25/8/08

Solaneando

La herida de Gutiérrez Solana

José-Carlos Mainer, el sábado en Babelia.

Detrás de este libro está una maleta que, más de medio siglo después de la muerte de sus propietario, sus herederos hicieron llegar al Museo Reina Sofía, de Madrid. Hay también una conservadora de esta entidad, María José Salazar, que hizo honor al nombre de su oficio y que alertó de que aquel equipaje contenía manuscritos inéditos del pintor José Gutiérrez Solana. Vinieron después dos estudiosos de sensibilidad acreditada, Ricardo López Serrano y Andrés Trapiello, y de la mano del último de los citados, llegó una editorial que trabaja con pulcra claridad y buen gusto, la granadina Comares.

Estamos, pues, de enhorabuena aunque un lector superficial pueda decir que los textos que aquí se acopian no añaden nada nuevo a los seis libros de Solana que ya conocíamos y cuya última edición, la de la Fundación Santander en su colección Obra Fundamental, satisfacía -por fin- las exigencias de rigor y exhaustividad. Pero, en cuestiones de literatura, no sólo importa la novedad sino también la insistencia, la perseverancia de los textos recién hallados en el camino que trazaron los ya conocidos. En definitiva, tras la lectura de este libro, estamos en condiciones de dar toda la razón a Trapiello cuando escribe en su prólogo que "Solana es uno de los grandes escritores españoles del novecientos. No es superior a Baroja o a Azorín, a Unamuno o a Galdós, pero no es inferior a ninguno de ellos".


Es curioso recordar que los dos últimos dibujaban con primor y gustaban de la pintura. Baroja, hermano de pintor, tenía acusada sensibilidad como oyente de música y como catador de cuadros; Azorín fue uno de los inventores del paisaje español y por algo dedicó Castilla a Aureliano de Beruete, con ánimo de establecer respetuoso cotejo de sus paisajismos. Tampoco han faltado en nuestro siglo XX otros testimonios de esta querencia visual de la estética literaria española, o viceversa, de la hermandad de plumas y pinceles: Salvador Dalí y Ramón Gaya son, como Solana, excepcionales escritores. Y en cada uno se establece un modo de complementariedad de la escritura y la pintura. Dalí teoriza y magnifica sus invenciones por medio de la escritura. Gaya, cuyos cuadros son como acotaciones leves (aunque densas) de un proceso espiritual, concibe la literatura como otra búsqueda paralela de la fidelidad a la verdad de las cosas (de ahí su Velázquez, pájaro solitario). En Gutiérrez Solana, el nexo común de pintura y literatura es el mismo curso de su vida, receptáculo abierto a las impresiones de un mundo grotesco, agobiante, hiriente. Cuando leemos Arredondo, esbozo -como conjeturan con acierto los editores- de unas memorias de infancia, un capítulo como 'La visita del obispo' nos da la clave: aquella imagen fue un recuerdo de la niñez en la casa familiar santanderina pero es también el título del prodigioso cuadro de 1926. Y es que la percepción de la España negra, por parte de Solana, es una experiencia autobiográfica, una suerte de herida personal continuamente renovada. En tal sentido, nos recuerda mucho la estética y la sensibilidad de Pío Baroja. Ambos tuvieron la misma curiosidad, mezclada de horror, por las ejecuciones públicas (como se percibe en muchos episodios de la serie 'Crímenes pasionales', en este libro); uno y otro experimentaron el mismo turbio atractivo y la misma repugnancia de fondo por las víctimas del sexo mercenario (ese mundo de criadas complacientes y de prostitutas resignadas está en 'La lucha por la vida' y en 'La sensualidad pervertida, pero también en muchos lienzos de Solana y aquí en las notas de 'Madrid'). Los dos ejercieron la mezcla de misantropía y piedad a la vista de la desnudez repugnante de los desheredados: de "esas canillas blancas, como de difunto" y de "esas espaldas y pecho blanco y descolorido, de no darles la luz", que describe Solana en 'Las casas de dormir o los albergues'. Y ambos tuvieron la misma compasión por el sufrimiento animal. El lector de El árbol de la ciencia no olvidará nunca la escena en la que un médico cruel le quita su gato a una agonizante del hospital; el lector de este libro tendrá las mismas sensaciones al leer 'La recogida de perros, los laceros y el depósito del Canal' o 'El desolladero de la plaza de Tetuán', ambos en los apuntes para Madrid.


¿Complacencia en el horror? Ninguna. Ese estilo seco y directo, siempre contado en presente, no quiere recrearse en la perpetuación de la sensación, en la suspensión del tiempo (como Ortega observaba sagazmente en Azorín), sino proporcionarnos mejor la inminencia directa del horror, por el que somos a la vez subyugados y espantados. La objetividad es su forma de probidad, como en la descripción -tan moderna- de Navalcarnero (que se limita a una lectura de sus desternillantes anuncios callejeros), aunque otras veces, la sensación descrita se deje llevar por lo hiperbólico y entremos en el territorio de la fantasía casi quevedesca: la citada excursión a Navalcarnero termina con una divertida exageración sobre la furia de las moscas indígenas; en 'Las polillas', único texto sobreviviente de Ogarrio, cuatro páginas describen con minucia la invasión por estos insectos de una casa abandonada.


