25/11/07

COMADREJAS

Ese año hubo muchas comadrejas. Se las podía ver por todas partes, como relámpagos entre los trigos, asomando en la cuneta, cruzando veloces la carretera como las propias liebres. Su silueta alargada persistía un momento en la retina, proyectada en los párpados cerrados contra el sol. Yo sacaba la cabeza por la cabina del tractor para que me diera un poco el aire mientras subía la cuesta camino del pueblo. Era a la vuelta, cuando el atardecer ya era largo y daba tiempo a ducharse y pasarse por el bar de Emiliana antes de cenar. Se hablaba allí de las muchas comadrejas que había. Y también de cómo estaba la dueña.

Emiliana siempre había sido rara, de esas que parece que se lo debes y no se lo pagas, muchos aires de reina, lo de siempre cuando se ha sido y ya no se es. Cuando se murieron los padres de Agustín, sus suegros, ella se hizo cargo del bar. Decían que era para ganarse la vida, decían que era por entretenerse en algo cuando le venían los nervios. Total, lo mismo era.

El verano aquel hizo más calor que en veinte años. Salieron topillos por todas partes, y esa era la razón de las comadrejas según decía Vicente, que sabe de todo. Los topillos le gustaban mucho a Rafa. Se pasaba el tiempo espiándolos a la salida de sus madrigueras. Les ponía al alcance gusanitos, pequeños insectos. A veces conseguía que alguno se le pasease por el brazo hasta el hombro y entonces él se reía silenciosamente, en sacudidas emocionadas. Tanto como le gustaban los topillos odiaba Rafa a las comadrejas. Cada vez que enganchaba a una, la agarraba de la cola y la sacudía contra una piedra hasta que la reventaba. Una tarde trajo una, o lo que quedaba de ella. Entró en el bar y la puso de un golpe encima de la barra. Emiliana, que estaba sirviendo vino de la botella, lo tiró todo al suelo y se puso a chillar como una loca. Se la tuvieron que llevar adentro pataleando.

Rafa era, como se suele decir, un poco inocente. En invierno le tenían en un colegio especial, y en verano venía al pueblo. Se dedicaba a buscar topillos y a pedir a todo el mundo revistas de mujeres. Se entretenía recortando con unas tijeras la parte de las bragas, todas las fotos las recortaba igual a ver si encontraba algo debajo del papel. Si en un momento así lo interrumpías, se ponía muy violento. El resto del tiempo era un buen tío.

Fue un verano agobiante, el de las comadrejas. Las moscas no daban reposo ni dentro ni fuera. En el bar de Emiliana se arracimaban encima de las mesas, incordiaban posándose en la cara, en las piernas… y luego, el calor. Comentábamos los escotes de Emiliana cuando se inclinaba sobre la barra, comentábamos lo zalamera que estaba este verano ella que era tan altiva, y los sofiones que se llevaba el Agus, asomando a veces por detrás de la barra con su gorrilla de visera y su sonrisa de ojos guiñados. Hablar por hablar, para no hundirnos del todo en aquellos pozos de bochorno que nos mantenían presos y paralelos en nuestros sitios a lo largo de la barra. Matar el tiempo.

Que era la edad, opinaba Vicente. Que por fin había entendido Emiliana que le quedaba poco y había que disfrutarlo todo junto antes de que fuese demasiado tarde. Guiñaba un ojo cuando decía las palabras “todo junto” y Rafa iniciaba a la vez una risilla temblona y afilada que venía como de muy lejos a morir a sus labios. Parecía que entendía, el muchacho, comentábamos riéndonos. Y volvíamos a sucumbir a la modorra de aquellas largas horas.

Después de cenar nos íbamos al patio de Vicente. Su mujer sacaba clarete del que hacían ellos y nos quedábamos hasta las tantas. Se estaba bien allí con la trasera abierta, viendo pasar la gente. La mujer de Vicente se ponía en la calle a hablar con las vecinas. A veces venía Emiliana y se sentaba en una silla baja con mucho cruce de piernas y unas risas muy altas. “Ya está ahí tu novia”, le decía alguien a Rafa entonces. Y él parece que la venteaba y luego se quedaba enfurruñado y triste, al ver que nos reíamos. “No te preocupes, hombre. Cualquier día de estos se muere el Agus y te casas con ella”. Muchas noches Vicente sacaba un libro y nos leía trozos de novelas. Se acercaban entonces las mujeres y Emiliana suspiraba en los trozos que eran de amor. Un día, Rafa la ofreció un topillo de esos que siempre llevaba con él y ella se retiró con muchos gestos de asco “Qué pena de criatura -le dijo a la mujer de Vicente- un hombretón así con ese cerebro de mosquito…” Pero desde entonces, se arrimaba a él en el patio de Vicente. Hacía como si no, pero todos lo notamos.

