuerpos de los argentinos y chilenos que fueron secuestrados por regímenes dictatoriales ** El manuscrito de In the Ballast of the White Sea de Malcolm Lowry que ardió en un incendio * El dirigible alemán Hindenburg, que ardió en 1937 ** La novela Ricardo y Samuel, que comenzaron Franz Kafka y Max Brod y que nunca pasó del primer capítulo * La novela The poodle springs story de Raymond Chandler, incompleta tras su muerte ** El fresco Hombre en la encrucijada (1933) de Diego Rivera, encargado para el nuevo edificio de la RCA en el Rockefeller Center de Nueva York y destruido poco después de su realización porque contenía un retrato de Lenin ** Las Torres Gemelas de Nueva York, aniquiladas en los ataques del 11 de septiembre de 2001, y las obras de arte que contenía el complejo de edificios: obras de Joan Miró, Masuyuki Nagare, Louise Nevelson y Alexander Calder, además de 1113 obras, entre esculturas y pinturas de los artistas más destacados de todos los tiempos: Alex Katz, Bryan Hunt, Wolf Kahn, Jacob Lawrence ** Un millón de libros quemados durante la invasión de Estados Unidos a Irak junto con miles de piezas de arte antiguo y moderno.
Entre otras miles de cosas más, esto se ha perdido para siempre.
(Fernándo Baez, La hoguera de los intelectuales)

26/10/08

Galdós, Juan Martín "El Empecinado"

Dice el señor Conde que a lo mejor quedaban bien aquí en este ropero las crónicas de lectura que estoy escribiendo de Galdós. Son eso, crónicas de lectura, un poco precipitadas, por lo menos en el caso que el señor Conde me pide que cuelgue aquí.