Decididamente no hay complacencia alguna. Camilo José Cela, gran valedor de Solana, describía una crueldad que, en el fondo, compartía (lo que artísticamente es legítimo, por supuesto). Valle-Inclán y, en otra medida, Eugenio Noel visitaron los mismos barrios oscuros y el resultado moral es una cierta ambigüedad entre la denuncia y la estética. Solana no es el cazurro de su leyenda, que pinta y escribe sin reflexión alguna... Sabe que ese mundo que le atrae y al que aborrece tiene responsables directos de su miseria. Y sabe que, al final de la gesticulación, está la muerte. Los editores han decidido que el 'Prólogo de un muerto', escrito para el libro Madrid, abra esta nueva serie de textos. Es una decisión plausible porque esta pesadilla de difuntos (que hubiera encantado a Baroja, que remató con otra el edificio de Memorias de un hombre de acción) tiene mucha fuerza, al pintar al escritor como lo que fue, en su relación con el mundo: un muerto vivo, un hombre que llegaba del otro lado. Y, al paso, traza un incomparable friso de sus colegas del panteón donde había yacido, lleno de "esculturas malas de Benlliure": el político La Cierva, escoltado de inscripciones gratulatorias; Azorín, enterrado con librea pero que conserva el paraguas rojo de su juventud anarquista; Galdós, con su gabán y unas cómodas zapatillas de orillo; Pardo Bazán, que se ha calado la muceta académica pero lleva zapatos de baile; Baroja, "con la cabeza gorda pues la boina le viene chica", con una maleta a su lado donde guarda recuerdos de la guerra carlista. Sí..., la visión de Solana es la del resucitado que ya lo ha visto todo y para quien ya todo tendrá un sabor amargo.

(Y París contado por Solana -el pintor/escritor, no el Chucho)

La misma maleta milagrosa y los mismos editores -La Veleta, López Serrano y Trapiello- están detrás del rescate de París, un libro escrito (o, al menos, vivido) entre 1937 y 1939, en plena Guerra Civil. La primera frase ("El viejo París recuerda a Madrid con sus chamarileros y sus puestos de libros viejos") es casi una profesión de fe que a más de uno le hará cerrar el volumen, aunque recomiendo al lector que llegue por lo menos a la página donde Solana intenta definir la luminosidad de la ciudad como una "luz gris, azulada y neutra, de patio de cristal esmerilado" que paradójicamente intensifica los colores.

Pero, ¿quién no encuentra en sus viajes lo que ha llevado hasta allí con él? Por eso, a Solana le hacen soñar las gárgolas de Notre Dame, visita el museo de cera, da cuenta de los siniestros espectáculos de Montmartre, de las casquerías de Les Halles o de los monstruos de las barracas de feria. No sabemos muy bien qué objeto pudo tener este libro de aire muy sistemático, aunque incompleto, que proporciona los precios y trayectos de los transportes públicos o que reproduce generosamente textos informativos tomados del Espasa, que Solana debía copiar en la biblioteca del Colegio de España. A su entonces vecino Pío Baroja, Solana le pareció un ser vulgar, grosero y crédulo, y sin embargo, lo que más se asemeja a estas páginas, desiguales pero a veces fascinantes, es una novela como El Hotel del Cisne, que también es heterogénea, desequilibrada y cautivadora: el escritor es un animal territorial y recela, más que de nadie, del que le resulta más cercano.

24/8/08

Los vagabundos del Sena

No cuesta mucho imaginarlo: París, hace setenta años; a la orilla del Sena, un grupo de mendigos tirados en el suelo; por la acera, pasan señoras y señores de abrigo, gabán y sombrero; cuando intuyen la presencia de los mendigos, miran hacia otro lado, forzando las pupilas para que nada empañe su feliz paseo de domingo; se suben las solapas o vuelven a anudarse la bufanda y comentan algo del tiempo, piensan en el café con croissant que van a desayunar en breve o en la estufa que les espera en casa junto al periódico y las alpargatas.
Pues bien (y aquí llega el misterio del arte, de la literatura). Da la casualidad de que justo en ese momento pasa por allí un hombre bruto y genial que no tiene ojos sino para ellos. Lo demás no le interesa, pero su insignificante tragedia sí. Observa a los mendigos y después los inmortaliza sobre el papel:
"Vemos bajo el sol enfermizo de invierno a los vagabundos durmiendo desparratados con un sueño de piedra, con la cabeza colgando y aplastada la cara contra la tierra. Aquí se ven la miseria, los harapos y las caras moradas por el frío e hinchadas de los alcohólicos, con los ojos rojos como en carne viva, rascándose la miseria y echados en fila como guiñapos humanos. [...]
Entre los grupos que juegan a las cartas se ve alguna mujer con el pelo enmarañado, caído por los hombros, rascándose los piojos de la cabeza, a uno remendando un pantalón, a un cojo asomado al muro del Sena y a otro hambriento, con cara de perro, que hace fuerza con las manos en un hueso que roe con gran ansia, mirando con recelo como si se lo fueran a quitar".
(José Gutiérrez Solana, París)
Ahora, tantos años después, esos seres marginados, desgraciados, ignorados por la gente de su tiempo, vuelven a vivir para nosotros. Existen, y son muy reales, mientras que aquellos paseantes que les negaban el mínimo consuelo de la mirada (para eludir así su presencia) están muy muertos. Nadie los recuerda desde hace décadas, han desaparecido para siempre; ya es como si jamás hubiesen estado en ningún sitio.