Transcurría el verano, pero el calor no pasaba. Malhumor y hastío a lo largo del día, el campo recogido, casi nada por hacer. Bebíamos y volvíamos siempre sobre lo mismo. Los ojos y los escotes de Emiliana cada vez más hondos, Rafa pegado a ella con su mirada ida... La mujer de Vicente nos prohibió hablar de eso en su patio. “Cualquier día tenemos un disgusto -nos dijo-. Qué loca ha sido siempre la Emiliana. Yo no sé en qué está pensando esa mujer”. La mirábamos con una media sonrisa, cachondos e incrédulos, agotados de tedio y de calor. “No es para tanto, mujer…” “Sois unos insensatos, tenéis agua en los sesos…” “No es para tanto, maja…” “Al tiempo…”

El alboroto nos pilló en el bar, en uno de esos ratos entregados al sopor. Chillidos de Emiliana en la parte de atrás, alaridos como cuando Rafa le puso en el mostrador la comadreja. No pudimos conseguir que Rafa soltase al Agus hasta que vinieron los guardias, pero al menos evitamos que le siguiera golpeando la cabeza contra el tronco de la higuera. Aunque a veces me pregunto para qué. Ahora sigue asomándose a la barra con su gorrilla de visera que oculta los costurones, pero su sonrisa babea, y los ojos guiñados merodean en sus órbitas con una turbadora expresión indagatoria. De Rafa no sacamos nada en claro. Luego nos dijeron que lo habían internado. No lo hemos vuelto a ver. Emiliana ha vuelto a ser la de siempre. Altiva detrás de la barra, sin zalamerías ni escotes ya. Vicente, al que no se le escapa una, dice que del susto se le pasaron las ganas. Y que ella es la única que tiene la culpa de todo: del encierro de Rafa, de la baba en la sonrisa del Agus. Lo hablamos a veces en voz baja, apiñados en la barra como moscas de agosto. Nos dice Vicente que nos fijemos en Emiliana, en el gesto que hace sin querer: Emiliana se alisa la falda muy deprisa por encima de las bragas, muy deprisa y como con miedo, con sus manos finas de comadreja. Lo hace desde aquella tarde, que antes no lo hacía. Y eso que ha pasado tiempo ya…

Porque todo esto fue el año del calor, ese verano en el que el campo se llenó de topillos como los que le gustaban a Rafa.

15/11/07

Seis ideas de Pla sobre el realismo

Antes de que se nos muera el Círculo Solana por inanición, echaré mano de estas seis ideas de Josep Pla sobre el realismo. Que siga viva la llama del Manifiesto...


- Escribir una determinada impresión, sentimiento o idea teniendo en cuenta la totalidad del objeto y a la vez con la menor cantidad posible de palabras, con la mayor claridad, precisión y sobriedad.

- Una literatura de observación, de visión, de materialización, de alguna forma de conocimientos, de realismo, fina.

- Una literatura sin retórica, sin declamación, sin ínfulas.

- Nuestra estética está llena de limitaciones y su campo es la vida humana. Somos partidarios de la normalidad.

- El realce, el grafismo de las impresiones.

- La realidad es un fabuloso prodigio que se presenta ante nuestros ojos y ante nuestra sensibilidad, que no tiene límites, es inacabable.

(Diccionario Pla de literatura, Destino, 2001)

4/11/07

Veamos

Aquí.

Cupletistas de pueblo.

19/10/07

Ahora se escribe

Los grandes escritores nunca se acaban, como el papel higiénico ese famoso. Y no sólo porque hayan dejado a la viuda o a los nietos un cajón ingente de inéditos con los que entretener a los lectores durante décadas, como Pessoa y su famoso baúl, sino porque, principalmente, nunca acaba uno de leerlos, aún habiendo leído todo de ellos. Todo resulta familiar, pero se leen una y otra vez y nunca parece que se releen. Son así casos clarísimos de lecturas de doble fondo, como los armarios de los magos clásicos, donde meterse dentro es desaparecer o ver esfumarse a la sufrida señorita que lo mismo se deja lanzar cuchillos como se deja desaparecer. Lo hemos dicho mucho pero veo que no se gasta el individuo, y lo hemos leído mucho, pero ahí sigue causándonos asombro su escritura; el pintor y escritor José Gutiérrez Solana (el orden de los factores no altera el producto en este caso; “ahora se escribe” decía, o “ahora hay que pintar y olvidarse de escribir una larga temporada”, según, como dos artistas en uno) es un caso interesantísimo y casi único en el panorama literario español del siglo pasado. No entraré en el juego de decir si era peor o mejor que tal o cual; de él ha dicho Gaya, para hacerse una idea el que no la tenga, que llega a ser “como una novela de Galdós de la que se han perdido o traspapelado páginas y en la que nada concuerda ya, en donde los hechos no coinciden, no coinciden, pero existen”. Existen. Eso me parece, ¿pero por qué? ¿Qué tiene este escritor que no tengan otros? Intentaré apuntar algo.Ya tengo el tomo de La España negra (II) subtitulado Viajes por España y otros escritos; es un volumen grueso, de buen papel, que ahora está impoluto, blanco. Volveré sobre él muchas veces, una y otra vez, cuando los márgenes sean amarillos, como si estuviese mal del hígado, cuando pueda marcar las páginas con las canas que se me caigan, porque en algunos escritores buscamos algo más que regocijo de lector y los leemos como otros toman vitaminas o flores de Bach. Porque leemos como vampiros, también, y lo mismo que el teléfono móvil se enchufa para cargar la batería, nos acercamos a algún libro dispuestos a chuparle la sangre. Porque hay escritores que dan ganas de escribir, de cantar, de bailar claqué o de abrazar a la gente (de hacer algo, en definitiva, según las preferencias de cada uno), otros dan ganas de dormir y algunos en cambio, al leerlos, dan ganas de seguir leyendo.