Ha sido un alivio dejar los salones de sesiones, las damas pazguatas y los héroes reaccionarios de Cádiz para echarse al monte con la partida del Empecinado. Nada más empezar me he vuelto a acordar de Baroja y El escuadrón del Brigante. Hay un cura en este Episodio, mosén Antón Trijueque, que es un salvaje de la misma laya que el cura Merino que pinta Baroja. Me pasa en todos: cuando no es Baroja es Valle-Inclán, y cuando no atisbos de Unamuno, aunque esto me ocurre más bien con las últimas novelas. La historiografía literaria tiene una deuda con Galdós, la de suturar la brecha que unos planes de estudio sin sentido infligieron durante muchos años en esa relación de maestría efectiva, esto es, bien aprovechada, que se estableció entre Galdós y los del 98, que no eran los nietos del Cid sino los hijos de don Benito. Todos querían matar al padre pero todos se quedaron con algún rasgo suyo. Y a todos les favorece.Pero este Antón Trijueque (quien, por cierto, es de Botorrita) no es una figura episódica como el cura Merino, un ente histórico y por lo tanto plano, sino un personaje que se desarrolla patéticamente cuando el retrato de El Empecinado ha llegado a su fin. A mitad de novela, huyendo de la emboscada que, después de pasarse a las tropas francesas, le han tendido los hombres del traidor Trijueque, El Empecinado salta por una sima nevada, en plan doctor Moriarty, y ahí dejamos de saber de él. Es entonces cuando Galdós trae a las damas folletinescas hasta Cifuentes (menudo trajín el de las condesas noveleras) para que estén cerca del lugar donde Gabriel Araceli cae preso. Aparece por allí Santorcaz, su afrancesdo futuro suegro, que aprovecha para contar su vida; el propio Antón da un exhaustivo repaso a sus penas de guerrillero, e incluso un simpático personaje, el carcelero francés, Plobertin, participa con una escena que parece de Walt Disney.
El arranque había sido formidable. El cuadro de las partidas de guerrilleros da una tensión a la novela que no tuvo en toda la entrega anterior. Es interesante conocer la vida cotidiana de los guerrilleros, y apasionante su condición de héroes salvajes, de generales bruscos y descamisados. La historia de la traición de Albuín y después de Trijueque le sirve a Galdós para poner de manifiesto su desconfianza última del método de la guerrilla: aquello es un caos sin disciplina previa y plenamente asumida. Todos quieren mandar, o rapiñar, y muchos son capaces de venderse por un vaso de vino. Son, en definitiva, patriotas bandoleros, y ello hace que la figura del Empecinado cobre dimensión dramática: debe ser justo en un mundo de bandidos, ser general en un caos de desharrapados, imponer la disciplina por la fuerza y confiar en que el patriotismo pueda más que la avaricia. Debe transigir con los desmanes de sus soldados pero también atender a las reclamaciones de los perjudicados, como aquel señor que lo conoció de pequeño y le reclama que le devuelvan el dinero que le han robado los hombres del Empecinado. Ahí se desata el conflicto, las traiciones, el patetismo de un personaje que lucha por no perder un gramo de su dignidad.Pero hay un niño, una mascota, un recién nacido que se cría entre la tropa, y entre él y Santurrias van tramando un contrapunto amable a la cruda vida del guerrillero. Ese niño viene con un pan debajo del brazo, pero ni él ni mosén Antón, que son los encargados de sostener la trama cuando desaparece El Empecinado, pueden desarrollarse por el momento (sobre todo el cura), porque de pronto Galdós retoma la trama general, la de Inés y Amaranta, y ahora Santorcaz. La sensación es que decide un final a lo Cartuja de Parma, con un ilustrado conde Mosca (no tan noble Santorcaz, desde luego) y la sensual Amaranta tomando las riendas de su destino, más una joven amada, Inés, que es como aquella muchacha que veía Fabrizio desde las mazmorras.La pericia de Galdós y su sentido de las proporciones hace que pronto la cosa se resuelva en un entretenido suspense sobre cómo va a huir Araceli de la cárcel, donde espera su ejecución acompañado del niño de marras. Los personajes episódicos que contaron su vida un poco de matute se convierten en candidatos a la liberación, y la sombra potente del Empecinado aún no termina de esfumarse. Todavía esperamos su presencia imponente en el desenlace de la novela.Todo indica que después de la traición de Antón Trijueque Galdós cedió paso a otra novela, la de la primera serie, cuyo final había que ir preparando. Desde Cádiz, con la reaparición de Amaranta e Inés, se va preparando un final que deje atados los cabos folletinescos (el reconocimiento de la madre, el amor recobrado, la liberación de la clausura, etc.) y pueda recrearse en La batalla de los Arapiles. Si Galdós es siempre muy previsor en los finales, hasta el punto de concederles el protagonismo de toda la segunda mitad de la novela, las proporciones aconsejan que en una novela de diez tomos y más de dos mil páginas el final debe irse preparando como mínimo setecientas páginas antes de acabar.

Acabar. Hay algo que Galdós ya tiene muy claro. Araceli está exhausto como personaje. La primera persona narrativa no está hecha para el borbotón de personajes y de situaciones que le salen constantemente. Araceli se pasa el tiempo detrás de las cortinas o en una esquina de la mesa, escuchando a los verdaderos personajes, que deben renunciar a su autonomía porque sólo son lo que sabe de ellos Gabriel. La primera persona, en definitiva, se le queda estrecha, y de ahí que a veces se presenten personajes sin comerlo ni beberlo que reclamaban unos cuantos episodios para sí. El resultado es que queda una novela partida en dos. Magnífica la primera parte, tanto que el amaneramiento de la segunda nos viene un poco mal. Hay un momento que tenía que producirnos admiración por el hábil argumentista y sin embargo nos deja fríos: me refiero a cuando aparece la lima con la que Araceli puede serrar los barrotes del calabozo. Es un caso claro de lo que yo llamo barrer a los centrales. Forma parte del suspense parecer previsible, hacer creer al lector que el desenlace será uno concreto, verlo venir, y entonces hacer progresar la trama saliendo por peteneras. Los finales con suspense provocan el placer de fallar en nuestras predicciones. Queremos equivocarnos. Si cuando está en la cárcel llega a aparecer el Empecinado para liberar a Gabriel Araceli, cierro el libro y lo dejo. Pero no. Estaba lo único que no había dejado de estar: el niño. Está bien la salida, pero no nos conmueve. Es un brillante final rutinario. Muy bien que no haya sido El Empecinado.