10/8/08

En aquel tiempo apareció el inglés

En aquel tiempo apareció el inglés. Era un hombre alto, orgulloso y duro. Tenía cuarenta años o quizá cincuenta, la mirada casi blanca y un cuerpo de soldado.
Se dijo que el inglés estaba en tratos para comprar la casa grande, pero al final no hubo nada. Se dijo también que pensaba construir una gran casa en la era de Don David; que venía a montar una fábrica de envasados; que había huido de su país, que traía muchísimo dinero, que con sus ojos pálidos veía de noche como los gatos; que había presenciado un horrible crimen y por eso el pelo se le había quedado blanco; que en su tierra nunca salía el sol. Que no era católico.
El inglés le compró a los curas el monasterio de la loma roja y contrató a cuatro albañiles para que lo arreglaran. No tenía ni idea de español, pero era seco y autoritario y los hombres se plegaron pronto a sus órdenes. Por la tarde, en el bar de Polo, relataban las maravillas del día: la habitación pequeña de madera que él había traído desmontada, los grandes cuartos de baño, el enorme salón con chimenea, los diminutos dormitorios.
El inglés no cambió demasiadas cosas del viejo monasterio: llenó el claustro de flores, desembozó las fuentes y convirtió en piscina el estanque de las ranas. Llegaron dos camiones con muebles claros y sillones metálicos. En la capilla instaló un piano.
Contaban los albañiles que en la mudanza cayó por las escaleras una caja de metal y de ella escaparon dando tumbos dos cruces y una pistola; las cruces eran como las condecoraciones que se veían en las películas; la pistola, blanca y fría como el inglés: nadie se atrevió a tocarla.
Las obras duraron poco tiempo, mucho menos que las de la casa grande, pero el inglés siempre metía prisa con sus frases cortantes y duras. Los albañiles aprendieron a decir "okey": se lo decían unos a otros chateando en el bar de Polo, con chunga y orgullo; Polo, secando vasos, meneaba la cabeza; Celsa decía que un monasterio no es sitio para vivir.
Una mañana, el inglés cogió su coche y se marchó. Volvió al día siguiente, a la salida de la misa del domingo. Paró su coche en la plaza, bajó y ayudó a bajar a su mujer. Ella paseó la mirada por la plaza, por la iglesia, por la gente. Sonreía, era muy hermosa y estaba embarazada. Detrás de ella asomó un niño con la piel muy oscura, el pelo rizado y los ojos azules, que se cogió de su mano. Ella, la esposa del inglés, fue la primera mujer negra que se vio en el pueblo.
Todos se la quedaron mirando sin poderlo evitar. El inglés le rodeó los hombros con su brazo y los miró a ellos con su mirada blanca, con su aire de soledad y desafío.
Entonces Don Florián, que había viajado, se acercó a la pareja, besó la mano de la mujer y le dijo:
-Enchanté, madame.
Los demás se sintieron tan orgullosos de él que le aplaudieron.
Hoy, los hijos de los ingleses viven también en el pueblo. Uno tiene un criadero de orquídeas; el otro, un gimnasio. Gracias a ellos todos pudieron enterarse de que sus padres no eran ingleses en realidad. Pero llevaban tantos años llamándoles así, que el nombre de sus países verdaderos cayó pronto en el olvido.