Solana es de los primeros; lo lee uno más que para amodorrarse leyendo, para animarse; tiene el efecto chisposo y alentador de un vermú antes de comer, o de un chupito de licor café después. Más bien lo primero, que lo segundo provoca cierta somnolencia y el efecto es todo lo contrario; despierta y pone de buen humor, cosas que no siempre van unidas, quizá casi nunca. Por encima de esta prosa y de sus cualidades o negligencias (según algunos es un catálogo de tropelías lingüísticas), por encima de su naturaleza descriptiva y de las finuras temáticas tan mentadas que atraen su pluma y su pincel, por encima de todo lo que pueda ser su arte narrativo o pictórico, hay una cosa que me parece fundamental en sus escritos y que puede ser llamado de muchas maneras; hablamos del tono, o el temperamento. Ojo, que no el estilo, que saldrá de este pero que no es lo mismo. Si los ríos nacen en las montañas el río Solana nace muy arriba, y baja espumoso y revuelto y poco civilizado, si no es raro decir esto de un río. Sí, sería un río que pasa de protocolos. A veces se dice; escribe con las tripas, pues viene siendo algo así. Podríamos entrar en detalles, ya digo, en los entresijos de su escritura, pero lo que me interesa ahora es resaltar porqué atrae de esa forma su escritura. En Solana, esto, el tono, aparece casi desnudo, corretea en pelotas por el campo como un chalado que se escapó del psiquiátrico, salta a la vista sin muchos vestidos y capas que lo cubran. Lo apunta Ramón en su Diario el 16 de diciembre de 1920 sobre La España negra: “Acabo de leer el libro de Solana. Es sincero, rijoso y tiene un tono que se ha perdido entre los hombres.”

No hay escritor que escriba desde la nada, aunque lo parezca, pero hay escritores en los que esto se aparece más claro y con más fuerza; siempre hay una corriente subterránea que hace correr los ojos del lector por la página, y esa corriente con la que se unen las frases va más allá de lo que llaman el estilo, o más acá, y por una parte está el tono y por otro los recursos y herramientas del escritor, el oficio. Se ha dicho de muchas maneras, cada cual llama a esto cómo quiere; Hemingway decía que para escribir bien había que estar enamorado. Bueno, es un poco trabajoso, pero se refiere a eso. Habla de lo mismo. Lo dice Pla, con menos romanticismo: “Escribir con el temperamento —eso es lo esencial. Hay que escribir con el temperamento, pero lograrlo es difícil”. Unos recurren al alcohol, a las anfetaminas, y los hay que ya están como cabras y no necesitan trucos para escribir. El truco son ellos mismos. En Solana destaca esto, su truco, él mismo, que se esconde debajo de su buen oficio de escritor (que lo hay) pero no logra fabricar una prosa muerta, de árbol seco y hermoso a la vista, una cosa como de plástico; no, sus libros, muy trabajados, incluso a pesar de esto, están levantados sobre ese tono que da sentido al hecho de leer, que da sentido a la literatura, y digamos que esta se inventó con esto y por esto; es el fuego de la literatura, o la rueda.

Salvando todas las diferencias Cioran me recuerda mucho a Solana; en ambos sobresale esta elementalidad. Cioran es un filósofo, un pensador, y en cambio dice el rumano: “Yo nunca he escrito una sola línea a mi temperatura normal”. Son los puros de la literatura; los puros puros, literales, esos cigarros de los que no debemos tragar el humo. Decía mi abuelo de algunos vinos; “Eso es todo química”. Pues un Cioran y un Solana serían todo lo contrario. Buscamos en ellos un poco de eso, ese sabor que no sea todo química.