Pero, a todo esto, ¿dónde está el Empecinado? Los héroes se engrandecen con su ausencia. Así como al principio Galdós nos prepara con unos cuantos capítulos antes de presentárnoslo, aquí llega no para liberar a Araceli sino para cerrar el círculo narrativo. Entretanto, un detalle queda suelto: ¿quién puso la lima entre las ropas del niño? Se lo merecía Plobertin, el carcelero bueno, pero a Galdós da la sensación de que se le olvida. En todo caso, la escapada de Araceli está muy bien contada; sus calamidades bizantinas tienen la fuerza que echábamos de menos desde que se deshizo la partida de guerrilleros y mosén Antón se echó doblemente al monte. Sólo queda un reencuentro con Amaranta, con discursos demasiado largos para mi gusto. Después de las páginas de aventura, tan rápidas, este encuentro debería haberse resuelto con esticomitias en vez de con discursos.El que sí está bien contado es el encuentro, al final, entre El Empecinado y mosén Antón, mucho más intenso. Mosén Antón es a fin de cuentas un ejemplo de dignidad y otro de testarudez. El Empecinado es generoso, como corresponde al héroe bueno, al Cristo magnánimo que tiene que ser para que su tropa de fanáticos y facinerosos le siga sin rechistar. Mosén Antón es Judas, y como Judas termina, mientras Araceli sigue buscando a Inés, que ha huido con el hipócrita de Santorcaz.
Es mucho mejor novela que la anterior, desde luego, y mucho más entretenida. Galdós ha cambiado los lamentos de salón por las aventuras montuosas. La mezcla, a veces, chirría un poco, pero no porque esté mal engastada sino porque la inercia de la aventura nos lleva siempre a más aventura, y es la prueba de que ha sido bien contada.