31/7/08

El "París" de Solana

Estamos de suerte en el Círculo: segundo año de andadura y segundo libro inédito de nuestro admirado Solana. En esta ocasión son notas sobre París que Solana tomó entre febrero de 1938 y junio del 39 (durante la guerra civil se fue con su familia de Madrid a Valencia y de Valencia a París, donde vivieron en el Colegio de España, situado en la Ciudad Universitaria). Ya algunos de estos cuadernos fueron publicados en un facsímil hace varios años, pero éste es un buen tocho de casi 400 páginas. No creo que la famosa maleta nos depare más sorpresas, aunque esperemos que sí...
Si la mayor parte de la obra de Solana está hecha "a medias" (como él mismo decía), ésta debe de estarlo a "un cuarto", porque se nota que se quedó en las primeras fases de su elaboración. Desde aquí habrá que darle las gracias a Ricardo López Serrano por su ardua tarea de reconstrucción y ordenación de los manuscritos solanescos y a Andrés Trapiello -otra vez- por su constante labor de recuperación, publicación y evangelización de nuestro santo patrón (ay, qué lástima ese "inflingido" al final de su prólogo).
Llevo leídos unos cuantos capítulos y, aunque seguramente no es de lo mejor de Solana, este hombre siempre nos regala detalles geniales. Resulta curioso constatar cómo lleva su españa negra allá adonde va y nos enseña un París muy distinto al habitual, distinto pero muy real (seguramente más real), lleno de mendigos, putas y perros. Y encuentra parecidos con Madrid por todos lados.

Preciosa cubierta, por cierto (¿será que la bandera francesa es más fotogénica que la española?)

Me ha encantado, por ejemplo, cómo Solana describe los perros de París:

"Hay viejas que bajan a la calle con cuatro o cinco perros a los que cuidan como a hijos. Hemos visto a un perro sentado en una silla al lado del despacho de una estanquera; el perro, con el hocico constipado y cara de viejo, mira entrar y salir a los parroquianos; el inteligente animal parece estar satisfecho y celoso de su cargo desempeñándolo muy bien. La estanquera le da la mano y el perro estira la pata agradecido. O esas mujeres que llevan en el metro, metida en el capacho, una perra chata y peluda que parece una persona aburrida y vieja que no le da ya a nada importancia, nada más que a que no se metan con ella y a las comodidades, pues es ya muy vieja y está ya para pasarse la vida en un rincón bien atendida. Hemos visto un perro de lanas viejo, al que le pesa el culo y le molesta que le lleven de la cadena y le hagan andar deprisa, pues ya no está para muchos trotes".

También es genial cómo describe a la gente en el metro (pp. 37-39), la ciudad bajo la nieve (pp. 42-47), algunas calles y barrios, jardines, fiestas, etcétera.
Que lo disfrutéis.