16/10/07

JULIO



Era imprescindible que yo lo hiciera, me dijeron. Y una gran oportunidad. Dos frases falsas y superfluas pero inevitables, sin embargo, en mi mundo. Tenía que entrevistar a Julián Martín Parera para el Extraordinario de Verano. La entrevista acompañaba al cuento dedicado al mes de julio que yo, “negro” entre los “negros”, debería escribir para él, y a la vez trataba de ser un señuelo para mí: por primera vez mi propia firma vería la luz. Mi propio nombre como entrevistador del presunto autor de un cuento que yo mismo tenía que escribir pero no firmar. Martín Parera hubiera dicho: “De folletín”. Yo, aunque no apostillo, hubiera reconocido sin embargo, si alguien me hubiera obligado a citar similitudes, que era una situación asimilable a una de esas que nutrían las “novelas por entregas” decimonónicas; pero a mí nadie me obliga a citar similitudes porque a nadie le interesa lo que yo pienso. Mis opiniones, por otra parte, suelen requerir más de cinco y más de seis palabras. Sólo soy lapidario cuando escribo para Martín Parera. Luego, se me olvida.
Así pues, la entrevista constituía mi ingreso en la visibilidad. “Así han empezado todos -me dijeron-; el mismo Julián Martín Parera escribió durante años los Ecos de Sociedad, aunque ahora parezca increíble.” Me abstuve de responder que si ahora parecía increíble era justamente porque ahora era yo el que escribía, y no Julián Martín Parera. No gustan, en mi mundo, ese tipo de sutilezas. “Ni siquiera tengo el cuento”. “Ese es tu problema. Pasado mañana tienen que estar las dos cosas”.
Eso me preocupó. Nunca había escrito cuentos para Martín Parera. Los argumentos de las novelas que él proponía y yo llevaba a cabo versaban siempre sobre un hombre sensible, inteligente y atractivo que no sabe muy bien cuál es su camino en la vida hasta que descubre una arrolladora vocación de escritor, a la que decide entregarse en la última página. Esa fórmula, repetida por Martín Parera con inmoderado afán y elaborada por mí con inmenso hastío, le había ganado los títulos de “Profundo Conocedor del Alma Humana”, y “Fino Observador de la Realidad Actual”. Pero un cuento era distinto. Martín Parera no había considerado necesario proponer argumento alguno para el cuento de verano. “Cualquiera”, me contó mi jefe que había dicho, magnánimo como un dios. Y había añadido: “Algo en mi línea, naturalmente; algo testimonial”. Dos días para hacerlo y ni una idea. Yo estaba muy preocupado.
Al día siguiente, llamaba a la puerta de EL RETIRO DEL LOBO, su casa de recreo en la provincia de Ávila. “Básicamente, me considero un lobo”, me espetó Martín Parera al minuto y medio de recibirme. Yo, la verdad, no supe qué decir. Siempre me ha trastornado de un modo singular el empleo inverecundo de los adverbios de modo. Así que le seguí por el jardín mientras repasaba lo que sabía de él: Ecos de Sociedad, corresponsal en los Balcanes donde creó un nuevo género periodístico, los “Ecos de Guerra” -maridaje alucinante entre la tragedia y lo melifluo-, de éxito sin precedentes entre las lectoras, matrimonio con la hija de un conde noruego, varios reportajes fotográficos sobre la pareja, declaración casi unánime de las mujeres de la Comunidad Europea de que Martín Parera, si bien no era guapo resultaba muy interesante, “proyectus interruptus” de novela -Bregando con la Muerte- que culminé yo, y tres novelas más (premiadas todas ellas, todas ellas apócrifas) cuyos títulos nada desdicen del primero: Martín Parera resulta devastador por igual a la hora de titular novelas, casas de recreo y a sí mismo.
Cuando el silencio comenzaba a hacerse un tanto tenso entre nosotros, apareció la nórdica condesa: “Como ya sabrá, a Julián sólo se le pueden hacer fotos de frente; siempre de frente. A Julián no le gusta su perfil, ¿estamos?”, declaró tan airada como si el perfil de Julián también lo hubiera escrito yo. “Una foto con la pipa en la boca, dos con el perro, otras dos sentado en la glorieta: en total cinco fotos”, concluyó. El lobo se había metido ya la pipa en la boca y posaba abrazado a su perro con aspecto cansado pero soñador.
La consigna era que la entrevista constituyera una charla distendida. Yo debía, pues, conducir a Martín Parera “por senderos agradables, cómodos e interesantes; nada de literatura, por ejemplo”, me había dicho mi jefe. Basándome en ello, había preparado un cuestionario cuya pregunta más transgresora era: “Desde su condición de testigo del dolor humano, ¿cómo asume usted los desequilibrios de todo tipo que se dan en el planeta?” Pensaba en ello mientras observaba a Martín Parera acariciar a su perro, que babeaba de la misma manera que babearían, con toda probabilidad, miles de mujeres en vacaciones leyendo su respuesta. “Un hombre muy interesante”, balarían complacidas sus adictas, tumbadas en su toldo de la playa quince días más tarde antes de pasar a leer el aún inexistente relato. Y en ese preciso instante, la idea del cuento para julio se formó nítidamente ante mí.
La entrevista discurrió por senderos agradables, cómodos e interesantes. Martín Parera charló conmigo distendidamente, asumió con desparpajo los desequilibrios planetarios, concedió una sexta foto posando de frente al lado de la nórdica condesa y casi al final, cebando la última pipa, contestó sin ningún reparo a mi última pregunta: “¿Se siente usted identificado con el protagonista de su cuento?” Martín Parera dio una serie de cortas chupadas, exhaló el humo, miró soñadoramente a lo lejos... “Plenamente”, dijo, y sonrió dando la audiencia por finalizada. Así mismo lo expresé en la entrevista: Plenamente -sonrió Martín Parera poco antes de despedirse de mí. “Plenamente”, susurrarían las lectoras antes de sumergirse en el cuento. Y es que Martín Parera es así. Directo. Lapidario. Interesante.
La sección “Opiniones del Lector” se vio copada por las cartas de miles de mujeres al límite de la furia. Las asociaciones feministas expresaron de maneras a cuál más contundente su estupor, su indignación y su rechazo ante aquel cuento tan esperado de un autor hasta el momento tan querido por todas ellas. “La desfachatez con la que este pretendido “compañero” se desprende de su máscara y aparece ante nosotras como el ser atroz, indeseable y repulsivo que se jacta de ser en la entrevista que precede a su "Julián en julio: confesiones de un lobo", cierra cualquier camino excepto el de la denuncia más contundente”, declaró una prestigiosa periodista en el siguiente número.
Otras opiniones fueron: “No podemos explicarnos qué ha podido suceder en el cerebro enfermo de Julián Martín Parera o qué siniestra broma carente de toda gracia le ha sugerido su condición de Doctor Jekill y Mr Hyde en su bochornoso relato "Julián en julio: confesiones de un lobo". De lo que no nos cabe duda es de que el hombre que se identifica “plenamente” con el patético protagonista de su cuento, ese baboso, maltratador y lascivo que no tuvo más remedio que hacerse escritor al descubrir que "desde que esas putitas (sic) habían aprendido a leer ese era uno de los medios más seguros de bajarles las bragas (sic)", ese hombre, decimos, no debe tener, de ahora en adelante, ningún lugar ni en la literatura ni en la sociedad de los seres libres.”
“Giro tan sorprendente como inaceptable en una de las más correctas trayectorias de la última década. El relato de Martín Parera es de un sadismo trasnochado y de un cinismo estremecedor. Su afirmación de que lo mejor que puede hacerse con una menopaúsica letraherida es lobotomizarla constituye un insulto intolerable.”
“Nunca transigiremos con quien considera a sus más fieles lectoras "como un hatajo de loros histéricos que me ponen la cabeza como un bombo en los actos culturales". Eso, señor mío, le define a usted.”
Etcétera, etcétera, etcétera...