18/10/08

Y...en aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo

En aquel tiempo los ángeles bajaron del cielo. Lo venía diciendo Carmina la modista desde hacía una temporada, que soñaba que los ángeles bajaban al pueblo. Pero nadie la creía; decían, simplemente, que era una cursi y una chiflada.
Lo dijo Lope el borracho más de mil veces, que los ángeles se paseaban arriba y abajo por la era de Don David, que tenían el pelo largo y que iban en cueros como Dios los echó al mundo; lo dijo Juan el pastor, que pasaba las noches al raso y juró que había visto otra luna que se desprendía de la primera y se acercaba al pueblo casi hasta chocar con la loma roja; y que de esa luna salían aparatos redondos, como los coches de choque de la feria, y se dispersaban por el horizonte hasta perderse de vista; pero como Juan el pastor pasaba tanto tiempo solo, todos sospecharon que se le estaba yendo la cabeza como le pasó a su padre y antes a su abuelo, que aseguraban hablar con gnomos y conocer el escondite del tesoro del cadí.
Y así hasta que Don José Miguel, el aviador, aseguró un día que, paseando de noche por la orilla del río, había visto a los ángeles bajar del cielo. Entonces todos le creyeron.
Don José Miguel había sido aviador en tres guerras y conservaba en la repisa de la chimenea tres fotos suyas con sus tres aviones. Conocía los cielos como Juan el pastor los montes y se había cruzado con toda clase de seres voladores. Era por lo tanto una autoridad en la materia. A partir de ese momento, comenzó en el pueblo la caza del ángel.
De nada sirvió que Don Eulogio dijese que los ángeles eran espíritus puros y por tanto invisibles a los ojos de los humanos; ni que Fidel asegurase que lo que hacía falta no eran ángeles sino gobernantes justos; ni que el maestro los llamase "marcianos". El pueblo, de noche, se vaciaba de gente, y las riberas del río, la era de Don David, los aledaños de la loma roja, se plagaban de pequeñas luciérnagas y cuchicheos entrecortados: hubo más de dos y más de tres nacimientos inesperados nueve meses después del verano en el que los ángeles visitaron el pueblo.
Pero pasaba el tiempo y los ángeles no aparecían. Ya, ni Lope los veía retozar por las eras, ni Juan observaba sus pequeños vehículos volantes, ni Carmina soñaba con ellos. Don José Miguel andaba perplejo y taciturno por la ribera del río, y el maestro observaba decepcionado las últimas estrellas de Junio.
Se apoderó del pueblo un malestar difuso, una decepción, un desánimo. Las noches pasadas bajo la luna menguante, en las que habían intercambiado comida, bebida y esperanzas, les parecían ahora una broma de mal gusto. Polo se peleó cuatro veces en dos semanas, y hasta las gallinas de las tres cocineras andaban melancólicas y poco ponedoras.
El día de Santiago, al salir de misa, Polo dijo: "Yo esta noche voy"; y la voz se fue corriendo, de modo que aquella noche la luna llena alumbró un pueblo de casas vacías. Hasta Don Eulogio, apoyado en Fidel, se llegó hasta las eras con su hisopo lleno de agua bendita.
A las dos de la mañana, la luna se desdobló y se acercó al pueblo, y de ella brotaron pequeños vehículos voladores que se posaron sin ruido en la era de Don David. Los mil trescientos siete habitantes del pueblo salieron de sus escondites y avanzaron hacia la era sin temor, sin angustia, sólo con un dulce anhelo que les hermanaba, de manera que muchos se cogieron de las manos. Y entonces salieron los ángeles.
Les dijeron que ya habían terminado lo que habían ido a hacer, pero que antes de marcharse habían querido que todos pudieran verlos: porque ellos, con su deseo y su tristeza, les habían llamado. Les dijeron que aunque lo contaran nadie les creería. Les dijeron que, aunque lo pareciera, no estaban soñando.
Les dijeron todo eso sin hablar, y todos supieron que se lo habían dicho porque, al mirarse, tuvieron la certeza de que a todos les habían sonado dentro las mismas palabras.
A Don Eulogio se le cayó el hisopo de las manos y dos lagrimones de los ojos, los mismos que a Polo, a la Mucho y Bueno, a Fidel... Todos se quedaron en la era hasta que la luna volvió a ser una, con lágrimas en las mejillas y el corazón esponjado. Los padres acariciaban a sus hijos, las parejas se abrazaban, los amigos se miraban a los ojos. Nunca como entonces se sintieron parte de algo fundamental, más importante que sus propias vidas y que sus rencillas e intereses; nunca después volvieron a sentir con tanta fuerza que eran parte de la era y de la loma roja y de la ribera del río: que eran parte unos de otros por encima de todo. Para siempre.
Y al día siguiente, y muchos días después, la vida de cada día tuvo otro significado.
Porque no iban a creerles o a pesar de eso, nadie habló nunca de los ángeles; ni siquiera unos con otros, porque todos sabían que los demás también habían estado allí y eso bastaba.
Hubo amistades nacidas en la noche de la doble luna que perduraron a través de los años; hubo antiguas querellas que, aunque rebrotaron más tarde con la tenacidad del absurdo, encontraron una pequeña tregua aquel cándido verano. Hubo intenciones buenas, hubo arrepentimientos, renuncias, propósitos que se estrellaron contra la realidad, y otros que lograron salvar el desaliento de lo cotidiano.
Y lo cotidiano al final se impuso; murieron unos, otros marcharon, llegaron nuevas gentes y, con el tiempo, los que fueron quedando comenzaron a dudar de lo que habían visto y lo inscribieron en un sueño común, en la alucinación colectiva de una noche de calor que dejó en los corazones la nostalgia de una inocencia imposible.
Pero a las niñas que nacieron nueve meses después de los días de la búsqueda, sus padres las llamaron María de los Ángeles. Y ellas, a su vez, han llamado así a sus hijas. Mientras viva alguna de ellas, mientras alguien en el pueblo las llame por su nombre, no se extinguirá del todo el eco de la voz silenciosa de los mensajeros.