24/7/08

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas

En aquel tiempo solían reunirse las abuelas. Eran cinco y se conocían desde niñas: el recuerdo más antiguo que unas tenían de las otras coincidía con el más antiguo recuerdo de sí mismas.
Las abuelas crecieron en una época irresponsable que pasó a la historia como "bella". En el mundo, hombres jóvenes morían en las trincheras, los profetas del pueblo cambiaban comida por sumisión, un barco que desafió a Dios se hundía en los hielos, niños obreros vagaban por las calles de ciudades que exudaban lujo; en los cabarets, los ricos encendían el tabaco con dinero cuando inyectar morfina en el muslo de una mujer era considerado una sofisticación exquisita. En el pueblo, Don Enrique se compró el primer automóvil, un carro dejó inválido a Marcial el porquero y sus ocho hijas tuvieron que echarse a la vida en la capital, se aprobó una derrama para adecentar el Casino, dos diputados celebraron dos banquetes en el Círculo de Agricultores y las cinco chicas -las cinco futuras abuelas- hicieron el mismo día la primera Comunión con sendas coronas de flores firmemente encasquetadas en la cabeza.
Luego vinieron los bailes, los novios, las bodas. Don Enrique se compró el segundo coche, su chófer se fugó con la hermana de Don Dámaso; Sisebuto, el hijo de la comadrona, se hizo político radical.
Cuando llegó la guerra civil, las cinco tenían hijos pequeños. Los amigos de Sisebuto requisaron el coche de Don Enrique y lo asesinaron; eso fue al principio. A Sisebuto y a sus amigos los mataron al final. Entretanto, un hijo nació muerto y otro murió de hambre; tres de ellas quedaron viudas y las otras dos apenas reconocieron a sus maridos cuando regresaron -piojosos y enflaquecidos- de un infierno del que nunca quisieron contarles.
Las cinco mujeres, que habían vivido tres años compartiendo miseria y congojas, enterraron a sus muertos y comenzaron, minuto a minuto, con firmeza implacable, a construir desde las ruinas.
Los campos estaban quemados; los hijos, hambrientos; los hombres, muertos o enloquecidos. Brotaban las venganzas como flores podridas, agravio por agravio, rencor donde hubo miedo. Y ellas, como obsesas, sordas al dolor, a la fatiga, con fuerza, con rabia, construían.
Limpiaron las tierras y las ruinas de sus casas, sembraron patatas, nabos y boniatos; a los hijos les raparon al cero para llevarlos a estudiar con las monjas, que les daban leche. Las viudas veían pasar las primaveras intentando olvidar que aún eran jóvenes; las casadas añoraban al hombre que se fue mientras consolaban al que regresó de su sueño agitado, sus llantos sin sentido, el terror que ocultaban sus revanchas brutales.
A veces, cosiendo en la ventana, veían pasar por la calle una multitud que arrastraba a un pelele alucinado. "¡Denunció a tu marido!", les gritaban desde abajo, "¡mató a tu padre!", "¡violó a tu hermana!" Y a ellas, que lo sabían, les parecía ahora imposible tanta maldad en ese cuerpo desarticulado.
Habían ganado, les decían por todas partes. Y ellas no lo creían.
Lejos de allí, un avión con nombre alegre destruyó para siempre la inocencia de los salvadores del mundo; seis millones de personas fueron a la desintegración en trenes decorados de fiesta mientras en otro universo paralelo las mujeres y los hombres bailaban sus historias de amor con trajes de satén y sombreros de copa; los jóvenes artistas, hijos de burgueses, purgaban su mala conciencia en antros de lujo ensayando ingenuas perversiones; la Iglesia clamaba en vano contra la descomposición de los valores.
En el pueblo se aquietaba la locura; los vencidos callaban y comían las primeras cosechas; comenzaban a reconstruirse las casas, las haciendas y la esperanza. Doña Luisa recuperó el coche de su padre y le dio las gracias a la Virgen comprándole un precioso manto. Los hijos crecían con la leche de las monjas; los hombres ocupaban, poco a poco, el puesto que ellas les habían guardado en el tiempo del horror. Pero ellas, que habían soportado la tempestad como juncos, habían aprendido de dónde brotaba la fuerza de su casa. Y eso marcó sus vidas.
En aquel tiempo, pues, se reunían las abuelas. Los hijos casados, los hombres guardados en casa con prematura vejez; o en una tumba antigua con la foto de boda adornada de flores de trapo y una inscripción mentirosa: "Tu esposa no te olvida". Se reunían las abuelas y hablaban de sus cosas, poderosas las cinco, de su casa, su hacienda, sus hombres y sus nietos; hablaban con voz fuerte y parecían muy jóvenes moviendo sus pulseras colmadas de colgantes, riéndose al recordar sus historias de niñas, el hambre de la guerra desde su recuperada abundancia de muelas empastadas en oro, carnes regresadas, canas teñidas en la peluquería del pueblo en interminables sábados. Las abuelas mandaban en su casa y en las de sus hijos; hablaban de sus nietos como de hijos propios. Se habían instalado en la vida de forma tan dolorosa y certera que alargaban el plazo de gozar de su victoria.
En el mundo, los jóvenes cuestionaban la autoridad de los mayores, reinventaban la tribu, descubrían las flores; el hambre era sólo un recuerdo, el horror y las muertes se habían trasladado a países lejanos: no importaban ya. Florecían los inventos, las razas se mezclaban, las canciones se volvían incomprensibles; las consignas, enigmáticas. En el pueblo, donde casi todo aquello estaba prohibido, se sabía sin embargo que inexorablemente llegarían los aires nuevos. Ellas también lo sabían pero querían mantener, mientras vivieran, intacto su poder, su respeto, la vida que habían construido.
No pedían más.
No pedían menos.
Hoy, sus hijos, abuelos ellos mismos, cuentan que la muerte de sus madres fue el principio de sus propias vidas; imitan sin saberlo los gestos de una autoridad que no tienen; relatan sus anécdotas, su valentía, su dureza de los tiempos heroicos, su eterno dominio sobre ellos, con un cariño suave mezclado aún de rencor a veces.
Después de tantos años las aman y las temen.
Sus nietos las recuerdan.




17/7/08

Interior en Petworth

Cada tarde, a la hora de la siesta, me siento en el salón de Lord Egremont con el firme propósito de divagar, de pasar el rato delirando, de dejarme llevar por las alucinaciones y los sueños. En esos ratos de ocio nadie me molesta. Detrás de la ventana el mundo sigue su ritmo: los jardineros continúan su labor, los sirvientes van y vienen con bandejas y manteles y notas de los señores y los campesinos se dirigen a labrar la tierra por última vez en la jornada.
El salón me hipnotiza. Sólo allí me siento a gusto y sin temor. Por el arco del fondo invade la estancia una nube de fuego, una luz cegadora, que agacha la cabeza y extiende sus alas para penetrar más profundamente en lo que parece un pozo o una cueva. Se borran las sillas, los baúles, las cómodas, el misterioso secreter. Todos los objetos se difuminan en esa media penumbra de cortinas echadas.