Lo demás es fácil de deducir. Martín Parera tuvo que arrastrarse varios meses por todas las asociaciones feministas de Europa hasta reconciliarse de nuevo con sus lectoras. La nórdica condesa le repudió, llevándose las tres cuartas partes de su fortuna, y sólo consintió en perdonarle cuando su siguiente novela, "La diosa madre", dedicada a ella, ganó el “Premio Artemisa al libro más comprometido con la Causa de la Mujer”. Pero yo ya no tuve nada que ver con eso. Durante los dos días de julio que pasé componiendo febrilmente aquel cuento, descubrí en mí una arrolladora vocación de escritor a la que me he entregado. Ahora invento mis propios relatos. Los que los han leído los califican de inmorales, desagradables, irreverentes e impublicables. Prometedor, en mi mundo.
Hace poco me encontré con mi antiguo jefe. “No sé qué te pasó por la cabeza, ni me importa -me dijo-; espero que te resultase divertido, porque con todo aquello perdiste una gran oportunidad”. A lo que no pude por menos de responder: “Era imprescindible que yo lo hiciera”.

13/10/07

Baroja en movimiento

Siempre me ha hecho gracia cómo empieza sus memorias don Pío (sí, otra vez por aquí):
"Yo no tengo la costumbre de mentir. Si alguna vez he mentido, cosa que no recuerdo, habrá sido para salir de un mal paso. No por pura decoración. Los hechos de la vida están casi siempre tan conectados el uno con el otro, que el mentir para darse tono me parece una estupidez sin objeto."
[...] "A mí se me ha ocurrido escribir unas Memorias ahora que ya no tengo memoria. Me he metido en esta tarea por la fuerza de la inercia. Leer, he leído mucho, quizá demasiado; hacer, ¿qué voy a hacer? No me voy a poner a estudiar matemáticas ni plantear negocios. No tiene uno la cabeza fuerte para eso. Dormir, me gustaría dormir mucha horas, pero duermo poco y mal."
Y más adelante nos sitúa. La verdad es que los prólogos de Baroja suelen ser una gozada; describe la vista desde un hotel, en alguna ciudad, o nos habla de las cuitas con su editor, o justifica sus libros, el libro que viene, de una forma bastante cómica. Parece que si fuese por él no haría nada; empezó escribiendo para pasar el rato, por llenar las hojas vacías de su cuaderno de médico en Cestona, y después para sacar unas pesetas se puso a escribir como una máquina, toda la vida.