7/10/08

En aquel tiempo salía "El As"

En aquel tiempo salía el "As". El "As" era un periódico deportivo, de papel basto y titulares agresivos plagados de signos de admiración. En primera plana, la instantánea de un futbolista de robustas rodillas chorreando sudor.
El "As" salía los lunes y era el anuncio de que comenzaba una nueva semana. Aún no era de día cuando en la esquina de la churrería, Lucio el topo se apostaba, se afianzaba en sus dos piernas, sacaba pecho y voceaba inmisericorde:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
En respuesta al vocerío, Lope el borracho salía de la pensión de la Mucho y Bueno, que volcaba sus abundancias asomada a la ventana, sacudiendo las alfombras; Matiucas, el de la Mari la pescadera, arrimaba la furgoneta a la pescadería de su madre y empezaba a descargar las barras de hielo y los helechos. Eusebio el rápido abría el taller después de orinar en el patio de atrás, y comenzaba a la vez sus muecas y el arreglo de las primeras medias suelas del día.
Y comenzaba a formarse, en la puerta de la churrería, la cola de las mujeres con el monedero en la mano.
En aquel tiempo se desayunaban churros y porras mojados en el café con leche; y las neveras eran de hielo, que repartía Matiucas por las casas, barras de hielo que refulgían como diamantes y se deshacían en esquirlas cuando Matiucas las partía con un martillo y un punzón. Los niños cogían las esquirlas del suelo para chuparlas; las madres, si los veían, se las quitaban y les daban una torta en la boca y un azote en el culo.
A las ocho salían los últimos tractores camino de las eras, y los hombres que esperaban el coche de línea en el bar de Polo pedían un Chinchón para matar el gusanillo y se cruzaban a la esquina de la churrería para comprarle el "As" a Lucio el topo. Lucio les miraba por encima de sus gruesas lentes y rebuscaba el cambio con sus manos eternamente sucias dentro del bolsillo de cuero que llevaba atado a la cintura. Después se acomodaba el pitillo en la comisura de los labios, y volvía a gritar desatentado:
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!!
A las nueve se abría la escuela y Don Florián, el maestro, salía de su domicilio y cruzaba el patio de recreo para abrir las aulas. Por entonces entraba en la churrería la Heli, a buscar los churros de los señores, y Lucio el topo se la comía con los ojos detrás de sus lentes legañosos.
-¡¡¡Ha salido el "Aaaaaaaas"!!! -bramaba como ciervo en celo casi al oído de la chica.
Y la Heli, muy tiesa, agarrando altivamente el junquillo con los churros, sacudía los hombros despectivamente y murmuraba: "Qué tío más asqueroso".
En aquel tiempo, en el que sólo se descansaba el domingo, el lunes era la puerta del desierto, el inicio del tubo, el comienzo de una nueva eternidad. Fidel, el cura nuevo, cruzaba la calle con pasos presurosos, encendiendo un cigarrillo con sus manos nerviosas, y le compraba el "As" a Lucio el topo después de decirle: "Menuda chavala", señalando con la barbilla a la Heli que se alejaba. Doña Luisa salía de la iglesia guardando en el bolso su velo de blonda y saludando a diestro y siniestro. La Celsa terminaba de limpiar los higaditos de pollo, y los niños cantaban los ríos de España balanceando las piernas por debajo del pupitre.
Luego llegaba el correo, comenzaba a oler a comida; en la radio, una voz declamaba que el Ángel del Señor anunció a María, interrumpiendo una canción en inglés, y las madres cortaban chistando los reniegos de las hijas. A la una, Lucio el topo doblaba el último “As” que le quedaba y se marchaba a leerlo al bar de Polo donde ya la Celsa, al verlo cruzar la calle, comenzaba a servirle el menú en su mesa de siempre.
Lope el borracho se despedía con un gesto vago y subía trotandillo a la pensión de la Mucho y Bueno; los niños se desparramaban por las calles del pueblo, y Doña Luisa, suspirando, servía la sopa en el comedor de la luz siempre encendida, diciendo: “Un día más...”.
En aquel tiempo, en el que el hielo se vendía en pedazos, las mujeres hacían cola para comprar los churros del desayuno y los periódicos se voceaban en las esquinas, el "As" de Lucio el topo era la primera señal de que, después del sopor del domingo, la vida continuaba.