Si aprieto los párpados, veo a la inmortalidad cabalgando en volutas, subida a un carro como de ocre etéreo, y criaturas marinas rodeándola, seres extraños, desconocidos, fantásticos, y las Tres Gracias agachadas o bailando o jugando al escondite, no sé. Por el suelo se derrama el corolario de las fiestas de otro siglo: papeles, vasos, hijos, licores, hogueras.
Si me quedo traspuesto, se me abalanza una jauría de perros con los ojos encendidos y los colmillos babeantes, pero abro rápidamente los míos y se quedan reposando bajo mis pies, dóciles y esponjosos como gatitos. Los acaricio y duermen, duermen.
A la derecha, desde un piano o un ataúd abierto, me saludan los cadáveres de la última peste. Tienen —o eso me parece a mí— el cabello erizado y las uñas manchadas de sangre. No me dan miedo, sólo un poco de lástima, como las estatuas de museo que se mandan callar unas a otras.
Lo sé. Digo cosas extrañas, que no tienen sentido. Por todo el condado de Essex corre la especie de que estoy loco. Me han visto —imagino— caminando solo por los prados y colinas y más allá del bosque, caminando día y noche, sin parar. Suelo cubrir mi cabeza con un sombrero negro, que sólo me quito para saludar a los cisnes del lago o para contemplar las nubes o para lanzarlo a las copas de los árboles.
George ha muerto y Elisabeth me ha dejado. Esto es un hecho; mejor, dos hechos incontrovertibles. Ya no podré disfrutar más de las conversaciones de aquél, ni tiene sentido seguir pensando en la boca de ésta. Se me suelen aparecer los dos en el espejo del fondo del salón. Nunca juntos. Un día uno y otro día el otro. Son reflejos borrosos espiándome. Mira, ahí está ella. Otra vez.
El reloj parisino da la hora. Entonces llega por los pasillos el olor a té y me incorporo del sillón y espanto los fantasmas que pueblan mi cabeza, cada tarde, de tres a cinco.

J. M. W. TURNER, otoño de 1843.

8/7/08

En aquel tiempo regresó el mercenario

En aquel tiempo regresó el mercenario. Todos le llamaban así desde que se marchó a África con la Legión Francesa. Antes era el Toño, y en los buenos tiempos, el boxeador. Pero eso fue hace mucho: no habían nacido aún los quintos del año en el que el mercenario regresó.
Hubo señales aquel año, antes de que el mercenario regresara: las cigüeñas abandonaron el nido del campanario y, después de sobrevolar todo el pueblo, comenzaron a construir su nuevo hogar en el tejado del molino viejo, al lado del remanso del río seco; cayeron dos estrellas el día de Viernes Santo y desapareció misteriosamente el pañuelo de encaje que la Virgen llevaba en la mano el día de la procesión del Dolor. Lo del pañuelo fue una travesura del chico del sacristán y se supo a los dos días. Lo de las cigüeñas y las estrellas, sólo algunos lo entendieron; y eso fue mucho después, cuando el mercenario se hubo marchado para siempre.
Al mercenario le habían criado sus abuelos. El padre murió en una explosión de la mina. La madre se fue a servir a una capital lejana al lado del mar. No volvió.
El Toño, para ir a la escuela, tenía que atravesar un trozo de bosque que le daba miedo. Llegaba al aula jadeante y aterido y los chicos se reían de él. Una vez, los cinco mayores le esperaron a la salida y le arrinconaron contra la pared. El Toño se orinó en los pantalones: por eso se hizo boxeador.
La primera vez que la abuela vio el saco de tierra colgado de una viga del pajar salió corriendo y chillando, pensando que era un ahorcado. El Toño ensayaba contra ese saco los golpes que imaginaba dar a los que se reían de él y de su miedo. En el silencio de la noche se oían sus jadeos, sus pequeños gruñidos de cachorro.
El día que cumplió doce años, el Toño desafió a los cinco chicos que le habían arrinconado y a los cinco los venció. Cuando pegaba, los ojos se le vaciaban de vida y se le cubrían de una niebla que escondía un pajar oscuro, un saco oscilante, sudor, rabia. Vergüenza. Veinte años más tarde, cuando peleó en el ring por última vez, esa mirada se había hecho famosa más allá del pueblo, de la capital de la que su madre no habría de volver, del país entero. Entonces fue a despedirse de sus abuelos, les dio el dinero que había ganado y se marchó a África. De mercenario.
El mercenario se instaló en el molino viejo, al lado del remanso del río seco. No quiso volver a su casa, donde sus abuelos habían muerto años atrás sin noticias suyas. Arregló las goteras, pintó la fachada, plantó, en el viejo remanso, árboles frutales. Se pasaba los días trenzando juncos y con ellos hacía cestos, sombreros... luego los regalaba a los que le iban a ver.
Todos iban para que él les contase cosas de sus viajes; pero al final, eran ellos los que le contaban sus vidas. Y el mercenario les escuchaba en silencio mientras trenzaba juncos y asentía con la cabeza como si nada pudiera sorprenderle. Por eso volvían.
La mujer de Pedro el de la tienda se enamoró del mercenario. Todos se dieron cuenta porque iba a verle con cualquier pretexto, pintada y arreglada aunque fuera para llevarle el mandado de la semana. Tanto se habló en el pueblo de la mujer de Pedro, que hasta Pedro se tuvo que dar por enterado. Pero el mercenario, si lo supo, hizo como si no lo supiera.
Por fin Pedro no pudo más, y una tarde cargó la escopeta y se fue al molino viejo. Cuando llegó, encontró al mercenario sentado, haciendo un cesto, y a su mujer con su mejor vestido, muy arreglada y compuesta, hablándole. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. El mercenario asentía, como siempre, y la miraba de vez en cuando con una sonrisa llena de cariño.
Pedro el de la tienda, que iba preparado para escenas peores, no pudo resistir sin embargo esa intimidad tan diferente y se puso a disparar a través de la ventana.
La mujer cayó enseguida, con el pecho florecido de rojo. El mercenario se tiró al suelo, se arrastró hacia ella y comprobó que estaba muerta. Entonces la levantó en brazos y avanzó hacia Pedro que seguía disparando.
Pedro juró después ante el juez que las balas atravesaban su cuerpo sin dañarlo. Juró también que cuando el mercenario llegó a él, se le cayó la escopeta de las manos; que sintió un miedo espantoso pero que entonces el mercenario le abrazó y los dos lloraron teniendo entre ambos el cadáver de la mujer.
El mercenario se marchó aquella noche, dejando sus árboles cargados con los primeros frutos. Sólo las tres cocineras salieron a despedirle, las únicas que nunca le habían visitado.
Muchos dijeron que era un santo porque las cigüeñas se fueron con él y nunca regresaron. Otros se acordaron de las estrellas que cayeron el año en el que regresó y hablaron de magias y misterios de África; de maldiciones. Pedro el de la tienda murió en la cárcel dos años más tarde. Hasta el último momento lo estuvo llamando.
Hoy casi nadie recuerda al mercenario: hace mucho que fueron quintos los niños que nacieron en el año de las estrellas fugaces. Cinco antes de que las cigüeñas se fueran del pueblo para siempre.