"Este verano de 1941 lo he pasado en Itzea, en mi casa de Vera, leyendo y escribiendo. Me levantaba antes de las seis de la mañana, al sonar el Angelus, y, después de arreglarme un poco, estaba para esa hora dedicado a mi tarea.
El tiempo era para mí delicioso, tibio, húmedo y de poco sol. En estas primeras horas del día, la niebla gris dominaba el valle e iba después deshaciéndose y desapareciendo hasta dejar el cielo claro con un azul suave con nubes blancas sobre las alturas de los montes."
Vuelvo a sacar al bueno de Baroja aquí porque me encontré un fragmento de una película (Zalacaín el aventurero, de Juan de Orduña, 1955) en la que sale él, aunque su voz no le pega, entre otras cosas porque está doblada, juraría. Un actorazo, qué dominio, parece nacido para chupar cámara.

10/10/07

La España Negra II, de Solana

Ya tengo en mis manos, ¡por fin!, La España negra II, subtitulada Viajes por España y otros escritos. Os cuento mis primeras impresiones. Por supuesto, sólo con hojearlo un poco puedo asegurar que el libro es la leche y que cualquiera que lo lea va a disfrutar un huevo (hablando pronto y mal). Además, los solanistas estamos de enhorabuena, porque en la solapa final se anuncia una nueva publicación de nuestro ídolo: sus textos, también inéditos, sobre París.
Ricardo López Serrano ha sido el encargado de transcribir y poner en orden los manuscritos de Solana. En un estudio introductorio nos cuenta detalladamente su gestación. No sé si es porque lo he leído de pie en el autobús, con los codos de las señoras moviéndome las tapas, pero no me he enterado muy bien. El caso es que se supone que son inéditos y que estaban en una maleta que acabó siendo donada por la familia al museo Reina Sofía: unos son capítulos nuevos de libros ya publicados, otros trozos de obras en gestación que se quedaron sin terminar, otros pasajes que el propio autor desechó...
Nos da un poco de envidia la labor de este Ricardo López Serrano, ahí, imagino que durante meses, trajinando con los manuscritos solanescos. (Lo que me parece que no viene a cuento es ese chiste final sobre la T-4 con la que termina su introducción. Hay gente a la que le gusta cagarla de la manera más tonta, no sé por qué...)
Por su parte, en un prólogo de dos páginas ("Gaveta solanesca" se titula) Trapiello dicta sentencia: "Solana es uno de los grandes escritores españoles del Novecientos. No es superior a Baroja, a Azorín, a Unamuno o Galdós, pero no es inferior a ninguno de ellos". No creo que decir las cosas así, tan tajantemente y haciendo esas comparaciones, sirva de gran cosa, pero considero que en el fondo tiene razón. Un poco después dice, jugando retóricamente con el principio de no contracicción: "Este libro inédito es y no es como los otros seis del autor". Como decía doña Rosa la de La colmena: "¡Nos ha merengao!".
El diseño de cubierta no me ha gustado nada. El de la primera parte era mil veces mejor.
***
El libro empieza, como La España Negra I, con otro genial "Prólogo de un muerto", que me parece si cabe más surrealista. Os pongo un trozo en el que salen algunos cadáveres de nuestros amigos escritores cuyas fotos aparecen en el margen. Solana se despierta dentro del ataúd, en el cementerio:
"Ha pasado el tiempo, no sé cuánto; mis miembros han ido recuperando poco a poco algo de vigor y al terrible pánico pasado ha sucedido una curiosidad sin límites, un deseo de verlo y escudriñarlo todo. Entra la luz por una claraboya y veo figuras con los atributos mortuorios, el ángel del dolor, y unos angelones con unas trompetas de la fama en alto. Salgo a ver esto aunque tengo los mienbros entumecidos, y con sorpresa leo sobre el mármol blanco con letras de bronce: "Panteón de Hombres Ilustres" [...].
El féretro de La Cierva se ha corrido un poco y ha podrido media cara al subsecretario Martínez Ruíz, Azorín, por estar debajo, como una muela podrida corrompe a otra. Azorín está en el nicho vestido de subsecretario, un uniforme muy recargado de oro, pero algo apolillado por algunos sitios; la parte de la cara que da a La Cierva está horrorosamente desfigurada, comida de gusanos y con un ojo fuera; los dientes como fuera y desprendidos de los alvéolos; tiene la boca entreabierta para poder respirar pues la nariz la tiene tapada con la mano porque encima de su nicho está el del ministro Juan de La Cierva y este tipejo, hombre de brazos cortos y afeminado, huele tan mal de los gases que lleva dentro de su cuerpo venenoso que parece que ha filtrado pus y veneno a los compañeros de admiración de política y de automóvil pues todos están negros y huelen a retrete. [...] Azorín tiene un pie fuera y podrido.
[...] Luego atrae mi vista una tumba llena de cintajos y banderas. Después de hacer algunos esfuerzos para separar estos engorros, puedo percibir la simpática figura de Don Benito Pérez Galdós. El gran escritor está enfundado en un gabán y todavía calza una abigaradas zapatillas de orillo; tiene las puntas de los dedos quemadas por el tabaco y los párpados unidos aprisionando sus ojos pequeños que tanto vieron y que tan bien supieron escribir.
La Emilia Pardo Bazán está enterrada con la muceta y toga de catedrático de literatura de la Universidad de Madrid; tiene puestos los impertinentes y por debajo de una falda morada con lentejuelas, de reunión, se ven los zapatos de baile; tiene en su nicho dos pebeteros encendidos y, a pesar de que la han embalsamado, su putrefacción es tan grande que no hay modo de enterarse de más detalles de su "tualet". Huele también tan mal que ha podrido todo el traje de reunión y de baile con que fue enterrada, los encajes, los chapines llenos de pus pestilente y los tacones torcidos en los que hay agujeros por los que han entrado gusanos y culebras que se asoman a las ventanas de sus tibias [...].
[Pío Baroja] está en el nicho con la cabeza gorda, pues la boina le viene chica, y conserva una maleta al lado, uno de esos maletines que traen los viajeros cuando vuelven de Roma de visitar al Papa con botellas de aguas benditas, cintas y escapularios."
Etcétera. Feliz lectura a todos.