27/6/08

En aquel tiempo abrieron la casa grande

En aquel tiempo abrieron la casa grande. No fue de un día para otro. Seis meses antes, una mañana, se juntaron en la esquina de enfrente dos forasteros. Los forasteros, uno al lado del otro, señalaban la casa y movían la cabeza asintiendo. Con las manos trazaban formas en el aire o destruían, tajantes, esas formas para crear otras nuevas. Siempre mirando la casa. Sin perder nunca su aire de señores. Unos días más tarde llegó la cuadrilla.
Eran diez obreros, capitaneados por uno de los forasteros que llevaba un traje, un casco en la cabeza, un rollo de papeles bajo el brazo. Fue él quien abrió el candado de la vieja verja. Los otros esperaban detrás. "Cuidado", dijo el forastero, "está perdida de óxido". Y dos de los obreros empujaron las puertas, que gemían, hasta dejarlas totalmente abiertas. Luego se internaron en el jardín.
Pocos recordaban a los dueños de la casa grande, y esos pocos eran tan viejos que nadie les escuchaba. La casa servía de escenario a la imaginación de los niños; a los ensueños de los románticos. Los padres la usaban para infundir en sus hijos los primeros miedos; algunas parejas, para entrevistas clandestinas sobre los helechos del roto invernadero; los locos, para fingir otras vidas; los tristes, para refugiarse en su abandono.
Y todos, para acunar en lo profundo de la mente un misterio, un sueño, un temor, una duda. Un deseo.
Pero la verja fue abierta un día y los obreros desbrozaron el jardín y en él expusieron sin recato las tripas que fueron sacándole a la casa grande.
Aparecieron bañeras desportilladas, viejos fogones, un espejo roñoso, un candil roto, cañerías corroídas, estremecidas e indefensas frente al ruido de los piquetes, el sol y las canciones.
Alrededor de la verja se agolpaban todos para presenciar la autopsia. Y vieron arreglar los arrayanes, y reponer el cristal del invernadero; y vieron restaurar las maderas, con su olor picante, y componer las escayolas de los techos a través de los huecos de las violentadas ventanas. Y, apelotonados en dos filas, abriendo calle, presenciaron la llegada de un gran camión con muebles nuevos que parecían antiguos, una cama con volutas, un gramófono, una palmera enana en su tiesto de bambú.
La casa amaneció un día aderezada y lista, el jardín florecido, la verja recién pintada. Y todos los que habían asistido a su metamorfosis se quedaron allí mirando. Y esperando.
Por la tarde, un gran automóvil se paró delante de la verja. Un chófer uniformado salió, dio la vuelta al coche por delante, abrió la puerta de atrás y ofreció su brazo. Y apoyada en él, adelantando un bastón tembloroso, apareció la señora. Miró a todos sin verlos y miró, sin verla, a la casa grande. Estuvo un rato así, mirando en medio del silencio, con el temblor en su cuerpo y los ojos de agua. Tenía las manos abultadas de venas, el rostro rígido, la voz amarga y dura.
La señora dijo: "Imposible volver."
Se metió en el auto, el chófer cerró la puerta, dio la vuelta al coche por detrás, ocupó su sitio, puso el motor en marcha y se fueron. La casa grande se quedó allí con todos, viéndolos marchar.
Hoy es un museo. En ella se exponen fotografías de cuando fue habitada. Todos recorren sus estancias esperando encontrar al volver una esquina, al abrir una puerta, el imposible pasado.