9/10/07

UNA RIÑA EN LA PRADERA

"...Una peripecia nos detuvo unos breves instantes. Fue una pelea de mujerotas. Pelea muy rara: por lo regular, estas riñas van acompañadas de vociferaciones, de chillidos, de injurias, y aquí no hubo nada de eso. Eran dos mozas: una que tostaba grabanzos en una sartén puesta sobre una hornilla; otra, que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás he visto en rostro humano expresión de ferocidad como el que adquirió el de la tostadora. Más pronta que el rayo, recogió del suelo la sartén, y echándose a modo de irritada tigresa sobre la autora del desaguisado, le dio con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar un ay, corriéndole de la ceja a la mejilla un hilo de sangre; y trincando a su enemiga por el moño, del primer arrechucho le arrancó un buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las uñas de la mano izquierda: cayeron a tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes, hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie pensase en separarlas, y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como muertas, una con la oreja rasgada ya, otra con la sien toda ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se reían a carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se despedazaban las infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el mareo a fuerza de repugnancia y lástima: me acordé de mi paisano Pardo y de aquello del salvajismo y la barbarie española..."
Emilia Pardo Bazán, Insolación

7/10/07

La novela realista, según Baroja

Escuchemos lo que nos dice este señor de la boina (con sus ambigüedades y contradicciones):


La novela, cajón de sastre:
"¿Hay un tipo único de novela? Yo creo que no. La novela es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación. Lo abarca todo: el libro filosófico, la aventura, la utopía, lo épico, lo lírico, todo absolutamente. Pensar que para tan inmensa variedad puede haber un molde único, me parece dar prueba de doctrinarismo y de dogmatismo. Si la novela fuera un género bien definido, como un soneto, tendría una técnica también definida. [...]"
***
Breve historia de la novela realista:
"Creo que la novela realista comienza en la literatura griega, en El asno de oro de Luciano de Samosata [...]; el de Apuleyo sale de idéntica cantera. A estas obras se une con el tiempo, por su cinismo, su realismo y sus detalles crudos, el Satiricón, atribuido a Petronio. [...]
El segundo foco en la historia de la novela realista mundial es España, con el autor de El lazarillo de Tormes, Cervantes, Esquivel, Quevedo, Vélez de Guevara. [...] En Francia aparecen Lesage y su Gil Blas. [...]
Otro carácter tomó la influencia de la literatura realista en Inglaterra. Aquí dejó su huella en Defoe, en Fielding y en Smollett. [...] La influencia de la novela realista española llega hasta Dickens, que a mí me parece uno de los escritores más extraordinarios del mundo, autor que ríe y llora, como un clown sublime. [...]
La novela realista pasa de Inglaterra a Rusia en el siglo XX; todavía la huella española se advierte en tres grandes escritores: en Gogol, en Turgeniev y en Dostoyevski. [...]"
***
Tipos de novela:
"Hay un tipo de novela esquemática, cerrada, de una unidad completa; y otra anárquica, multiforme, proteica y porosa. Respecto a la unidad del asunto, el aislamiento del proceso de la novela está bien, siempre que se pueda realizar lógicamente. El no conseguirlo o el no practicarlo es un defecto. La novela debe encontrar su finalidad en sí misma (una finalidad sin fin), debe contar con todos los elementos necesarios para producir su efecto; debe ser, en este sentido, inmanente y hermética. La novela cerrada, sin trascendentalismo, sin poros, por donde apenas entra el aire de la vida real, puede ser, indudablemente, y con mayor facilidad, la más artística. Existe la posibilidad de hacer una novela clara, limpia, serena, de arte puro, sin disquisiciones filosóficas, sin disertaciones ni análisis psicológicos, como una sonata de Mozart; pero es la posibilidad solamente, porque no sabemos de ninguna novela que se acerque a ese ideal. Por ahora, vemos la posibilidad; pero no el camino de realizarla. [...]"
***
La invención:
"Se dice que no es posible inventar una intriga nueva, que el filón está agotado. No lo creo. [...] En la novela y en todo arte literario lo difícil es inventar, sobre todo inventar personajes que tengan vida y que nos sean necesarios sentimentalmente por algo. [...] La composición de un libro, la corrección de la prosa, tienen importancia, claro es; pero como se pueden mejorar a fuerza de estudio y de trabajo, no dan esa impresión fuerte y sugestiva de la fantasía.
Por la invención son grandes Shakespeare, Cervantes, Molière, etc. Los escritores del XIX no pudieron inventar tipos tan sintéticos como los del XVI y XVII, no pudieron crear esquemas necesarios en nuestra vida sentimental, aunque muchos de estos escritores, como Dickens, Dostoyevski, Tolstoi e Ibsen, son de lo más grande que ha tenido la Humanidad. [...]
El detalle inventado y mostrenco salta a la vista como cosa muerta. El escritor puede imaginar naturalmente tipos e intrigas que no ha visto, pero necesita siempre del trampolín de la realidad para dar los saltos maravillosos en el aire. Sin ese trampolín, aun teniendo imaginación, son imposibles los saltos inmortales. [...]
La necesidad de la verdad en el detalle la siente el novelista moderno, hasta el punto de que todo lo que es engarce, montura, puente entre una cosa y otra, es decir, arte literario, técnica aprendida, le fastidia."