21/6/08

Perder un pie

Cuando dormía en su casa andaba descalzo. Había moqueta. Sus padres estaban de viaje. El ambiente oscuro, con las persianas bajadas, y un montón de cortinas y estores, que había que apartar una tras otra para ver la calle. La terraza, la calle; un piso alto. Los coches como aplastados allá abajo; al fondo la ría, y grúas, en el puerto. El edificio de enfrente, macetas en las ventanas. En invierno dormía con una camiseta y sólo una sábana en la cama. La calefacción mantenía la casa a veinte o más grados. Todo era silencio menos mi voz, que me salía muy ronca. Al hablar ronroneaba. Se me ponía voz de macarra y en cambio a ella la confundían por teléfono con una niña. Y es verdad, parecía una niña. Los ojos, inquietos, vagaban a veces buscando algo cuando la miraba fijamente, como si se pusiera nerviosa. Sonreía como una persona muy inocente, pero no era inocente. Yo tampoco. Comía con apetito y hacía pis con la mirada perdida, como si recordara algo triste.

Con el tiempo nos odiamos. Sobre todo cuando no la tenía delante. Sabía que no era nada. Quería no volver a verla, y disfrutaba pensando eso. O me daba igual. Miento: era un placer no querer volver a verla.

Un día cualquiera decidimos dejarlo. ¿Lo dejamos? En un bar; mirábamos la pantalla (quizá un partido de fútbol, que no nos interesaba nada). Vale, de acuerdo. Así está bien. No había rencor, ni nada que se pareciese al dolor. En realidad no había nada. Quizá un vértigo que daba un poco ganas de reír. Nos reímos, como nerviosos. Si acaso un poco de extrañeza ante lo improvisado de la situación. Lo fácil que era decidir de mutuo acuerdo no volver a vernos. Aunque no se dijo, pero era eso; no volver a saber nada uno del otro. De distintas ciudades, o de distintos mundos. Decidimos no volver a saber nada uno del otro. Bebimos Martini, y brindamos, por perdernos de vista. Y así fue.

Al día siguiente me sentí un poco raro. Como si hubiese perdido un zapato, o un pie, o los dos.

16/6/08

Entrevista a Trapiello

Queridos míos, dejo aquí el enlace de una entrevista que le hice la semana pasada a Trapiello, y que publiqué este domingo. El making-off es muy corriente, pero por supuesto hablé de esta docta casa, del respeto que le profesan algunos de sus miembros (si no todos) y recordó el escritor a "un joven muy amable" que hacía unas semanas le entregó un libro para que fuese dedicado al Círculo Solana. Puedo decir que se entusiasmó, y hasta se desvío un momento de la entrevista para ponerme al día de las novedades solanescas y dos libros que o bien acaban de salir o bien están a punto de hacerlo. Se expandió Trapiello: el encuentro duró más de una hora y, desafortunadamente, lo más enjundioso para el lector y el gallinero se dijo con la grabadora apagada. Como se hace siempre y como, supone uno, debe ser. Algunos compañeros me reprocharon no haber entrado más en sangre, pero aquello me hubiera parecido más una entrevista para el Qué me dices: sé que interesa más, por la cosita del morbo, pero también sé que es una incomodidad, cuando no falta de respeto, al entrevistado, y éste puede cortar por lo sano en cualquier momento (algo terrible para quien tenía dos páginas comprometidas que cerrar con la entrevista ese mismo día). Por lo tanto, sólo de pasada solté como quien no quería la cosa el nombre de Marías, y también al final le hice ver lo de sus enemigos. Hubo una pregunta más con su respuesta, que era sobre Juan Cruz, y la grabadora se lo comió entero. Como no me gusta escribir de oídas, ni poner en boca de nadie un pensamiento que no sea con sus palabras exactas, lo dejé fuera muy a mi pesar, pero vamos: no era irrespetuoso ni faltón, ni tampoco estaba ahí el titular. El titular, por cierto, que tuve que elegir no me convenció nada, pero no cabía una palabra más. El periodismo, jo, está esclavizado por el diseño. Por lo demás, sé que no llevo leyendo a Trapiello media vida ni soy un experto en él, así que la entrevista queda coja por ahí. Pero en fin: si se la he hecho es porque ya me he acercado a sus libros, y a su vida, y eso es por vosotros, así que va por ustedes.