(Pío Baroja, Sobre la novela realista)

30/9/07

UN GALGO ENTRE LA NIEBLA

Podría empezar diciendo: “Un pueblo envuelto en niebla y de pronto, un galgo”. Pero no fue exactamente así.
De nuevo: Las calles de un pueblo castellano envueltas en la niebla, y un galgo surgiendo de repente.
Sin embargo, las calles no estaban envueltas en niebla sino que ellas envolvían la niebla y le daban cauce. Era un tránsito de la niebla a través de las calles, encajonada en ellas como una multitud átona y compacta. Silenciosa. Sorda. En los márgenes, casas de adobe como acantilados. Al fondo -al relativo fondo de la niebla- un farallón de piedra con escudos. Y ese frío tan tibio de estar en una nube, esa conformidad.
El galgo. Las patas kilométricas, la inquietud, las orejas en punta, las costillas. Surge y desaparece para dejar un rastro alucinado de deseo. El galgo es un deseo imposible de algo que no se acierta a definir. El galgo llega, se muestra, inquieta a la conformidad y se escapa de un salto al otro lado. Veremos que hace bien.
No hay que olvidar que he dicho “un pueblo castellano”: Niebla, conformidad, galgo, deseo. Casas de adobe y casas con escudo. Nadie en las calles si no es la niebla, silenciosa y sorda. Y el galgo alucinado.
En esta tierra aman a los galgos, podría decirse. Pero no es exactamente así.
De nuevo: En esta tierra desean poseer un galgo (poseer es la clave). Su cuerpo fino y móvil, sus orejas en punta, sus ojos atónitos. Los que poseen galgos hablan de ellos, citan sus nombres y sus hazañas venatorias. Porque los galgos son para cazar. El galgo poseído se lanza al monte para cobrar las piezas y se las trae al amo. Las suelta de la boca a los pies del hombre y este a veces le acaricia la pequeña cabeza entre los ojos o le palmea distraído el elegante lomo. Quien tiene aquí un buen galgo es envidiado (envidia es otra clave). Una criatura viva, brillante y poderosa a la que poseemos. Que nos hace pensar que somos cazadores. Que somos como ella. Hasta que un día el galgo ya no puede cazar.
Es posible que ese sea un día de niebla de finales de enero. Se ha acabado la veda. Saliendo del pueblo puede cogerse un camino embarrado entre las naves donde balan las ovejas. No se ve a una distancia de dos metros, pero el que camina conoce el lugar desde que nació. Podría decir cuántos pasos hay hasta la olma muerta, la curva del sendero que lleva a los pedregales, el pequeño desmonte sobre las eras. Detrás camina el galgo. Llegados a la zona de carrascas la niebla se hace más espesa. Casi no se siente frío, sólo humedad perlada en la frente o encima del labio. Como sudor.
El hombre de la niebla es un hombre conforme con las cosas: el monte de carrascas, la cuerda de esparto, el galgo que ya no puede cazar. Cuando vuelve a pasar por las naves, regresando solo al pueblo, los balidos de las ovejas le confortan. Es un hombre silencioso y podría decirse que sordo. Pero no es así. Es sólo que la niebla tamiza los sonidos, ahoga los alaridos del deseo semiahorcado (semiahorcado es la clave). Pueden pasar días antes de que estos cesen porque el deseo es muy fuerte en esta tierra plana. Mucho y desesperado, pero no más potente que el tibio frío de la conformidad.
Hoy, el galgo que ha surgido de la niebla en mitad de la calle de un pueblo castellano se ha marchado de un salto y ha habido un fogonazo de deseo sacudiendo el silencio sordo y blando y escapando después. Como una alegoría, podría decirse, aunque no fuera exactamente así.
La realidad desnuda: Un pueblo castellano que hace crecer la niebla entre sus calles, y en medio de una de ellas un galgo de repente que surge y que se va. Yo estaba allí, lo he visto y me he alegrado de que el galgo escapase. Me he alegrado por él.